Serie: Convivencias (LXX)

El cambio social y político, las definiciones jurídicas y la interpretación dinámica y evolutiva del Derecho

Héctor Gros Espiell

Sin duda una de las más importantes cuestiones que se plantean a la reflexión, - no sólo jurídica sino también filosófica y política -, es la relativa a la eventual fractura que se puede producir entre la norma jurídica, adoptada para regir en el futuro pero marcada por todo lo que resulta de la situación existente en el momento de su elaboración, y la nueva realidad que posteriormente resultó de los cambios operados en el medio social, político y cultural en su más amplia y comprensiva acepción, en el que la norma se ha de aplicar.

El Derecho es un fenómeno social. Es un elemento de la realidad social. No es sólo normatividad, sino que constituye también una parte de la realidad a la que se aplica, que no puede ser captada si no se conoce el Derecho que la rige. Pero este Derecho positivo, que nace de la sociedad, por medio de los procedimientos jurídicamente establecidos, se aplica a una sociedad dinámica y cambiante, nunca estática ni inmóvil. Este extremo, que siempre constituyó un problema, se acentúa y se hace más crítico cuando la sociedad, las instituciones, las costumbres, los valores y las formas de vida, cambian con especial rapidez y profundidad. Nuestra época, la época en la que vivimos, es uno de los mejores ejemplos que se han dado en el curso de la historia de este fenómeno.

Y ello es así no sólo si se compara la sociedad actual con lo que era la sociedad hace algunas décadas, sino también con lo que es previsible que esta sociedad de hoy pueda llegar a ser en el futuro.

La aceleración del tiempo histórico, caracterizante de nuestra época, situación tan magníficamente expuesta por Toynbee, se traduce en un cambio casi vertiginoso en el tejido social, en las instituciones políticas y sociales y en los valores e ideas que determinan la vida individual y colectiva, cambios provocados en gran parte por el avance espectacular de la ciencia y la tecnología y por la aparición y desarrollo de nuevos horizontes para la vida humana.

A esta situación se suma la gravedad del fenómeno ambiental, que se refleja en todas las formas de vida – la humana, al animal y la vegetal -, la degradación trágica de la bio diversidad y todo el entorno en el que la vida es posible y la conciencia de que esta vida en el Planeta puede no tener una duración infinita, sino que es no es imposible pensar que puede ser perecedera y finita.

Una situación análoga se ha dado a lo largo de la historia en todas las grandes revoluciones, en todos los momentos en que se ha producido un corte profundo y traumático, una ruptura honda, sea violenta o no, en la continuidad del devenir histórico.

Uno de estos momentos fue el de la Revolución Francesa. Y se produjo entonces uno de los ejemplos más demostrativos, en la forma como el proceso jurídico de la codificación post revolucionaria debió encarar la forma de armonizar la herencia del pasado con los cambios revolucionarios y con el papel reservado al Derecho con respecto a la sociedad del mañana, contemplada con los ojos de lo que entonces era el hoy, pero que para nosotros fue el ayer.

Otro momento de ruptura con gravísimas proyecciones jurídicas en el tema que encaramos fue, más cercano aún a nosotros, el que se produjo como consecuencia de la Revolución Soviética después de 1918.

Portalis, el genial "padre del Código Civil", se refirió lúcidamente al tema en su "Discurso Preliminar", en el que refiriéndose al Derecho revolucionario elaborado a partir de 1789, hasta el advenimiento de Bonaparte luego del 18 de Brumario, decía en 1801: "Toda revolución es una conquista" y se preguntaba: "¿Pueden hacerse leyes con intención de perennidad en el pasaje revolucionario de un antiguo régimen a un nuevo régimen?"

Su respuesta era que, en principio, había que esperar a salir de la tormenta revolucionaria para legislar con intención de permanencia y estabilidad. Pero agregaba esta sabia reflexión: "Hay que innovar. Todo lo que es antiguo ha sido nuevo. Lo esencial es imprimir a las instituciones nuevas el carácter de permanencia y estabilidad que pueda garantizarles el derecho de llegar a ser antiguas". "Es útil - continuaba – conservar todo lo que no es necesario destruir". "Las generaciones – decía – se suceden, se mezclan, se entrecruzan y se confunden. Un legislador aislaría inadecuadamente el Derecho de su marco necesario si no observara con cuidado las relaciones naturales que ligan siempre el presente al pasado y el porvenir al presente".

Thomas Jefferson escribió desde París a James Madison una carta, el 6 de septiembre de 1789, en la que reflexionaba en torno a la cuestión de "si una generación humana tiene el derecho de vincular a otra" y señalaba que ésta era "una cuestión de tal trascendencia que no sólo merece meditarse, sino también ocupar un lugar entre los principios fundamentales de todo gobierno".

Unos años después, la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 24 de junio de 1793, en su artículo 28, luego de afirmar el derecho de todo pueblo de reformar, renovar y cambiar su Constitución, decía: "Una generación no puede sujetar a las generaciones futuras a sus leyes".

Es esta una interrogante que nos aventuraríamos a llamar hoy angustiosa. Es la interrogante de saber hasta dónde puede llegar la antinomia entre un Derecho dirigido a fijar criterios normativos para el presente y el futuro y el devenir de una sociedad que puede pensar, sentir y vivir de acuerdo con criterios distintos a los que inspiraron el Derecho vigente, elaborado ayer, ante realidades muchas veces distintas, pero sin embargo destinado a regir en un hoy y en un mañana diferentes.

 

En términos conceptuales uno de los puntos esenciales en la consideración de la situación antes descrita es el tema de las definiciones jurídicas.

Una definición incluida en una norma intenta fijar un concepto aceptado ayer, pero posiblemente cambiado, en su acepción actual, con respecto al ayer y mañana en relación con el hoy.

La sabiduría jurídica romana había expresado ya: "Omnis definitio in jure periculosa est" ("Toda definición en Derecho es peligrosa"), expresión recordada reiteradamente durante los trabajos preparatorios del Código Civil Francés. En efecto, una definición legal cristaliza y fija, imperativa e invariablemente, un concepto. ¿Y puede hoy aceptarse la definición jurídica de conceptos en pleno y acelerado proceso de cambio y transformación, como por ejemplo: familia, concubinato, sexo, género, procreación, clonación, filiación, etc?.

La peligrosidad del empleo de definiciones incluidas en las normas jurídicas, no significa, sin embargo, desconocer que a veces ella son necesarias e ineludibles. Pero el reconocimiento de su peligrosidad es un aviso, una advertencia, respecto de su utilización, de sus limitaciones y de su relatividad. Esta peligrosidad del empleo de definiciones en las normas jurídicas, no implica, sin embargo, imposibilidad absoluta y total de la utilización de definiciones jurídicas. Es el aviso de un peligro que obliga a la cuidadosa consideración del asunto.

Y si esto es así en el Derecho Privado, ¿qué decir del Derecho Público, en un mundo en el que, como a decía Portalis sobre el Derecho Revolucionario, todo se transforma en Derecho Público?. ¿Es lo mismo hoy que ayer, y será lo mismo mañana, la significación de conceptos como por ejemplo – entre otros muchos posibles - Democracia, Paz, Seguridad, Coexistencia y Solidaridad?.

 

Frente a esta situación ¿cuál debe ser la actitud del generador del Derecho, del legislador "latu sensu"?.

No puede ser la de renuncia a generar Derecho, siempre necesario, generación que responde a una necesidad ineludible de toda sociedad para asegurar una coexistencia en la que se equilibren la libertad y el orden y, globalmente, la paz, la justicia y la seguridad.

No puede ser tampoco la negación ciega, la ruptura total y absoluta con el Derecho preexistente.

Debe ser la creación de un nuevo Derecho, innovador, pero que no olvide sus raíces y la experiencia de su aplicación, pero abierto al futuro, que tenga en cuenta lo nuevo y la responsabilidad ante las generaciones futuras, que no pueden ser encadenadas, encorsetadas a una normatividad asentada sólo en lo que la sociedad era antes o a lo que es ahora, sin considerar los conceptos cambiantes, atada a criterios a veces obsoletos, que ignoran los cambios producidos y los que probablemente han de devenir, en un mundo marcado por la aceleración de todos los procesos.

Estos conceptos sobre los que considero ineludible reflexionar, se unen, en el campo estrictamente jurídico, a la cuestión de la interpretación del Derecho.

¿Por qué?. Porque el Derecho vigente hoy no puede, no debe, ser interpretado, necesariamente y siempre, según lo que se pensaba cuando la norma se sancionó. El respeto por el cambio social, el respeto por lo que el cambio significa y significará en una sociedad abierta, tolerante y democrática, impone que el Derecho se interprete y se aplique, dándole a las palabras, los términos y los conceptos que el Derecho emplea su significación y su sentido en el momento en que la interpretación se realiza.

Es absurdo estimar que una norma pensada y elaborada, por ejemplo, en el siglo XIX, deba ser interpretada, de manera necesaria y absoluta, usando las ideas que entonces reinaban, dejando de lado las ideas y las realidades, los criterios, los valores y el sentido que hoy tienen esas palabras, esos términos y esos conceptos.

Naturalmente esta labor tiene que ser una tarea hecha con racionalidad y con equilibrio; no puede estar basada en el repudio o el apartamiento apriorístico; debe ser innovadora, pero no ciegamente negadora; debe tener en cuenta lo actual, sin despreciar la crítica; debe cuidarse de presumir ciegamente el mañana incierto; debe distinguir lo permanente de lo cambiante, lo esencial de lo relativo y lo evolutivo de lo rupturista, considerando lo actual, en sus raíces con el pasado y lo actual como embrión del mañana.

Es cierto que como lo señala con gran agudeza Santi Romano quizás sea más propio hablar de evolución del ordenamiento jurídico, como consecuencia de los cambios fundados en la realidad y en los conceptos, que de interpretación evolutiva. Es racionalmente cierto que lo que el intérprete hoy debe hacer es interpretar un Derecho que ha evolucionado y no interpretar el Derecho como si nada hubiera cambiado, usando ideas, pensamientos y conceptos del ayer.

Pero más allá de esta fineza terminológica, creo que todos entendemos que al hablar de interpretación evolutiva y dinámica queremos decir interpretación que tenga necesariamente en cuenta el cambio y la evolución producida en el Derecho y considere esos cambios y esa evolución al interpretar la norma en función de su aplicación hoy.

Es esta actitud la que funda lo que para mi constituye lo que ha de ser la interpretación evolutiva, dinámica y progresista del Derecho, del Derecho todo, del Público y del Privado. Una interpretación que considera lo que los conceptos significan hoy, con predominio sobre lo que significaron antes y que no cierre los caminos a la futura interpretación que podrá, a su vez, producirse teniendo en cuenta realidades supervinientes a las que existen actualmente.

Veamos ahora como se ha considerado y fundamentados esta interpretación, que se basa en la evolución de ciertos conceptos referidos en las normas a interpretar, en algunos ejemplos tomados del Derecho Interno y del Derecho Internacional.

En el Derecho Constitucional este criterio, sin duda mayoritario hoy, ha sido encarado fundamentalmente por la doctrina y la jurisprudencia norteamericana. Los estudios de Roscoe Pound, de O.W Holmes y de E. S. Corwin han marcado un camino que la Corte Suprema de los Estados Unidos no ha ignorado.

En su magnífico libro "La Constitución Norteamericana y su actual significación", publicado a fines de la segunda década del siglo XX, Corwin decía: "Como documento la Constitución proviene de la generación de 1787; como ley deriva su fuerza y efecto de la presente generación de ciudadanos americanos, y de ahí que debe ser interpretada a la luz de las condiciones actuales, con la mira de afrontar los problemas del presente".

En Europa, no pueden dejarse de recordar los aportes en igual sentido de F. Pierandrei , N. Bobbio y R. Lucas Verdú.

Y en nuestra América lo que han dicho a este respecto Jorge Carpizo, Germán Bidart Camps y Segundo V. Linares Quintana, entre otros muchos.

Son estos algunos ejemplos de una tendencia interpretativa en materia constitucional hoy predominante y que en el Uruguay no puede ni debe desconocerse. Por el contrario, hay que recogerla y aplicarla. Yo mismo lo he utilizado al interpretar el concepto de familia en el artículo 40 de la Constitución, modificando una opinión que había dado en 1955, para adaptar el concepto a una nueva realidad superviniente.

Como muy bien recuerda Carpizo "hay que tener en cuenta las situaciones sociales, económicas y políticas que existen en el momento de la interpretación".

Y este replanteamiento constante existe hoy respecto del ayer como existirá mañana en relación con lo que es hoy.

En el Derecho Internacional la tendencia ha sido la misma.

Quizás el ejemplo más interesante para citar al respecto es el dado por la Corte Internacional de Justicia, ya en 1971, en la Opinión Consultiva sobre Namibia, en que dijo que los "conceptos contenidos en el artículo 22 del Pacto de la Sociedad de Naciones no eran estáticos, sino evolutivos". El "concepto de misión sagrada" de civilización, debe ser interpretada hoy "a la luz de la evolución del Derecho a través de la Carta de las Naciones Unidas, en el marco del sistema jurídico general que prevalece en el momento de la interpretación".

En especial es interesante destacar que la Corte señaló que los conceptos de no discriminación y protección de los derechos humanos que quizás no estaban incluidos en 1919 o en 1922 en "la misión sagrada de civilización", hoy, por el contrario, están necesariamente contenidos en la expresión.

Este criterio ha sido compartido doctrinariamente por Eduardo Jiménez de Aréchaga – que en 1971 integraba la Corte Internacional de Justicia en su Curso sobre el Derecho Internacional Contemporáneo dictado años después en la Academia de Derecho Internacional de La Haya.

 

Es esta actitud, en una sociedad abierta y con una acentuada característica de acelerada renovación y de cambio, la que debe adoptar todo verdadero jurista, que tiene necesariamente que considerar las alteraciones que se producen en la sociedad, en las costumbres, en las mentalidades y en la sensibilidad de los diferentes grupos humanos.

Todo verdadero jurista, es decir un jurista moderno que una al saber el respeto democrático por las consecuencias de los cambios políticos y sociales, con todas sus proyecciones individuales y colectivas, pero que enmarque esa actitud en la racionalidad, en la salvaguardia de lo que el Derecho significa siempre como elemento indispensable de organización y de cohesión social, y en todo lo que resulta, de la tradición, de la historia y, dentro de lo relativamente deseable, de una indispensable, aunque nunca ciega ni total, continuidad.

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