Serie: La Responsabildad (XCXIX)
Matadero
Christian Ferrer
Mientras los soldados norteamericanos caen uno a uno y los iraquíes por racimos, la pirámide humana de prisioneros vendados y vejados se corresponde con la daga en el cuello de un estadounidense maniobrada por seres sin rostro. Ambas son imágenes del matadero. Ocurre que no existen guerras limpias o democráticas: a los muertos siempre los ponen ambos bandos.
Son nombres de las mil y una noches: Fallujah, Kerbala, Kufa y Najaf. Antes de la guerra eran meros puntos negros sobre el mapa de Irak; hoy son alfileres de color clavados sobre mapas de estado mayor de ejército en Washington. En ese triángulo geográfico que une al norte sunnita con el sur chiíta la resistencia al ocupante es porfiada e incesante.
Los muertos se cosechan por decenas y cada escaramuza culminada en tablas encumbra el renombre de sus defensores, dispuestos a llegar al walhalla de los creyentes amortajados en banderas religiosas. Fallujah, en particular, es la nueva ciudad-mártir del mundo musulmán. Esto no significa mucho en Occidente, a lo sumo una noticia periodística que resulta ser, de momento, preocupante.
Pero la cárcel de Abu Ghraib está destinada a transformarse en llaga supurante de la memoria islámica radicalizada. No tiene importancia que tras esos muros antes se torturara y matara en nombre de un déspota y ahora se lo haga en favor de la democracia. También Buchenwald sirvió como campo concentracionario de nazis y colaboracionistas luego de la ocupación soviética de Alemania, e incluso el penal de Ushuaia no solamente albergó criminales y anarquistas en otra época, también militares y civiles golpistas destinados a ser futuros mandamases de la política Argentina.
Marchas y contramarchas por el estilo suceden ahora en la antigua Mesopotamia. Los norteamericanos, ciudadanos de un imperio, pueden darse el lujo de archivar rápidamente los partes de guerra de una expedición punitiva, pero los pueblos colonizados o castigados no suelen olvidar ni perdonar fácilmente. La fotografía –parte del ajuar doméstico del todo ciudadano occidental– lo impedirá. Esas fotografías son bisagras entre un mundo que adora coleccionar imágenes como pruebas de la verdad o estimuladoras de la nostalgia, y otro que aún prefiere depositar su confianza en la palabra de clérigos conservadores o de mesías iracundos. Pero las de Abu Ghraib son postales de ultratumba. La humillación, el tormento y el asesinato no solían ser registrados por los victimarios. Hasta ahora.
Por el momento, prima el escándalo y la aversión, quizás porque la opinión pública occidental aún se estremece de pavor retrospectivo al rememorar antiguas mazmorras autocráticas: La Bastilla, La Fortaleza de Pedro y Pablo, la sede de la KGB en la calle Lublianka de Moscú, la colonia penitenciaria de la Isla del Diablo, la Escuela de Mecánica de la Armada. Los espectros de perseguidos y vencidos de otras épocas se confunden con los seres escarnecidos en Bagdad. Inútil el deslinde de responsabilidades: los "buenos motivos" del invasor llegan a la población árabe pasados por una galería de espejos deformantes, como retórica grotesca.
Pero debe recordarse al alma bella que en la historia de la guerra la logística del terror es originaria: cabezas clavadas en picas, cadáveres balanceándose de árboles por semanas, cuerpos martirizados arrojados en la vía pública, el garrote vil. Los prisioneros iraquíes encapuchados no son desemejantes a los que portaban el sambenito de la inquisición ante la pira funeraria. Más aún, volver a casa con algún souvenir macabro es una tradición norteamericana: los linchamientos de negros entre 1865 y 1940 solían ser congelados en blanco y negro para ser luego distribuidos a título de recuerdo postal de un atardecer emocionante; y en el frente del Pacífico, durante la segunda guerra mundial, la ablación de huesos de combatientes enemigos era una práctica no tan inusual.
En 1944 la revista Life publicó una fotografía de una mujer leyendo la carta de su amado mientras un cráneo japonés ornamenta su mesita de luz. Es raro que tras la derrota no se ultraje al árbol caído, mucho más cuando un gobierno de "cristianos renacidos" otorga permisos tácitos para maltratar y humillar al infiel.
Los grabados y vitraux medievales que relataban visualmente –a creyentes analfabetos– las torturas de santos a manos de "infieles" no son sustancialmente distintos del martirologio de los detenidos en Abu Ghraib. Son via crucis del cuerpo.
Pero las representaciones del cuerpo, en Occidente, ya no se vinculan con cristos sufrientes y madres abnegadas sino con la "belleza pornográfica", y los cientos o miles de fotografías que los guardiacárceles repartieron entre colegas, amistades y familiares deben haberles parecido las sucesivas tomas de una fotonovela excitante. Porque la pornografía, en el primer mundo, es una industria legal y exitosa, y pública. Quizás, incluso, su género representativo, tal como la novela y el folletín lo fueron cien años atrás. Justamente, que haya también mujeres-soldado cebadas y aplicando torturas a indefensos no debería sorprender. La "dominación femenina", que otrora emergiera de un excéntrico contrato firmado por un señor llamado Sacher-Masoch con su mujer, la Venus de las Pieles, es ahora especialidad erótica occidental, "carcelaria", efecto perverso de los progresos de la mujer en el mundo jerárquico del patriarcado, y de antiguos impulsos sadomasoquistas de índole religiosa, y más aún si están motivados por los opacos sentimientos de venganza y resentimiento que agitan el alma de los "perdedores" blancos del paraíso.
No sabemos aún si el uso y consumo de este tipo de fotografías provocará una irritación moral perdurable, aún cuando haya sido esa la reacción primera, "humanitaria", de las audiencias. La primera respuesta es la conmoción, y el rápido reconocimiento del género –un gulag gótico, una película de prisioneros de Vietnam, un video sadomasoquista de canal codificado–, que no conduce necesariamente a la deliberación ética radical. Acostumbrados a ser fustigados por flujos visuales continuos, la alarma moral chapotea entre el morbo iconofílico. La foto polaroid, la cámara digital y los sitios informáticos son la cinta sin fin por la que se filtraron estos documentos que en otros tiempos hubieran quedado hundidos en los archivos secretos del Estado, ese lugar en donde se resguardan las zonas inconfesables del inconsciente de una nación.
Y es justamente en la red donde el orden pornográfico, firme y crecientemente, comienza a colonizar la sensibilidad de una época que ya ha deglutido, a su manera, las consecuencias de la revolución sexual de los últimos cincuenta años. Quién sabe hoy si el vejamen, la atadura y la violación del enemigo, diseminados por correo electrónico, no son brotes sietemesinos de consumos visuales del futuro. Después de todo, los sonrientes paparazzis de Abu Ghraib no eran exactamente soldados sino "trabajadores civiles", paramilitares de pueblo chico en búsqueda de emociones fuertes.
La ideología de los "derechos humanos" es aún dominante en Occidente, aunque muchos signos hacen suponer que ha comenzado a entonar su canto de cisne. Una vez desestabilizada la bipolaridad geopolítica con el final de la guerra fría –y del "mundo totalitario"– la figura del disidente se vuelve anacrónica o desestimable. El rechazo de la tortura es una supervivencia de épocas más confiadas en el mejoramiento gradual y ético de la especie humana. Pero se olvida a menudo que en la guerra el tormento y la humillación siempre han sido parte del arsenal, y no su excrecencia.
En el mundo actual conviven lo arcaico y lo novedoso, desmintiendo la creencia optimista en que el progreso tecnológico y político de la modernidad conduciría al enaltecimiento moral, o cuanto menos a una dulcificación de la violencia. La vileza humana se traspapela de época en época y las guerras son su caldo de cultivo favorito. El hecho de que esas fotografías tuvieran que ser "blanqueadas" por el Pentágono no se debió tanto a que la red informática amenazara con multiplicar la "libertad de expresión" sino a un error de testeo: la voluntad demoníaca todavía no dispone de impunidad absoluta. No obstante, los periodistas que aceptaron ser "enrolados" en el ejército norteamericano a fin de poder ver el frente de guerra o los juristas que ratificaron el derecho norteamericano a erigir un limbo en Guantánamo son la avanzadilla de normativas e instituciones post-humanistas en formación.
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