cuentario

Simulacro

Juan Carlos Capo

El olvido viene en ayuda de los cadáveres vivientes. El escalofrío es un terremoto a mínima y el cuerpo cierra hipócritamente los ojos cuando el alma se acatarra, y si llega la hora del temblor, el cuerpo tiembla, pero lo hace con aplomo, sin perder la compostura, con discreción y esmero. El león procura terminar cuando antes el venado, de forma parecida, sin prisa y sin pausa. Y las manos, eficientes estiletes de reflejos azulados dibujan una extraña danza en el aire helado. El interés del Barón radica en recobrar la mascarilla de cera de la ilusión que ha caído al polvo del camino. El título de la letra es ilegible por la acción del viento del desierto.

En el fondo del patio, cerca del gallinero, sobre un alambre tendido entre dos higueras, la camisa y las medias del alma perezosa del Barón, cuelgan en forma negligente y cruel. La desidia del dueño que deja venirse abajo sus dominios queda así al descubierto.

El amor es una dictadura que no se atreve a decir su nombre, pero lo vende su catadura de salteador de caminos que trae a la rastra una sentencia de muerte olvidada, o una muerte a crédito, que si bien demora más, es muerte segura al fin. Además, desde la economía se anuncia que son cuotas de interés alto, y desde la sabiduría el frotarse las manos sella la ocasión del escarnio, el sudor y la delicia para estudiosos inútiles, que no atinan a hacer otra cosa con sus manos, que mojarse los pulpejos y dar vuelta hojas de tratados, apolillados y polvorientos.

La mujer, en tanto, no debe confesar que no tiene ni quiere tener amigos. En esto ella es más sincera y no da ni pide cuartel, a diferencia del hombre, siempre más proclive a las blandenguerías de la amistad y las componendas de la fraternidad y el servicio. Ella desciende de las alturas como un águila en pos de la liebre, toma su presa y asciende de nuevo a las cumbres, olvidándose de las enseñanzas del Nazareno.

El coito, en cambio, parece anunciar la hora de la verdad, y es solo un himno patrio de los cuerpos, con olor a muerte, a flores podridas, a mármol de carnicerías, a fastos de desfile, a poesía hinchada, tediosa y hedionda, como la que se declama en las efemérides.

Mefistófeles sonríe desde los espejos, cuando oye rumor de injurias y eco de blasfemias, porque piensa que los habitantes del paisaje sublunar deben estar dirigiendo diatribas a sus viejos compañeros de las legiones celestiales, aquellos traidores que lo dejaron en blanco al permanecer fieles al Viejo, cuando él iniciara la rebelión que abortó en forma humillante cuando fue arrojado a los abismos. Una baba blancuzca y viscosa cae desde la superficie de los azogues, y se deposita al pie de las lunas. Los gatos y los perros de la casa del Barón se acercan, los perros husmean, luego gimotean, los gatos lamen, luego gritan, pero todos huyen espantados. Es comprensible.

El olvido por fin viene en ayuda de los vivos.

Las manos dejan la danza de los puñales y reinician el movimiento de las ruecas.

Perfumes se escancian nuevamente con anuncios de inmortalidad en aromas que quieren ser eternos, o casi eternos.

El cuerpo cierra los ojos cuando el alma se acatarra y si tiembla lo hace con aplomo.

Es que procura acabar cuanto antes.

Juan Carlos Capo

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