Deconstruir, dice
Sergio Cecchetto
De entre las muchas páginas valiosas que Jacques Derrida (1930-2004) ha escrito, quisiera detenerme en unas poco frecuentadas, marginales tal vez, pero que son capaces de inscribirse en una discusión ya madura sobre la crítica a la metafísica occidental y el perfil futuro de la tarea que le cabe al pensamiento pos-metafísico actual.
Según la interpretación de Derrida, hasta el momento la filosofía sólo sufrió revueltas y esporádicas rebeliones intestinas. Esto es, la metafísica fraguada en la antigua Grecia se mantuvo invariante por veinticinco siglos, pues pudo mantener sus rasgos esenciales a través de los cambios. Una verdadera revolución en la filosofía, por el contrario, acontecería en tanto se decidiera comenzar a pensar los mecanismos propios de la operatoria filosófica en su mismo terreno, sin necesidad ninguna de remontarnos a un territorio exótico desde el cual interpelarla.
Ciertamente este pensador francés creyó que no escondía ningún sentido desprenderse de los conceptos acuñados por la filosofía en su largo devenir para formular una crítica profunda de la filosofía misma, ya que no se disponía de otro léxico ni de otra sintaxis, y renunciar al lenguaje implicaba también declinar la realización de una crítica severa a las estructuras imperantes. El llamamiento revolucionario citado, en suma, consistía en pensar los límites de la filosofía, en evidenciar su juego de lenguaje, en desbordar las categorías que suele utilizar, en denunciar sus condiciones de posibilidad. Pero todas estas tareas no renunciaban a la argumentación ni a la razón, puesto que no existían otras herramientas eficaces para cumplir con la tarea.
Derrida fue así capaz de realizar una revisión honda de la metafísica, sin recusar los únicos elementos disponibles para efectuarla, y proponiendo como guía el concepto de "doble ciencia" en sus Dos ensayos (Barcelona. Anagrama, 1972) y La diseminación (Madrid, Fundamentos, 1975).
Su planteo se estructuró sobre dos momentos, a los cuales en conjunto podemos designar bajo el nombre de desconstrucción. El primero es un movimiento demistificatorio que pone en cuestión a los signos y permite someterlos a un examen exhaustivo colocándolos en relación con su historia, puesto que es en esa órbita que éstos alcanzan significación y determinaciones. Así se cuestiona sistemática y rigurosamente la historia de estos conceptos partiendo de una actitud inquisidora. Tal gesto no es filosófico propiamente dicho ni tampoco filológico sino, "a pesar de las apariencias, la manera más audaz de esbozar un paso fuera de la filosofía" (LD: 19) queriendo poner en tela de juicio esos conceptos fundadores.
El momento complementario es una puesta en tela de juicio del sistema mismo dentro del cual aquel signo funcionaba. Resulta de una importancia enorme, porque permite operar en terreno enemigo desestabilizando, creando turbulencias y obviando la necesidad de trascender las áreas conocidas. Según la descripción que realiza el propio Derrida, debemos conservar los viejos conceptos de la filosofía –se trate del acto y la potencia, del sujeto o de la voluntad- "… como útiles que todavía pueden servir, aunque denunciando aquí y allá sus límites. No se les presta ningún valor de verdad ni ninguna significación rigurosa, se estaría incluso dispuesto a abandonarlos si otros instrumentos parecieran más cómodos. Entretanto, se explota su eficacia relativa y se los utiliza para destruir la antigua máquina a la que ellos mismos pertenecen y de la que son piezas". (LD: 20) Los elementos para efectuar la desconstrucción los tomamos a préstamo estratégicamente del mismo discurso que queremos desmontar, dado que toda crítica debe hacerse en los mismos términos de lo que se critica. Esto no significa que se deban compartir idénticos prejuicios, sino que se pretende alentar el abordaje de un discurso con herramientas pertenecientes a un mismo sistema conceptual. El término, de esta manera, opera sobre sí una distorsión que lo coloca en condiciones de abordar su antiguo código de pertenencia y del cual sólo le resta su imagen fónica, trabajando sobre el campo que ha abandonado. Es desde allí que él mismo resulta modificado al instalarse dentro de un sistema de diferencias y oponerse, en su trabajo textual, a otros encadenamientos.
Si verdaderamente la desconstrucción es una faceta irreemplazable de demolición es porque tal derrumbe no opera desde fuera, inhabilitando eventuales diálogos y observando con indiferencia las oposiciones clásicas que se presentan dentro del sistema, sino que obra "dentro de la inmanencia del sistema a destruir". (LD: 10) Debe tenerse en cuenta permanentemente que ese instrumental no fue diseñado de manera específica para realizar una tarea semejante, y de la misma forma en que se intenta adaptarlo a esa función no debemos tampoco vacilar en cambiarlo o ensayar con varios útiles a la vez. Solamente tendrá éxito en su tarea un pensar que de manera oportunista y sin contemplaciones pase velozmente de un concepto a otro, de un recurso a otro, de una interpretación a otra. Esto es, la discusión se establece en el terreno metodológico y no refiere jamás al valor que en sí mismo porte el instrumental adoptado. Al mismo tiempo, hablar sencillamente de "doble ciencia" no tiene que hacernos olvidar que existen también una doble escritura y aún una doble lectura según las cuales cada concepto tiene la capacidad de obrar dentro y fuera de su sistema de pertenencia original, una vez que se lo instrumenta para colaborar en la desconstrucción mentada.
Algunos teóricos han tratado de asignarle un nombre a esta tarea compleja, que ya no es filosofía: destrucción y luego pensar la llamó Martin Heidegger, pos-metafísica la han nominado otros más audaces, desconstrucción la bautizó Derrida. Cualquiera sea su denominación, todas estas visiones comparten idéntico germen. Todas se dirigen al desmonte, a la disociación de partes ensambladas que "armaban" la metafísica occidental, atacando a la arquitectura basal de ésta y sus conceptos fundadores. Sin embargo Derrida intentó ir más allá que sus predecesores, remontando los aspectos negativos de la tarea a efectuar.
Si, precisamente, en la década de 1980, renegó de la desconstrucción que él mismo había postulado unos pocos años antes, fue porque esa negatividad parecía ganar la escena, lo que hizo que el valor del gesto desconstructivo debiera acotarse a situaciones bien determinadas en contextos específicos. Con la descomposición de las estructuras de pensamiento imperantes –se tratara de modelos lingüísticos, gramaticales, fónicos, institucionales, culturales o filosóficos- no pretendía quedar encerrado en la demolición. Fundamentalmente, y esta instancia es la que suele quedar oculta bajo la partícula des-, trataba de concebir "cómo un conjunto se había construido, y para ello, reconstruirlo. (Carta a un amigo japonés, 1985)
Derrida se encontró con que la palabra desconstrucción no guardaba un sentido unívoco en francés, y que si bien sus resonancias gramaticales, retóricas y lingüísticas eran sugerentes y enriquecedoras respecto de la idea que él se había formado, su connotación maquinista echaba a perder el producto final. El problema principal radica en que cualquier intento de definición de lo que signifique desconstrucción se plantea desde un discurso y con herramientas que son a su vez desconstruibles, directa o indirectamente. Por lo demás, el intento capital del juego desconstructivo reside precisamente en la delimitación (ontológica) de toda pretensión nominal, con lo cual decir que "La desconstrucción es esto" o "No es aquello", resulta débil. Ella es todo y es nada. En cualquier caso, la desconstrucción no es un movimiento crítico ni un análisis, porque deshacer una estructura no nos lleva hacia sus componentes elementales. Estos predicados, conjuntamente con la pretensión instrumental que los teóricos estadounidenses han querido darle al término, permanecerán sin duda sujetos al proceder desconstructivo en tanto que temas u objetos de aplicación que le son propios. Toda desconstrucción es en sí misma impersonal. Arriesgadamente podría formularse -Derrida no se anima a tanto-, que el Ser está en desconstrucción o que el Ser se dona en desconstrucción. La aspiración a convertir la fórmula en un acto metodológico que un sujeto imputa a un objeto, revela una necesidad encubierta de reapropiársela sustrayendo del estudio a la voluntad, sea ésta colectiva o individual.
En Posiciones (Valencia, Pre-Textos, 1977: 18), Derrida planteó el significado de la desconstrucción en estos términos: "Desconstruir la fiolosofía será así pensar la genealogía estructurada de sus conceptos de la manera más fiel, más interior, pero al mismo tiempo desde un cierto exterior incalificable por ella, innombrable, determinar lo que la historia ha podido disimular o prohibir, haciéndose historia por esa represión interesada en alguna parte". La desconstrucción denuncia un impensado, porque señala algo que no ha podido presentarse jamás en ninguna parte dentro de la historia de la filosofía. Ella obliga a echar una mirada atrás, una mirada que abarque a toda la filosofía en su historia y no sólo eso, sino también a pensar la historicidad de aquello que da a la filosofía la posibilidad de tener una historia.
El trabajo por hacer se ve enfrentado a riesgos que lo sobrevuelan sin descanso: por una parte hay que permitir la circulación de conceptos demasiado connotados y, por la otra, puede que un descuido nos devuelva al punto del cual partimos, si nos dejamos tentar por algún panorama del terreno ya clausurado. Diversas disciplinas, tales como la lingüística, el psicoanálisis, etc., han tratado de olvidar muy rápidamente su filiación filosófica, y consiguieron con ello volver a caer en todas las trampas que la filosofía les tendía. No se puede, por medio de un sencillo acto de voluntad, abandonar la filosofía o escapar de ella. No se trata de un objeto del cual podamos desembarazarnos, como haríamos con un par de zapatos viejos; ni de una doctrina menor a la cual se hace a un lado. Dar un paso al costado de la filosofía no supone abandonar el impulso ontológico, el cual es una aspiración genuina y válida, aunque hasta el momento pobremente realizada por la filosofía tradicional de occidente. Dar vuelta la página filosófica nos lleva con frecuencia inflexible a filosofar mal, mientras que lo que queda por intentar es leer a los viejos filósofos de una cierta manera… Derrida propuso una, y su invitación aún resuena con insistencia en los oídos de algunos, prometiendo hallazgos de valor y sorpresas sin límite.
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