Jacques Derrida: El legado imposible
Diego Parente
¿Quién hereda? ¿Qué es aquello que verdaderamente se concede? ¿Hay, en última instancia, una auténtica apropiación del otro o, más bien, de su vestigio, de la señal a través de la cual se me representa? ¿Qué se pierde y qué se gana, efectivamente, en esta transferencia? Indudablemente estas preguntas obstaculizan la tentación de hablar sensatamente de "la herencia de un filósofo", de su continuidad en el tiempo a través de epígonos o movimientos. Especialmente si se trata de uno como Jacques Derrida.
En literatura, en filosofía, en la trama general de los saberes humanos, esta figura del "legado" aparece generalmente bajo la forma de la apropiación. Todo un sistema institucional ampara la legitimidad y la prolongación de este acto pragmático: los sistemas de citas, los distintos index científicos, las denominaciones de cátedras o seminarios, los proyectos de investigación. En el caso del filósofo francés, ya desde el inicio nos hallamos frente a un factum cuya presencia atenta contra la posibilidad de dar cuenta de un legado: la inconsistencia formal de aquello que se pretende entregar -o de aquello que el heredero desea tomar-. Al igual que Nietzsche, Derrida no se preocupó especialmente por proporcionar a sus intérpretes un conjunto de herramientas conceptuales bien definidas, una serie de instrumentos acabados ya dispuestos para su aplicación. Su desinterés por la constitución de un sistema se encuentra fundamentado, por supuesto, en razones de fondo bien conocidas: su resistencia a entrar en el juego diseñado por la metafísica y su insistencia en denunciar la línea de presupuestos conceptuales que conforman lo que denominó "logocentrismo".
Otra obstrucción a la idea de un "legado" derridiano se da en la falta de transparencia de su discurso, frecuentemente críptico y, muchas veces, no argumentativo. No es casual que varios de sus interlocutores (especialmente, Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas) hayan denunciado sus inconsistencias performativas acusándolo de llevar adelante un esteticismo inconducente para entrar en el diálogo filosófico. O que otros –como John Searle- hayan visto en la ambigüedad y oscuridad deliberadas de su lenguaje el riesgo de una inmunización frente a cualquier tipo de crítica. (1)
Evidentemente todos estos rasgos específicos dificultan la conformación de un corpus de ideas que pudiera transmitirse –aunque siempre mutante- a través de los investigadores (legatarios) para luego ser convertido en objeto de una cierta hermenéutica. Es cierto, sin embargo, que alrededor de su filosofía se han fosilizado, metonímicamente, algunas nociones –tales como differance, deconstrucción y logocentrismo-. De todos modos, intuyo que la aparición de estas últimas denominaciones corresponden, más bien, a la astucia del compilador, es decir, de aquel que asume la siempre compleja responsabilidad de "urbanizar" el pensamiento de un autor, hacerlo más amigable, en fin, más tratable. Esta es la tarea que, en cierto sentido, Richard Rorty, Paul De Man y Johnatan Culler realizaron como representantes de la "recepción americana" de Derrida.
Otro factor que incomoda el uso del sustantivo "herencia" es el tiempo: si se pudiera hablar significativamene de "legado" sólo se podría hacerlo admitiendo que se trata de un proceso cuyos rasgos sólo pueden captarse a largo plazo, cuando las modas intelectuales de turno se han apaciguado. En cierto modo, dar cuenta del significado de la herencia de un autor requeriría una paciencia hegeliana (la de quien espera, sin apuros, el vuelo nocturno del búho de Minerva).
Por lo tanto, hablar aquí de legado sería excesivo. Me referiré, entonces, a un aporte que concierne no tanto al contenido particular de sus tesis, sino más bien a una cierta originalidad retórica que atraviesa la obra de Derrida. Se trata de una cierta manera de aproximarse a los problemas o, para hablar con más precisión, un cierto modo de constituir los problemas filosóficos como tales. Esta peculiaridad cuyas características deseo señalar remite –al menos- a dos huellas heideggerianas: un espíritu erudito y una preocupación esencial por el propio preguntar.
En primer lugar, hallamos un particular énfasis en la erudición de tipo filológica. Podríamos decir: un amor por el significante, por la materialidad versátil de la palabra. Se trata, sin embargo, de una erudición que persigue –como en Heidegger- no tanto el develamiento definitivo del significado oculto de un término sino más bien la necesidad de una vigilancia sobre el propio lenguaje filosófico. Algunos de sus juegos de palabras –"falologocentrismo"- recuerdan sin duda a los heideggerianos –"onto-teo-logía"-, coincidiendo ambas estrategias en la ambición de superar el vocabulario de la metafísica occidental. En tal sentido, La farmacia de Platón (2) y Políticas de la amistad (3) son buenos ejemplos de cómo opera este espíritu erudito en la constitución de un problema filosófico: en el primero, partiendo de la ambigüedad del vocablo griego pharmakon; en el último, trazando el recorrido que une y separa al mismo tiempo a la philia de la amicitia.
En segundo término, resulta evidente que la propia estructura estilística de los textos derridianos (comentada brevemente más arriba) tiende a priorizar el interrogar por sobre el responder, la preparación de la pregunta por sobre el momento de la hipótesis. El acto mediante el cual se señala una aporía, el movimiento por el cual se llega a comprenderla cabalmente qua aporía, es siempre más valioso que la propuesta de una solución. Esta última podrá llegar, parafraseando a Kant, "por añadidura" pero no resulta esencial para la praxis filosófica –cuya tarea indelegable se asociaría a la "preparación del camino" de la que habla el último Heidegger-. La prioridad de la interrogación se advierte también en cuanto reconocemos el empeño derridiano en formular y reformular la pregunta desde diversos ángulos, comparando no sólo las respuestas de autores tradicionales sino también sus modos singulares de acceder a un mismo tópico.
Quizá podría pensarse en otra conexión estilística con el filósofo alemán. Así como el Heidegger de Sein und Zeit presentaba cada uno de los problemas y autores en relación con la Seinsfrage, Derrida realiza una operación similar en Del Espíritu.(4) Allí, abre un diálogo con Heidegger, pero al entablar dicha conversación, sumerge los problemas, las preguntas y las citas en su propio ideolecto, cambia en silencio el territorio de discusión, desplaza minuciosamente cada parte a fin de recontextualizar la noción de Geist mediante una labor de filólogo. Derrida indaga la trayectoria del concepto de Geist en la obra heideggeriana enumerando y analizando cada una de las instancias en que Heidegger lo evita, interpretando luego los momentos en que explicita la exigencia de evitarlo, cuando aparece más tarde entrecomillado y cuando, finalmente, se desentrecomilla. Tal vez esta preocupación por construir un problema a partir de un aspecto marginal –que es colocado, en último término, en el centro de la escena- debería también ser tenida en cuenta como uno de sus rasgos de originalidad más decisivos.
Por último, la falta de estructura monográfica de muchas de sus obras pone en cuestionamiento el estatuto de los sub-géneros filosóficos: ¿Es Políticas de la amistad un libro sobre ética, o bien de antropología? ¿Podemos leer De la gramatología (5) como una obra de filosofía del lenguaje, o más bien deberíamos interpretarla en clave gnoseológica? ¿Es lícito incluir El monolingüismo del otro (6) en una cátedra de filosofía política, o tendríamos que considerarlo solamente como una reflexión sobre el problema epistemológico de la intraducibilidad? Este vampirismo genérico que Derrida practica de modo deliberado provoca ciertamente dificultades de archivo, de catálogo. En definitiva, la multidimensionalidad de los textos derridianos es otra buena razón para evitar, al menos por ahora, la palabra "legado".
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