La lengua de España en América
En el siglo XVI, época de Felipe II, se aprobaron diversas medidas relacionadas con la comunicación con los nativos de las Indias, es decir con el problema de las lenguas habladas en América y las dificultades de la comunicación con los nativos. Un tema que no ha sido debidamente atendido por quienes enseñan la lengua española entre nosotros, si bien suscitó en su momento diversas polémicas entre variados puntos de vista.
El primer contacto con la realidad lingüística indiana fue el de Colón y sus compañeros en 1492. Al irse gradualmente constituyendo el imperio fueron apareciendo más grupos cuyas lenguas eran diferentes y constituían no sólo un variado obstáculo natural para la comunicación sino para la catequización. Habida cuenta de ello, la corona dictó tempranamente algunas resoluciones -que habrían de figurar luego en la recopilación de las Leyes de Indias- que obligaban a los doctrineros a interiorizarse con la lengua de quienes estaban destinados a recibir sus enseñanzas.
A fines del siglo XVI, el Consejo de Indias estaba constituido por diversas personalidades del mundo político, religioso y diplomático -fiscales, oidores, inquisidores, licenciados, alcaldes- que eran a la vez representantes de las burocracia imperante a la sazón, que desde la época de los Reyes Católicos se había venido adueñando de ventajosos cargos públicos.
Entre tantas iniciativas y disposiciones de la época, derivadas de una realidad que se iba haciendo cada vez más compleja, es interesante recordar una de fecha que no hemos podido concretar, pero que corresponde a mediados del año 1596, en que el citado Consejo envió al monarca un proyecto de real cédula destinado a don Luis de Velasco, entonces Virrey del Perú.
Analizando la situación imperante, decían sus autores que a los efectos del adoctrinamiento y enseñanza de los indios, y para encaminarlos en las buenas costumbres y vida política en que era justo que vivieran, la conservación de su propia lengua constituía un obstáculo, puesto que con ella heredaban las idolatrías y supersticiones de sus mayores. Como la corona carecía del número necesario de ministros del evangelio que hablaran aquélla para ayudar a los nativos a encaminar su salvación, así como tampoco tenían dichos indios la posibilidad de leer propiamente la lengua española, lo cual sería importante para su edificación y para gobernarse y regirse como hombres de razón, el Consejo entendía que había que tomar medidas efectivas al respecto. Sin perjuicio de reconocer el mérito y el cuidado que se había tenido de mandar instituir cátedras de las lenguas de cada provincia para que sabiéndolas, hubiera clérigos y religiosos que enseñasen y adoctrinasen a los indios, veían conveniente que se ordenara al citado virrey que diese orden para que en todos los pueblos de indios de ese Reino y provincias "los curas sacristanes y otras "personas que lo sepan, puedan y quieran hazer con amor y caridad, enseñen la lengua "castellana a los indios y la doctrina christiana en la misma lengua como se haze en las "aldeas destos Reynos [de Castilla] y asimismo leer en Romance castellano para que "deprendiéndolo desta manera desde la niñez ablen y entiendan esta lengua".(1) (4)
Parece muy aceptable este punto de vista, que traería la ventaja de ampliar el horizonte cultural de los destinatarios de la propuesta, a quienes se consideraba, por otra parte, "hombres de razón". De tal suerte, el idioma castellano sería un instrumento indispensable para ambos fines, el espiritual y el temporal. Los consejeros sostenían fundadamente que el aprendizaje de las lenguas indígenas por parte de los colonizadores no era suficiente, por lo que debía complementarse con el aprendizaje de la española por parte de aquéllos.
No obstante, la exposición de motivos del proyecto decía que la conservación de su lengua nativa permitía a los indios mantener su idolatría y las supersticiones de sus antepasados, y al mismo tiempo constituía un obstáculo para el programa lingüístico y civilizador español. Ello los llevó a caer en el otro extremo -inaceptable no sólo hoy, sino para muchos observadores también entonces-, sosteniendo que con respecto a la lengua se intentará que los indios "dexen y oluiden la propia, procurando que esto se entienda no "sólo con los niños sino con los de todas edades, proueyendo en ello de manera se cumpla "so graues penas principalmente contra los caciques que contrauinieren a la dicha orden o "fueren remisos y negligentes en cumplirla, declarando por ynfame y que pierda el cacicazgo "y todas las otras onras prerrogatiuas y nobleza de que goza, el que de aquí en adelante "ablare o consintiere hablar a los Indios del dicho su cacicazgo en su propia lengua".
El Virrey del Perú estaría facultado además para disponer lo necesario para que esta medida se llevara satisfactoriamente a cabo. Al efecto, contaría con la ayuda de prelados, miembros del cabildo y demás personas idóneas como más conviniera al servicio de Dios y del Rey y aprovechamiento espiritual y temporal de los indios, que estaban a cargo del monarca -a quien habría de informársele periódicamente de los progresos- y del virrey.
Si por un lado el Consejo impulsaba una noble iniciativa, por otro se lanzaba a la supresión lisa y llana de las lenguas amerindias, a manera de forzada sustitución de un universo cultural por otro. (2)
Elevada la minuta de la cédula a Felipe II, con otros proyectos legislativos para las Indias, el monarca la devolvió sin firmar, con una frase de su puño y letra que decía: "Esto se me consulte con todo lo que ay en ello"; evidentemente, había advertido lo delicado del problema.
El Consejo insistió, explicando con más detalles y argumentos su posición, en una comunicación del 20 de junio de 1596. Hacía hincapié en que siempre se había procurado contar con sacerdotes que conocieran las lenguas de los adoctrinados, que se habían fundado cátedras al efecto, pero que no se había alcanzado la perfección conveniente, por lo que se entendía que los indios en esas condiciones no recibían el deseado provecho; porque aunque en el Perú se hablaba comúnmente la lengua general llamada Inga, del mismo modo que en la propia España coexistían varias además de la general, como la vizcaína, la portuguesa, catalana y otras, era necesario unificar. Y aun en la más perfecta lengua de los indios no se podían explicar bien y con propiedad los misterios de la fe, sino con grandes imperfecciones. Por ello se había recomendado introducir la castellana, como habíase dispuesto en cédulas anteriores; de modo que este proyecto no contrariaba los pasados. Por tales fundamentos, se esperaba que el Rey aprobara lo resuelto. Pero además había otro argumento: como la población indígena continuara empleado el idioma propio, el clero criollo y mestizo de los curatos gozaría de mayores ventajas que el peninsular, lo cual no complacía tampoco al Consejo, porque creía –o por lo menos manifestaba- que el español llevaba mejor vida y costumbres que el de Indias. La sola presencia del hombre y la cultura indígenas constituía un motivo de atracción y de beneficio para los sacerdotes criollos y mestizos, lo cual los alejaba del clero español, que competía con ellos en el goce económico de los curatos y en la enseñanza de los indígenas.
Felipe II no podía desconocer, en tanto que rey de España, que era conveniente que el castellano se difundiera en sus tierras de ultramar, pero su sagacidad -que tantas veces desconoció la crítica posterior- le decía que la compulsión no era el mejor camino para lograr los fines apetecidos.
Por ello responde a la nueva instancia del Consejo de este modo: "No parece "conueniente apremiallos [a los indios] a que dexen su lengua natural, se podrán poner "Maestros para los que voluntariamente quisieran aprender la Castellana, y dese orden "como se haga guardar lo que está mandado en no proueer los curatos sino a quien sepa "la de Indios". Ante esto el Consejo debió naturalmente ceder. Un real cédula dictada en Toledo pone fin al episodio ordenando a los consejeros que "con la mejor orden que se "pudiera y que a los indios sea de menos molestia, y sin costa suya, hagáis poner maestros "para los que voluntariamente quisieren aprender la lengua castellana, que esto parece "podrían hacer bien los sacristanes, así como en estos reinos [de España] en las aldeas "enseñan a leer y escribir y la doctrina; y ansi mismo tenréis muy particular cuidado de "procurar se guarde lo que está mandado cerca de que no se provean los curatos si no fuere "en personas que sepan muy bien la lengua de los indios que hubieren de enseñar; que "esto, como cosa de tanta obligación y espectáculo, es lo que principalmente os encargo "por lo que toca a la buena instrucción y cristiandad de los indios. Y de lo que en lo uno y lo "otro hiciéredes, nos avisaréis".
Esta actitud de Felipe II, monarca tan alabado unas veces como denostado otras, que tanto ha dado que hablar a historiadores y comentaristas por sus luces y sus sombras, muestra, no obstante, aquí una sensata tolerancia que corresponde poner de manifiesto.
Las leyes de Indias, por su parte, en la edición titulada "Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias, mandadas imprimir y publicar por la Magestad Catolica del Rey Carlos II, Nuestro Señor", que "va dividida en cuatro tomos, con el índice general, y al principio de cada tomo el especial de los títulos que contiene", ".. corregida y aprobada por la Sala de Indias del Tribunal Supremo e Justicia", que conoció varias reimpresiones en los dos siglos siguientes, se ocupan del problema de las lenguas de América en el Libro Segundo, Título veinte y nueve. Se transcriben allí variadas leyes de la época de Felipe II y sus sucesores, dictadas en diversas localidades del reino, durante el período en que toda la península estaba unida bajo su cetro, pues Portugal también formaba parte de la España de entonces (1580-1640), así como otras disposiciones que tienen relevancia para la historia lingüística del período. En ellas se reglamenta el empleo de intérpretes, sus deberes y obligaciones, amén de normas de conducta que siguen siendo un ejemplo de ética profesional que no ha perdido vigencia.(***). (La clara distinción actual entre traductores e intérpretes no se observaba entonces; se habla también de "lenguas" o "lenguaraces" con referencia a dichas personas, cuyo oficio era asimismo corriente en la época precolombina, en que los "nahuatlatos", por ejemplo, junto con sus colegas de otras regiones, eran los intermediarios entre las diversas parcialidades indígenas).
El Título Quince del Libro I contiene, por su parte, las disposiciones referentes al aprendizaje de las lenguas nativas por los religiosos doctrineros, que no podrán ejercer su ministerio sin ser antes examinada y comprobada su suficiencia en la lengua de que se trate. Otras disposiciones de distinta naturaleza completan a lo largo de la obra la serie de requisitos que habrán de regir en su actividad. (1)
Se reglamenta asimismo en esa legislación, y en forma complementaria, el aprendizaje de la lengua española por parte de los indios (v. supra), y que "donde fuere posible se pongan escuelas de la lengua castellana" al efecto (1550) (4), todo ello con un evidente fin político y religioso, trasuntando la modalidad pedagógica del momento, de la que seríamos en parte herederos posteriormente.
Los integrantes del Consejo de Indias de 1596 no podían ignorar tales disposiciones, por cuanto muchas de ellas son anteriores a su mandato, en las que en ninguna parte se habla de procurar o imponer el uso exclusivo de la lengua castellana; ello no obstante, insistieron ante el monarca en su empeño por lograrlo, con el resultado que hemos anotado anteriormente. Otros intentos posteriores en la misma España, más cercanos a nosotros, tampoco han tenido la efectividad deseada por quienes los impulsaron.
Y de aquellas sabias normas, de las que tantas cosas positivas -en cuanto a este y otros asuntos- quedaron en el papel, derivan muchos usos corrientes entre nosotros, así como también determinadas prácticas que también se han desconocido frecuentemente, o ni siquiera se han aplicado jamás en algunos lugares del mundo, como la de los nombramientos de docentes y demás funcionarios según su aptitud y circunstancias, o formalmente por concurso (5), que no son, entonces, creaciones de nuestro tiempo, sino que tienen un honroso antecedente en la amplísima y hoy poco recordada legislación de Indias.-
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Roberto Puig
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