Billetes azules
Pablo Silva
A excepción de algunos feriantes, la calle estaba desierta. Se fijó en los dragones negros, había dos en cada pared. El Edificio. Su padre estaba obsesionado, soñaba con el día glorioso en que su hijo ingresaría allí, a convertirse en un profesional. Soñaba muchas cosas, recordó. Ahora, durante todo el mes de enero, era suyo.
Intentó convencerse de que habría tiempo de sobra para inspeccionarlo con detención. Costaba creer tanta felicidad.
"Esa es la Universidad", dice el padre al niño, y le señala el Edificio. Aumentado a proporciones gigantescas por la perspectiva de su estatura y, sobre todo, por el énfasis incontenible de las palabras, el niño no puede evitar sentirse muy poca cosa.
El vigilante subió los seis escalones silbando bajo una canción desconocida y se aproximó a las puertas múltiples que daban paso al vestíbulo. Había cuatro en el centro y cuatro a cada lado. Apreció la nobleza oscura de la madera y la calidad de los vidrios (todas tenían vidrios). Las atravesó y se topó con las dos cariátides sobrehumanas que custodiaban la entrada al Paraninfo. Admiró sus torsos desnudos, sus pezones inverosímiles, sus ojos vacíos. Alzó la vista. Los rayos de sol atravesaban los cristales cuadrados del techo y hacían brillar el mármol de la escalera y de las paredes acanaladas. Tocó el pasamanos dorado y lo notó inesperadamente frío. Tanto, que interrumpió el silbido
–Cuando seas grande vas a ir ahí –repite su padre con tono de profecía y agrega– No vas a ser como nosotros.
El niño no deja de observarlo mientras ayuda al padre. Siguiendo un diseño simple, distribuyen sobre la mesita plegable relojes, garotos, medias y sábanas de estampados florales que venden en la calle, justo frente al Edificio.
Se hechizó ante los rayos de sol que atravesaban las pesadas cortinas rojas con borlas doradas de la sala de sesiones del Consejo Directivo Central. Comprobó con un grito de asombro la acústica del Paraninfo: se intimidó ante el clima de desolación que trasmitían las butacas vacías. Se sentó en el sillón rojo del Rector, que tenía dos leones en los posabrazos y garras en las patas, y descubrió, en la pared, la mirada severa de aquellos que lo habían usado.
Entonces volvió a silbar. Nunca recordaba las canciones, ni esta ni ninguna en particular: simplemente acompañaban, como ahora, el leve estado de embriaguez que lo inundaba. Un estilo majestuoso y un perfume sutil flotaba en los rincones, aunque, por un efecto inexplicable, lo fue ganando la desazón.
Hasta que dio con la Biblioteca.
El joven entra corriendo al Edificio, seguido de cerca por su padre y otros bagayeros. Sudoroso, llega primero a la puerta principal y gira a tiempo para ver cómo los policías se frenan antes de pisar el primer escalón.
Los vendedores ambulantes ríen. Él no entiende nada. Enseguida explican que los policías tienen prohibido el ingreso sin autorización. El Edificio también es un santuario.
Aspiró el olor a madera de estanterías llenas de libros que cubrían paredes altísimas. Un ánimo similar al que imponen las catedrales le oprimió la garganta. Lentamente subió por una escalera de caracol con pasamanos dorado que permitía recorrer los balcones interiores, anexados a las estanterías para asegurar el alcance de todos los libros. Bajó por otra, recorrió una sala atiborrada de ficheros metálicos verdes, cuya altura le llegaba hasta el pecho. Abrió algunos al azar, movido por la simple satisfacción de pasar el índice sobre los largos cajoncitos repletos de fichas. Halló una pequeña puerta lateral y lo sorprendió una mesa tendida con un mantel blanco a rayas rojas, con una garrafita de supergás de tres kilos encima. La cerró despacio, como quien invade una intimidad. Avanzó por el pasillo hasta que se topó con un montacargas oscuro. Sin pensarlo, entró y oprimió uno de los dos botones negros. El motor arrancó con el estrépito de un torno mecánico y lentamente fue bajando hasta el último de los sótanos.
Al salir, lo invadió la penumbra y tanteó la pared, temeroso. Cuando se cerró la puerta, la oscuridad fue absoluta. Sintió miedo. Finalmente halló el interruptor y el neón parpadeó. Luego siguieron otras luces y poco a poco se abrió un mundo nuevo, larguísimo, subterráneo, poblado de charcos, cascotes y, hasta donde le alcanzaba la mirada, lleno de libros.
No tardó en percibir que la Biblioteca contenía, a una escala más pequeña, la realidad superior de todo el Edificio: la sobriedad de un estilo majestuoso convivía junto a la degradación en todos los órdenes.
Esa noche, luego de celebrar la aprobación de la última materia de liceo, y ante los ojos escandalizados de la madre, su padre saca un billete de $500 y lo pone encima de la mesa. Lo aprieta con el índice y lo arrastra en dirección al joven. La madre hace un esfuerzo para no saltar sobre él, pero el hijo ya ha comprendido al padre: el dedo señala el Edificio de la Universidad.
Leyó, en un letrero desvaído, "Colecciones Privadas". Caminó acompañado por el único sonido de sus pasos, esquivando los charcos. A izquierda y derecha (y en ocasiones hasta en medio del camino) yacían, como en un sueño, decenas de bibliotecas particulares, de épocas remotas, donadas por profesores y egresados difuntos. Sintió un peculiar sentimiento de incomodidad al ver esos pequeños armarios, de puertas de cristal, de maderas y estilos diferentes, en medio de altísimas estanterías metálicas. También había verdaderas montañas de libros sueltos, atados apenas con un cordel, que entorpecían el tránsito por los pasillos laterales.
Diferentes en antigüedad, materia, estilo, origen y tamaño, las bibliotecas se hallaban en forzosa convivencia, reunidas todas por el único propósito de contener los montones ingentes de códigos, estatutos, tratados, compendios, constituciones, reglamentos, revistas, conferencias, publicaciones, anuarios, diarios oficiales, diccionarios jurídicos y filosóficos y de otras índoles que agotaban hasta lo inverosímil los temas de todas las ramas del Derecho. En ellos vio traspapelados manuscritos, anotaciones, almanaques, marcadores de página, encuadernaciones personales, catálogos en francés, hojas secas, flores dibujadas, servilletas pretéritas y, finalmente, cartas de amor perdidas y sepultadas en el polvo.
El desánimo le pesó en la frente y le crispó los puños.
El dibujo del Edificio en el billete es limpio, perfecto; no tiene gente que camina ni autos que pasan, ni tampoco árboles. Lo admira como si fuera un cuadro. Huele la tinta. Los dedos tocan el papel crocante. Por algún motivo, siente al Edificio más cercano, más íntimo. De repente el billete desaparece bajo el delantal de la madre.
–Pero, qué te costaba dejárselo un poco más... –se queja el padre.
Intuyó a trasluz la niebla tenue del polvillo cayendo sobre el piso y supo que el proceso de corrupción interior del paquidermo era continuo e implacable: se sorprendió descubriendo que algún día el Edificio llegaría a su fin, un fin que ni él ni sus hijos o nietos –de tenerlos y de haberlos– verían, pero que inexorablemente llegaría porque el tiempo tenía esa batalla ganada de antemano, y ya lo proclamaba en la desmesura del sótano y en los rincones perdidos, en las paredes descascaradas, en los mármoles cuarteados, en el avance invisible del musgo bajo los zócalos partidos.
A la madrugada, sale a buscar al padre. Lo encuentra borracho, dormido en el fondo, a escasos metros de la puerta trasera. Lo levanta con cuidado y lo conduce a la casa. Le aferra el antebrazo y, a través de una vaharada aguardentosa, le oye decir:
–Tengo un guille que, si sale bien, vas derecho a la Universidad.
Todo tiene fin, piensa, y el pensamiento lo aplasta. Todo pasará, como pasaron los dueños de los libros, cuyos nombres borroneados en las páginas primeras nadie tenía interés en leer. Todo, como esa hoja seca que descubrió en una enciclopedia francesa y que, con sumo cuidado, devolvió a su lugar, a la misma página, sabiendo lo absurdo de su gesto pero cumpliéndolo por un designio inevitable. Supo que él, que su vida, que todo lo que había acontecido en ella –su padre que señala el Edificio y lo da en el billete, su madre que se lo quita, su empleo de vigilante, el arma al cinto, este enero de calores desérticos, la falsa ilusión de ser abogado, la vida y el sueño, la meta alcanzable y desmedida; todo tenía algún sentido si él llegaba a descifrarlo.
Arrestan sin problemas al padre: le esperan de tres a cinco años de prisión. Su madre no llora, anuncia que debe dejar los estudios y trabajar. De vigilante, por ejemplo.
La intuición de que debería continuar y no contradecir el diseño de su vida lo fue ganando junto a la certeza de que podría, finalmente, salir del pozo. De pronto sintió que esto era imposible: el hombre -pensó- no sabrá nunca dónde está parado, o sentado, y el mundo es un ensueño que lo envuelve y no se puede romper. Justo cuando llegaba a esta conclusión terrible y nimia, su mente lo vio todo claro. Ridículamente claro. En medio de la marea de libros alzó la cabeza y, como si se tratara de otro hombre, concluyó que sólo daría forma a su destino si lo justificaba con el acto necesario.
Luego de una eternidad, lo deletreó, lo convirtió en palabra, sintió el peso removedor, el vértigo de cambio y confirmación. Razonó, con estupor, que había estado contínuamente a su alcance. Lo asombró lo simple, lo evidente de su naturaleza, pero más lo asombró no haberse percatado de él hasta ese momento.
Decidido a cumplirlo, volvió sus pasos a la luz y pudo ver las premisas que sostenían su necesidad: el padre, el billete, la madre, el Edificio, la prisión, el cuartucho donde malvivía, su trabajo de vigilante, el arma, la abogacía, este enero, el calor aplastante...
Se descubrió silbando aquella melodía desconocida, la que no lo había abandonado en todo el día. Comenzó a pensar en los detalles del acto que se había impuesto para la mañana siguiente, detalles que le darían la forma definitiva a su destino. Entraría con calma a la Universidad y quince minutos más tarde se retiraría, luego de guardar la pistola, llevando en su bolsa verde los sueldos de docentes y funcionarios de la Facultad de Derecho. Las versiones de la prensa destacarían la sangre fría del atracador y su increíble pericia para perderse entre los vendedores ambulantes de la vereda de enfrente. La suma ascendería a poco más de mil billetes que ostentan, dibujado en azul, el Edificio de la Universidad.
Mientras caminaba en medio de la marea de libros, dejó escapar un silbido alegre y parejo. Del mismo modo en que ya se sabía un hombre distinto, supo que nunca iba a olvidar esa melodía.
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