Casa de piedra
Era un largo animal dormido sobre el agua, blanco a veces, otras negro, o verde, según fuera la hora, la luz. Al amanecer comenzaba a despertarse y a hacerse visible, a moverse en luminoso desperezo. La distancia era grande, los pescadores la estimaban en cinco o seis quilómetros, pero en realidad parecía estar ahí, al alcance de la mano, única, tan próxima en su lejanía. Los días de tormenta, cuando arreciaba el viento y el mar perdía su calma, ella rebullía entre las olas, se arrebujaba y desplegaba en torno a su cuerpo de piedra una orla puntillada de espuma, de efímeros e incesantes abanicos que se abrían y desvanecían en el aire.
Yo tenía una relación especial con la isla, era mía, mi isla, no sé si mi amor le llegaba. Vivíamos frente al mar en una casa gris, de piedra; mi padre la había construido en la parte más alta del barranco. A pocos metros la tierra caía en cantil a pico sobre la playa, tanto que de lejos se la podía ver allá arriba, inconmovible, como si la casa se asomara a un elevado balcón de tierra gredosa y cuarteada, poblada de matorrales hirsutos. Había ayudado a mi padre a levantar los muros, a ensamblar y acuñar las piedras en la doble pared de barro y argamasa, porque era una casa fuerte, indestructible; él me había dicho que la haría para que durara siglos, para mí, para mis hijos y mis nietos, para resistir los peores huracanes y los arrebatos del viento y de la lluvia.
Una tarde, mientras paseaba por la playa, el cielo ennegreció y pareció desgarrarse en una sucesión de intensos relámpagos blancos; entonces miré la casa, altísima, y la ví luminosa, como habitada por el sol. También la isla se transformó por un instante en un barco incendiado, resplandeciente. Recuerdo que a la mañana siguiente la playa amaneció plateada de peces.
Mi padre era pescador y murió en el mar: una tormenta arrastró la barca mar adentro y no volvió. Meses después unos niños que jugaban en una playa lo vieron mecerse en la orilla, arropado en algas y mejillones. Él nunca quiso que yo subiera a la lancha: ser pescador es una maldición, decía, cuidarás de tu madre; por eso los otros pescadores tampoco me llevaban, y así nunca pude visitar la isla. Es que la temían, pese a ser consanguíneos del mar, sus hijos, porque eso son los pescadores, hijos malqueridos del mar.
Se sabía que detrás de la isla había un pozo, remolino de vértigo que arrastraba todo cuanto se le aproximara; barcas con sus hombres, redes, arpones y trebejos de pesca habían desaparecido, desguazados y devorados por aquella avidez incesante que solo dormitaba en las grandes bajantes. Decían que si una barca se acercaba y el timonel fijaba su vista en aquel vórtice, una fuerza irresistible le torcía y llevaba el rumbo y los compañeros, de espaldas a aquella turbulencia, y sin mirarla, debían arrancarlo de la rueda; sólo así se salvaban.
Mi madre nunca quiso hablar de eso, creía que hacia allí había ido mi padre.
Las barcas llegaban a la isla del lado más cercano a la costa, nunca giraban en su torno; se detenían a cien metros o más de sus agudas y agrestes corcovas. Me contaban que había grietas profundas en las que bullían inmensos cangrejales, alimento de las gaviotas que en un constante hervor blanco se alzaban y descendían, tantas que en ocasiones llegaban a vestir y a ocultar parte de la isla. Pero una vez al año, en setiembre, eran puntualmente desalojadas a guerra por los maragullones, que arribaban en negros y rectilineos escuadrones en su vuelo hacia el sur. Allí permanecían los vencedores por varios días en un incesante y oscuro pulular, la isla palpitante de alas agitadas; si el viento era favorable, hasta la playa llegaba la grita interminable. Nunca pude verlos partir. Los pescadores me han contado que lo hacían al primer atisbo del alba, sorpresivamente; la isla estallaba en una explosión de alas negras que lentamente se elevaban y ordenaban en rumbo perfecto y angulado hacia el horizonte.
Me gustaba mirarla los días de sol y de bajante. Las entreluces que se filtraban por las hendijas de mi ventana daban sobre mis ojos y me despertaban; según los matices de la luz imaginaba su color, quizás gris y taciturno, o blanco y luminoso, ese que respladece en los arenales del verano. Hoy hay bajante, hay sol, me decía, y ella ha de estar echada sobre el agua igual que una mujer desnuda sobre la playa. Y si un día de cielo negro el sol lograba hacer un pequeño rasguño y se asomaba, y un rayo luminoso se colaba y caía sobre las piedras, tan exacto como un brazo de cuadrante, entonces relucía y parecía adueñarse de toda la mar; porque se hacía más próxima, como si se hubiera acercado a pocos metros de la playa, tanto que parecía sencillo ir hasta ella, a pie sobre las aguas quietas. Esos días, cuando el haz de luz caía sobre la isla, se divisaban negros matorrales nacidos de semillas volanderas, milagrosamente germinadas en el magma de algas, cangrejos y mejillones; serían plantas ásperas, duras y espinosas, crecidas para vivir acunadas por la salobre furia del mar. También eran visibles, si la refringencia del aire lo permitía, nubarradas de gaviotines en sus escarceos de sobrevuelo, y me agradaba imaginar sus nidadas, el revoltijo gris de los plumones entre los roquedales, su piar desesperado de amor y de hambre. Y en el aire, siempre, el escándalo gritón de las mayores, las riñas furiosas por las presas, las persecuciones, los arrebatos, las vertiginosas fugas de altura y las caídas verticales y rectas, clavadas a pico en la ola con la precisión exacta del arpón.
Las desdichas inesperadas tienen la crueldad súbita del rayo, así ha sucedido desde siempre; pero en ocasiones avanzan de puntillas, como un mal maligno. Una aborrascada madrugada de julio me despertó la brama obstinada del viento y unos golpes sordos y violentos que sonaban en los fondos de la casa. Me levanté y vi la puerta abierta, el batiente azotado con tal violencia que los vidrios habían volado en astilllas. La lluvia entraba a torrentes, inundaba la cocina y serpenteaba contra los zócalos hacia mi dormitorio. Llamé a mi madre y no respondió, fui a su dormitorio y vi su cama vacía; entonces me acerqué a la puerta, me asomé y la vi de pie sobre el pasto, bajo la lluvia, la cabeza cubierta con la manta de dormir. Pensé que había ido a dar su medicina a la vecina enferma, pero permaneció ahí, sin mirarme: el espanto había afilado sus facciones y abierto tanto sus ojos que así, los brazos alzados sosteniendo la manta tendida sobre su cabeza, parecía un pájaro abrumado por un peligro inminente. Sin dejar de mirar hacia el mar, extendió la mano y señaló algo; solo entonces se volvió hacia mí. Bajé corriendo la pequeña escalera de madera y pude verlo: la isla había crecido, parecía enorme, más alta y larga, oscura, misteriosa. Es fácil describir lo que se ve, imposible trasmitir el asombro. Pero lo que vi me angustió y súbitamente me visitó el recuerdo de mi padre. La tomé del brazo, la ayudé a subir a la casa, enjugué sus manos y rostro y la acosté; escurrí cuanto pude el agua que inundaba los pisos y me senté a su lado:
Sí, madre, le dije, es cierto, parece que la isla se ha movido, está más cerca.
Así comenzó. Todos lo veíamos, noche a noche avanzaba hacia la costa. Algunos decían que era por causa de la bajante, una mera ilusión que desaparecería con la luna nueva, pero nadie lo creía. Veíamos que se aproximaba, que había cobrado vida y se movía con sigilo amenazante; por la mañana la gente bajaba a la playa para apreciar cuánto había avanzado, pero nadie hacía comentarios y volvíamos a nuestras casas silenciosos, agobiados de asombro. Día a día se hacían más visibles detalles hasta entonces ignorados: un arbusto negro, muy pequeño, nacido entre las rocas más altas, sostenía entre sus ramas algo que parecía un fruto. El padre de mi amigo Roque bajó a la playa con sus prismáticos, los enfocó largo rato y dijo que era un nido con dos pichones negros; algunos dijeron haber visto entre el roquedal, a la luz amarillenta del amanecer, movimientos que no atinaron a precisar. Una mañana vimos brillar algo parecido a un yelmo micáceo y resplandeciente que coronaba un pico de piedra hasta entonces oculto, ahora emergente en uno de los extremos de la isla. También era posible divisar en el resplandor del mediodía cópulas arracimadas de gaviotas, sobre lo que antes veíamos como una pequeña mancha gris, un punto de claridad hacia la mitad de la isla, ahora una estrecha ensenada de arena gris y cantos rodados.
Una mañana mi madre bajó temprano y volvió persignándose: dijo que la isla había avanzado mucho, tanto que era visible, abrazado a una peña, el esqueleto de un hombre trajeado de andrajos azules. Los pescadores se negaron a salir y faltó comida; varias familias huyeron a la ciudad. Un pacto silencioso nos sellaba los labios, nadie más que nosotros parecía enterarse y nada decíamos. Mi madre caminó varios quilómetros y habló con el farero; este consultó a un marinero que cuidaba la costa; poco o nada agregaron, y sin mayor sentido.
Algo así dicen que sucedió hace años, comentó, y después volvió a la casa.
Una tarde de agosto bajé a la playa y la vi más cerca que nunca, hasta creí oír voces; no eran pájaros, las gaviotas habían desaparecido; días antes los maragullones llegaron, sobrevolaron desorientados y siguieron de largo. El sol ya puesto y la playa en penumbra, creí ver una figura pequeña que agitaba los brazos tras una roca redonda; entré corriendo al agua y puse mis manos sobre los ojos en un esfuerzo inútil por ver mejor aquello, pero desapareció, pareció ocultarse.
Fue en la luna de agosto, alta sobre el horizonte, desmesurada y yerta en un cielo brumoso. Por la noche decidí bajar y esperar a que la isla, mi isla que vi tiznada de luz blanca, se moviera; quería verla avanzar hacia mí, y de ser posible tocarla, trepar a su falda de piedra. Mi madre había ido a acompañar a la vecina enferma; al partir me dijo que me acostara, que volvería tarde. Pedí a Roque que viniera conmigo, pero no quiso; tenía miedo. Yo también lo tenía, pero la curiosidad por ver flotar y avanzar aquel bello monstruo podía más. Estaba tan cerca que debía levantar la cabeza para ver el yelmo brillante en la punta norte del roquedal. Ahora relucía muy próximo, talladas las dos placas en el ángulo, en una aguda proa cortante.
Permanecí inmóvil, descalzo, todos mis sentidos amarrados a la isla. De pronto se abalanzó, sentí un rumor profundo y la arena saltó bajo mis pies, el suelo tremó y se sacudió, tanto que me tumbó de espaldas; es que igual que un barco de inmenso calado, había topado y encallado en la playa y comenzaba a balancearse en los prolegómenos de un naufragio imposible. Vi volar y saltar al agua formas oscuras y creí oír pasos sigilosos sobre la arena. El viento bramó y comenzó a silbar por entre las hendijas de piedra, y la isla comenzó a balancearse hasta que uno de sus extremos se hundió y volcó sobre la orilla una avalancha de peñascos. Ante el peso de aquella montaña emergente el agua rugió, se alzó como el lomo de un animal ebrio y avanzó sobre la playa encrestada en una ola de altura invisible. De entre las piedras vi disparar, despavoridas, saetas negras en vuelos rasantes y chillones, pajarracos que cruzaron por sobre mi cabeza y se perdieron en la oscuridad. Nada más pude ver, solo aquella forma prehistórica derrumbada sobre la playa, el aire azotándome con el hedor salitroso de las algas, y corriendo hacia mí el bramido de una altísima bóveda de agua. Por sobre todo, el vozarrón del viento parecía comandar una gigantesca maniobra de amarre.
Me alcé, huí y trepé los escalones tallados en la piedra. Entré a mi casa y hallé a mi madre, la cabeza velada de negro, de rodillas y hundida en un rezo funeral; nada dije y sólo atiné a cerrar puertas y ventanas.
No podrá con la casa, pensé, no podrá, ella es más fuerte.
Aún recuerdo el crujido de mi ventana cuando algo enorme topó contra ella y partió el vano, quebrada al medio la piedra donde me apoyaba cada mañana. Se rajó y saltó el batiente, volaron astillados los vidrios y la isla se asomó a mi pieza como una mano inmensa. Pronto comenzaron a llover sobre el piso desmenuzados terrones de argamasa y algunas piedras, hasta que de pronto, con algo parecido a un estallido, se abrió la pared y un vórtice de agua y viento me arrojó sobre la cama: comenzaban a abrirse las entrañas mismas de la casa. Oí gritos y pasos; no sé de quién ni de dónde vinieron. Huí, y al pasar junto a mi madre arrodillada intenté alzarla, pero permaneció con los brazos abiertos, clavada en el suelo como una cruz de hierro.
Encontré a Roque y corrimos hacia el campo; la tierra nos perseguía, parecía abrirse hambrienta tras de nosotros, mordernos los talones a medida que avanzábamos.
Ya lejos, agotados, nos volvimos: la isla, altísimo roquedal de picos desdentados, nos ocultaba el horizonte. Alta y pequeña, la luna flotaba sin luz sobre el cielo sin estrellas.
Jaime Monestier
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