Serie: Convivencias (LXVII)

Rousseau y el republicanismo antiguo

Pablo Ney Ferreira

Ningún otro gran pensador político de la Ilustración ha llegado tan lejos como lo hizo Rousseau al entender plausible orientarse por los modelos que ofrecían las ciudades republicanas antiguas (fundamentalmente Roma y especialmente Esparta). ¿Cómo entenderlo?

Resulta abrumadora la referencia roussoniana a las fuentes del republicanismo antiguo cuando este autor elabora y presenta su pensamiento político. Las menciones son tantas y tan variadas a lo largo de su obra que una de las críticas más habituales a su pensamiento político es la de arcaísmo, peculiaridad que vendría a revelar desde una nueva perspectiva su ambivalencia, sus vacilaciones y sus aporías, pues si la referencia a la antigüedad constituye uno de los rasgos esenciales de su concepción política, no es menos cierto su carácter inspirador de gran parte del pensamiento político contemporáneo

¿Cómo explicar esta profunda adhesión, en pleno siglo XVIII a los ideales del republicanismo antiguo en quien iba a constituirse en una de las principales fuentes del pensamiento político de los doctrinarios de la Revolución Francesa? Es una de las preguntas que nos ocupa en esta ocasión.

Esa aguda influencia que se observa en la obra de Rousseau no podía prescindir de una abundante mención de la imagen de la Roma republicana, y denota en el una especial fascinación por aquel período de la historia como una especie de modelo de las virtudes republicanas. De allí la particular influencia de la imagen de Roma en la elaboración del Contrato Social. Rousseau no duda en considerar al antiguo pueblo romano como modelo a seguir por los pueblos libres, que se destacaba asimismo por la perfección de sus costumbres. Habría sido precisamente esa especial virtus la que posibilitó que Roma se convirtiera en dueña del mundo. Cuando al final del Emilio se trata el problema de las obligaciones políticas de todo ciudadano, Rousseau no duda en recurrir al ejemplo de los romanos: "Pero no te retraiga, querido Emilio, tan suave vida de obligaciones penosas, si alguna vez te las imponen: acuérdate de que los romanos abandonaban el arado por la toga consular. Si te llama el príncipe o el Estado al servicio de la patria, déjalo todo para ir a desempeñar, en el puesto que te señalen, el honroso papel de ciudadano."

También distintas personalidades de la vida política romana tenían que figurar en la nómina roussoniana de hombres ilustres. Entre ellos se pueden destacar a Numa, a Bruto y a Catón. Numa es de alguna manera, para Rousseau, el verdadero fundador de Roma. Bruto, por su parte, merece la aprobación de Rousseau por la forma en que enfrentó la angustiosa disyuntiva provocada por la conspiración de sus hijos en un momento crítico de la vida de la república. Pero será Catón el personaje que a ojos de Rousseau habría de encarnar la antigua virtus.

Sin perjuicio de estas referencias, el presente trabajo se centrará fundamentalmente en el análisis de la concepción roussoniana del binomio Esparta-Atenas, lo que simplificará el trabajo sin perder capacidad explicativa, ya que la valoración que ofrece de Esparta es aplicable, mutatis mutandi, a la Roma republicana. A menudo, incluso, se refiere a ambas ciudades como constituyendo el modelo político que Rousseau pretende expresar en su exposición.

Pese a que el destaque vale, la actitud de retroceder al mundo antiguo para iluminar proyectos alternativos de sociedades políticas no constituye en absoluto una novedad para su tiempo. El binomio Esparta-Atenas estuvo, en efecto, en el centro del proceso de autocomprensión de la filosofía política del siglo XVIII. Consideraremos brevemente este tema.

REPUBLICANISMO CLÁSICO Y DEMOCRACIA: ATENAS Y ESPARTA EN EL SIGLO XVIII

Pese a que la Ilustración es la consagración de la cultura moderna, esta continúa muy atenta a los modelos de la antigüedad clásica, al menos desde el punto de vista político. Jenofonte, Platón, Aristóteles, Tucídides, Polibio, Plutarco, etc.y, en grandes líneas, toda la cultura clásica continuaba generando un sensible efecto a través de la cultura predominantemente humanista de los Colegios. Particular influencia produce sobre estas generaciones la imponente obra biográfica de Plutarco. El redescubrimiento de la antigüedad comienza ya en el siglo XVI, y presenta una completa vigencia en el siglo XVII y XVIII. No es indiferente a esta pasión del siglo XVIII por la antigüedad el descubrimiento de las ruinas de Herculano, en 1738, y de las ruinas de Pompeya, diez años más tarde La pasión por la antigüedad se desborda en la pintura. En 1770, Lagrenée pinta un cuadro cuyo título es significativo: "Trae de vuelta este escudo o que este escudo te traiga a ti" -discurso de una Lacedemonia a su hijo. Plutarco. Vida de Licurgo. Jean-Antoine Beaufort pinta en 1771 un "Brutus". Nicolas-Guy Brenet pinta "La Continencia de Escipión" en 1788. Hasta Racine seguía el modelo griego al crear su teatro, y La Bruyère opinaba que tanto en las obras literarias como en la arquitectura y la escultura, solo se podría alcanzar la perfección imitando a los antiguos.

Pero la proyección de los clásicos greco-latinos no alanzaba simplemente el plano de la erudición, sino que eran consultados en un reiterado esfuerzo por dialogar con ellos con vistas a la clarificación de su particular presente histórico, demostrando una vez mas la perennidad de su legado como orientador del pensamiento vivo de Occidente. Ya muy avanzada la edad moderna, esta vuelve una vez más su mirada hacia los modelos clásicos, buscando comprenderse y modificarse a sí misma. Ese diálogo con el pasado desde las urgencias del presente, como recuerda Nietzsche, se había practicado con anterioridad al nacimiento de la cultura moderna. Basta recordar la forma como Roma se apropió del legado cultural griego, adaptándolo de un modo libre a su propia actualidad histórica. Podemos verificar en la historia del pensamiento político moderno que, siempre que un modelo político se agota, intuitivamente se acude a los modelos de la antigüedad, por irrepetibles que resulten, en busca de inspiración para descubrir nuevas posibilidades. Así ocurre con Maquiavelo y sus análisis de la Roma republicana, y también en la Francia del Antiguo Régimen luego de la muerte de Luis XIV, pero sobre todo en la segunda mitad del siglo XVIII. En la Francia de ese tiempo es posible contemplar un nuevo capítulo de la antigua querella entre los modelos políticos y culturales más famosos de la antigüedad griega, ejemplificados, claro está, por Atenas y Esparta.

Según la óptica de las jóvenes sociedades liberales, que muestran notoriamente su preferencia por el modelo ateniense, sorprende el particular predicamento de que ha disfrutado el modelo espartano en la intelectualidad de Occidente, desde Platón hasta el siglo XVIII. Tal como lo indica E. Rawson en "The Spartan Tradition in European Thougth", no nos interesaba en este fenómeno tanto lo que Esparta fue en realidad como lo que "se pensaba que fue". Este generoso juicio acerca de Esparta no es comparable con el que mereció su rival Atenas. El valor ideal de la democracia ateniense es algo que ha permanecido en las sombras desde finales del siglo V antes de Cristo hasta la llegada del siglo XVIII. Por cierto que Atenas había sido objeto, en el Renacimiento, de una alta estima y valoración en el ámbito artístico, filosófico y cultural (piénsese en La Escuela de Atenas de Rafael), pero solo en el siglo XVIII se comenzó a valorar adecuadamente su aspecto político.

Aunque no suficientemente valorada y conocida, una de las querellas más reveladoras que surgen a finales del siglo XVIII y se prolongan a lo largo de la Ilustración es la llamada querelle du luxe, en la que cifran en buena medida los conflictos morales y políticos que el nuevo tipo de sociedad "moderna y burguesa" estaba generando. Tal debate se va a servir de la polaridad Esparta-Atenas cuando se intente clarificar la nueva situación creada.

En general, quienes tomaban una posición ascética, austera y rigurosa de la vida social, se inclinaban en mayor o menor medida a restaurar el modelo espartano, mientras que quienes miraban con simpatía las comodidades de la civilización, el cultivo de las artes, el espíritu de empresa, etc.,.se sentían mas afines con el ejemplo de Atenas.

Intentaremos aquí mostrar algunos ejemplos de tales posiciones. Desde la perspectiva del ascetismo cristiano que se alía, al menos en parte, con los severos ideales espartanos, podríamos destacar a Fenelon, quien ejercerá un notable influjo en el desarrollo posterior del debate. El autor de Las aventuras de Telémaco no duda en aliarse con la Esparta de Licurgo, en cuanto esta "expulsó de su república todas las artes que no sirven sino para el fasto y la voluptuosidad", aunque en otros aspectos haya cuestionado la sociedad espartana. En el otro extremo, J.F. Melon en su Ensayo político sobre el comercio (1734) toma partido a favor del lujo y critica sin ambages el estilo de vida reinante en Esparta. Con todo su rigor, Esparta no se mostró más conquistadora y mejor gobernada que Atenas. Y si seguimos a Plutarco en sus Vidas paralelas, tampoco resultó ser cuna de líderes o héroes más brillantes. Melon, como partidario de los "modernos", se muestra partidario de Atenas en la contienda. Esto mismo van a hacer muchos de los "ilustrados".

Uno de estos ejemplos es Voltaire, quien tuvo no pocos desencuentros precisamente con Rousseau. Voltaire se siente más próximo de la "brillante Atenas", que de la "triste Esparta". En el artículo "Lujo", de su Diccionario Filosófico, expone de manera tajante el contraste entre estos dos modelos sociales de la Grecia clásica:"¿Qué beneficio hizo Esparta a Grecia? ¿tuvo aquella jamás un Demóstenes, un Sófocles, un Apeles o un Fidias". En buena medida también Diderot toma partido a favor del lujo, aunque estableciendo la diferencia entre el lujo que nace de la riqueza y el bienestar general, y el que es resultado de la ostentación y la miseria. Dejando a un lado a pensadores que tratan de buscar una solución intermedia, como Montesquieu, u obras más o menos eclécticas como la Enciclopedia, será suficiente evocar que en la segunda mitad del siglo XVIII habrá, antes del estallido revolucionario, grandes partidarios del modelo espartano. Entre estos encontramos a Rousseau y a Mably, autor de las Observaciones sobre la historia de Grecia, donde se lee un completo panegírico de Esparta. Allí se refiere a su "desprecio por las riquezas" y a su "amor a la libertad y a la patria", y agrega que "Siguiendo el ejemplo de los espartanos, creemos que los pueblos se civilizan mediante las buenas leyes y la práctica de las virtudes, y no mediante un montón de superficialidades que el lujo estima y que la razón reprueba".

Los planteamientos de Mably estimularon una tenaz respuesta antiespartana. Estos debates, de los que solamente hemos dado algunos ejemplos, no se agotan en su relevancia política, sino que se amplian al ámbito de la legislación, de la educación, todo trazado a la luz de los modelos clásicos.

A partir de esto podemos entonces penetrar en el mundo del pensamiento político roussoniano, intentando buscar allí, elementos que justifiquen la afirmación de que el Republicanismo clásico, más precisamente su idealizada visión de la antigüedad romana y espartana, se convierte en una clara influencia de su concepción política y social.

"BARBARUS HIC EGO SUM": ROUSSEAU Y LA COMUNIDAD MODERNA

Creemos que el punto de partida del pensamiento de Rousseau es una crítica radical de la civilización moderna. Esta afirmación esta basada en que en la obra de Rousseau es muy fácil ver la nostalgia por un mundo antiguo visiblemente idealizado, y una profunda desconfianza acerca de las posibilidades virtuosas del mundo moderno. Rousseau es, en efecto, un precursor de los románticos; a pesar de ser un antiguo compañero de viaje de varios ilustrados, decide romper totalmente con la modernidad y volver la vista hacia las ya citadas míticas ciudades de la antigüedad clásica. Rompe decididamente con su generación y toma conciencia de que su pensamiento se ve precisado a desarrollarse "contra la corriente", lo que le va a condenar (una autocondena) a un peculiar exilio interior. La oposición de Rousseau a la cultura moderna será trasladada automáticamente a los valores vigentes en la propia política moderna.

Una de las obras en que esto se ve más claramente es el Discurso sobre las ciencias y las artes. Rousseau cuenta en las Confesiones que, al leer el título del concurso al que envía el ensayo, cree tener algo así como una "inspiración súbita" que le hace percibir "otro universo" y que lo convierte en "otro hombre". A partir de ese momento se propone cuestionar uno de los elementos más representativos del mundo moderno: el tema del progreso, y más precisamente el carácter positivo del progreso. La evaluación que realiza acerca de las bondades de la Ilustración no puede ser peor. Su contestación es tajante: la Ilustración no significa un progreso; más bien lo contrario. Al igual que Ovidio en Los Tristes, Rousseau se siente incomprendido y diferente; se considera un "bárbaro" y escribe al frente de su Discurso sobre las ciencias y las artes: "Barbarus hic ego sum, quia nono intellegor illis.""

Rousseau estaba en lo cierto cuando comienza el prefacio del discurso sobre la desigualdad diciendo: "Preveo que difícilmente se me perdonará el partido que me he atrevido a adoptar. Chocando de frente con cuanto hoy causa la admiración de los hombres, solo puedo esperar una universal condenación". Para Rousseau, la sociedad que tiene ante sus ojos es una sociedad alienada, artificial, y que ha desfigurado la genuina naturaleza del hombre.

A este respecto, Rousseau no duda en referirse nuevamente, en el prefacio antes citado, al hombre de su tiempo como si hubiera degenerado luego de una situación inicial idílica: "Semejante a la estatua de Glauco, que el tiempo, el mar y las tormentas habían de tal suerte desfigurado que parecía más bien una bestia feroz que un dios, el alma humana, alterada en el seno de la sociedad por mil causas que se renuevan sin cesar, por la adquisición de una multitud de conocimientos y de errores, por las modificaciones efectuadas en las constitución de los cuerpos y por el choque continuo de las pasiones, ha cambiado, por decirlo así, de apariencia hasta tal punto que es casi irreconocible, encontrándose, en vez del ser activo que obra siempre bajo principios ciertos e invariables, en vez de la celeste y majestuosa sencillez que su autor habíale impreso, el deforme contraste de la pasión que cree razonar y el entendimiento que delira."

Nos encontramos aquí con una filosofía de la historia marcadamente pesimista, y el Discurso sobre la desigualdad contiene esta forma de ver la realidad, que también tendrá un marcado relieve tanto en el Emilio como en el Contrato Social. Ambos textos comienzan con sendas afirmaciones donde se menciona el carácter originario de la bondad de la naturaleza humana. A partir de este tipo de argumentos, no es difícil intuir su posición respecto de la querella del lujo. Rousseau ve el lujo asociado a la disolución social y a la esclavitud, que llevaron a la ruina a las repúblicas antiguas, pero que explican en forma categórica la decadencia de la vida moderna. Qué dice Rousseau acerca de los límites del lujo: todo lo que está por encima de lo físicamente necesario es fuente de mal. Esta posición filo-espartana de una austeridad extrema ve al mundo moderno, y por ende al ciudadano moderno, como un individuo imbuido de "pasiones ficticias", desprovistas de un verdadero fundamento en la naturaleza. Estaa posición tenía por supuesto su correspondencia en la particular manera de Rousseau de evaluar la política de los "modernos", pero, pese a su clara disconformidad con la misma, no por eso deja de reconocer su central importancia para la vida de las comunidades políticas. Así, señala en el libro IX de las Confesiones "Había visto que todo dependía radicalmente de la política, y que, de cualquier modo que se obrase, ningún pueblo sería otra cosa que lo que le hiciera ser la naturaleza de su gobierno; así, esa gran cuestión del mejor gobierno posible me parecía reducirse a lo siguiente: ¿cuál es la forma de gobierno propia para formar al pueblo más virtuoso, más ilustrado, más prudente, mejor en fin, tomando esta palabra en su sentido más lato?." Resulta claro que la función principal del gobierno es netamente perfeccionista con respecto a los individuos que habitan en la comunidad política: lograr ciudadanos virtuosos e ilustrados, es su meta.

La posición anti-moderna del "ciudadano de Ginebra" es fácilmente visible a través de toda su obra. En su Discurso sobre las ciencias y las artes se lamenta de que los modernos políticos solo hablen de comercio y de dinero, mientras "los antiguos políticos hablaban sin cesar de costumbre y virtud"; esa cultura, y esa política moderna, ha generado según su punto de vista una pléyade de espíritus brillantes en una medida desconocida anteriormente. Dice Rousseau al respecto, nuevamente en el mismo discurso: "tenemos físicos, geómetras, químicos, astrónomos, poetas, músicos, pintores, pero de lo que carecemos es de verdaderos ciudadanos".

Frente a este diagnóstico exageradamente negativo de la sociedad y la política modernas, Rousseau propondrá, como modelo normativo a seguir, a las repúblicas antiguas, fundamentalmente la Roma republicana y la legendaria Esparta de Licurgo.

LA "NORMATIVIDAD" DE LOS MODELOS ANTIGUOS

Si exceptuamos a algunos de los protagonistas de la Revolución Francesa, parece difícil encontrar con posterioridad a Rousseau un grado tal de identificación con los modelos clásicos. Esa identificación se situaría en un nivel muy íntimo, tal como el autor lo refiere en las Confesiones, al relatar la profunda emoción que experimentó al ponerse por primera vez en contacto con la literatura griega y latina: " Estas interesantes lecturas y las conversaciones a que dieron lugar entre mi padre y yo, formaron ese espíritu libre y republicano, ese carácter indomable y altivo, enemigo de todo yugo y servidumbre, que siempre me ha torturado en las circunstancias menos oportunas para dejarle libre vuelo. Constantemente ocupado con Roma y Atenas, viviendo, como quien dice, con sus grandes hombres, nacido yo mismo ciudadano de una república e hijo de un padre cuya pasión dominante era el amor a la patria, me entusiasmaba a ejemplo suyo y me creía un griego o un romano...". Mutatis mutandis, es una afección que se mantendría toda la vida.

La fuerza normativa de los modelos griego y romano se ve muy especialmente en algunas apreciaciones que Rousseau formula en sus Consideraciones sobre el gobierno de Polonia, dado que aquí no se trata de emitir juicios sobre modelos históricos ni realizar exégesis de libros antiguos, sino que se está proponiendo un modelo político para un pueblo concreto A pesar de esto, las referencias a los modelos antiguos son incesantes, y no se ven menguadas por las exigencias eminentemente prácticas de su tarea. Por lo pronto comienza señalando: "Cuando se lee la historia antigua, uno se siente transportado a otro universo y en medio de otros seres. ¿Qué tienen en común franceses, ingleses, rusos, con griegos y romanos? Apenas otra cosa que la figura. Las vigorosas almas de éstos parecen a los otros exageraciones de la historia." Rousseau insiste en que los griegos y los romanos no son ficciones, puras creaciones fantásticas. Fueron pueblos históricos, reales. Si esto es así, entonces ¿por qué no podremos llegar a ser como ellos? Allí reside una de las más habituales críticas que se realizan a la obra del ginebrino: su anacronismo. El mundo moderno no estaría en condiciones de regenerar el "alma de los antiguos", y el ciudadano moderno es completamente diferente al antiguo. A esto generalmente se sigue la razonable imputación de la idealización que hace Rousseau del carácter "virtuoso" de las repúblicas antiguas.

En lo referente a las fuentes de su conocimiento del mundo clásico, destaca ante todo a Plutarco, y dentro de su obra indica fundamentalmente a sus Vidas paralelas, texto que al parecer le impactó de modo particular. El hecho de que el escritor griego, en su obra biográfica, haya procurado transmitir más bien "mensajes morales" que una rigurosa investigación histórica, de que tenga una vocación más "didáctica moralizante" que historiográfica, es algo que encaja muy bien con los intereses de Rousseau. La lectura de Plutarco, el ejemplo paterno y la referencia a Ginebra, su ciudad natal, como destello moderno de la ciudad antigua, ejercen un influjo convergente sobre el joven Rousseau. No le interesará el conocimiento erudito del republicanismo antiguo, sino simplemente su dimensión ejemplar, sobre todo en el plano moral y el político. En el Emilio, luego de referirse a Plutarco y a Herodoto, hace una nota donde realiza las siguientes consideraciones acerca del "uso de la historia": "Llenos están los historiadores antiguos de ideas de que pudiera hacerse uso, aun cuando sean falsos los hechos en que las presentan. Pero no sabemos sacar utilidad ninguna de la historia; todo lo absorbe la crítica de erudición: como si importara mucho que fuese cierto un suceso, con tal que de él pudiera sacarse una instrucción provechosa. Los hombres de juicio deben mirar la historia como un tejido de fábulas, cuya moral es muy adaptable al corazón humano." "A Russeau no le preocupa demasiado si los hechos referidos por los historiadores son o no reales; lo que sí realiza es una precisa valoración normativa, desde la cual construye una comunidad política republicana muy exigente en términos de virtud, siguiendo los ejemplos que la historia de las repúblicas antiguas brinda desde su clásico legado. A la búsqueda de paradigmas con los cuales interpretar la situación actual del hombre, la imaginación de Rousseau se complace en reconstituir situaciones ideales con la intención de encontrar parámetros que le permitan medir nuestra situación. Este mundo ideal roussoniano también se proyecta sobre su visión de las repúblicas antiguas y de los héroes plutarquianos, temas que habían ocupado su mente desde su infancia.

Para esto, Rousseau pone un especial acento en que no se consideren los modelos clásicos como una mera ficción, como algo utópico.

REPUBLICANISMO ANTIGUO Y DEMOCRACIA ATENIENSE: DOS MODELOS A TOMAR

 

Como hemos visto, esta bipolaridad característica de buena parte de las discusiones que se desplegaron en el Siglo de las Luces movía a Rousseau a situarse derechamente en el bando del republicanismo clásico, y más precisamente en una posición filo-espartana. La posición de Rousseau es tan clara que E. Rawson se ha podido referir a él como a una especie de sumo sacerdote del laconismo. La advertencia de esta bipolaridad está notoriamente presente en el escrito con el que Rousseau rompe definitivamente con el pensamiento ilustrado: el Discurso sobre las ciencias y las artes. Rousseau sitúa el problema de la relevancia modélica de Esparta al referirla al pequeño número de pueblos que, alejados del contagio de los "vanos conocimientos", han sabido obtener la felicidad gracias a sus propias virtudes, tornándose en ejemplos de la humanidad toda. Formarían parte de esta limitada nómina ejemplar los primeros persas, los escitas, los germanos, cuya simplicidad, inocencia y virtudes fueron tempranamente admitidas por sus adversarios. Tal fue también la misma Roma en su período inicial, "en los tiempos de su pobreza y de su ignorancia", y por supuesto su amada Esparta.

Su rival Atenas, la "moderna" Atenas, se va a distinguir por el contrario por ser el centro del civismo y del buen gusto, llena de oradores y filósofos. Atenas sería el centro de la elocuencia y de la filosofía. La elegancia de las construcciones materiales no es más que el reflejo de la brillantez de su vida espiritual. Rousseau admite estos hechos, pero invierte la valoración que de ellos hacen los "modernos", y ve a su siglo, y de modo especial a Paris, reflejado en Atenas .

Ante el cuadro deslumbrante de Atenas, el de Lacedemonia lo es menos, reconoce Rousseau. Brillan por su ausencia las producciones filosóficas, las expresiones artísticas y en definitiva el boato y la civilización material que encontró en Atenas un marco tan idóneo. En el caso espartano habría que contentarse con el ejemplo de su virtud, con sus "acciones heroicas", como único legado para la posteridad. Provocativamente pregunta Rousseau, en su discurso sobre las artes: "¿Valdrán menos para nosotros esos monumentos que los curiosos mármoles que Atenas nos ha dejado?".

La intensidad con que Rousseau defiende la causa filoespartana en la época en que publica el Discurso sobre las ciencias y las artes queda también reflejada en su idea de escribir una historia de Esparta, proyecto que jamás concluyó. También es curioso, y al propio Rousseau la llama la atención, la completa ausencia de documentos espartanos sobre sus instituciones y sobre su vida social. Por supuesto, los partidarios de los "modernos" no iban a permanecer impasibles ante la opción decididamente proespartana de Rousseau. No obstante, aunque Rousseau acepta globalmente ciertos defectos y límites en la vida espartana, no desciende a su análisis, a no ser cuando se trata de abordar las causas de la decadencia de sus modelos antiguos. Lo que le interesa es seguir esgrimiendo el caso de Esparta como arma arrojadiza contra la artificialidad de la vida moderna. Pero hay un momento en que Rousseau decide encarar de frente algunas de las objeciones básicas al modelo espartano y entonces se ponen en evidencia los límites de su discurso idealizador. Eso ocurre en el libro tercero del Contrato social, cuando exhibe sus vacilaciones y sus dudas respecto del problema de la esclavitud: "¿Por ventura la libertad no puede conservarse sin el apoyo de la servidumbre? Tal vez. Los extremos se tocan. Todo lo que no es natural tiene sus inconvenientes, y la sociedad civil más que todo lo demás. Hay ciertas posiciones desgraciadas en las que la libertad no puede sostenerse sino a expensas de la de otro y en las cuales el ciudadano no puede ser perfectamente libre sin que el esclavo sea extremadamente esclavo. Tal era la situación de Esparta." Rousseau trata de mitigar el delicado tema de la presencia de la esclavitud indicando que los pueblos modernos no tienen esclavos, pero sí "son" esclavos ellos mismos. La ejemplaridad espartana también está resaltada cuando se refiere a las fiestas populares. Frente al refinamiento de los espectáculos modernos, Rousseau también opta en este punto por tomar como modelo a una Esparta que mediante fiestas sencillas y juegos sin brillantez sabía convocar y aglutinar a sus ciudadanos; en otros ambientes más seductores, como podría ser el ateniense, el espartano conservaría la nostalgia de su patria y de sus espectáculos: "...y así era cómo en Atenas entre las bellas artes, o en Susa en el seno del lujo y de la molicie, el espartano aburrido suspiraba por sus toscos festines y sus fatigosos ejercicios".

El Discurso sobre las ciencias y las artes termina con un canto a la virtud como "ciencia sublime de las almas simples", que para llegar a ser conocida no requiere tantos discursos, tanto intelectualismo, tanta afectación como derrochaban los "profesionales" modernos de la virtud. Recordando un relato plutarquiano, Rousseau considera que aquí radica también la diferencia entre atenienses y espartanos: "Los atenienses saben en qué consiste la virtud, mas los lacedemonios la practican. He aquí la filosofía moderna, y las costumbres antiguas."

LOS HOMBRES ILUSTRES

La constante alusión roussoniana a ambas ciudades-Estado, y la clara preferencia por Esparta, está acompañada de numerosas menciones a algunos "hombres ilustres", modelos dentro de su ciudad, protagonistas centrales de la aventura republicana. El punto de referencia obligatorio en el caso de Esparta es Licurgo. En un conocido pasaje del Contrato social, al referirse a la labor del legislador, dirá: "El que se atreve a emprender la tarea de instituir un pueblo debe sentirse en condiciones de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana; de transformar cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del cual recibe en cierta manera la vida y el ser." Rousseau debía de pensar particularmente en Licurgo al escribir estas palabras. Licurgo habría realizado en forma prototípica esa metamorfosis profunda del hombre que la auténtica política sería capaz de llevar a cabo, alumbrando un nuevo tipo de humanidad y un nuevo tipo de legislador magno. En vez de arreglos parciales y de la acción imprevisible del azar, era preciso suprimir los viejos materiales para levantar en su lugar una sociedad ejemplar. Tal habría sido la tarea política de Licurgo. Rousseau reconoce la rigidez del legislador espartano: Licurgo habría impuesto una política muy severa, pero, a pesar de ello, no duda en aprobar la bondad de esas medidas. La coacción utilizada para imponer el nuevo ordenamiento político quedaría ennoblecida por su objeto. Gracias a Licurgo, Esparta se habría convertido en el ejemplo de todas las ciudades antiguas, y en un mojón ineludible para quien quisiera conocer históricamente una comunidad política virtuosa. Al igual que Licurgo, Rousseau detesta un ordenamiento jurídico excesivamente complejo que vaya más allá de lo que pueda retener la memoria de cada ciudadano. Así procedió Licurgo, que prefirió escribir sus leyes en los corazones mismos de los ciudadanos. Aquí también se aprecia claramente la predilección de Rousseau por los héroes espartanos y romanos por sobre los atenienses, si bien es cierto que en ocasiones tiene algunas palabras elogiosas para Solón, aunque mostró ciertas reticencias al referirse, por ejemplo, a Pericles.

La figura ateniense por la que Rousseau mostró mayor admiración fue la de Sócrates. Aquí comparte un sentimiento muy difundido entre todos los ilustrados: es casi unánime la admiración que sentían los filósofos del Siglo de las Luces por ese hombre. ¿Cómo es posible que los ilustrados y Rousseau puedan coincidir en la veneración a Sócrates como modelo a emular? Esto es posible porque hay tantos Sócrates como se deseen. Hay numerosísimas interpretaciones del legado socrático, y cada uno toma al Sócrates que más le convenga a sus intereses. Así, Rousseau selecciona aquellos aspectos de la vida y del magisterio socráticos con los que más se puede identificar. Rousseau resaltaba la corrupción de Atenas frente a la integridad de Esparta. ¿Qué mejor prueba de ello que la condena injusta de que fue victima el sabio ateniense? Sócrates condena el seudo saber y la frivolidad sofista. Rousseau critica el engreimiento de los ilustrados, a quienes viene a considerar como los modernos sofistas.

Sin embargo, no todo eran convergencias. Si bien tanto Sócrates como Rousseau son grandes moralistas, el intelectualismo moral del primero no es compartido en modo alguno por el segundo. Pero con quien es comparado Sócrates en la obra roussoniana es con Catón, haciendo un contejo entre la libertad interior del Sócrates detenido, y la visión más ciudadana de la libertad predominante en la figura de Catón.

EN CONCLUSION

Es preciso reconocer sin rodeos que el arcaísmo político deRousseau lo lleva a idealizar, de modo selectivo, los modelos de Esparta y la Roma republicana. Resulta sorprendente ver cómo un individualista como Rousseau llega a identificarse hasta tal punto con Esparta. Educados en las libertades de los modernos, no podemos menos que admirarnos ante esta paradoja. Rousseau es, en efecto, a la vez que un gran admirador del ideal político de las repúblicas antiguas, una de las encarnaciones más peculiares de la subjetividad moderna. Estas tensiones, típicas del (por momentos) caótico pensamiento roussoniano, se desarrolla cómodamente en una elasticidad bipolar entre el arcaísmo y la modernidad.

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