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Cervantes, el Quijote y el derecho

Roberto Puig

La primera parte de la inmortal novela de Cervantes cumple este año su cuarto centenario. En ella el autor describe con mano maestra la España de su tiempo, a lo largo del recorrido que cumple Don Quijote en sus tres salidas por vastas regiones, principalmente de la Mancha. Así el lector toma conocimiento directo de algunos personajes, y se entera de la existencia de muchísimos más, ya que pasan de setecientos los que nombra el autor. Entre ellos hay gente de la más diversa procedencia y condición, de toda extracción social: caballeros y damas de pro, venteros, pastores, mercaderes, clérigos, bachilleres, prostitutas, ladrones, vagabundos y homicidas, gente que también puebla la novela picaresca, la que, como subgénero, está representada en el Quijote.

Es ese el mundo que Cervantes conoció a lo largo de su desventurada vida, ya recorriendo caminos en la poco simpática ocupación de alcabalero o de proveedor de la Real Armada, o en Esquivias, junto a su incolora mujer Doña Catalina de Palacios, o en Argamasilla de Alba, o en las cárceles que le tocó habitar más de una vez; es el mundo de fines del siglo XVI y comienzos del XVII, cuando han quedado atrás los tiempos de esplendor. Es el mundo en que el libertinaje y el fraude campean por doquier y la corrupción se generaliza, a la vez que las leyes represivas se vuelven más severas y autorizan bárbaros castigos. La religión condiciona entonces a la sociedad, ocupando un lugar destacado en la vida de las personas.

Se ha dicho alguna vez que la de ese tiempo era una sociedad de santos y pecadores, y si bien había fe, esta no era capaz de sofocar la energía de los españoles, que los arrastraba tanto hacia lo más sublime como a lo más bajo. El sentido del honor era tan importante como despreciable el trabajo manual; la honra estaba en boca de todos, honestos y deshonestos. Naturalmente, estaba también el reverso de la moneda, con indudable brillo propio; es también la época de oro de las letras españolas.

Probablemente la Mancha fue escogida por Cervantes por ser quizás allí más fácil y verosímil hallar los tipos humanos más adecuados para su novela. De entre ellos, sus protagonistas Don Quijote y Sancho, tan impecablemente pintados y dotados de vida, han sido objeto de numerosas interpretaciones a lo largo de siglos; se discute qué clase de locura es la del caballero, cuyo pensamiento y cuyas convicciones son de total claridad, y los manifiesta con tal cordura, y cuyos ensueños traen un dejo de los propios del glorioso combatiente de Lepanto.

A lo largo de su triple periplo, ambos topan con un sinnúmero de personajes que viven fuera de la ley, que tanto campo de estudio ofrecen a sociólogos y penalistas.

Desfila así ante el lector la España de Felipe II y luego de Felipe III, cuando la decadencia ya se ha instalado en el reino, tras las glorias del Imperio. Es la España de los validos que pululan en la corte, donde los bufones gozan de una profesión lucrativa; el mundo en que los campos otrora feraces son recorridos por partidas armadas que desvalijan a los viajeros; es el mundo también de los encuentros caballerescos, y en el cual los títulos nobiliarios se venden por orden real, para alimentar las siempre exiguas arcas de la corona. Se difunde el fraude, el prevaricato; la prostitución cobra auge, los vagabundos se encuentran por doquier. Curiosamente, las Partidas no contienen disposición penal concreta contra la vagancia, si bien aluden a vagos y mendigos, sin definir como delito tal estado o condición. Las penas de las Reales Ordenanzas de Castilla, codificadas en la época de los Reyes Católicos, sí legislan represivamente y con mayor crudeza cada vez: azotes, galeras y destierros son comunes hasta la época de Felipe V, mucho después de la muerte de Cervantes en 1616.

Precisamente en su inicial salida de su casa, en pos de aventuras, Don Quijote da con una venta en la cual se hallan dos mujeres de la vida, la Molinera y la Tolosa, calificadas como "mujeres del partido", denominación incomprensible hoy, pero que desde el siglo XV era corriente en España. Y son nada menos que ellas, a quienes el hidalgo idealiza como doncellas, quienes contribuirán a armarle caballero.

Se suceden así los encuentros con otros personajes que viven fuera de la ley, ante los cuales Don Quijote practica, a su manera, la justicia que caracteriza a la orden de caballería, tratando de desfacer entuertos y socorrer a los necesitados. Pero ocurre que el hidalgo, cuya locura, decíamos, ha dado tanto que comentar a los estudiosos, posee la facultad de brindar sabios consejos y advertencias a su noble y fiel escudero, Sancho Panza, y discurre también acertadamente siempre al trazar normas de conducta. No obstante, falla en el poder de coacción, como se advierte en el episodio del Juan Haldudo, que maltrata despiadadamente a su criado, al que también le niega su mísero sueldo (I - Cap. IV). Cuando Don Quijote libera a este, el rico y abyecto amo promete enmendarse, pero tan pronto se aleja el hidalgo vuelven a llover palos y azotes sobre el muchacho, impotente para cambiar su triste suerte.

Las Partidas señalan por entonces las reglas para la aplicación de la tortura, siendo la plebe y los esclavos sus principales víctimas, puesto que los nobles, los impúberes y las mujeres embarazadas estaban exentas, no así la gente de edad provecta. Y los azotes, tan comunes contra los ladrones, blasfemos y otros delincuentes, también los aplicaban los amos, por extensión, así como los maestros ("la letra con sangre entra").

Junto a la Molinera y a la Tolosa aparece la figura del primer ventero (I - Cap. II), al que Cervantes, sin duda influido por las ideas científicas reinantes, describe como "hombre que por ser gordo es muy pacífico", aunque agrega que era "no menos ladrón que Caco" y era conocido por sus andanzas por los tribunales. No mejor persona resultaría el segundo, Juan Palomeque, junto a quien aparece la conocida figura de Maritornes (I - Cap. XVI). Dicha venta era, como otras, al mismo tiempo casa de prostitución, centro y refugio de vagos y malandrines, que Don Quijote toma por algo sin duda muy distinto.

No obstante sus ideales de equidad y justicia, que Don Quijote practica peculiar y privadamente -si bien siguiendo principios de derecho público- a su manera, no deja el caballero de cometer atropellos [despoja al barbero de su bacía (I- Cap. XXI), acomete a ovejas con su lanza (I- Cap. XVIII), ataca los cueros de vino (I- Cap. XXXV)] y otros actos reñidos con el buen obrar, que Cervantes describe magistralmente, dando a entender su familiaridad con nociones y tecnicismos jurídicos, adquiridos sin duda en estudios y andanzas por el mundo, en contacto, no siempre grato, con autoridades, curiales y gentes diversas. Los aciertos de Sancho en el gobierno de su ínsula derivan en gran parte de los atinados consejos de su amo, que le llevan a desconfiar de los litigantes de mala fe, a no aceptar la pasividad del juez, a tener cuidado con ciertos escribanos, a hacer siempre prevalecer democráticamente la idea de equidad. Incluso en su testamento, Don Quijote revela conocimientos de derecho. En el célebre capítulo de los galeotes (I- Cap. XXII), a quienes libera -y donde aparece la interesante figura de Ginés de Pasamonte, delincuente que no puede sernos antipático, y que volverá a presentarse más adelante-, discurre Cervantes sobre la noción de autoridad, sobre el registro y sentencias de los condenados y su trato, temas todos de índole jurídica. El relato también nos sugiere un comentario sobre el transporte de prisioneros destinados a galeras, siempre a pie, en condiciones a veces inhumanas, lo que era normal en la época y habría de subsistir durante siglos todavía.

Las funciones de justicia y policía estaban confiadas a la sazón a los cuadrilleros de la Santa Hermandad, que se mencionan por primera vez en el Cap. X, de no buena fama siempre, con jurisdicción en casos de hurto, lesiones, quebrantamiento de casa, forzamiento de mujer, oposición a la justicia, etc., institución que también se trasplantó a América y cuyos temidos juicios sumarios eran seguidos de penas usualmente crueles.

En la Segunda Parte de la obra aparece la notable figura de Roque Guinart, en quien concurren las más variadas y peculiares circunstancias para el cabal conocimiento de muchos aspectos de la delincuencia española de entonces. Y en muchos de sus capítulos tiene el lector oportunidad de apreciar la cultura jurídica de Cervantes, quien de un modo u otro se expide sobre temas técnicos, tales como la prueba, la cosa juzgada, la condena en costas, la coacción, la legítima defensa, la muerte civil, conocimientos que suponemos adquiridos a lo largo de una vida ejemplar, plena de infortunios, que no le impidió adquirir una cultura humanística, no limitada estrictamente a lo literario, ni tampoco escribir la obra maestra de la literatura española, junto a la cual empalidecen sus otros escritos, de dispar calidad, pero también merecedores de nuestro interés y nuestra simpatía.

Don Quijote de la Mancha contiene, naturalmente, mucho, muchísimo más que un repertorio de cuestiones jurídicas; merece leerse con atención por su galanura, su ironía, su humor, su uso del lenguaje, es decir, por su altísima calidad literaria y novelesca, justa y universalmente reconocida. Hoy simplemente hemos deseado sugerir -en brevísima dosis- algo diferente a lo profusa y habitualmente mencionado en los libros y manuales de literatura, porque también desde el punto de vista jurídico, y no meramente penal, contiene páginas imperecederas de amena y edificante lectura.

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