Cambiar la mentalidad para alcanzar el desarrollo
Felipe Arocena
Es frecuente escuchar en discusiones espontáneas que un problema importante que enfrenta el país para prosperar económicamente es la mentalidad y la actitud de los propios uruguayos. ¿Es posible que ciertos rasgos culturales de una sociedad puedan ayudar o frenar el desarrollo sostenido de un país? Mucha evidencia nacional e internacional sugiere que sí.
Algunos de los aspectos que suelen asociarse a esa supuesta estructura mental uruguaya que frena el desarrollo son que no existe una suficiente valoración del trabajo y por eso no importa demasiado si las cosas se hacen a medias o con mala calidad; que no hay una voluntad de ahorro y la gente gasta más de lo que puede consumiendo lo que no necesita; que se actúa cuidando la propia chacrita pensando en mantener pequeños beneficios sin considerar lo que sería mejor; que no se puede confiar en nadie porque tarde o temprano el otro me perjudicará; que el respeto hacia las normas y las leyes es muy bajo y si aparece la oportunidad de transgredirlas sin ser descubierto para obtener ventajas personales, se las desconocerá; que existe muy poca iniciativa propia para abrir y crear nuevas oportunidades laborales y una dependencia muy fuerte a esperar que los problemas se resuelvan desde el Estado.
A esta lista podrían sumarse varias características más que reflejarían esa configuración mental uruguaya que en vez de fomentar el desarrollo económico lo tranca. Pues bien, ¿cuánto de verdad hay en estas percepciones que se escuchan con asiduidad en la vida cotidiana, son ellas apenas afirmaciones prejuiciosas que estigmatizan injustamente a la mayoría de la población por causa de una pequeña minoría?
Existen pocas dudas de que efectivamente la manera de pensar de una sociedad está estrechamente asociada a su capacidad de generar riqueza. Esta fue la principal conclusión de una obra ya clásica como La ética protestante y el espíritu del capitalismo, escrita por el alemán Max Weber casi cien años atrás. En verdad la mayoría de los sociólogos y los antropólogos siempre han tenido en cuenta esta relación. Los economistas, en cambio, no la aceptan fácilmente y, con pocas excepciones, le prestaron menos atención de la que se merece. Últimamente, no obstante, hasta los propios economistas uruguayos están reconociendo su importancia.
El presidente del BID Enrique Iglesias escribió que "el desarrollo es un proceso de suma complejidad, que las interpretaciones simplistas no captan. Este tipo de enfoque suele marginar las dimensiones políticas, culturales y de valores., lo cual empobrece seriamente la visión resultante. Las grandes transformaciones que los países latinoamericanos han experimentado en su desarrollo durante las últimas décadas han puesto de relieve la importancia de esas dimensiones y la interacción entre ellas, que lamentablemente se habían descuidado durante esa experiencia."(1) , Iglesias expresó también que "el desafío ético es desarrollar nuevos valores" que promuevan la eficacia económica y la solidaridad social.
El economista Andrés Rius reconoce que "las estructuras mentales de una población son sin duda un factor relevante para dar cuenta de su trayectoria económica, aunque las relaciones de causa-efecto seguramente son ...complejas...En todo caso, estudiar comparativamente las estructuras mentales en sociedades diversas puede contribuir a entender su evolución socioeconómica."(2)
Ramón Diaz propone que "no puede perderse de vista la estrecha relación entre la cultura y la riqueza, ni la dificultad con que las autoridades se topan para cambiar las culturas económicamente estériles, no siendo el menor de los obstáculos que ellos también participan de la cultura propensa a generar pobreza."(3)
Aún más radical es Michele Santo cuando afirma que "si no logramos revertir rápidamente este particular y nefasto sistema de valores que la mayoría de los uruguayos parece tener, será imposible que el país salga adelante, independientemente de quién vaya a ser gobierno en los próximos años... Dado lo envejecida que está la población de nuestro país, y la enorme cantidad de gente que directa o indirectamente depende del Estado para conseguir sus ingresos, la tarea de cambiar las estructuras mentales de la población aparece como ciclópea, al menos hasta tanto el deterioro del nivel de vida no alcance el nivel suficiente como para que todo el mundo se dé cuenta de que el cambio es impostergable. Ese es precisamente el gran desafío que enfrenta nuestro país: poder cambiar antes de tocar fondo, ya que el cambio de nuestras estructuras mentales es inevitable."(4)
Y para el sociólogo y ex candidato a la presidencia por el Partido Independiente, Pablo Mieres, uno de los principales problemas del Uruguay es "¿Cómo hacer para cambiar la cultura dominante en nuestra sociedad? La idiosincrasia uruguaya posee ciertos componentes altamente comprometedores del éxito como país. En primer lugar, desconfía del valor de la competencia, le teme y la desvaloriza. Prefiere el resguardo de las negociaciones permanentes y las protecciones específicas; la cultura uruguaya desprecia y le "saca el cuerpo" a la competencia en serio, prefiere el empate perpetuo al riesgo de perder o ganar. No parece dispuesta a vincular el esfuerzo con la recompensa. Hay una tendencia, forjada en décadas de Estado protector, a asumir que todo individuo tiene derecho a todos los beneficios con independencia de los méritos que se hagan para acceder a tales beneficios. Esta postura, contraria a las más elementales tendencias del mundo, se halla fuertemente imbricada en la conciencia colectiva de los uruguayos." (5)
La decadencia de dos países prósperos
Uruguay y Argentina fueron en un momento dos países ricos, de los más ricos del mundo. Durante la última parte del siglo diecinueve y las primeras décadas del veinte ambos eran países "desarrollados" para los parámetros de la época. No es del todo correcta, al menos para estos dos países, la explicación que se manejó desde la teoría de la dependencia de que el subdesarrollo se debe a que los países periféricos entraron tarde en un mercado mundial que ya había fijado una división del trabajo en el que los países centrales ricos se industrializaban y los periféricos eran forzados a ser proveedores de materia prima barata sin valor agregado. Así como tampoco es cierta la explicación que promovieron algunas teorías del desarrollo de que los países pobres simplemente partieron más tarde que los países europeos en la carrera por el desarrollo, y porque arrancaron después lo alcanzarían después. Argentina y Uruguay estuvieron igual o mejor que los países europeos y fueron perdiendo terreno sistemáticamente. No por lo que otros les hicieron, sino por las propias acciones y estrategias que adoptaron (o no adoptaron) equivocadamente cuando tenían muchos grados de libertad para implementar las correctas y los recursos económicos para sustentarlas.
En Argentina "en 1913 el ingreso per cápita estuvo a la par del de Francia y Alemania, y era mucho más alto que el de Italia o España. Eso se debió a tres décadas de crecimiento sostenido al 5% por año, impulsado por las exportaciones de la pampa, inversión extranjera británica en trenes, y a la inmigración (principalmente de España e Italia). Desde entonces Argentina ha perdido terreno sistemáticamente respecto a Europa."(6) Y en Uruguay "el momento histórico de mayor crecimiento económico del país, entre 1871 y 1887, cuando el ingreso per cápita estuvo a la par del de Inglaterra, Francia y Alemania, coincide con el crecimiento demográfico producido por el alud de inmigrantes europeos que llegaban en busca de prosperidad económica, "con un ethos de labor y austeridad.", "valores que cimentaron nuestra grandeza de otrora."(7)
Pues bien, si estos países fueron efectivamente ricos sobre finales del siglo 19 y principios del 20, si efectivamente el factor inmigratorio debe considerarse como una de las causas que contribuyó a forjar esa riqueza, y si es verdad que hoy la mentalidad de los uruguayos y argentinos podría ser uno de los obstáculos que frena el camino del desarrollo, parecería importante profundizar en el análisis y la discusión de ese vínculo entre la decadencia económica y la mentalidad (o la cultura) que facilitó la caída y hace difícil la recuperación. No sería razonable, sin embargo, abordar este tema desde una perspectiva que pretenda establecer una relación directa de causa efecto entre la decadencia económica y los valores que frenan el desarrollo. Este, el desarrollo, es un fenómeno muy complejo y multicausal, al punto de que es extremadamente difícil llegar a determinar con precisión los elementos que lo hicieron posible en los países que lo alcanzaron.
La construcción de un consenso nacional para el desarrollo
A pesar de estas dificultades, del análisis que realizó Manuel Castells en cinco países que tuvieron un crecimiento económico formidable (Japón, Singapur, Corea del Sur, Taiwán y Hong Kong) ,(8) me interesa particularmente destacar un elemento que estuvo presente en todos los casos. Es cierto que cada uno de estos países transitó por procesos de desarrollo específicos, en situaciones culturales, políticas, sociales y económicas que no son trasladables, y precisamente por eso sus trayectorias no deben ser consideradas modelos a imitar en contextos diferentes. No obstante, hay al menos un factor recurrente que estuvo presente en todos estos casos de desarrollo económico exitoso y es que éste se apoyó en un gran consenso nacional que concientizó, movilizó e involucró a toda la población detrás de un objetivo común: el desarrollo económico fue considerado la única manera de garantizar la supervivencia de cada país. Esta unidad nacional se construyó autoritariamente en los casos de Singapur, Taiwán y Corea del Sur, y se tejió más democráticamente en Japón y Hong Kong.
Si estas experiencias pueden dejarnos algún aprendizaje es que ni Uruguay, ni Argentina, alcanzarán nuevamente el desarrollo económico de mediano y largo plazo si no logran construir este consenso nacional que, de acuerdo a nuestra cultura política, debe ser negociado democráticamente entre todos los partidos políticos y requiere de una profunda transformación cultural, porque implica poner el interés del país por encima de los intereses sectoriales políticos y económicos. Estamos muy lejos de ello y una prueba sencilla es que en el momento actual no hemos sido capaces de elaborar ni una sola política de estado. El nuevo gobierno del Encuentro Progresista empezó bien procurando los tres acuerdos interpartidarios en las áreas de educación, economía y política exterior. Fueron acuerdos muy generales, es cierto, pero igualmente un paso importante. Duraron menos de un mes.
Las señales que se transmiten desde el gobierno apuntan mucho más en la dirección de que se siente capaz de llevar adelante su proyecto de país productivo únicamente con sus propias fuerzas y el apoyo que expresa hoy la ciudadanía al presidente Vázquez. Es un camino muy riesgoso que repite los errores cometidos por gobiernos anteriores, denunciados reiteradamente por el propio Encuentro Progresista cuando era oposición. Por su parte, los partidos tradicionales parecen más preparados para atrincherarse en la oposición esperando dar el grito que deje en evidencia al gobierno cuando se equivoque. No están haciendo otra cosa de lo que le criticaban al Encuentro Progresista cuando eran gobierno. Esta es la mentalidad que hay que cambiar y probablemente en lo que está pensando la población cuando dice que nuestra propia cultura está frenando el desarrollo del país.
¿Cómo se construye un consenso para el desarrollo? Una manera muy sencilla de responder esta pregunta es a través de un gobierno autoritario que imponga su política y anule la disidencia, como ocurrió en Corea del Sur, como sucede en Singapur, o como ocurrió en Chile durante la dictadura de Pinochet. Pero naturalmente esto no es lo que se puede desear desde una posición que considere a la democracia como un valor esencial y un modo de vida que hemos aprendido a no poner en duda bajo ninguna circunstancia por más adversa que sea .(9)
Otra manera de intentar responderla, bastante más complicada pero democrática, es la que propone, por ejemplo, Martín Hopenhayn .(10) En este artículo el ensayista chileno parte de la premisa de que el desarrollo requiere de amplios consensos y se preocupa precisamente por reflexionar acerca de cómo es posible construirlos. Su análisis trasciende específicamente a la relación entre los partidos políticos y se refiere a los procesos que deberían estar presentes en sociedades de alta heterogeneidad para lograr acuerdos estratégicos de desarrollo, y eso lo hace aún más interesante para pensar el problema. Lo primero que hay que tener en cuenta, según este autor, es reconocer que la construcción de un consenso es una cuestión cultural, es un problema que tiene el inicio de su solución en una cuestión de valores y actitudes que posteriormente deben plasmarse en conductas y decisiones concretas. Es, en definitiva, la elaboración de un nuevo "contrato social" que fije ciertas metas colectivas que no están ya dadas, sino que deben ser construidas y negociadas. A continuación destacaré algunos de los aspectos básicos mencionados por Hopenhayn sobre los que tendría que centrarse ese esfuerzo de construcción y negociación
Lograr un consenso para el desarrollo resultaría imposible si antes que nada: a) no se supera "la dialéctica de la negación del otro, en la que una cultura discriminatoria (de la mujer, el indio, el negro, el pagano, el mestizo, el campesino, el marginal urbano, etc) constituye el cimiento en que a su vez se monta una larga tradición de exclusión socioeconómica, cultural y sociopolítica. Esta negación de reciprocidades en derechos e identidades hace, a su vez, que los sujetos que formulan la discriminación y la reproducen en la práctica (sean conquistadores, colonizadores, evangelizadores, blancos, ricos, oligarcas, líderes políticos, empresariales o sindicales, militares, tecnócratas públicos u operadores "modernos") se atribuyan de manera excluyente la posesión de la verdad, de la orientación de la historia, y de la razón correcta". Pero: b) esto requiere necesariamente de"compromisos políticos. Resulta difícil pensar en la gestión interiorizada del cambio sin un pacto.
Dicho pacto debe respaldar la responsabilidad del Estado en la fijación de políticas...Esto conduce a preguntarse por los alcances del pacto, vale decir, por la construcción de un consenso en torno a metas colectivas que no vienen dadas espontáneamente por la mera vigencia del orden democrático ni por la estrategia de desarrollo económico". Y, finalmente: c) para hacer viable este nuevo pacto Hopenhayn describe una serie de procedimientos que conformarían lo que denomina "una nueva pragmática del conflicto" y que debería incluir los siguientes aspectos: i) plena transparencia comunicativa y un rol activo de los medios de comunicación en la difusión de las demandas y explicitación de los principales conflictos; ii) la contemplación de todos los intereses, actores y argumentos que intervienen en los conflictos y la formulación de las demandas; iii) que los actores acudan a la negociación con la sincera voluntad de hacer concesiones mutuas; iv) un metaconsenso que marque claramente las reglas bajo las cuales la negociación se llevará adelante, y que debe incluir el rechazo de la violencia, el reconocimiento de la solidaridad social y el respeto por el crecimiento económico; v) que exista un sistema de sanciones eficaz para quien se aparte de las reglas, fundamentalmente una justicia independiente y una opinión pública crítica; y vi) la capacidad de diferenciar el carácter técnico de algunos conflictos que deben ser resueltos por el personal calificado, de aquellos en los que puede y debe participar toda la población porque involucran a intereses más generales.
Esta pragmática del conflicto, como se percibirá fácilmente, no es sencilla de implementar prácticamente, pero no hay muchos otros caminos en una democracia para alcanzar este nuevo "pacto social", sin el cual el camino del desarrollo continuará sin destino. Y una base importante para ello es construir relaciones de confianza entre los partidos políticos que les permitan diseñar algún tipo de política de estado. Naturalmente que los partidos políticos no son entes aislados del resto de las instituciones y las relaciones sociales de una sociedad, sino que interactúan y se nutren constantemente de ellas, por esto el tema de la confianza debería también ser profundizado en esos otros niveles: el institucional y el interpersonal, pero eso ya es materia para otro trabajo.
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