Serie: Pensamiento (CXXV)

De la convicción a la conversión: una clave de pensamiento en su obra

José Enrique Rodó

Jorge Liberati

La obra de Rodó ha sido sometida a un examen rigurosísimo desde hace más o menos un siglo. Es posible que ya no haya mucho que decir sobre ella, de tanta trascendencia en un vasto medio hispanohablante desde los comienzos del siglo XX. Poco que decir sobre sus fuentes e influencias, sobre sus asuntos preferidos, el de la latinidad americana, sobre todo, sus exclusivos puntos de vista, aquellas tramas de la cultura, de la ideología y aun de la política y de la organización de la democracia, que hicieron de él un consultor solicitado y recurrente.

De todos modos, quizá no resulte del todo insustancial verificar una característica de su pensamiento que, aunque fuera motivo de atención en otras décadas, hoy ha sido un poco olvidada. Se trata de la autenticidad de la idea.

EL LECTOR ACTUAL

No es un rasgo característico sólo de Rodó; lo es del americanismo literario y filosófico, desde México hasta Buenos Aires, desde Martí, Rubén Darío, Vasconcelos, Deústua, Alberdi y otros, hasta nuestros días. Pero la forma de presentación es exclusiva. Es una forma "moderna", se diría, en el sentido del afán por ornar el concepto con el fin de alcanzar la seducción inmediata. Es exclusiva en tanto en cuanto Rodó alcanza plenamente la vieja aspiración del escritor modernista. Otros no la lograron plenamente, por ejemplo, Leopoldo Lugones, cuya compostura seguirá empozada en el siglo XIX español.

Es verdad que el estilo literario de Rodó está cargado de manierismo, de esteticismo y aun de "ripio", en el sentido del Decálogo de Quiroga. Digámoslo sin rodeos: está cargado de impedimentos para el lector actual, especialmente el de sus obras más conocidas, Ariel y Motivos de Proteo. El estilo se aliviana en otros textos igualmente relevantes aunque hoy menos leídos. Cobra un perfil más cotidiano en los ensayos de El Mirador de Próspero, entre los cuales Bolívar, Montalvo, Juan María Gutiérrez y su época y Rumbos nuevos podrían incluirse en una antología de mediados del siglo XX (puede disolverse completamente, por ejemplo, en El trabajo obrero en el Uruguay). El rasgo de mayor dificultad para su aprobación actual es el del estilo sentencial, en algún sentido "profético". Cuando lo exige la ocasión, sin embargo, puede desprenderse de este continente, como lo hace en los ensayos de Los últimos Motivos de Proteo, en Escritos sobre la guerra de 1914, en El camino de Paros o en los escritos de la "Revista Nacional".

Es necesario aclarar un viejo mal entendido a este respecto. Ese estilo esteticista y retórico :que una relación infrecuente o apresurada puede juzgar anticuado en primera instancia", modernista en algunos de sus perfiles, aun parnasiano, fue un procedimiento estilísticamente inevitable. Era la expresión conductora de un mensaje inédito, flamante y original, pero, por sobre todo, portador de una profunda meditación que no hubiera armonizado en el molde de una prosa despojada de aquellos recursos estilísticos en cuyo uso Rodó era un virtuoso. La discusión a secas de este estilo sobrecargado, el rechazo frontal de su tendencia arcaizante, resultaría antihistórica y contrapuesta a la más llana hermenéutica.

Por otra parte, la castiza gravedad de estos textos sólo podría señalarse en la oración larga, aunque perfectamente construida, en la exuberancia léxica (que habría que reprochar igualmente a eximios escritores de todas las épocas, por ejemplo a Cervantes, o incluso a algunos afamados novelistas del siglo pasado) y en el adjetivo ornamental, aunque nunca inoportuno. Es más, hay una necesidad recíproca entre ese estilo conceptista y su correspondiente contenido filosófico, entre ese significante y su significado. Estas reciprocidades, salvando las distancias, son afines a otros grandes, a Andrés Bello, a Juan Montalvo, a Rubén Darío.

IDEA SOBERANA

Se puede subrayar, pues, un concepto fundamental que está en la base de lo que Roberto Ibáñez llamó "principio de personalidad". Este concepto es casi de carácter filosófico, aunque guarde sus obvias connotaciones culturales, sociológicas y hasta políticas. La autenticidad y la soberanía son sus conceptos nucleares. Estas dos idealizaciones constituyen sus espirituales energías propulsoras tanto como sus desvelos de credo cultural y de autonomía de pensamiento. La autenticidad de la idea no es, propiamente hablando, otra cosa que la idea soberana, que manifiesta su fervor por encaminarse hacia la inteligencia americana o latinoamericana, ahora emancipada intelectualmente, constitutiva de la personalidad soberana.

Una salvedad: esta idea soberana tiene del concepto "idea" aquello que corresponde a los ideales y nada o casi nada de la "idea" en cuanto concepto, en cuanto sistema, y menos aun en cuanto sistema cerrado o dogma.

Sabemos hoy cuánto arraigo tuvo este fervor en nuestra tierra y cuánto aprecio encontró en hombres como Vaz Ferreira, Clemente Estable, Emilio Oribe, Alejandro Arias o Arturo Ardao, entre otros, y cuánto atractivo tuvo para algunas inteligencias críticas del tipo que llevó a Carlos Quijano, por ejemplo, a entronarse como figura señera durante más de medio siglo. No se trata de un problema específicamente político ni exclusivamente económico o sociológico; tampoco es específicamente filosófico.

¿QUE NOS DICE?

Rodó no dice cómo son las cosas; no dice el filosófico ser de las cosas. Más bien dice cómo apreciarlas, cómo entenderlas, cómo interpretarlas. Su propósito sobre las cosas tampoco consiste en un sobrio cómo deben ser. No empieza en la filosofía y tampoco en la ética en el sentido estricto; empieza en la estética. La estética es su puesto de vigía. Ahora bien, no es un cómo estético general, una "postura" o una "actitud" estética. Es un cómo estético de la personalidad humana. Su objeto de valoración es aquello que podría sinterizarse en la tríada bueno-bello-verdadero antropológica, reencarnada en la conducta y en la lógica de la persona humana. Recorre el camino hacia el sentir refinado y elaborado: esto es, el de la dignidad espiritual.

¿Qué necesita la persona humana para conquistar esta dignidad espiritual? Es una pregunta que debieron hacerse algunos comentaristas de Rodó, cuya respuesta parece que esperaban encontrar estampada en el texto. Pero no fue dicha en forma explícita, como ellos habrían deseado, salvo en algunos de sus lineamientos muy generales. Hay, sí, una respuesta implícita y fundadora de su pensamiento. Rodó apuesta a la inteligencia; y, en su concepción, la inteligencia debe cultivarse y aplicase a la manera ariélica, es decir, en función de un trabajo propio que liba en las culturas ática, latina y cristiana, pero que se ufana en estampar una coloración propia. No aquella que exhuma la sola vocación folclórica o el paisaje étnico de la América que escapaba del yugo colonial desde hacía poco tiempo. Esta inteligencia se inspira en la conciencia histórica de la gesta emancipadora, primera y política, y en la exaltación del trabajo en torno al cual gira la mancomunidad étnica o, mejor dicho, el conflicto étnico.

Estos son rasgos del arielismo, reiterémoslo, del americanismo literario y del americanismo filosófico. Pero en Rodó no es una doctrina ni una aspiración delineada concretamente y acotada en trazos determinados. Cada individuo, cada colectividad, cada pueblo, principalmente en tanto expresión de una cultura, encuentra su versión propia sin necesidad de ninguna doctrina en especial, esto es, sin que una profecía indique el camino. No hay profecías en Rodó, ni divinas ni adivinas. Algunos destacados críticos pudieron inquietarse, sin embargo, del estilo proverbial y sentencioso, destinado a transmitir una enseñanza, con la más racional de las argumentaciones, pero también con parábolas y a través de la mitología europea. Sea como fuere, la búsqueda de un camino propio llega más allá del escritor y del pensador, más allá del Uruguay y también de América Latina y del modernismo. Es connatural a esta clase de proyecto ideológico y lógico, e incluye una concepción del hombre de su tiempo, una concepción de la cultura, una concepción, por cierto, del arte y de la literatura. Por eso ha dicho Arturo Ardao que hay una conciencia filosófica en Rodó. Una conciencia, parecería, para decirlo de otra manera, que se desgrana en un arco, en una tensión y en una saeta que tiene un agudo aguijón filosófico.

LA CONVERSION

Debido a estas razones se puede pensar en el talento filosófico de Rodó, además de hablar de su genialidad literaria. Hacia el final de Motivos de Proteo distingue entre "convicción" y "conversión". Sólo esta última construye la verdadera personalidad, sostiene, concepto complejo éste, relacionado con múltiples aspectos, incluidos los de carácter externo, como el de nación, cultura e ideología. La convicción no alcanza a renovar el espíritu. «Si tu adhesión a una verdad no pasa del dominio del conocimiento; por mucho que la veas firme y luminosa, por mucho que sepas sustentarla con la dialéctica más limpia y más sutil, y aun cuando ella traiga implícita la necesidad de una conducta o un modo activo de existencia distintos de los que hasta entonces has llevado, ¿crees, por ventura, que acatarás esa necesidad; crees que dejarás de ser el mismo?».

Pero veamos en qué consiste la "conversión", tomando un tema al azar, sea de Ariel: la identidad y la autenticidad de los pueblos jóvenes. Afirma Rodó que radica en la posesión real de la idea. Ahora bien, ¿en qué consiste esta "posesión" y qué es exactamente esta "idea"? El estudio de estos dos aspectos puede contribuir grandemente a la aclaración del profundo propósito, por así decirlo, de Rodó, puesto que lo encontramos subyacente en el arielismo.

Las ideas que importan no son las ideas que se obtienen sino las ideas que se tienen. Se puede recoger una idea, adoptarla o dejarla, modificarla o dejarla como está. Sin embargo, las ideas que definen nuestra personalidad son las ideas elaboradas por nosotros mismos y llevadas a la práctica o a la conducta a partir de nuestro propio esfuerzo y de nuestra única experiencia. Ellas son las que definen la personalidad humana y la idiosincrasia de un pueblo. Rodó no se impone la labor de fijar los rasgos de "nuestra" personalidad sino la de definir la importancia de conquistar su conocimiento. De allí que se le haya llamado, como se dijo anteriormente, "principio de personalidad", un principio fundamental en la construcción de la sociedad.

            Pero, ¿de dónde nace la capacidad de tener ideas, de poseerlas arraigadas hasta hacerse carne? ¿Cómo nace la "conversión"? Rodó no ha dado recetas, sólo ha dado lineamientos, de los que Ariel es el más sensible de los modelos. Previene sobre la imitación mecánica de las culturas nórdicas; sugiere el cultivo de lo espiritual en oposición al cultivo de lo práctico y de la sola voluntad (que con frecuencia es ciega); prefiere la cultura general en oposición al especialismo; la construcción frente a la implantación; el principio de autenticidad frente al snobismo y al rastacuerismo; el liberalismo, pero diferente al del siglo XIX, que defendía la libertad de acción, principalmente en el plano de la economía. El mensaje de Ariel exhorta a la independencia de criterio y a la lucha contra los dogmatismos doctrinarios, sobre la base de la tolerancia y merced al relevamiento y crítica de todas las ideas, con especial atención de las que tienen dimensión pública.

Detenerse en cada uno de estos lineamientos significa crear un lazo con el principio de conversión. ¿Cómo evitar los impulsos imitativos? Esto es: ¿cómo evitarlos para favorecer lo original propio y no la  jactación simple de su ineficacia? ¿Cómo equilibrar lo espiritual y lo práctico, cuando lo práctico demanda cada vez mayor atención? Asimismo, ¿cómo equilibrar la voluntad, a veces ciega, con el quietismo y la ineficiencia, que junto a la expoliación son las semillas de la pobreza y del subdesarrollo? La cultura general (problema de tanto impacto hoy día como en la época de Rodó), ¿cómo se armoniza con la especialización y con la democratización del trabajo? En fin, ¿cómo se establece el liberalismo sin trampas e injustos privilegios?

La acción, en todos estos casos, debería acompañarse del principio de conversión. No basta "creerse" la idea, convencerse de su bondad, de su propiedad y oportunidad. Debe entrarse en ella, por así decir, convertirse. Vivir en ella, como decía don José Ortega y Gasset respecto a la creencia. Esta conversión, que debe conducir a un estado de seguridad moral y no a una ceguera de conciencia, no es fácil y exige el máximo esfuerzo de la voluntad del hombre.

Uno de los ejemplos relevantes que se enumeran en Ariel es el del «optimismo paradójico», especie de pesimismo que, «lejos de suponer la renuncia y la condenación de la existencia», propaga la necesidad de renovarse. Un pesimismo de tal naturaleza se exonera de toda inamovilidad y de todo quietismo. Porque, además, «en ciertas amarguras del pensamiento hay, como en sus alegrías, la posibilidad de encontrar un punto de partida para la acción».

La necesidad de conversión es explicada de múltiples maneras en Ariel: «dentro de la diferenciación progresiva de caracteres, de aptitudes, de méritos, que es la ineludible consecuencia del progreso en el desenvolvimiento social, cabe salvar una razonable participación de todos en ciertas ideas y sentimientos fundamentales que mantengan la unidad y el concierto de la vida, -en ciertos intereses del alma, ante los cuales la dignidad del ser racional no consiente la indiferencia de ninguno de nosotros». Esta participación se ilustra, a renglón seguido, con la parábola del rey hospitalario. Su recóndita y prohibida sala representa la «última Thule», en cuyo dominio el ser recobra su más auténtica realidad por sólo pertenecer a la «razón serena». Se aprecia el estado de conversión, aquel en el cual la conciencia ya no se abre fácilmente «a todas las corrientes del mundo». De paso compruébese cómo compatibilizan la "razón" y el estado de "conversión", aunque éste pertenezca a una esfera de pensamiento mucho más amplia.

«Sólo cuando penetréis dentro del inviolable seguro podréis llamaros, en realidad, hombres libres». Luego, la alusión al antiguo concepto de ocio, que no aparta al lector atento del escenario fantástico, contenedor del significado que interesa tal vez por encima del otro. Hace explícita su apelación al principio, al cual casi da nombre: «Una vez más: el principio fundamental de vuestro desenvolvimiento, vuestro lema en la vida, deben ser mantener la integridad de vuestra condición humana». Se refiere a la «vida interior». Se aprecia que no es posible concebir esa vida interior sin la participación de los más arraigados sentimientos, puesto que, «gran distancia va de convencido a convertido»; «Convicción es dictamen que puede quedar, aislado e inactivo, en la mente».

En las primeras páginas de Ariel le llama «convenio de sentimientos y de ideas» y «programa propio», aunque también «puesto en la evolución de las ideas». No se insinúa como una de dos posiciones o de dos actitudes en una lucha. Es algo más, en el cual intermedia «un primer objeto de fe en vosotros mismos». Quizá porque «El descubrimiento que revela las tierras ignoradas, necesita completarse con el esfuerzo viril que las sojuzga», encomienda esa fe a la juventud, encargada de tal «renovación», que entiende inalterable «como un ritmo de la Naturaleza».

LA IDEA DOMINA

La idea, pues, y el problema de su soberanía, es el asunto fundamental en la obra doctrinaria de Rodó, y quizá aun en aquella que según Emir Rodríguez Monegal caracteriza su verdadero perfil de escritor, el de crítico literario. Hemos dicho en otro lugar (en «Una imagen en Motivos de Proteo»):

"Para Rodó, en resumen, la idea es conversión; si no hay conversión no hay idea propiamente dicha. Es un obstáculo para el pensar, para el desarrollo de la conciencia. Un fantasma o «gesto de máscara" si representa lo que ya no somos y si vulnera nuestra evolución intelectual. Un cuerpo muerto si sólo representa lo heredado e impropio y si no ha arraigado en lo profundo de nuestra individualidad (...) La idea esclaviza al hombre cuando obra como voz que reclama fidelidad pero oblitera la historia del espíritu, el camino al ser libre. No dejará, empero, de cohabitar nuestro pensamiento, junto a las ideas nuevas, si ha concordado verdaderamente con nuestra vida. Representa la seguridad del puerto sin la cual se corre el riesgo de no encontrar el nuevo rumbo. No tener rumbo es cuestión decisiva para el hombre. Podemos quedar inmóviles, sin ideas y sin iniciativa para encontrarlas. No sólo debe despejar el espíritu en busca de una idea, cuando no se tiene ninguna que pueda satisfacer las ansias del pensamiento auténtico, sino que debe también someterlas a renovación permanente, esto es, a bombardeo de ideas, como si fuesen electrones. No sería idea, de lo contrario. Quizá se observe en esto el núcleo de la definición de Rodó, en Motivos de Proteo, CXXXVII:" La idea que no ocupa nuestra mente, y la domina, y cumple allí su desenvolvimiento dialéctico, sin dejar señales de su paso en la manera como obramos y sentimos, es cosa que atañe a la historia de nuestra inteligencia, a la historia de nuestra sabiduría, mas no a la historia de nuestra personalidad".  »

EN SU TIEMPO

Rodó era un hombre sencillo, aunque de antecedentes patricios, retraído, tal vez tímido, tal vez desamorado, desmañado, en fin, propenso a la aflicción. Este  perfil se aviene con el del pensador agnóstico, idealista (en el sentido de los ideales), aliado del empirismo, de la ciencia y del evolucionismo; se corresponde también con el predicador moralista y con el americanista desconfiado, censor y celador de la cultura. Su figura indiferente, irresoluta y flácida era el polo opuesto de su interior fogoso, seguro y esculpido en piedra.

Fue un hombre firme en sus ideas y en la orientación que deseaba imprimir a su tarea. Este es un rasgo de su personalidad, que puede descubrirse igualmente en otros intelectuales del novecientos. Se había convertido al orden de las ideas que mal o bien mantuvo y que, al mismo tiempo, intentó refrescar, renovar y adentrar en su época. Lo más difícil es tener un pensamiento ajustado al momento que se vive.

Es muy difícil alcanzar una convicción cultural, una consagración plena al sentir, a la manera de sentir de una época. Es fácil seguir una tendencia, adoptar una escuela o un movimiento... una "onda", una "vibración". Difícil, en cambio, convencerse de aquello que palpita, que está a punto de consolidarse, de materializarse como forma, como talante, como género, como estilo; interpretarlo correctamente y luego volverlo carne, arte o ciencia, pensamiento o valor.¿Se puede decir que Rodó capta el carácter que flota en el ambiente o que, más bien, esboza uno, que sugiere e instaura, aquel que precisamente era el de esperar, uno que estaba entre las posibles respuestas que demandaban las preguntas de la época? La duda ya dice todo. Pensar en estas dos alternativas ya es encaminarse en el sentido de una evocación francamente entusiasta que está pidiendo hoy la figura nacional de Rodó.

Volvamos al comienzo del texto


Portada
Portada
© relaciones
Revista al tema del hombre
relacion@chasque.apc.org