Serie: Freudiana (LXXV)

Amar: entre lo mismo y lo otro

Carlos Sopena

El amor es la preocupación universal. En los últimos tiempos se ha visto acentuada debido a los cambios que han venido produciéndose en el amor y sus formas de manifestarse a partir del último tercio del siglo pasado. El amor cambia con los tiempos, pues es tributario de un discurso y de imágenes circulantes en la sociedad que dan definiciones del mismo y que poseen un estilo particular en cada época.

En otro tiempo, el amor entre los cónyuges no era considerado como algo importante, pues la finalidad principal era la de procrear y trasmitir los bienes familiares. El ideal romántico, que valora el amor de la pareja sobre todas las cosas, surge en el siglo XIX.

La tendencia que caracteriza a las relaciones amorosas de los tiempos que corren parece ser la de evitar la dependencia de los objetos de amor. En un libro publicado recientemente, titulado El amor líquido, Zygmunt Bauman afirma que en la actualidad los jóvenes prefieren un amor light y que no dure demasiado tiempo. Sueñan con una felicidad sin ataduras. La fragilidad del compromiso es una garantía contra consecuencias indeseables. Huyen también –dice—de la incertidumbre inherente a todo vínculo amoroso, que es evitada con las "camas de una noche" y otros encuentros ocasionales y de corta duración.

Este amor líquido, que protege de los riesgos del amor termina, a la corta o a la larga, en un profundo malestar, debido a la sensación de haber dejado escapar posibilidades vitales y una felicidad desconocida, que se nos han ido de entre las manos o que están a punto de desaparecer. Es el duelo por las oportunidades desperdiciadas.

Bauman es pesimista, pues piensa que, por el momento, las perspectivas de la sociedad líquida son sombrías. Sin embargo, cuando destaca la necesidad de desterrar la incertidumbre de las relaciones amorosas, se está refiriendo a un problema de otro orden, aunque es evidente que cuanto mayor sea la dependencia peor se tolerará la incertidumbre del vínculo y viceversa. Si hay tanta necesidad de erradicar la incertidumbre es porque la misma se habrá incrementado, por lo que no sería aventurado ni tal vez demasiado optimista pensar que en las relaciones amorosas actuales es más frecuente el encuentro entre dos personas distintas que no se dejan reducir en su alteridad.

Otros interesantes comentarios al respecto los he encontrado en un reciente número de la revista francesa Le Philosophoire, dedicado al tema del amor. Los redactores del mismo consideran que el momento crítico por el que atraviesan las relaciones amorosas puede deberse a que el amor ha ido perdiendo su fuerza fusional. Desde el siglo XIX la pareja estaba basada en el ideal imaginario de la fusión romántica; era cerrada sobre sí misma y autosuficiente, a la vez que temerosa del tercero, considerado como un peligro para su equilibrio. Lejos de ser pesimistas, ellos piensan que la inestabilidad manifiesta de la pareja contemporánea vale más que el gran engaño en que consiste la pareja fusional, que comporta desigualdad entre el hombre y la mujer, alienación recíproca de los partenaires e insatisfacción sexual.

Añaden que la pareja actual es más abierta al exterior y al otro y la cuestión que se plantea es en qué medida se puede favorecer la independencia recíproca de sus integrantes sin fragilizar la pareja. Esto dependerá en gran medida de que pueda ser superado el ideal de la fusión de las dos mitades complementarias para que el amor pueda ser el encuentro de dos personas singulares que comparten un proyecto vital.

Si esto es así, lo que está en crisis no es el amor sino el ideal de la fusión romántica. No es el amor en tanto que tal que se habría diluido, ya que el mayor reconocimiento de la alteridad afianzaría a un amor más auténtico y consistente.

Un punto de vista psicoanalítico sobre el amor

Freud le fue dando cada vez mayor importancia al amor. En la versión de 1905 de los Tres ensayos hacía una separación neta entre las pulsiones parciales y el amor. Ponía de un lado a las pulsiones sexuales, parciales y parcializantes, cuyo objeto no es más que un subrogado en sí indiferente e intercambiable, y del otro lado a la corriente del amor, caracterizada por la sobrestimación de un objeto determinado. Entre 1910 y 1917 escribe Contribuciones a la psicología del amor y en 1914 introduce el narcisismo. A partir del narcisismo las pulsiones sexuales, hasta entonces aisladas, se reúnen en una unidad al tiempo que encuentran un objeto, que es el Yo, que será el mediador entre el objeto de la pulsión sexual y el objeto de la elección amorosa.

La segunda teoría freudiana del amor y de la pulsión sexual será planteada en Más allá del principio de placer. Es diametralmente opuesta a la de 1905, puesto que reagrupa el amor y la pulsión bajo la noción de Eros, que se apoya sobre el narcisismo, ya no sobre el autoerotismo. Define a Eros como la energía de las pulsiones relacionadas con todo lo que se puede agrupar como amor, de manera que la sexualidad pasa a ser una de las pulsiones integradas en las pulsiones de amor. En este marco, la pulsión sexual es redefinida como proceso unificador y ya no parcializante, opuesto a la disolución y la fragmentación, que es la tendencia de la pulsión de muerte.

Quiere decir que los dos términos, hasta entonces distintos, se confunden en el concepto de Eros, que es el aspecto más estructurado de la pulsión y que pasa a ser la referencia central. Son jerarquizadas las pulsiones sexuales de meta inhibida, que es un grado intermedio entre las pulsiones sexuales y las sublimadas. Es una sexualidad que ya no escandaliza a nadie; es sexualidad tierna, vinculada con la amistad, el amor conyugal, etc. La finalidad de esta sexualidad ya no es únicamente la de obtener una satisfacción de la manera que sea, sino a través de la ligazón y la conservación del vínculo con el objeto, que pasa a primer plano. Esto significa reconocer que la psicosexualidad tiene un papel organizador, aunque también puede ser desorganizadora cuando no está del lado de Eros.

Freud decía que para los antiguos lo importante era la pulsión misma, pero que ha pasado a serlo la persona hacia la que se siente la atracción sexual. Es el camino que él mismo recorrió desde 1905 a 1920. Si desde el comienzo tenía una concepción ampliada de la sexualidad, a partir de 1920 tiene una concepción ampliada del amor.

Según Freud, el amor tiene su prototipo en la infancia, y explica las perturbaciones de la capacidad de amar en sujetos adultos por la introversión de la libido, que permanece fijada a objetos fantasmáticos tomados de la infancia. En estos casos, la curación pasa por la liberación de la libido al desligarla de las imagos parentales sepultadas en el inconsciente para devolverla a la influencia del Yo. Pero una cosa es que el amor tenga su prototipo en la infancia y otra cosa es atribuirle al amor infantil una función causal determinante. ¿Acaso el amor adulto es una mera repetición que no crea nada nuevo?

En cuanto a la temida dependencia amorosa, en Psicología de las masas y análisis del Yo Freud relacionó la credulidad y el sometimiento del enamorado con la actitud ante el hipnotizador, que fascina al hipnotizado al extremo de borrarse como sujeto y de sacrificar su deseo. Toda la libido que investía al Yo es cedida al objeto que ha sido ubicado en el lugar del ideal.

El grado de dependencia está relacionado con las peculiaridades de la organización subjetiva de cada persona, sobre todo con la dificultad para entablar lazos diferentes de los narcisísticos y con la tendencia a las idealizaciones masivas. En estos casos hay un funcionamiento arcaico del psiquismo, con predominio del Yo ideal imaginario, que ha sido poco modificado en su pasaje por el Edipo como para dar lugar a un Ideal del yo simbólico.

A.Green distingue, de un lado, un objeto fundamentalmente ligado al narcisismo e incluso a la investidura narcisista del objeto, cuya pérdida sería irreparable o generadora de un riesgo depresivo mayor, y, del otro, un objeto menos soldado al Yo, más independiente, más exterior a él y que sería más reemplazable, más sustituible, en todo o en parte (A.Green, 1996)

La fragilidad narcisista puede dar lugar a una dependencia amorosa extrema. Los mecanismos puestos en juego en la misma son similares a los de las adicciones a múltiples objetos, como las drogas, el alcohol, ciertos juegos, etc.

El deseo y el amor

El amor y el deseo suelen ir juntos, aunque a veces cada uno va por su lado. El deseo, en psicoanálisis, no es la expresión consciente de una búsqueda orientada hacia una meta. Es deseo inconsciente, lo que significa que el sujeto desconoce lo que desea, que sólo se manifiesta disfrazado, deformado o velado. Por ser inconsciente, es el deseo más intenso y persistente y el que aporta la energía para realizar las diversas actividades de la vida.

La búsqueda del objeto deseado está orientada por la evocación alucinatoria de un objeto vinculado a una experiencia de satisfacción que ha dejado una huella y que trata de ser reiterada. Es por ello que Freud afirmó que encontrar un objeto sexual no es más que una manera de reencontrarlo (S.Freud, 1905) Esto significa que el sujeto freudiano enfrenta la realidad no como conciencia sino como un ser deseante, cuya subjetividad está apuntalada en el deseo que opone al mundo.

Freud dice en La negación (S.Freud, 1925) que el objeto debe ser perdido para ser deseado y buscado. El objeto es perdido pero está representado en el psiquismo, que es el modo en que el sujeto da figuración a lo que le falta y que es la clave de las sucesivas investiduras de subrogados del objeto originario, es decir, de la metonimia del deseo.

El amor y el deseo están estrechamente relacionados, pues no hay amor que no esté subordinado a los efectos del deseo inconsciente, aunque no afirmaría que el amor es un producto exclusivo del inconsciente. Tampoco buscan lo mismo, ya que el deseo busca la satisfacción mientras que el amor, en su búsqueda de un objeto, oscila entre el anhelo narcisista de ser uno con el objeto y la necesidad de alteridad. El amor y el deseo pueden también disociarse, como ocurre en el caso de aquellos hombres que no pueden desear a la mujer que aman ni amar a la que desean.

 

El amor comienza por ser narcisista, pues toma como objeto al propio Yo antes de dirigirse a los objetos. Freud encontró que hay dos tipos de elección de objeto; una es narcisista, orientada según el modelo de la propia persona, es decir, hacia lo que uno es, lo que ha sido o lo que hubiera deseado ser, en cuyo caso el amor queda capturado en el plano imaginario especular y es amor a lo mismo, pues se busca a sí mismo como objeto de amor. La otra forma de elección se hace por apuntalamiento, según el modelo del objeto que cuida y alimenta o que protege. Es un amor a lo otro (S.Freud, 1914) El amor se despliega en ese espacio entre el objeto especular, narcisista, y el objeto reconocido en su alteridad, que por ser ajeno desencadena el impulso hacia lo que apetece tener.

El abrazo amoroso parece cumplir por un momento el sueño de unión total con el ser amado, que a pesar de eso sigue siendo otro. J.Kristeva (1983) dice que el enamorado es un narcisista que tiene un objeto, de manera que concilia, de hecho, el narcisismo y el vínculo con el objeto, que es un otro.

En la libido narcisista la tendencia a la identificación hace que la imagen del Yo y la del objeto se confundan y traten que conformar una unidad. En el amor posesivo el otro es diferente del Yo, por lo que se trata de dominarlo y anularlo, sobre todo en lo que tiene que ver con el deseo, que es revelador de la falta. Sólo la libido de objeto tolera la alteridad y la falta, sosteniéndolas sin que resulten insufribles.

Siguiendo con mi planteamiento, diré que la alteridad, que está en el origen del deseo, refuerza la solidez del lazo con el objeto e impide ignorar a quién amamos; su ocultamiento, en cambio, incrementa el aspecto narcisista del amor. El duelo normal es un trabajo para identificar al objeto, mientras que el melancólico, que tiene un vínculo narcisista, no sabe lo que perdió con el objeto.

Las dos partes del objeto

En lo que se refiere al objeto, presenta un doble aspecto o se separa en dos partes. En la relación Yo-otro, están también el otro del otro y el otro de mí, por lo que por lo menos hacemos cuatro, como decía Freud.

En el Proyecto de psicología Freud (1895) plantea que todo saber proviene de la percepción externa, que permite distinguir la "cosa del mundo" de sus atributos o propiedades. Si el objeto de la percepción es un prójimo, éste se separa en dos componentes: una ensambladura constante, no comprensible e inasimilable, que se mantiene reunida como una cosa del mundo (Ding) y otro componente variable, que es comprensible en la medida que podemos relacionarlo con vivencias, sensaciones e imágenes de movimientos de nuestro cuerpo. Esto significa que no tenemos conciencia del objeto mediante la simple percepción del mismo; la comprensión no es meramente intelectual y requiere una actitud activa, experimentando en el cuerpo los efectos inducidos por el objeto.

Dicho en otros términos, en esa primera aprehensión de la realidad el objeto se separa en dos partes: todo lo que puede ser formulado como atributo, cae dentro de la psique, que es el lugar de la cualidad, mientras que la otra parte, que permanece unida como cosa y cubierta por sus atributos, es la parte del objeto irreductible a cualquier apropiación por el sujeto.

El interés que tienen estas precisiones es que complican el concepto de representación, que no es algo claro y simple, al punto que Freud habla de un "complejo perceptivo". Como veremos más adelante, vuelve a referirse al doble aspecto del objeto en "De guerra y muerte" (S.Freud, 1915b) al referirse a la pérdida de un ser amado.

En su Seminario sobre La ética del psicoanálisis, Lacan hace una relectura del Proyecto de psicología, entendiendo de una manera un poco distinta la separación del objeto en dos partes. Señala que al objeto lo vemos emerger en una relación narcisista, relación imaginaria a cuyo nivel es intercambiable con el amor que el sujeto tiene por su propia imagen. La noción de objeto es introducida en esta relación de espejismo, en la que el objeto puede llegar a confundirse con la imagen del Yo. Pero este objeto no es el mismo que es causa del deseo, que no es especularizable ni puede ser integrado por lo simbólico. Establece así la diferencia que existe entre el objeto tal como está estructurado por la relación narcisista y das Ding (la Cosa), que es la parte inasimilable del mismo.

La Cosa es el primer exterior, la primera no-posesión, que es algo extraño e incluso sentido como hostil; es el polo de atracción y de repulsión, y el término alrededor del cual gira todo el movimiento de la representación, gobernado por el principio de placer. La Cosa es el otro absoluto imposible de alcanzar, del que se desprenderá el objeto del deseo, que es lo que se trata de volver a alcanzar. Es el objeto a de Lacan, objeto caído del sujeto al que designa como causa del deseo.

La fuerza pulsional pivotea alrededor de ese objeto al que no puede aprehender y que es su punto de apoyo. Objeto perdido, en términos de Freud, que es determinante de la organización fantasmática. Lo investido por la libido es la representación o subrogado de dicho objeto. La pulsión de muerte es la fuerza que actúa fuera del marco de las representaciones, apuntando a la cosa misma, no al subrogado del objeto.

Lacan relaciona la Cosa con la madre y dice que lo que encontramos en la ley del incesto se sitúa al nivel de la relación inconsciente con das Ding, la Cosa. El deseo por la madre no podría ser satisfecho pues es el objeto prohibido por la ley del incesto. La función del principio de placer consiste en hacer que el hombre busque siempre lo que debe volver a encontrar, pero que no podrá alcanzar; ahí yace lo esencial de esa relación que se llama la ley de interdicción del incesto (J.Lacan, 1959-60)

Que lo extraño e inasible del objeto provoque sentimientos de angustia y de rechazo a la vez que despierte la máxima atracción y esté en el origen del deseo, se comprenderá más fácilmente si la Cosa nos lleva a pensar en la madre y en la atracción y el horror del incesto, que son simultáneos.

El odio al extraño

Si la subjetividad se constituye en la intersubjetividad, la alteridad es constitutiva del sujeto, al punto de que no es sencillo diferenciarlo del otro. Eso otro a lo que estamos íntimamente abiertos se nos revela a la vez como algo familiar y amigo o como algo extraño y enemigo. La identidad se constituye en una relación de negativización del otro, que puede llegar a ser odiado hasta el extremo de desear su aniquilación. El reconocimiento de la identidad del otro-distinto va ligado al de la alteridad que existe en cada uno de nosotros.

A pesar de su mala fama, el odio no es meramente destructivo, dado que interviene en la constitución del objeto y asegura su permanencia. Si el amor une, el odio separa y al hacerlo individualiza tanto al objeto como al sujeto. Sin el odio el objeto amado no podría ser reconocido como otro, y el amor no sería más que confusión.

Frustraciones y prohibiciones marcan también la frontera y dan forma a la identidad propia y la del otro. La desmentida de la alteridad, en que la diferencia del otro es abolida, sirve para negar los sentimientos ambivalentes de amor-odio. Pero, en realidad, lo contrario del amor no es el odio sino la indiferencia, que es tan negativa como la desintrincación del odio con el amor. El complejo de Edipo consiste en un trabajo de ligazón del odio con el amor, experimentado como el más fuerte, y también es un trabajo de individuación, pues permite encontrar una distancia justa entre el otro y uno mismo, constituyendo una frontera (N.Jeammet, 1989)

Actos de amor

El acto de amor se diferencia del amor-afección, que se refiere a los sentimientos y emociones que nos produce el ser amado, en cuyo caso somos afectados, es decir, pasivos. Me voy a referir al amor en acto.

La escritora argentina Paola Kaufmann recuerda que O.Henry contaba una historia sobre una pareja de amantes jóvenes y pobres que, por hacerle al otro un regalo de reyes importante, venden lo más valioso que poseen: ella se corta el cabello para comprarle a él una cadena de oro para su reloj, mientras que él vende su reloj para comprarle a ella una peineta de carey para su cabello. La moraleja final parecería ser –dice Kaufmann—que los grandes actos de amor son en esencia inútiles.

Para mí, ésta es una historia ejemplar para mostrar que el regalo de amor –que todo regalo de amor—no es regalo de algo útil o que tenga una finalidad práctica. El objeto regalado representa lo más valioso que los jóvenes poseen y es un símbolo del amor que los une. Un símbolo del amor es sólo eso, un símbolo, es decir, nada. Si se lo reduce a un objeto útil, concreto, se le quita todo valor simbólico.

El gesto amoroso del regalo está apoyado en un sistema significante de apreciaciones más que en un objeto material determinado. Repitámoslo: el objeto donado no debe responder a ninguna necesidad, a ninguna utilidad. Tiene una función de ofrenda y de vínculo entre los amantes. El objeto queda desbordado por la muestra de amor que el don expresa, de manera que la expresión del don comporta al mismo tiempo la disolución del objeto donado, que es sublimado, por lo que en verdad el don no da nada concreto sino que es puro don, don en estado puro. Sólo queda el gesto de ofrecer que presenta lo que ningún objeto, sea útil o inútil, podría representar (C.Sopena, 1989)

La historia ilustra también que el gesto amoroso implica una renuncia al narcisismo, puesto que los amantes se privan de una parte de sí mismos que tiene un valor fálico.

El amor –auténtico diría yo-- comporta una renuncia al narcisismo.

Los celos

No hay peor tormento para el enamorado que el de los celos. La desconfianza incrementa el afán posesivo del celoso, que termina convirtiendo a la persona amada en un objeto de su propiedad que podría serle arrebatado.

Freud diferenció los celos normales, de competencia, de los celos proyectados y los delirantes. En los proyectados, un deseo de infidelidad puede ser atribuido al partenaire, o pueden ser efecto de un deseo homosexual reprimido: "No soy yo quien le ama, ella le ama". El interés por el rival pasa aquí a primer plano. Los celos delirantes se manifiestan en paranoicos, en los que hay una elección narcisista de objeto; el rival es un doble de sí mismo que antes fue amado.

El hecho de que toda relación esté afectada por una incertidumbre fundamental es insoportable para un celoso, que pretende alcanzar una certidumbre absoluta con respecto al ser amado. Lo más rechazado es el deseo del otro, que es lo más inaprensible y la mayor expresión de su autonomía e independencia. Aun en las relaciones amorosas más estrechas el amado no queda totalmente apresado en las redes de nuestro conocimiento ¿Cómo saber lo que ella desea verdaderamente, más allá de lo que me dice? Lo peor de todo es que ni ella misma lo sabe, pues tiene un inconsciente. Lo que siempre se escapa es el otro y su deseo en su dimensión de alteridad, que está relacionada con lo otro en uno mismo, que es el inconsciente que nos gobierna más allá de nuestra voluntad y de nuestro saber consciente.

El padecimiento de los celos, lejos de ser evitado, es buscado por el sujeto celoso, que frecuentemente se enamora de mujeres que le dan la posibilidad de experimentar celos. De manera que su imaginación no cesará de crear escenas hipotéticas con el propósito de incrementar su angustia y de complacerse en sus dolorosas fantasías. En Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre, Freud se refiere al tipo de hombres que sólo pueden amar a mujeres cuya conducta sexual merezca mala fama y de cuya fidelidad se pueda dudar. Esta condición se relaciona con los celos que parecen constituir una necesidad para el amante de este tipo. Sólo cuando puede albergarlos logra la pasión su cima, adquiere la mujer su valor pleno.

Los celos implican sentimientos de exclusión, de abandono y de humillación. Separado de la pareja de la que siente celos, el celoso se convierte en un desecho, en un residuo de ese encuentro amoroso. En este sentido, los celos se aproximan a la melancolía, pues al sentirse excluido de la relación supuesta o real de la persona amada con otro el celoso experimenta una falta fundamental y se identifica con el objeto rechazado, sobrante, lo mismo que hace el melancólico. La pasión de los celos no está al servicio de Eros sino de Tánatos, es decir, más allá del principio de placer.

El amor delirante

El amor a lo mismo encuentra su forma más extrema en la erotomanía, que es un amor alucinado en el que el otro real permanece ausente. El erotómano tiene la convicción de ser amado por el otro. El amor en este caso no es algo experimentado por el individuo como resultado de un sentimiento interior sino de una percepción proveniente del exterior.

Se trata de una proyección invertida que según Freud tiene una función defensiva contra la homosexualidad latente, que se basaría en una serie de proposiciones sucesivas. La primera es "No es a él a quien amo. Es a ella a quien amo". A esta proposición se añade luego "Me doy cuenta que ella me ama", de lo que resulta que "No es a él a quien amo. Es a ella, porque ella me ama".

En el caso Schreber, Freud sitúa la erotomanía entre el delirio de persecución y el delirio de celos. El erotómano es un delirante en la medida que pretende tener un saber absoluto sobre el amor del otro. Este amor es puro narcisismo, un producto mental y sin cuerpo, en el que el deseo es proyectado en el otro.

A la hora de explicar la erotomanía para Freud la homosexualidad pasa al primer plano, mientras que para Lacan esta patología no tiene que ver con la homosexualidad sino que es el efecto de una regresión tópica a la fase del espejo, en la que el otro es reducido a la propia imagen especular (S.Aparicio, 1998)

La erotomanía se presenta como una pasión solitaria que se toma por una pasión entre dos. Es la constitución delirante de una pareja de la que el erotómano es el único miembro (P-L.Assoun, 2005)

 

Un amor que no se quiere abandonar

En De guerra y muerte (1915b) Freud afirma que con la muerte del ser amado se pone de manifiesto la alteridad de éste con respecto a uno. Descubrimos que ese ser al que nos unían tantas afinidades era otro, que era, en parte al menos, otro desde siempre. Dice que "Cada una de las personas amadas guardaba también una parte extraña". En esas circunstancias se hace patente la separación del objeto en dos partes y que lo extraño, que nos resulta inquietante y hostil, se introduce en lo más íntimo delo familiar. Si la persona amada puede ser también alguien ajeno a nosotros debe concluirse que la ambivalencia afectiva es universal e ineludible, por lo que no estaría presente únicamente en los duelos patológicos.

El duelo es la forma de reaccionar ante una pérdida que puede ser vivida como una injuria narcisista además de como una pérdida objetal. La resolución del duelo no se produce por la vía narcisista sino por la vía de la investidura del objeto, que es la parte extraña del mismo. Freud encontró que lo que diferencia en última instancia a la melancolía del duelo normal es que en el melancólico existe previamente una elección de objeto narcisista, debido a lo cual la pérdida del objeto es experimentada no como una pérdida en el mundo sino en el Yo. En la melancolía hay fuerte fijación al objeto narcisista y frágil investidura del objeto en tanto que alteridad, de la que el melancólico no quiere saber nada. La alteridad refuerza la resistencia de la investidura del objeto, en tanto que condición del éxito del trabajo de duelo.

Tenemos entonces que el duelo es posible si se sostiene la alteridad del objeto, mientras que la identificación con el mismo puede explicar la imposibilidad de realizarlo (M.Turnheim, 1999) En el duelo neurótico puede producirse una identificación con el objeto perdido, lo que significa que una elección de objeto regresa temporalmente a la identificación, que es la forma más primitiva de vínculo con otra persona. Pero una parte de la libido de objeto resiste a esta conversión en narcisismo. La investidura del objeto puede coincidir con una identificación en proporciones variables, pero debe prevalecer para que el duelo llegue a su término.

En Duelo y melancolía Freud da a entender que el duelo, una vez elaborado, no dejaría ningún resto en el psiquismo, pues el objeto quedaría totalmente desinvestido y las investiduras podrían ser desplazadas a otros objetos. Algo muy distinto es la que va a decir en una carta escrita a L.Binswanger, que acababa de perder un hijo, el 11 de abril de 1929, fecha en que se cumplía el décimo aniversario de la muerte de su hija Sofía. Expresa lo siguiente: "Se sabe que después de una pérdida tal el duelo agudo se terminará, pero permaneceremos inconsolables, pues la pérdida será para siempre irremplazable. Todo lo que venga en su lugar, aun colmándolo completamente, nunca será lo mismo. Y, en el fondo, está bien que sea así. Es la única manera de perpetuar el amor que no se quiere abandonar".

Freud admite aquí que la sustitución de un objeto por otro nunca es completa y que aunque el duelo se termine, la persona que venga a ocupar el lugar del ser amado será siempre otra y que no hará olvidar al objeto perdido, al que el Yo se resiste a desinvestir totalmente.

Cuando seguimos amando a alguien que ha desaparecido hace bastante tiempo ¿estamos ante un duelo no terminado? ¿O la firme voluntad de no abandonar ese amor lo perpetúa aunque el duelo haya terminado?

 

REFERENCIAS
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