Serie: Acontece (XXXVIII)

Continuidad del espíritu latino

Cristianismo, barbarie y educación retórica

Mario Trajtenberg

La visión de Roma que tenían los primeros cristianos, seguros de un fin del mundo más o menos próximo, está representada por las imprecaciones del Apocalipsis. último libro del Nuevo Testamento en el que Roma aparece como la Bestia omnipotente y blasfematoria, envuelta en un lenguaje simbólico que no oculta el carácter opresor del Estado imperial.

Esta visión negativa del poder durará más de dos siglos, atizada por nuevas persecuciones, hasta el cambio fundamental que significó la "paz de la Iglesia" instaurada por Constantino en el año 313. La adopción del cristianismo como religión oficial del Imperio motivó un abandono progresivo de la hostilidad de los creyentes hacia el Estado romano

San Ambrosio, desde su diócesis de Milán, que era la capital del Imperio romano de Occidente, fija la siguiente jerarquía en las lealtades que debe todo ciudadano: en primer lugar a Dios, en segundo a la patria y en tercero a los padres. Esta posición de solidaridad con el Estado implica entre otras cosas el fin del antimilitarismo que habían mostrado los primeros padres de la Iglesia, y un abandono radical de la hostilidad hacia el poder imperial.

La nueva sensibilidad, condicionada a su vez por el apoyo del imperio a la Iglesia y por la abolición del culto pagano, aparece en la actividad de Ambrosio como jerarca cercano al poder, y por cierto celoso de una autoridad que el poder laico debe aceptar como superior. Sus cartas al emperador proporcionan la base ideológica a la obra en que Prudencio, el primer gran poeta cristiano, formularía veinte años más tarde la expresión más completa del nuevo patriotismo.

Escuchemos lo que dice Prudencio en el poema que escrtibió Contra Símaco , el jefe del partido pagano: "Deseando asociar a pueblos de diferentes lenguas y reinos de cultos discordantes, Dios decidió someter a un solo imperio todo el mundo de costumbres civilizadas y atarlo con blandos vínculos de concordia, para que el amor de la religión mantuviera unidos los corazones humanos... Las regiones distantes y las orillas separadas por el mar (recuérdese que Prudencio era español) se reúnen ahora en su comparecencia ante un único tribunal, en el populoso mercado del comercio y de las artes, en el matrimonio que une a cónyuges regidos por distintas leyes; pues con la sangre mezclada de dos pueblos se crea una sola descendencia". Es una generosa idea, que va más allá de la justificación puramente política o religiosa del poder centralizado. En el mundo que avizora Prudencio, las conquistas de Roma son comprendidas dentro de una óptica cristiana que explica el entusiasmo con que el poeta las defiende, al tiempo que ataca su atribución supersticiosa al auxilio de los dioses paganos.

Las conquistas militares de la Urbe tienen para él una justificación trascendente, que es haber unificado a la humanidad para allanar el camino al mensaje evangélico. Aunque los pueblos conquistados y derrotados pueden haber sentido las cosas de otra manera, objetivamente su pertenencia al orbe romano prefigura y hace posible la difusión de la religión verdadera y única, por encima de la diversidad de creencias.

Con su exaltación patriótica de la unidad del mundo conocido, que hace alcanzar magníficamente a la Aurora oriental, al Rhin y el Danubio, al Tajo, el Ebro, el Ganges y el Nilo, "igualados por una ley común y unidos en un solo nombre, atraídos por la conquista a un lazo fraterno", Prudencio está formulando una de las razones que más perdurable hacen la idea de la romanidad y de paso creando un argumento definitivo para describir y justificar la acción de una iglesia que por definición era católica, o sea universal.

El paganismo, un cadáver viviente

Cuando esto escribe Prudencio, han pasado casi noventa años desde que el Imperio autorizó el culto, y muy pocos más desde la última de una serie de persecuciones sanguinarias contra los adeptos de la nueva fe. Persecuciones que se inician luego del incendio de Roma, en el año 64 de nuestra era, y concluyen con la gran cacería que lanzó Diocleciano en el 303. O sea dos siglos y medio de oposición implacable entre el poder imperial y un grupo cada vez mayor de hombres y mujeres que no aceptan el carácter divino de los emperadores ni les rinden el culto exigido. Un grupo que pasó de ser, como dice uno de sus enemigos, "Una raza amiga de la oscuridad y enemiga de la luz; muda cuando está delante del público y charlatana en los rincones", no sólo a resultar oficialmente aceptada sino a convertirse a su vez en perseguidora intolerante del culto pagano.

Ese largo período había visto episodios de proscripción y martirio, que tuvo casi siempre el carácter muy romano de un proceso judicial acompañado por torturas y seguido por el ajusticiamiento de los reos que se negaran a hacer el gesto de acatamiento a la divinidad del emperador.

"En el siglo IV", dice E.R. Dodds, " el paganismo aparece como un cadáver viviente, que empieza a derrumbarse en cuanto deja de recibir apoyo del Estado... El cristianismo se consideraba digno de vivir por él porque era digno de morir por él". No hubo mártires paganos porque no valía la pena. Y como afirma Gibbon con su inimitable ironía: "Las varias formas de culto que existían en el mundo romano eran todas consideradas por el pueblo como igualmente verdaderas, por los filósofos como igualmente falsas, y por el magistrado como igualmente útiles."

El destino del Imperio era unificar a la humanidad entera para que, gracias al vínculo creado por la autoridad, el idioma y las leyes, se difundiera y se afirmara el mensaje evangélico. Es una versión cristiana del apego patriótico por lo que llama San Agustín el "excelentísimo imperio", y que no puede menos de sorprender en una colectividad que guarda la memoria de las persecuciones.

Con San Agustín, nacido en 354, llegamos a la última de las grandes figuras literarias de la vuelta de siglo que vio la ocupación de Roma por los godos. Este acontecimiento del año 410 sacudió las conciencias y ofreció el espectáculo lamentable de miles de refugiados que no podían entender la catástrofe, ni en la óptica pagana de una Roma que por definición era eterna, ni en la confortable suposición de que la urbe cristianizada no podía ser abandonada por la protección divina..

San Agustín no estaba en absoluto de acuerdo con la ideología patriótica: habla de historia eorum, la "historia de ellos". Pero hay también una indiferencia frente a la realidad física de la Urbe: "¿Qué es Roma sino los romanos?" pregunta, de una manera que era sentida como un insulto por los que guardaban en su corazón una Roma como idea, que era como la había querido el creador del Imperio, Augusto.

En un sermón pronunciado a propósito de la caída de Roma, enuncia por primera vez lo que se convertiría en el tema de su vida y su obra: el de las dos ciudades. La ciudad terrena, material, ha caído ("castigada, mas no borrada") como justa retribución. Pero la Jerusalén celeste es la que llevan los cristianos en su espíritu, una ciudad ideal que representa el destino final de la humanidad redimida.

En esta perspectiva, el imperialismo romano que tenía una imagen positiva en San Ambrosio y Prudencio, porque había permitido la unificación religiosa de la humanidad, se volvía condenable. "Ausente la justicia, ¿qué son los reinos sino grandes latrocinios?" pregunta el obispo. No puede decirse, entonces, que Agustín fuera "patriota" como otros cristianos del bajo imperio.

Los bárbaros: asimilación y rechazo

Los pueblos que por comodidad llamamos "bárbaros" llegaron a ser invasores después de un largo período en que el Imperio trató de asimilarlos, hasta el punto de confiar a un vándalo, Estilicón, la estrategia que contuvo el avance de los godos, antes de que fuera asesinado en 408 por orden imperial. Los así llamados "bárbaros", Alarico, Teodorico, Atila, previamente a su violenta ruptura del statu quo de aliados, habían aprendido a hablar latín y griego y residieron dentro del Imperio en calidad de rehenes. Estaban mayormente cristianizados y la historia , en el correr de dos o tres siglos más, convertiría a sus sucesores en los fundadores de la Europa medieval.

Como recuerda Daniel-Rops, "todos los protagonistas de la alta política, a fines del siglo IV, son bárbaros, más o menos romanizados, pero que ya no piensan en ocultar su origen", algunos disimulados tras nombres romanos prestigiosos, como los generales Víctor, Magnentius, Sylvanus, Sebastianus, y otros que se llaman abiertamente Merobaudo, Dagalaifo, Bauto, Ricimero. Todos, sin embargo, unidos por su fascinación ante la gran maquinaria política y militar a la que combatían.

Si bien, desde el punto de vista de Gibbon, un historiador racionalista, los bárbaros y el cristianismo conspiraron objetivamente para arrasar la civilización que se había constituido en heredera de toda la antigüedad clásica, en una reflexión más imparcial puede considerarse que de la gran crisis del siglo V el espíritu latino salió triunfador gracias a la acción conjugada de los nuevos factores históricos. Los lamentos por la caída de Roma, y la exaltación de su papel unificador y civilizador, muestran que tanto los cristianos como los bárbaros reconocían su herencia política y cultural. Carlomagno, jefe del Sacro Imperio Romano Germánico (un nombre que es todo un programa), tenía como libro de cabecera a la "Ciudad de Dios" de San Agustín.

Reivindicación de un arte exangüe

Si dejamos de lado la acción germánica, que desembocó en la creación de los reinos medievales, quiero aludir al papel que desempeñó el cristianismo en la supervivencia de la cultura grecorromana.

El prestigio de las letras clásicas había estado eclipsado, durante los primeros siglos de nuestra era, por las prioridades urgentes de la cristianización. Las fábulas paganas (es decir, toda la escritura grecolatina) se consideraban por la ortodoxia comlo"escrituras diabólicas" que, so pretexto de mitos poéticos, insinuaban en la conciencia del cristiano una creencia en los dioses del olimpo politeísta y lo alejaban de los principios de la nueva moral. Esta prohibición está expresada en el siglo III por Tertuliano con un matiz importante: dice que no hay que enseñar estas fábulas, pero no impide aprenderlas, es decir, ser un alumno y un estudiante que se plegaba al único medio conocido en ese entonces para llegar a la cultura.

Esto puede sorprendernos quizá melancólicamente en una época como la nuestra que relega cada vez más como un lujo la enseñanza literaria y filosófica, para no hablar del estudio de las lenguas clásicas, que entre nosotros ha llegado a ser superfluo y absolutamente minoritario.

En la óptica cristiana más rigurosa no podía enseñarse gramática y retórica, las disciplinas fundamentales de la educación, sin pasar por la contaminación de ese mundo demoníaco, que estaba en la base de las tradiciones paganas. Pero los cristianos de la decadencia imperial constituyen socialmente una minoría, sobre todo en la mitad occidental del Imperio, y saben que tendrán que plegarse a la norma general si quieren ser respetados por el mundo de la cultura y el poder. Es así como su élite intelectual ingresa al sistema y da a la retórica pagana algunos de sus maestros más destacados, resignándose a enseñar a Virgilio y Cicerón en la esperanza de que llegue la fe por otro camino. Por eso, cuando en su reinado de dos años Juliano el Apóstata quiere anular la influencia de los que llama los "galileos", prohíbe por decreto que los cristianos enseñen retórica, aduciendo que no comparten las creencias míticas y religiosas que trasmite.

Juliano pensaba relegar a los cristianos al oscurantismo. En el fondo, sabía muy bien que no se puede ser cristiano sin un mínimo de cultura literaria porque su fe, como la de los judíos y los musulmanes, es una creencia basada en el libro. San Jerónimo, al que reprochaban su cultura clásica, se quejaba dolorosamente: "¿Cómo quieren que uno pierda la memoria de la infancia?... ¿Tendría que beber el agua del Leteo, para no recordar más a los autores profanos?"

En la época de Prudencio, los dos mayores sabios, Agustín y Jerónimo, se constituirán en maestros por muchos siglos, asegurando la supervivencia no sólo del idioma en que escribían, el latín, sino de la cultura en que se habían formado. Estaban obligados a seguir la tradición literaria, si no querían que los arrastrara la barbarie. Cuando todavía se sentía agudamente la discrepancia entre la fe y las letras clásicas, hubo tentativas, como la de Apolinar padre e hijo, en Laodicea de Siria, por versificar en latín el Antiguo Testamento y adaptar el Evangelio bajo forma de diálogos platónicos. No prendieron en el espíritu de los fieles, sobre todo porque estaban redactadas mediocremente. Pero cuando llegue Prudencio, descubrirá un compromiso valedero entre la forma poética, que sigue las consignas métricas y estilísticas de la antigüedad clásica, y los temas nuevos: las historias de mártires, la polémica antipagana, la alegoría de las virtudes.

El respeto por la calidad literaria del latín clásico, y su contrapartida, la repugnancia por la tosquedad con que estaban redactadas en latín las Sagradas Escrituras antes de que San Jerónimo hiciera su trabajo de revisión y traducción, habían provocado durante mucho tiempo el desprecio de los paganos cultos, que sentían claramente el espíritu igualitario que presidió la difusión del cristianismo entre clases muy poco letradas del imperio: los esclavos y libertos, los artesanos, las mujeres.

Constantino había favorecido por decreto a los profesores de letras, eximiéndolos del servicio militar y otras obligaciones, pero dejándolos en libertad de aceptar magistraturas y honores para que tuvieran mayores posibilidades de difundir los estudios liberales. Cuando muere Juliano en 363 y se levanta la prohibición de la enseñanza de la retórica por los "galileos", los que vuelven a la academia eran cristianos sólo de nombre. Para ellos, el cultivo de la literatura era el fin más alto, y como tal incompatible con la pasión por una nueva vida espiritual. Los gramáticos, que tenían a su cargo la formación de los niños antes de que alcanzaran el menester más avanzado del ejercicio retórico, se basan exclusivamente en la literatura tradicional: era una disciplina de anticuarios. Y cuando los jóvenes llegan al prestigioso ejercicio de la oratoria, su público ya no es el jurado o la asamblea como en épocas de Cicerón, sino una sociedad de dilettantes blasés.

"Pero, concluye un estudioso, estos pedantes ahora olvidados, en un período de convulsiones políticas y decadencia literaria, suavizaron el choque de la barbarie y mantuvieron abierto para las épocas venideras el acceso a las fuentes lejanas de nuestra vida intelectual."

La retórica, un arte exangüe a fines de la Antigüedad, continuaba siendo a pesar de todo el núcleo de la educación de los jóvenes romanos y manteniendo un enorme prestigio. Como dice un historiador francés, fue incapaz de salvar al Imperio. Pero sí permitió la trasmisión de su legado, a través de una nueva comunidad monacal que asumió la inmensa tarea de asegurar el orden cultural en medio de la anarquía. Quizá esta última encarnación del patriotismo romano sea la que más nos afecta.

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