Por Otra Parte

Buchenwald, un bosque de hayas a la vera de Weimar

María Luisa Pfeiffer
Raúl Borchardt

"Je suis devenu un autre, pour pouvoir rester moi même".

Jorge Semprún es español. Jorge Semprún es escritor. Jorge Semprún es un escritor de nacionalidad española que ha escrito la mayor parte de su obra en francés. Que ha residido la mayor parte de su vida en Francia. Sin embargo, no ha querido adoptar la nacionalidad francesa, pues nunca comprendió esa manía de los franceses de creer que Francia es la segunda patria de todo el mundo. Con una nacionalidad alcanza y sobra, no es cuestión de echarse una segunda a los hombros.

El testigo

Jorge Semprún, escritor bilingüe, decidió tener dos lenguas maternas. Una por nacimiento, la española; otra por elección, la francesa. Esta dualidad fue determinada sólo en parte por su vida. Con apenas trece años dejó la España natal para acompañar al padre, representante de la República en La Haya. Una vez derrocado el gobierno republicano se dio por finalizada la misión en Holanda y la familia halló refugio en Francia.

Jorge Semprún, español, residente en París, decidió muy joven que ser apátrida sería una cuestión personal, interna. Optó por no agredir a los franceses deformando gratuitamente el idioma. Se esforzó por hablarlo sin acento; en realidad con un acento típicamente francés. Aunque en su escritura tuvo el tino de evitar el acento típicamente francés. Pues los autores galos suelen engolosinarse y recurren a una prosa excesivamente adornada. Emplean frases interminables y el texto avanza lentamente describiendo amplios meandros cual moroso río de llanura.

Jorge Semprún, español, residente en París, donde completó el secundario en el prestigioso Liceo Henri IV, no ha olvidado la dinámica que teñía sus discusiones juveniles. Su estilo es ligero, llano y rico a una vez, casi coloquial. Comparte con el lector experiencias extremas y es como si estuviera frente a él, en un diálogo personal. Su prosa francesa está mechada de frases en español, italiano y alemán; de poemas, de citas literarias y filosóficas. Pero todas estas inclusiones están justificadas en y desde el texto. No quiebran el relato, ni fueron incorporadas a presión. No hay pedantería. Simplemente riqueza y gracia compartidas. Véanse si no, a modo de ejemplo, sus consideraciones sobre la pobreza de la palabra francesa "vécu" (vivido), la cual es pasiva y pertenece al pasado en contraposición al "Erlebnis" del alemán o a la "vivencia" del castellano, voces activas que corresponden al tiempo presente como la vida misma.

Jorge Semprún, hombre de letras- primordialmente- francés, fue durante dos años y medio Ministro de Cultura del gabinete de Felipe González. Pese a no ser miembro del Partido Socialista Obrero Español, pese -o habría que decir gracias- a haber sido expulsado a mediados de la década del sesenta del Partido Comunista Español por permitirse cuestionar las decisiones de la Nomenklatura.

Jorge Semprún, Ministro de Cultura español, no renunció durante el término de su investidura a su domicilio parisino.

Jorge Semprún, español, hombre de letras -primordialmente- francés, no fue bienvenido en la Academia Francesa. Su postulación causó controversia y la candidatura hubo de ser retirada. ¿Simplemente porque no tuvo el garbo suficiente para adoptar la nacionalidad francesa?

Jorge Semprún, hombre de letras, ha sabido ser también hombre de acción: fue miembro de la Resistencia francesa durante la ocupación alemana; fue detenido, torturado y finalmente deportado a Buchenwald; actuó clandestinamente durante casi diez años en la España franquista y fue Ministro de Cultura en el gabinete de Felipe González entre julio de 1988 y marzo de 1991.

 

La disyuntiva

"Le rêve de la mort à l’ intérieur du rêve de la vie".

Los dieciséis meses de internación en Buchenwald, a la edad de veinte años, constituyeron la experiencia crucial en la vida de Jorge Semprún. El resto, apariencia, meras vacaciones. Brève vacance. El campo de concentración fue la divisoria de aguas. Estableció un antes y un después. Al finalizar la guerra tenía clara conciencia sobre su vocación literaria, sin embargo el confinamiento en Buchenwald resultó decisivo: debía brindar testimonio o callar, no quedaba margen para la imaginación. Sus primeros intentos fallaron estrepitosamente. Hicieron falta muchos años para establecer la distancia necesaria con aquella experiencia extrema, para comprender que la verosimilitud del relato exige el añadido de una pizca de artificio. Un exceso de veracidad tiene el efecto paradójico de alienar al lector. Únicamente la ficción torna creíble el testimonio personal. Es el vehículo adecuado para llegar al lector, para

con-moverlo. Para moverlo a estar con el relator. Semprún no pudo construir el relato por su cuenta. Precisó de los demás, los extraños, los de afuera; necesitó las preguntas, el silencio atento, la actitud de escucha, mediaciones requeridas para que el relato fluyera, se tornara historia, vida vivida.

Una vez liberado del campo, de las garras omnipresentes de la muerte, la urgencia por vivir se impuso por su propio peso. La prioridad fue reencontrarse: con su imagen en un espejo, con la mirada de los demás, con su propio cuerpo, con la caricia de una mujer. Ese apremio le impidió detenerse a escribir. La morosidad exigida por el pensamiento y la escritura no tenían cabida en un mundo que había estado a punto de desintegrarse. Necesitaba olvidar. Al menos por un tiempo. Pero los recuerdos del campo comenzaron a sorprenderlo en mitad de la noche. Las pesadillas, a las cuales había sido ajeno en Buchenwald, donde su cuerpo exhausto sucumbía al sueño sin sobresaltos, se presentaron intempestivamente durante su primer verano de libertad en París. Aunque tenía clara conciencia sobre su vocación de escritor no podía escribir, le iba en ello la vida. Tenía que volver a aprender a vivir después de haber dormido con la muerte. Escribir implicaba de alguna manera volver al campo, volver a vivir en agonía. ¿Es posible relatar la agonía? "Comenzar a escribir es permitir que la vieja muerte invada los momentos del presente". Se trata de una cita de la memoria y de la muerte, dos hermanas del tiempo. Una cita con el tiempo, con un tiempo que se quiere borrar de la memoria, pero el presente sólo da fruto cuando está preñado de pasado. El pasado debe ser re-conocido, aceptado, "mirado", relatado, si no, la vida es un presente sin pasado, un presente que nace a cada momento. Y en ese presente sin sustento vivió Jorge Semprún durante dieciséis años, -un año por cada mes de cautiverio-, un presente escapado de la muerte, re-nacido, sin pasado y sin futuro. Durante ese lapso vivió una ficción, como si no tuviera historia previa; no quiso recordarla ni logró suprimirla. No podía vivir como en el campo: cohabitando con la muerte; tampoco olvidándola como quienes no compartieron el campo. Por ello llevó una vida "en suspenso". Sólo cuando pudo recuperar el pasado, logró volver a escribir.

En la inmediata posguerra se dijo en Alemania: después de Auschwitz, ningún poema. A Jorge Semprún después de Buchenwald le pareció imposible empuñar la pluma. Ni en castellano ni en francés. "...la escritura y el placer.. yo creía que ellas volverían a unirme a la vida, por el contrario me alejaban de ella, me enviaban sin cesar, día tras día, a la memoria de la muerte" . A la imposibilidad de escribir se sumaba la dificultad de la recepción del relato. Algo similar sucedió con Primo Levi. Éste elaboró un documento impresionante sobre su cautiverio en Auschwitz en Si es un hombre. La obra fue rechazada por las grandes editoriales y finalmente fue publicada por un pequeño editor. Pasó sin pena ni gloria y, ante tal indiferencia, el autor se consagró a su profesión de ingeniero químico. Por fin, muy tardíamente, llegó el reconocimiento y con él el impulso a retomar la escritura. El resultado fue La tregua (1963) . Sin embargo Primo Levi sucumbió en última instancia al peso de sus recuerdos, se suicidó en 1987 a la edad de 68 años.

El compromiso político llevó con el tiempo a Semprún a una acción concreta y sigilosa en el Madrid de los cincuenta. Debía organizar las células universitarias del Partido Comunista Español. Era un escritor que no escribía, un escritor que cortejaba a la muerte y seguía durmiendo con ella. Pero este compromiso político sufría presiones a dos puntas y la muerte comenzó a tener caras concretas. Cuando el conflicto con la jerarquía partidaria se volvió insostenible y la presión de la Guardia Civil sobre el agente clandestino alcanzó su punto máximo, sólo entonces la palabra escrita manó naturalmente de su pluma. Pues fue en Madrid, a comienzos de los sesenta, cuando había dejado de ser Jorge Semprún, pues vivía bajo un nombre supuesto, en momentos en que había recuperado el lugar y la lengua de la infancia, donde escribió su primera novela, novela testimonial, si se quiere, de un solo trazo. Y lo hizo en francés, no en español. En materia de poner distancias a Semprún no le alcanzó con dejar transcurrir dieciséis años desde la liberación del campo, ni con ser otro al vivir en la piel de Federico Sánchez, sino que hubo de recurrir a su segunda lengua para lograr expresarse.

La publicación de Le grand voyage (El largo viaje), en 1963, no hizo sino aumentar las tensiones entre el autor y la jerarquía del Partido. La entrega del Premio Formentor, en 1964, el cual implicó la edición de la novela en diversas lenguas europeas, coincidió con su exclusión del Comité Ejecutivo del Partido Comunista Español; al año siguiente sería lisa y llanamente expulsado del Partido. El agente clandestino había pasado a actuar a cara descubierta. Primero en el campo literario, luego en guiones cinematográficos. Llevaron su firma, entre otros, "Z" y "La confesión" de Costa Gavras; "La guerra ha terminado" y "Stavisky" de Alain Resnais.

 

El campo

"Mais survivre n’ étais pas une question de mérite, c’était

une question de chance. Ou de malchance, au gré des opinions".

Le grand voyage es principalmente la relación del viaje hacia el campo. Un viaje con cientos de rostros anónimos y un personaje secundario: el muchacho de Nemours. El vínculo que se establece entre ellos sostiene el relato. Son dos seres que emprenden un recorrido azaroso hacia una meta desconocida y deberán separarse al llegar. El destino se revelará atroz, será el reino del mal, y en ese universo se ingresa solo. Allí hay que evitar establecer vínculos, pues quienquiera puede sucumbir en cualquier momento. Reina soberana la muerte y ella golpea arbitraria por todos los flancos.

En Buchenwald los prisioneros "se hacían humo" literalmente. Partían a través de la chimenea del crematorio. Día y noche, noche y día. El humo acre incomodaba a los habitantes de Weimar. A su olfato, no a sus conciencias. Y espantó a los pájaros, los cuales dejaron de anidar en el cercano bosque de hayas.

Al ingresar en el campo se abandonaba el mundo, el mundo de los seres vivos, para ingresar a convivir con la muerte. Pero había algo peor, el contacto diario y directo con el mal en su dimensión más palmaria y abyecta. La muerte era un derrotero ineludible. Pero, contra toda ley, al recorrer el camino que los acercaba a ella, al enfrentarla paso a paso como el único futuro cierto, al participar de esa única expectativa, los prisioneros establecían un vínculo fraterno. El lazo que construían alrededor de una muerte a compartir, más que alrededor del futuro de una sobrevida improbable, hermanaba. Hermano no es quien simplemente lleva nuestra misma sangre y pertenece a nuestra raza, hermano es quien recorre nuestro mismo camino, por elección personal o porque así lo quiso el azar. Hermano es quien sentimos solidario de un destino, que nos acompaña casi gratuitamente. Los auténticos hermanos eran quienes estaban en el campo, no los de afuera. Si la liberación acaba con la fraternidad, con los pares de adentro del campo, no la restablece con los de afuera. Los de afuera no podrían compartir nunca el mismo destino con los condenados: convivir en el horror les resultaría siempre ajeno. Los prisioneros se hermanaban cuando recorrían juntos el mismo camino hacia la muerte, el único posible; vivían la experiencia de la muerte en común que maduraba en ellos como un mal luminoso; era la liberadora. Pero era liberadora porque había sido elegida en fraternidad. "Nosotros todos, que íbamos a morir, habíamos elegido la fraternidad de esa muerte por gusto de la libertad" .

En la situación límite del campo, la muerte puede resultar liberadora. Liberadora del dolor, de la ignominia, la indignidad, pero sobre todo liberadora de la espera insostenible. Pues al precipitar el desenlace tan temido y morbosamente deseado a la vez, pone punto final a la agonía renovada minuto a minuto. La debilidad, el hambre, las rivalidades, situaban al deportado sobre un hilo frágil en el cual morir dependía de poca cosa. En ese camino fraterno la libertad tomaba otro rostro, el de pelea contra la muerte. Quienes decidían enfrentarla, sobrevivir, lo hacían por un puro acto de voluntad, sin un fin ulterior, era un mero ejercicio de libertad. Sobrevivir por sobrevivir, para no rendirse ante sus carceleros, para ganarles la partida manteniéndose en vida. Y lo hacían además sabiendo que sobrevivir era fundamentalmente una cuestión de suerte: conocer el idioma, conservar la salud, mirar o no mirar al carcelero a tiempo, permanecer alerta. La ley de la vida y la muerte era el azar. El campo se tornaba entonces un campo de batalla contra la muerte; por eso cuando un prisionero, que había sobrevivido a todo, sucumbe de disentería luego de la liberación, su expresión es "no hay derecho". La muerte nunca juega limpio.

Pero el campo significa algo más que este juego macabro, encarna el encuentro con el mal. Perder la dignidad es lo más cercano al mal absoluto porque es la pérdida de lo que hace sentirse hombre, es la pérdida de la libertad, su total alienación por el miedo a la muerte. Por ello la experiencia límite no es la de la muerte, sino la del mal; el mal es la imposibilidad de bien; cuando se deja de ser hombre no se puede realizar ningún acto bueno. ¿Es que acaso se deja en algún momento de ser hombre? Para Semprún la vida en el campo es el encuentro cotidiano con el mal, es el triunfo cotidiano del mal, cuando el guardia o el compañero convierte al otro en un objeto a manipular, cuando le es robada al cautivo la mínima posibilidad del ejercicio de la libertad. El prisionero pierde su nombre, su rostro, incluso su posibilidad de mirar cara a cara al carcelero. La paradoja perversa reside además en que el prisionero no puede distinguirse de los demás bajo pena de provocar una reacción de los guardias, debe desaparecer en el anonimato para poder sobrevivir. "Nadie podía expresar nada por su cara al SS que pudiera ser el comienzo de un diálogo y que hubiera podido suscitar sobre el rostro del SS otra cosa que esa negación permanente y la misma para todos. Entonces, como no sólo era inútil sino peligroso, en nuestra relaciones con los SS hacíamos un esfuerzo de negación de nuestra propia cara, perfectamente acordado con el del SS" , "la humedad del ojo, la facultad de juzgar es lo que da deseo de matar. Hay que ser chato, desvaído, ya inerte, cada uno lleva sus ojos como un peligro" . En el campo el cuerpo queda reducido a un mecanismo a alimentar y limpiar para que pueda trabajar; todo otro indicio que destaque la humanidad de ese cuerpo resulta fatal. El cuerpo no es más que una suma de necesidades arbitrariamente definidas, es asimilado a una forma pura, desarraigada de toda existencialidad, sin historia, sin cualidades, simple volumen, para "funcionar" en un espacio que no ha sido armado pensando en los que van a vivir en él, sino para convertir en cosas a quienes sean metidos en él; un lugar donde no puedan reconocerse. En el campo se pierde lo que hace a una vida deseable: la dignidad, y lo único que queda es la esperanza de recuperarla. Semprún relata que algunos, al perder la dignidad también perdían la esperanza y se entregaban a la muerte; otros a pesar de la dignidad perdida seguían luchando para recuperarla. Esto se reflejaba en la mirada: los murientes estaban despojados de mirada, los vivientes intercambiaban miradas fraternas que les proporcionaban energía y vitalidad. Esa mirada fraterna devolvía la dignidad al reconocer, al dar un nombre. De la mirada ajena nace un sentimiento que precipita el reconocimiento como persona ya que la mirada encuentra la semejanza con el otro que comparte un mismo destino. El cuerpo del otro es espejo del propio cuerpo. En el campo es imposible ignorarlo porque ha perdido su cotidianidad, no sólo por su aspecto sucio, exageradamente flaco, pálido, encorvado, mal vestido, sino por sus olores y la manifestación insolente de su sufrimiento. Está pesadamente presente, produce asco y malestar, y sin embargo, eso es lo que impide que sea un objeto, excepto para la mirada del nazi. El hermano devuelve la dignidad cuando mira como hermano, cuando reconoce al otro en el mismo camino hacia la muerte; la mirada del nazi también dignifica cuando el deportado encuentra odio en ella porque provoca "calor en el corazón", lo desafía a vivir.

La amenaza suele generar dos efectos: reprimir o provocar el desafío. Reprime cuando el miedo vence, se pierde entonces la libertad por temor a perder la vida, triunfa el mal. En el segundo caso el desafío nace a pesar del miedo, si fuera necesario se daría la vida a cambio de un último acto de libertad. Dar la vida no significa siempre perderla, sino ofrecerla. En la situación cotidiana del campo no era cuestión de ofrecer la vida, sino de seguir vivo a pesar de todo lo que empujaba a lo contrario; el desafío apelaba a lo más básico: la conservación de la vida. Por eso la mirada del hermano, al mismo tiempo que devolvía la dignidad, enfrentaba a la absoluta realidad de la muerte como destino compartido. Hermanarse con otro, ser reconocido por la mirada como un igual era peligroso, era abrir la puerta a la muerte. "...a primera vista, la mirada de los míos, ... me reenviaba a la muerte" porque me engañaba, porque me hacía sentir vivo cuando no lo estaba, me hacía sentir digno cuando no lo era, me hacía sentir hombre cuando estaba convertido en un mero sobreviviente. "La mirada del nazi, cargada de odio inquieto, mortífero, (por el contrario) empujaba a vivir,... más que a vivir a sobrevivir, a sobrevivirlo" . La fraternidad es lo contrario del mal absoluto. El mal aparece cuando uno se encuentra irremediablemente solo. Compartir es el antídoto del mal. El prisionero que aceptaba la mirada del hermano compartía con él la muerte. La presencia del mal en el campo volvía extraños a los prisioneros entre sí porque eso era lo único que les permitía sobrevivir, se tornaban casi enemigos y aparecía lo peor de cada uno. La misión no era vivir sino sobrevivir a la mirada del nazi. El desafío en el campo entonces no es afrontar la muerte sino enfrentarse con el mal, no dejar que el miedo a morir lo deje reinar, sino recorrer junto al hermano un mismo camino aunque éste sea el de la muerte. La presencia del mal transforma a los hombres en cosas, la muerte por sí misma no roba la dignidad.

Quienes vivieron la liberación del campo eran sombras, retazos humanos, eran seres que retornaban de la muerte. No eran náufragos que habían escapado, sobrevivientes de una catástrofe a los cuales la muerte les había pasado cerca, sino que volvían de convivir con ella. Quien regresa del campo es un "reviniente", pues retorna de la muerte, y ello marca una diferencia sustancial con los de afuera. De hecho, no está en condiciones de convivir con los otros porque ellos no atravesaron la muerte, no fueron atravesados por ella, viven como si ella no existiera, como si fuera ajena a sus vidas. Atravesar la muerte o ser atravesado por ella no es una metáfora, es el intento de mostrar el peso de la muerte, la situación límite en la cual el mínimo gesto la produce: la propia o la del prójimo. La vida de los hombres está marcada por un punto sin retorno, el de la muerte: ésta es para algunos lo que hace absurda la vida, para otros lo que le da todo su valor. Morir puede ser un escándalo o una liberación, algo que forma parte de un orden ajeno, natural, al cual debemos someternos, o algo que nos pertenece como personas y a lo que podemos darle una cara, un sentido, una razón de ser, una marca propia.

El ser un "reviniente" convenció a Semprún de ser inmortal, había dejado atrás la muerte, ella no podía alcanzarlo. Un convencimiento que lo acompañó durante sus años de clandestinidad en España, que lo ayudó a sobrevivir una vez más mientras que su sucesor fue arrestado y ejecutado.

A partir de 1961, año en el cual Jorge Semprún logró plasmar literariamente el mundo del campo de concentración, el tema fue recurrente en su obra. Si Le grand voyage (1963) inició el ciclo, L´écriture ou la vie (1994) intenta ser un arreglo de cuentas -¿definitivo?- con esta experiencia límite. Al lograr escribir Jorge Semprún se sintió vivo, se distanció de Buchenwald y dejó de dormir con la muerte. Consiguió mirarla cara a cara.

María Luisa Pfeiffer
Raúl Borchardt

 Volvamos al comienzo del texto


Portada
Portada
© relaciones
Revista al tema del hombre
relacion@chasque.apc.org