Montaigne y su raíz española
Fernando Mañé Garzón
Genio latino es el de Montaigne, pero no de esos que proceden por razonamientos ajustados, de una lógica perfecta; es un genio vivaz, rápido y concreto, cuando no caprichoso y versátil, luminoso y sutil como su mundo meridional, del Perigord e,uropeo sí, pero de los confines continentales.
Miguel de Montaigne tomó como apellido, de igual modo que lo había hecho su padre, el nombre de tierras que heredadara, pero inicialmente adquiridas en llana propiedad por el buen dinero ganado en el comercio que productivamente realizaron sus abuelos. Su verdadero apellido era Eyquem, apellido singular en la región perigurdina. Se cree que estos Eyquem eran de origen portugués, emigrados a Francia en el siglo XIV, que hicieron fortuna en el comercio de pescado salado (arenques y bacalao), así como con el comercio del pastel (planta tintoreal que se cultivaba en algunos valles de la Garona) y del vino de los renombrados "crus" de esa asoleada campiña, que prodigiosamente produce, en variada profusión, vinos de delicioso aroma y de única delicadeza y suavidad. El nombre del famoso vino "Château Yquem" tiene seguramente ese origen.
Esta vieja familia de tradición comerciante tenía ramas que se extienden hasta Amberes y realizaron proficuas transacciones, que las llevaron a adquirir verdadero renombre y fortuna en la naciente burguesía, surgida con los progresos de la navegación y los intercambios entre las naciones europeas. Como tantas fortunas burguesas, el bisabuelo de Montaigne trasladó su hacienda al campo, compró y dotó de amplias tierras el señorío de Montaigne y adquirió otras menores. De bourgois de Bordeaux pasó a gentilhomme campagnard que su ilustre descendiente llevaría a la nobleza, al ser distinguido como Chevalier de l’Ordre du Roi et sujet de sa Chambre.
Pero lo que más interesa a nosotros es recordar que además de este probable y remoto origen portugués, Montaigne era, por parte de madre, de familia española. Antoinette de Louppes o López pertenecía a una vieja familia judeocristiana de Zaragoza, a la que el temor a la Inquisición instalada en España y Portugal hizo emigrar al sur de Francia y a otras partes de Europa, no fanatizadas en la ortodoxia.
Esta ascendencia merece una consideración detenida, por ser a nuestro entender determinante de la insólita personalidad y originalidad de Montaigne.
En Calatayud, ciudad del Reino de Aragón situada entre Madrid y Zaragoza, existía desde tiempo inmemorial una familia judía de nombre Pecagon, comerciantes de telas bien conocidos. A fines del siglo XV, su jefe Moisés Pecagon se convirtió al catolicismo y abandonó la ciudad natal para instalarse en Zaragoza, centro comercial y financiero más importante, donde tomó por apellido García López de Villanueva, nombre de unas tierras por él adquiridas, como lo hicieron los Eyquem para ser más tarde Montaigne.
La riqueza y la consideración llevaron pronto a los miembros de esta tribu a cargos importantes dentro de la propia Iglesia, y a prestar servicios a Felipe II, lo que no impidió sin embargo que, instalada la Inquisición, más de uno de ellos pagara en la hoguera su origen sefardí. Pronto el temor a la persecución cundió entre ellos y se dispersaron por Europa y, quizás, en América. Dos ramas han sido bien ubicadas, una en los Países Bajos y otra en Francia.
Ambas nos interesan. La primera se instaló en Amberes entre 1510 y 1520 teniendo como jefe a Martín López de Villanueva, quien, casado con una hija de notoria familia, abrazó el calvinismo y tuvo destacada actuación pública. Su hijo figuró pronto a la cabeza del movimiento calvinista, así como una de sus hermanas, quien se unió a su vez con otra familia judeocristiana, los Pérez. Sin embargo otra hija, Leonora (como se llamará la única hija de Montaigne), volvió al catolicismo y se casó con un Del Río, de vieja raigambre española, cuyo hijo Martín conoció la notoriedad por su actuación política y religiosa. Luego de severos estudios, descorazonado de la vida activa, Martín abandonó ese mundo y volvió a las tierras de sus abuelos, a Zaragoza, donde hizo su noviciado en los jesuitas. Vuelto a los Países Bajos, se dedicó a la filosofía y a la erudición y fue amigo de Justo Lipse, en cuya conversión intervino. Publicó numerosos textos de historia y filosofía y un curioso libro sobre hechicería. Tendrá sus controversias, en su oportunidad, con Montaigne.
Este Martín del Río, primo hermano de Montaigne, merece una consideración detenida, por ser un insólito talento bien típico del siglo XVI, cuyas características intelectuales no dejan de ser también primas de las del autor de los Ensayos. Fue ejemplo y gloria de la Compañía de Jesús, escritor prolífero en multitud de temas -históricos, jurídicos, teológicos, literarios-, comentador del Eclesiastés como de Séneca, cronista de la historia de los Países Bajos y doctísimo catedrático de teología en Salamanca. Nació en Ambéres, oriundo como hemos dicho de padre español, nacido este en Torre de Proaño, cerca de Reinosa. Fue Martín portento de erudición, memoria, sabiduría y admiración de todos cuantos lo conocieron. Dominaba tanto las lenguas romances y germanas como las clásicas, sin que hubiera sentencia, aforismo o máxima que no conociera y no comentara su sentido, origen y tradición.
Pero donde su raro talento llegó a concretarse fue en una obra que, no por poco conocida en nuestros tiempos, deja de ser de valor universal por la importancia que tuvo en su momento: Disquisitionum Magicarum libri sex, quibus continentur accurata curiosarum artium et vanarum superstitionum confutatio utilis theologis, jurisconsultis, Medicis, Philologia, Auctore, Martino del Rio. Societatis Jesus presbyter, L.Licenciato et Theologiae Doctore, olim Academia Gretzensi, nunc in Salamanticensi publico S.A. Scripturae Profassare...Maguntiae, apund Joannen Albinum, Auns MCDXII (tres vol.in.4º).
Puede considerarse esta obra la más completa y erudita que se ha escrito sobre magia, llegando a ser considerado como un código de referencia permanente para teólogos, juristas e historiadores. Su erudición es abrumadora. Apabullan las nutridas páginas de los extensos tomos, que tratan todos los componentes de la magia de modo enciclopédico, como lo haría Gesner o Aldrovando, primeros descriptores sistemáticos de los animales (quienes no dejaban de mezclar muchos seres fabulosos o de poderes mágicos como los que describe Del Río, muy probablemente tomados de su obra), estableciendo divisiones y subdivisiones al modo escolástico, para cuanto portento mágico fuera descrito desde la más remota antigüedad, otorgándoles realidad a más de uno y aceptando su intervención real en nuestra vida.
Defiende la Alquimia en sus aspectos mágicos, pero también como manera de conocer las fuerzas de la naturaleza, con lo que vislumbra el origen de la química. El poder del demonio es analizado hasta en sus más recónditos confines; acepta su permanente intromisión en los asuntos humanos, y alega que si en esa época se hacía poco presente era por haberse extendido y acentuando de tal modo la perversidad humana que la acción directa del Diablo no era tan necesaria. Explica la licantropía como posible, así como el cambio mágico del sexo, como lo relata el médico Amato Lusitano, quien fue testigo en Coimbra de que una lozana y noble doncella, Maria Pacheco, se convirtiera en hombre, protagonista luego en la India de grandes hazañas.
Clasifica a los demonios en diversas clases y grupos según sus propiedades más salientes, y también sistematiza los maleficios y las adivinaciones, aplicándoles exactos y eruditos nombres de purísimas raíces helénicas. En la última parte de esta obra establece un Código, verdadero tratado de procedimiento para uso de jueces en causas de hechicería y para confesores, en el que fija penas y castigos. De este "código" se dijo, con no poca gracia y mucha verdad, que ha costado más sangre a la humanidad que una invasión de los bárbaros.
Tal era el primo con quien conversó Montaigne más de una vez a su paso por Burdeos y con quien, como dijimos y sin dudarlo, tuvo serias discrepancias. La erudición y el gusto por lo insólito llevaría a aquel a creer en la magia y sistematizarla, mientras que esa misma inclinación llevaría a Montaigne a valorar en ello los límites de lo posible y lo real. Del Río, con sus atrabiliarios escritos, donde se deleitaba en la descripción de las más sórdidas acciones humanas, y que hoy duermen enclaustrados en rígidos pergaminos de eruditas bibliotecas, mostró un inquieto talento desbocado, crédulo y aditivo, mientras que Montaigne exhibe también un depurado talento descriptivo, pero refinado y crítico, que lo llevará a ser el genial ensayista, el indagador del hombre. Si la obra mágica -y afortunadamente hoy olvidada- del primo Martín hizo correr sangre inocente, por contrapartida la de Montaigne ha fortalecido y sigue fortaleciendo las supremas aspiraciones del hombre: la búsqueda de la verdad y de la justicia.
Pero volvamos a los López. Otros López de Villanueva se afincaron en el sur de Francia. Antonio López de Villanueva, quien rápidamente se transformó en Louppes de Villeneuve, se instaló en Burdeos, gran puerto de comercio con Inglaterra, Portugal, Países Bajos, España y la Francia atlántica. Tanto a través de su talento como de sus hijos, se insertó rápida y cómodamente en la sociedad portuaria, rodeado de consideración y riquezas. Otro fue Pedro, tan comerciante como piadoso, dos cualidades a veces unidas, como si una perdonara a la otra, quien pasó a vivir en Toulouse, centro de intercambio entre Aragón y Cataluña, por un lado, y el resto de Francia por otro. Pronto hizo venir con él a su sobrino, Pedro también, probablemente hermano de Martín de Amberes y de Antonio de Burdeos. Es la hija mayor de este Pedro, Antoinette, quien se casará con Pierre Eyquem de Montaigne y será la madre del autor de los Ensayos.
Muy poco más sabemos sobre esta madre. Montaigne guarda a su respecto un raro silencio, contrapuesto a la locuacidad afectuosa con que habla de su padre. Se le achaca renegar de ese origen plebeyo, judío y comerciante, que quizá aún no había llegado al refinamiento ya ennoblecido de los Eyquem ("noblesse de robe"), miembros del Parlamento de Burdeos. Sin embargo nada se sabe en concreto, salvo, posiblemente, el carácter dominante de esa mujer, a quien, en su testamento, el padre de Montaigne hace referencia, dada su intervención directa no solo en relación con sus bienes, sino con su contribución al engrandecimiento del dominio de Montaigne; y la mención expresa, en la partición de sus bienes, de que al pasar a vivir con su hijo Miguel, en el Castillo de ese nombre, sea a condición de que ella no ejercerá sobre él "más que una supervisión honorable y maternal con todo el honor, respeto y servicio filial".
Fuerza es reconocer en ella una vigorosa personalidad, nutrida posiblemente de su origen de hija de emigrado, de raza dispersa por el mundo, complexión adquirida en una mezcla de necesidad histórica y de aceptación familiar y social, en un medio que no era el suyo por su sangre y tradición, pero que, como ocurre en estos casos, encierra una contenida pero pujante rebeldía, que cuando va unida a una buena inteligencia constituye uno de los factores más propulsores de la creatividad. Es muy posible que este impulso, más tácito que confeso, haya sido el innegable así como esencial legado de Antoinette a su hijo, más que una tierna afectividad que indudablemente no cultivó, a lo menos con este hijo. A esa constitución particular de su madre cuya confesión judía no había con seguridad ni olvidado ni dejado de practicar, iban las virtudes y características de esa raíz sefardí, popular, y creyente, rebelde y orgullosa, rasgos todos presentes en la prosa con que Montaigne nos revela su personalidad siempre libertaria, carente de concesiones tanto hacia los demás como hacia sí mismo.
Si conocía Montaigne o no la lengua castellana no lo sabemos con certeza, pero su padre sí mezclaba en su conversación frases en castellano. Es muy probable que su madre lo hablara, como lenguaje en confianza, en privado. En su biblioteca solo se hallaron dos libros escritos en español, uno de ellos que aún se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, según nos informa Sáenz Hayes, pulcro rastreador de la influencia española en la obra de Montaigne, firmado de su puño y letra a más de rubricado: Livre Espagnol, como aseverando su rareza. Su traducción del manuscrito de la Teología Natural de Raimundo Sabunde, mezcla abigarrada de latín con giros españoles, nos dan clara idea de su conocimiento de nuestra lengua, a la par que marca la influencia que recibió el pensamiento de Montaigne de este original médico y teólogo catalán. En el análisis de esta obra, cuyo comentario ocupa uno de los capítulos más largos de los Ensayos, y no por ello de los menos sustanciosos, sentimos su influencia que, como es costumbre en él, lo lleva a tratar los más dispares temas.
¿Los Ensayos ayudan a entenderse a españoles y franceses? A entenderse no lo creo, a respetarse sí, pues ambas latinidades encontrarán, al leerlos, algo que les pertenece y lo han perdido. Por eso aunque nos pese, sigue vigente aquella aguda sentencia de Pascal, que dice que pasando los Pirineos la verdad francesa se convierte en mentira española...
MONTAIGNE Y EL NUEVO MUNDO
El descubrimiento de América impactó durante todo el siglo XVI; como dijo Francisco Romero, hasta ese momento el mundo sufría la ausencia americana. Los relatos de las tierras descubiertas poblaron la imaginación de todos. Nadie escapó a su hechizo. Los Ensayos reflejan esa fascinación. A la trasmisión oral de los relatos de navegantes, conquistadores y viajeros siguieron los libros escritos por algunos de ellos y que conocieron rápido éxito, pues fueron objeto de reimpresiones y numerosas traducciones. Es probable que más de uno de ellos llegara a manos de Montaigne. Solo sabemos con certeza que tuvo en sus manos la narración de López de Gomara.
Su visión e interpretación del hombre americano fue acertada, justa y real. Vale la pena detenerse a comentarla. Montaigne trabó conocimiento directo con indios llevados a Francia probablemente por Villegaignon y exhibidos en Rouen en 1562, en ocasión de la estadía en esa ciudad de Carlos IX. Lamentablemente, la conversación que estos prisioneros mantuvieron con el rey y que presenció Montaigne, contó con un mal traductor. Al interrogarlos el rey sobre qué cosa les llamaba más la atención en Francia, respondieron: que hombres barbudos se dejaran mandar por un jovenzuelo (el mismo rey Carlos IX tenía en ese momento escasos 12 años) y que mejor serían mandados por uno de entre ellos. Lo otro que según dijeron les admiraba, era ver que tanta gente harta de bienes y de abundancia coexistiera con tanta gente en la miseria, ávidos de alimentos, y que estos últimos, más numerosos, no se rebelaran y mataran a los primeros. Luego los interrogó directamente Montaigne y les preguntó qué beneficios les daba a ellos ser los jefes, y respondieron que les permitía ser los primeros en acometer al enemigo.
En sus tierras Montaigne tuvo a su servicio, o muy cerca de él, a un hombre simple y sencillo que había estado en el Nuevo Mundo y que con mucha precisión le informó de hechos y costumbres de esos parajes y le hizo conocer a soldados y marineros que también habían cruzado el océano. De todo ello tomó Montaigne cuidadosa nota y eso le permitió emitir acertados juicios sobre los indios, considerados por todos como verdaderos bárbaros. Conoció la práctica de la antropofagia practicada por los indios de América y la consideró más como un acto ritual de cierto tipo de civilización, tal como ahora se la entiende, luego de los cuidadosos y extensos estudios realizados sobre el comportamiento humano, que como una atrocidad. Ajustadamente dice: "creo que nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones, según lo que se me ha referido, lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres. "(Ensayos, Libro I, Cap.XXX). Y dolorosamente trae a colación las crueldades de la agresividad que practicaba el civilizado hombre occidental de su época y no por un simple mandato militar, sino en nombre de la piedad y de la religión.
Sus reflexiones sobre la conquista y la colonización de América son de una notable sagacidad, al reconocer lo complejo de la civilización de los indígenas de América y los métodos represivos y destructores de los que se decían portadores de una civilización evolucionada y de una religión revelada.
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¿Por qué creemos que sus páginas son, quizá, más actuales hoy que nunca?
Porque hoy el hombre se encuentra frente a una disyuntiva ideológica similar a la del tiempo de Montaigne, el de las crueles guerras de religión, guerras civiles, violencia incontrolable entre las facciones que surgían precisamente en el momento culminante del Renacimiento. Los hombres, sus acciones, sus conductas, sus doctrinas y su destino, temas centrales de Montaigne, se hallan hoy dolorosa y profundamente divididos. Es por eso que sus observaciones personales recaen más fácilmente en la que podríamos llamar campo experimental de la conducta humana, donde la agresividad y la intransigencia brotaban y chocaban contra la honestidad y la temperancia.
En esa época del derrumbe catastrófico de instituciones milenarias, del planteo de dudas sobre dogmas que se consideraban no solo revelados sino nacidos de la propia divinidad, el hombre exhibió de su tesoro hereditario, pautas, normas y procederes que no solo asombraron, sino que los hacían calificar de inhumanos por la mayoría, aquellos no acostumbrados a ver al hombre en su total modalidad expresiva.
En medio de esa turba incesante, a la que nada ni nadie podía poner coto, surge del fondo de las límpidas campañas la voz medida pero profunda y resuelta de Montaigne, voz que aún no ha dejado de ser sentida por aquellos que tienden su oído a captar lo que puede hacer más cabal el conocimiento del hombre.
Voz límpida, valiente y resuelta y no alambicada, tortuosa y evasiva, evitando el compromiso, al modo de las que al inicio de la contienda se hicieran oír, como fue la de Erasmo. Por ello los Ensayos, motivados en gran parte en un determinismo histórico, surgieron como interpretación de esa realidad, interpretación que postulaba que para conocer y determinar las causas de aquel gran conflicto era previo y necesario conocer al hombre.
Para comparar cosas similares en épocas distintas no tienen por que ser ellas de la misma naturaleza. La Reforma (protestantes contra papistas) Imperialismo (marxismo-capitalismo) son quizá, pese a su aparente falta absoluta de relación, los sistemas de ideas que comparativamente más han dividido, separado y ensangrentado a la humanidad, dejando detrás de sí, luego de aplacadas las querellas y sofocadas las pasiones, un mundo occidental profundamente dividido y distinto al antes existente.
La enseñanza más actual de Montaigne (si es que cabe lo de "actual" para obras como los Ensayos, cuya genialidad las hace perennes riquezas de nuestra cultura): es la de dar una solución, parcial o no, perfecta o no, pero sí sabia y meditada, a la modificación de un mundo que al parecer se perdía irremediablemente en el fanatismo, los odios y las sórdidas intenciones despertadas por las guerras de religión. Estas habían distorsionado a tal punto al mundo occidental que ni los humildes, ni los mismos burgueses, ni los señores, ni los prelados, ni los poderosos reyes se sentían seguros en sus situaciones, sino que todo lo invadía la agresividad, disfrazada de pureza o pregonando fidelidad.
La Reforma nace junto al auge del Renacimiento y como su consecuencia ideológica, así como la formulación del marxismo nace junto a la irrupción del mundo tecnológico y se plantea como opción revolucionaria y como problema en pleno auge de la eficiencia productiva de ese mundo, del cual denuncia su inequidad social. Hoy la poderosa técnica industrial ha suscitado un dramático problema universal, que se manifiesta en la disponibilidad de los recursos no renovables y en los atroces avances de los desechos tóxicos, que el hombre produce para la satisfacción de un momento -y de unos pocos-, pero que comprometerán a todos, de seguir acumulándose, poniendo en peligro su propia supervivencia.
Pese a cismas ideológicos o mejor quizá por ellos mismos, el hombre no deja de ser si mismo y debe recordar que el tesoro de la naturaleza humana: el respeto a la dignidad de su persona, está situado mucho más profundamente en su alma que lo que está la manera de interpretar a Dios en la tierra o de dividir los bienes de esta y que también los ponentes de estas ideas, antes como ahora, se acusaban mutuamente de esclavizar al hombre...
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