crónica crónica
La misma moneda
El hombre le puso manteca al pan. Lenta, parsimoniosamente. Luego limpió el cuchillo con un repasador que estaba encima de la mesa, miró por la ventana hacia afuera -llovía como llueve en los países nórdicos, silenciosa e implacablemente-, carraspeó. Dirigiéndose a Ricardo, el argentino, le espetó: "¿Y a ti el viajar te ha vuelto más tolerante?". Vivo el tipo. Le preguntó al argentino, presintiendo la respuesta, no a mí. Estábamos en el albergue juvenil de Aarhus en Dinamarca, a pesar de que los tres ya habíamos sobrepasado con largueza la juventud. Desayunábamos en la cocina del hotel alternativo al que habíamos llegado la tarde anterior, con la lluvia pegada a los talones, persiguiéndonos, y nuestro compañero matutino era un barbado holandés, sociólogo, que recorría Escandinavia en bicicleta. Se hallaba trabajando en un estudio sobre tolerancia y racismo para una universidad de Amsterdam y cada oportunidad que tenía la aprovechaba para recopilar datos, informaciones y opiniones. En aquella mañana se había topado, mientras untaba manteca al pan, con dos especímenes perfectos para una encuesta: un par de sudamericanos practicando indigenismo en la cocina de un albergue danés. Mateábamos con el minúsculo adminículo del argentino y discutíamos las presuntas cualidades de Batistuta, que era del mismo pueblo que Ricardo. El holandés no sólo se interesaba en sus gráficas y en pedalear bajo la lluvia por rincones indómitos del norte de Europa, sino que también era un fanático de fútbol ("¡El Ajax de Cruiff fue el mejor equipo que ha existido en toda la historia del deporte!") y había vivido cinco años en Buenos Aires, lo que hacía que hablara un español que lindaba la perfección si no fuera por los innumerables "boludo" y "la c... de su madre" con los que coloreaba sus expresiones. Le gustaba Gardel, Maradona y el dulce de leche. El mate le parecía "amargo" y los culos de la mayoría de las porteñas "dulces".
Ricardo se sirvió otro mate diminuto. Lo sorbió despacito ensimismado en la espumita verde. Miró la lluvia rebotar contra los vidrios. Sonrió. Y dijo: "No".
Los viernes son días de reunión en el trabajo. Tras la tarea semanal cumplida, los veteranos en el laburo, los que llevamos cinco o más años yugando en el vil oficio de la mecánica, nos reunimos en el depósito a tomar unas cervecitas y a platicar -como dicen los mejicanos-.
El viernes pasado, en vez de charlar de los temas habituales (fútbol, mujeres, putear al jefe, fútbol, mujeres) nos enfrascamos en una discusión acerca del comportamiento social de las diferentes etnias que habitan en Suiza. En particular sobre la gente de la ex Yugoeslavia. Estas personas, que en realidad pertenecen a diferentes grupos de variados orígenes étnicos y religiosos (hay bosnios y albanos que son musulmanes, serbios y montenegrinos que son de la iglesia ortodoxa rusa, croatas que son católicos y protestantes, y otras decenas de ramificaciones menores como gitanos, griegos y turcos) están bajo la mirada crítica de los helvéticos y de las otras agrupaciones de origen extranjero (italianos, alemanes, españoles, portugueses) que compone el mosaico de siete millones de habitantes de Suiza. Cada día se puede leer en los diarios locales la lista de hechos perpetrados por eslavos y albanos; van desde inofensivas infracciones de tráfico a asaltos a mano armada, pasando por venta de drogas, trata de blancas y peleas descomunales entre familias enemistadas.
Peter es un suizo que ha viajado mucho y vivido una buena parte de su vida en África; Eritrea, Nigeria y el Sudán han sido sus lugares de trabajo y vivienda durante la pasada década. Probaba prototipos para la Rover y Jeep lo cual hizo que entrara en contacto, al estar mucho tiempo en lugares inhóspitos valorando la calidad de los materiales y el comportamiento de las máquinas en condiciones extremas de temperatura y aridez del terreno, con lugareños de poblados alejados de cualquier punto de civilización. Un tipo que lo ha visto todo. Peter trabaja ahora con nosotros. Y refiriéndose al tema de los yugoeslavos dice: "No los soporto. No soy racista, soy antieslavista. No los aguanto. Su tendencia a la violencia. Su arrogancia. Sus códigos. Su sistema clánico. No van con nuestro estilo de vida".
Yo quise dar mi opinión; que una sociedad multicultural es siempre mejor que una a la que la involución condena al olvido y la desaparición. Puse ejemplos de como, en una sociedad abierta, primero se nota en el deporte y luego en otros ámbitos más complejos como el empresarial, las artes y la política la asimilación e integración de las nuevas masas con nuevos impulsos e ideas. Dije que se fijara en los nombres de la Selección Suiza U20: hay jugadores llamados Japukovic, Baykal, Mitreski, Berisha o Shala.
"No sé" dijo "A lo mejor tienes razón. Pero no los soporto lo mismo".
Ricardo y Peter, ambos con mucha experiencia en el extranjero, son la misma persona en diferentes pieles y nacionalidades: son las dos caras de la misma moneda. Discriminados y discriminantes se confunden en una sola personalidad y pierden el uso del raciocinio al estar enfrentados al dilema. Dan vida con su incomprensión a personajes políticos que de otra manera no tendrían cabida en sociedades tan avanzadas como la europea: los Hayder en Austria, Le Pen en Francia o Blocher en Suiza. Y ni hablemos del ciudadano común, el de a pie, el que no ha salido nunca de su terruño y no ha tenido la oportunidad de comparar y entender que lo seres humanos somos todos los mismos, más allá de detalles sociales y culturales de forma.
Por lo menos en el Uruguay de mi niñez tampoco éramos unos santos en la materia. Recuerdo que uno de nuestros mayores placeres era enterrar a Esteban, un amigo negro, en la arena. Hacíamos un pozo bajo los pinos que rodeaban la Escuela 27 y metíamos a Esteban en él, parado. Le quedaba la cabeza afuera. Parecía una mosca en la leche. Al principio Esteban se quedaba quietecito con los ojos grandes como platos. Luego, al cabo de unos minutos, empezaba a implorar que lo sacásemos. Le decíamos que era una película de horror y que él era una cabeza sin cuerpo. Se asustaba y empezaba a gritar. El padre venía corriendo, a las puteadas, con una pala a desenterrar al hijo. No había, empero, maldad predeterminada, consciente; nos reíamos todos, al principio, inclusive, Esteban. Creo.
Una sociedad que se niega a ser multicultural se pierde algo tan maravilloso como el deseo de vida del negro Edú, otro amigo de la adolescencia, que decía que su mayor anhelo era poder llegar a casarse con una rubia bien rubia ("¡Rubia blanca platino!") así los hijos le salían de Peñarol.
Y como buen manya obstinado que es lo cumplió.
Aunque a su mujer, rubia blanca platino, le interese, hoy por hoy, un pito el fútbol.
Wilmar Berdino
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