El concepto de Territorio: Nuevos comienzos
Juan Pedro Urruzola
Los saltos cualitativos producidos en el mundo de las ideas durante el siglo XVIII representaron la conclusión de un largo proceso de cambios materiales e intelectuales iniciado varios siglos antes y a la vez el comienzo de una nueva historia social y política cuyos alcances postreros caracterizan aún nuestro presente. Un nuevo dios no-interventor dejó su antiguo lugar a una naturaleza en movimiento cuyas reglas secretas, ahora sí, el hombre podía desentrañar.
El optimismo producido por las incalculables potencialidades del conocimiento y la razón produjo una nueva fe fundada en la idea del progreso y un nuevo hombre conciente, definitivamente capaz de construir su propio destino.
Los grandes descubrimientos geográficos sucedidos a partir del siglo XV así como la profunda reconceptualización del universo iniciada por Copérnico, problematizaron nuevamente al territorio. La revolución del pensamiento procesada en Europa a partir del Renacimiento significó, como no había sucedido desde la antigüedad, una reconsideración crítica del propio concepto y de sus proyecciones sociales más importantes. Las tormentas políticas que se avecinaban, preparadas en este nuevo clima intelectual, tuvieron una proyección territorial muy fundamental en la conformación del mundo moderno.
A mediados del siglo XVIII aparecieron dos obras cuyas repercusiones serían claves en la historia política inmediata y futura: Del espíritu de las leyes, escrito por el barón de la Brède y Montesquieu y publicado en 1748, y El contrato social o Principios de derecho político, escrito por el ginebrino Jean Jacques Rousseau y publicado en 1758. Al igual que en tantas otras disciplinas, el pensamiento político de la ilustración y estas obras en particular encontraron en la antigüedad clásica el espejo donde mirarse, los antecedentes teóricos a partir de los cuales investigar y la experiencia histórica que permitía justificar o no los más diversos puntos de vista.
Del Espíritu de las Leyes
Del espíritu de las leyes es un tratado compuesto por 31 libros. En cada uno de ellos se discute y analiza la ley en relación a temas precisos como el ordenamiento político, las formas de gobierno, los poderes del Estado, la libertad, la educación, la guerra, la religión, el dinero, la justicia, etc. Las referencias al territorio en su sentido más amplio son numerosas en toda la obra, aunque dedica cuatro libros a la relación de la ley y el clima, uno a su relación con la naturaleza del terreno y otro a su relación con la cantidad de habitantes. (1) Aun manteniendo claras referencias a los antecedentes de la antigüedad greco-romana, el territorio comienza a visualizarse como una problemática trascendente que la razón debe indagar, pues interviene considerablemente en la vida de los hombres y sus sociedades.
El libro XIV se inicia afirmando que "si es cierto que el carácter del alma y las pasiones del corazón presentan diferencias en los diversos climas, las leyes deben estar en relación con esas diferencias" (150). Apoyado en la evidencia física de que el frío contrae y el calor dilata, Montesquieu dedica el resto del libro a demostrar que tal afirmación es cierta pues los más variados puntos de vista (fisiológico, biológico, psicológico, geográfico, histórico, etc.) así lo permiten verificar. (2) Los pueblos de climas fríos serán, en su opinión, enérgicos e industriosos; los pueblos de climas cálidos, por el contrario, serán indolentes y vacilantes. (3) A partir de tal hipótesis Montesquieu pasa revista a diversos aspectos de su contemporaneidad, con el claro propósito de explicarla y muy a menudo justificarla. (4)
Es interesante anotar que Aristóteles sostuvo un razonamiento similar, que lo llevó a conclusiones geográficas diferentes. "Los pueblos que habitan los climas fríos se nos presentan llenos de valor, pero son inferiores en inteligencia y en industria; así conservan su libertad, pero son inhábiles para organizar un buen gobierno y para la conquista. Los asiáticos tienen más imaginación y aptitud para las artes; pero carecen de energía y sufren con calma un perpetuo despotismo. La raza griega, colocada en una situación topográfica intermedia, reúne las ventajas de los dos climas. Posee a la vez la inteligencia y el valor. Sabe al mismo tiempo conservar su independencia y organizar buenos gobiernos, y sería capaz, si estuviera reunida en un solo Estado, de conquistar el universo" (133). En dos mil años de historia el mundo se había expandido considerablemente. También, del siglo IV AC al siglo XVIII DC, los centros de poder y dominio en occidente se habían desplazado al norte y al oeste. Sin embargo, el punto de vista conceptual sobre "la influencia de las causas físicas" (ídem) parece muy similar.
En los libros XV, XVI y XVII Montesquieu se detiene particularmente en el análisis de los distintos tipos de esclavitud y sus relaciones con el clima. Sobre la base de la misma hipótesis, analiza alternativamente las que llama esclavitud civil, doméstica y política. Aunque sostiene que "la institución no es buena por naturaleza" (160), admite que en los países despóticos, "donde ya se está sujeto a la esclavitud política", la esclavitud civil es más tolerable ("todos allí se dan por muy contentos con tener el sustento y conservar la vida"). Contrariando los argumentos de Aristóteles, Montesquieu sostiene que ellos no prueban que haya esclavos por naturaleza y agrega "que hay que convenir en que la esclavitud es contraria a la Naturaleza" (163). Su visión, sin embargo, es considerablemente ambigua. Sostiene que "es necesario... limitar la esclavitud natural a determinados países", ya que en los demás todo puede hacerse con hombres libres. En el capítulo titulado "Inutilidad de la esclavitud entre nosotros" cita el ejemplo del trabajo en las minas europeas, realizado anteriormente por esclavos y delincuentes, cuando "sabemos hoy que los mineros viven felices. Los hay que escogen ese trabajo voluntariamente, que gozan de algunos privilegios y que tienen bastante remuneración" (164). Sin embargo, a propósito de los esclavos africanos llevados al Nuevo Mundo para asegurar la producción del azúcar, opina que este "sería demasiado caro si no se obligase a los negros a cultivar la caña" (162). Su postura frente al tema queda finalmente de manifiesto cuando define "lo que deben hacer las leyes con relación a la esclavitud", sosteniendo que éstas "deben evitar, por una parte, sus abusos, por otra, sus peligros" (165).
El libro XVIII se inicia afirmando la influencia que tiene el terreno en las leyes, ya que "la bondad de las tierras de un país determina su dependencia" (184). La hipótesis anterior, referida al impacto del clima sobre las sociedades humanas, se mantiene ahora en relación a la tierra. Sostiene Montesquieu que cuanto más rica sea la tierra de un país y más abundantes sus cosechas, tanto más deberá temer su pillaje. "Los países fértiles son llanos en los que no puede oponerse al más fuerte una resistencia eficaz; hay que someterse a él. Y luego de establecida su dominación, ya el espíritu de libertad no se recobra" (185). Por ello en los países fértiles se verán más a menudo gobiernos personales y en los países estériles gobiernos de muchos ("algunas veces puede ser una compensación"). En estos últimos, por ejemplo en "los países montañosos, puede conservarse lo poco que se tiene... porque están menos expuestos a invasiones y conquistas" (185). Sin embargo, también afirma que los países estériles hacen a sus "habitantes industriosos, trabajadores, sufridos, sobrios, valientes, aptos para la guerra, porque necesitan ingeniarse para buscar lo que el país les niega". La abundancia que acompaña a la fertilidad, por el contrario, genera desidia, inactividad y más apego a la vida. Constituiría, por lo tanto, "la causa de que haya tantos pueblos salvajes en América" (187).
El determinismo climático, sin embargo, no explica todo. Sostiene el propio Montesquieu que "los hombres con su trabajo, sus cuidados y sus buenas leyes, han transformado la tierra mejorando sus condiciones de habitabilidad. Hoy vemos ríos que corren por donde antes se estancaban formando pantanos y lagunas; es un beneficio que no lo produjo la Naturaleza, pero la Naturaleza lo conserva". Su precisa observación lo lleva a afirmar que "así como las naciones destructoras ocasionan males que duran más que ellas, también hay naciones industriosas productoras de bienes que les sobreviven" (186).
En el libro XXIII Montesquieu plantea el tema de las leyes con relación al número de habitantes. Analiza en particular el problema que representa la disminución de la población y los remedios que pueden ensayarse para evitarla, manifestando especial preocupación por la necesidad de incrementar la población europea de entonces. "Así como los políticos griegos hablan siempre del excesivo número de ciudadanos que pesaban sobre la república, los políticos modernos hablan de los medios conducentes a aumentar la población" (284).
Conviene notar que Montesquieu habla de habitantes y no de seres humanos abstractos. Sus habitantes ocupan el espacio y lo usan, son seres necesariamente territoriales. Cita al emperador Augusto cuando afirma que "la ciudad no consiste en casas, pórticos y plazas públicas: son los hombres los que constituyen la ciudad" (278). Por ello no sorprende que ponga en evidencia que las distintas producciones agrícolas (pasturas, granos, vides, etc.) implican necesidades de mano de obra tan diversas como diversas son las capacidades demográficas resultantes; o que llame la atención sobre los importantes perjuicios económicos y sociales generados por la injusta distribución de la tierra entre sus contemporáneos. "Cuando hay una ley agraria y las tierras están muy repartidas, el país puede hallarse muy poblado aunque haya pocas artes, porque cada ciudadano saca de labrar su tierra precisamente lo que necesita para sustentarse y todos consumen los frutos del país. Esto es lo que pasaba en algunas repúblicas antiguas" (274). Partiendo de la experiencia griega y sus respuestas al crecimiento demográfico excesivo, Montesquieu realiza una larga historia del tema que concluye con Luis XIV y su promoción de la natalidad. "De lo dicho se deduce que Europa tiene todavía necesidad de leyes que favorezcan la multiplicación de la familia humana" (284).
Los accidentes puntuales generadores de despoblamiento (guerras, pestes, hambrunas) no son los problemáticos. Tienen remedio, pues los hombres pueden volver a recomenzar y generalmente lo hacen. Para el barón de la Brède y Montesquieu los casos desesperados son aquellos en los que el despoblamiento ha sido lento y sostenido, producido por problemas que hoy se llamarían estructurales. Como ejemplo menciona "los países asolados por el despotismo o por los privilegios desmedidos que se otorgan al clero con perjuicio de los laicos" (285). En estas condiciones la promoción de la natalidad no puede aportar mucho. "En tal situación, habría que hacer en toda la extensión del imperio lo que hacían los romanos en una parte del suyo: repartir la tierra entre las familias que no tienen nada, dándoles medios de desmontarlas y sembrarlas. Este reparto debería hacerse a medida que hubiese un hombre a quien entregar su parte, de modo que no hubiera un solo momento perdido para el trabajo". (6)
Del Contrato Social
El contrato social de Rousseau es más parecido a un ensayo político que a un tratado. En su advertencia inicial el autor explica que es el extracto "menos indigno" de una obra considerablemente más amplia emprendida y abandonada mucho tiempo atrás. Compuesta por cuatro libros a lo largo de los cuales desgrana su visión sobre la naturaleza, el sentido y las características de la organización política en las sociedades humanas, el autor sostiene que escribe porque no es ni príncipe ni legislador. Si lo fuera, aclara con mucha razón, "no perdería el tiempo diciendo lo que hay que hacer; lo haría o me callaría". Probablemente en ese decir lo que hay que hacer radique la primera diferencia importante con el tratado de Montesquieu: el propio subtítulo de la obra, Principios de derecho político, lo corrobora.
"El hombre ha nacido libre y en todas partes se encuentra encadenado". En esta definición, con la que se inicia la obra, se encuentra una buena síntesis de su desarrollo. Para Rousseau el mayor bien de todos, "el fin de todo sistema de legislación" (51), consiste en alcanzar dos objetivos fundamentales. Por un lado, la libertad, "que convierte al hombre verdaderamente en amo de sí mismo" a través de "la obediencia a la ley que uno se ha prescrito" (20) y por otro la igualdad, que hace "que ningún ciudadano sea suficientemente opulento como para comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para ser obligado a venderse" (51).
El orden social, en su opinión, se fundamenta en convenciones. La esclavitud, por el contrario, es una condición humana aberrante impuesta por la fuerza. "Así, de cualquier modo que se consideren las cosas, el derecho de esclavitud es nulo... Las palabras 'esclavitud' y 'derecho' son contradictorias y se excluyen mutuamente" (12). En cualquier situación y en sus más diversas variantes, más allá de su realismo, sostiene que el siguiente discurso es una insensatez: "Hago contigo un convenio en perjuicio tuyo y en beneficio mío, que respetaré mientras me plazca y que tú acatarás mientras me parezca bien" (13). Por el contrario, "si eliminamos del pacto social lo que no es esencial, nos encontramos con que se reduce a los términos siguientes: 'Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, recibiendo a cada miembro como indivisible del todo'-" (15). Con tal pacto colectivo nace una "persona pública", asimilable a la antigua ciudad-estado, que "toma ahora el nombre de república o de cuerpo político, que sus miembros denominan Estado, cuando es pasivo, soberano cuando es activo y poder, al compararlo a sus semejantes. En cuanto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman más en concreto ciudadanos, en tanto son partícipes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto están sometidos a las leyes del Estado" (16). En el marco de tal contrato "quien se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado por todo el cuerpo: lo que no significa sino que se le obligará a ser libre" (19).
Definida la naturaleza del ordenamiento social propuesto, Rousseau analiza el tema de la propiedad. Su derecho reposa, afirma, en el derecho del primer ocupante. Para autorizarlo sobre cualquier terreno, sin embargo, deben cumplirse las condiciones siguientes: "primera, que este territorio no esté aún habitado por nadie; segunda, que no se ocupe de él sino la extensión necesaria para subsistir; y tercera, que se tome posesión de él, no mediante una vana ceremonia, sino por el trabajo y el cultivo, único signo de propiedad que, a falta de títulos jurídicos, debe ser respetado por los demás" (21). Con este sentido de la propiedad, la reunión de las tierras contiguas de los particulares se transforma en territorio público y convierte su dependencia recíproca en la fuerza que garantiza su mutua fidelidad. o(7) Sin embargo, antes de concluir su análisis del tema, sostiene que "el derecho que tiene cada particular sobre su bien está siempre subordinado al derecho que tiene la comunidad sobre todos, sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía" (23). El sentido ético del contrato social, por lo tanto, consiste en superar las eventuales desigualdades generadas por la naturaleza con la virtud civil que debe dar sustento a las convenciones sociales y a las normas del derecho.
Rousseau retoma el argumento aristotélico a propósito de las adecuadas dimensiones que debe tener el territorio, "a fin de que no sea demasiado grande para ser bien gobernado, ni demasiado pequeño para poder sostenerse por sí mismo" (45). Un territorio excesivamente grande debilita los vínculos sociales; por razones opuestas, los Estados pequeños son proporcionalmente mucho más fuertes. De todas maneras su determinismo territorial no le impide considerar que "se debe contar más con el vigor que nace de un buen gobierno que con los recursos que proporciona un gran territorio" (47).
El autor ginebrino sostiene que un cuerpo político puede medirse según la extensión de su territorio y el número de sus habitantes. Entre ambas variables, precisa, debe existir una relación conveniente. "Los hombres son los que hacen el Estado, y el territorio el que alimenta a los hombres. Esta relación consiste, pues, en que la tierra baste a la manutención de sus habitantes, y que haya tantos como la tierra pueda alimentar". Si es demasiado grande, deberá protegerse de sus vecinos; en caso contrario, dependerá de ellos. Ninguna de las dos situaciones, en opinión de Rousseau, resultará conveniente. Sin embargo, "no se puede ofrecer un cálculo sobre la relación fija que tiene que haber entre la extensión de tierra y el número de hombres, de modo que baste aquella a estos" (48). Las condiciones del terreno, su grado de fertilidad, el tipo de producción, la influencia del clima, el temperamento de los hombres, sus distintos consumos, la fecundidad de las mujeres... Los factores que pueden intervenir, según los casos particulares, parecen demasiado variados y variables como para permitir la elaboración de reglas definitivas a su propósito.
Luego de analizar las distintas formas de gobierno y la conveniencia de cada una de ellas según el tamaño del territorio (para la democracia el pequeño, para la aristocracia el mediano y para la monarquía el grande), Rousseau también se detiene en los condicionamientos que impone el clima. "Cuanto más se medita este principio establecido por Montesquieu, más se constata la verdad que encierra. Cuanto más se le discute, más ocasiones se ofrecen de encontrar nuevas pruebas que lo apoyen" (77). Sin embargo, sus conclusiones son distintas. Los territorios estériles, "donde el producto no vale el esfuerzo que exige", no deben cultivarse. Se dejarán para que sean poblados por pueblos salvajes. En aquellos territorios donde el trabajo apenas "no dé más que lo preciso deben ser habitados por pueblos bárbaros", porque allí la civilización no será posible. Los territorios donde el excedente del trabajo sea mediano convendrán a los pueblos libres; sin embargo, aquellos donde se obtenga un fruto abundante con poco trabajo, necesitarán gobiernos monárquicos "que consuman el exceso de los súbditos, mediante el lujo del príncipe". Las excepciones, en su opinión, sólo confirman la regla. Afirma que "aún cuando el sur se hallase cubierto de repúblicas, y todo el norte de Estados despóticos, no sería menos cierto que por efecto del clima, el despotismo conviene a los países cálidos, la barbarie a los fríos, y la civilización a las regiones intermedias" (79).
El criterio político-climático, en este caso, se asemeja mucho más al de Aristóteles que al de Montesquieu. Probablemente esto refleje un punto de vista mucho más político de lo que parece en principio, ya que mientras Montesquieu dirigía su mirada al sistema inglés, Rousseau la dirigía hacía Grecia y en particular a la Atenas democrática. Mientras los aportes del primero serán fundamentales en la consolidación de las doctrinas liberales modernas, los aportes del segundo, particularmente con su defensa de la democracia directa (8) y la justicia social, alimentarán las diversas doctrinas revolucionarias que a partir de 1789 pretenderán transformar la sociedad.
nota al pie 1a columna
Este es el segundo de una serie de tres artículos sobre el concepto de territorio. La publicación de la serie concluirá en el próximo número.
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