crónica crónica
El centrojás
"¿A qué no sabes desde dónde y desde qué te estoy llamando?" me dijo sorpresivamente mi viejo desde el otro lado de la línea. Yo había levantado extrañado el tubo del teléfono al sonar cerca de la medianoche de aquel martes lluvioso de finales de Junio del 2001, y al oír la voz de mi padre mi asombro aumentó. Apenas tres horas atrás lo habíamos despedido con mi Futura Ex en el aeropuerto de Zürich al emprender él junto a mi madre el viaje de regreso al Uruguay tras las seis semanas de visita que nos habían hecho, las cuales, tras algunas discrepancias iniciales (en los tres primeros días mi viejo se tomó, dilapidó, aniquiló, pulverizó, desintegró mi preciosa ración de yerba uruguaya para todo un año; el gramo de Canarias para los pocos orientales en el norte de Suiza cotizaba por aquel entonces al mismo precio que la onza de oro) transcurrieron en plena concordancia y armonía familiar.
"París" le dije "¿qué pasó?". Sabíamos que el vuelo de Air France hacía parada en la capital francesa, pero el hecho que nos llamara era extraño: habíamos quedado que nos avisarían en cuanto llegasen a Maldonado, pero no en cada escala.
"Nada. París, sí... Pero...¿desde qué? Adivina"
"Ni idea. ¿De una cabina desde el Charles de Gaulle?" dije aún más intrigado. Mi viejo no era de hacer películas, y menos de suspenso.
"No. Desde el móvil del Richard" me dijo con un tono de sastifacción.
"¿Richard?" Por alguna razón extraña me vino a la cabeza Richard Widmark, pero no podía ser posible porque, primero, mi viejo no hablaba inglés, y segundo, porque el Widmark ya hacía rato que estaba bajo tierra. O creía que lo estaba, por lo menos.
"¡Núñez!" exclamó mi viejo "¡Richard Núñez, el que juega en el Grasshoppers!".
Causalidades más que casualidades habían hecho posible el encuentro de mis padres con el ex jugador de Danubio que militaba, con apabullante éxito (9 goles y 5 pases de gol en los siete partidos finales que decidieron el campeonato en favor del Grasshoppers) en el recientemente coronado campeón helvético. Debido a sus fulminantes actuaciones lo habían llamado para jugar en la Celeste y se hallaba en el mismo vuelo que mis padres siguiendo la convocatoria.
Mi viejo, que se había convertido en su madurez en un teórico del fútbol, estaba sonoramente deleitado del encuentro: tenía, por primera vez en su vida, la posibilidad de un tête a tête con un famoso con el cual intercambiar ideas, opiniones, tácticas y disposiciones del principal deporte.
Mi padre en su juventud supo ser un centrojás de aquellos de los de antes, paradito al medio de la cancha, repartiendo pelotas a los costados sin despeinarse el jopo y comiendo alguna canillita que otra que se aventuraba a ingresar en su radio de acción, el patronato del círculo central, aunque esto último lo negaba siempre categóricamente, con un tono de indignación en la voz: "¡Jamás pegué una patada de más! ¡Todo lo resolvía con la técnica!". Para su desgracia, el único recuerdo que tengo de él vistiendo una casaca de fútbol, data de las postrimerías de su prolongada carrera y está ligado a un episodio alejado de las finezas futboleras, cuando jugaba en el Perlita, escuadra que tenía los colores de la verde-amarelha brasilera y el estilo de juego de las Islas Salomón: cuadro contrario que entraba a su reducto era, literalmente, canibalizado, y los partidos casi nunca finalizaban sin una gresca generalizada, en donde espectadores y actores se aunaban en el terreno de juego y en las zonas aledañas en una especie de ballet divertidamente caótico y violento. Cabe agregar que la cancha del Perlita estaba situada en las afueras de Maldonado, camino a San Carlos, aproximadamente en donde hoy día se halla el Barrio Hipódromo, y el campo de juego era un terreno al que habían limpiado de chilcas al borde de una isla de eucaliptos, los cuales se hallaban, algunos de ellos, peligrosamente cerca de las líneas demarcatorias, lo que llevaba a curiosos incidentes cuando los jugadores, concentrados en el balón y en el contrario, irrumpían en desenfrenadas carreras, esquivando espectadores, puestos de ventas de tortas fritas, perros y árboles. Mi viejo nos llevaba, a mi hermano y a mí, cada domingo que jugaban de local, en una bicicleta a la que había preparado para esos efectos con asientitos de madera, uno adelante, colgado del manillar, y otro detrás, en la parrilla. Para nosotros era una fiesta el sólo hecho de ir hasta la cancha ya que por aquel entonces la zona estaba casi totalmente despoblada y mi viejo pedaleaba paralelo a las vías del tren, bajo frondosos árboles por el costado de pedregullo de la ruta, lo que, bajo nuestros ojos infantiles, era como ir a una expedición en lo desconocido. En aquel día en particular nos hallábamos mi hermano y yo al borde de la cancha, desentendidos del partido, matando escarabajos o ensimismados en algún juego con otros niños, cuando de entre el mar de piernas de los paisanos que componían las barras bravas de los cuadros en disputa, veo aparecer la imagen de mi viejo apareado a un rival, ambos a toda velocidad con la pelota como excusa entre ellos, en un maremágnum polvoriento de codazos, patadas y empujones, bajo el aluvión de palabrotas, risas y gritos de aliento por parte del público. Los dos siguieron la lucha por el balón entre la gente que saltaba a los costados y animaba con fervor la contienda. El juez, que lo único que tenía de negro era la boina, las alpargatas y un par de dientes solitarios, no tuvo más remedio que expulsarlos a los dos, sacando del bolsillo de la grasienta camisa a cuadros una cartulina roja.
"¡Probablemente la única vez en toda mi carrera que me han expulsado!" explicaba él levantando un índice acusador, herido como un prócer sin corcel. A partir de haber oído aquella anécdota, y desde aquel entonces, Zanzíbar lo comenzó a llamar El Profeta.
El Profeta se dedicó, desde el encuentro en el Charles de Gaulle, el aeropuerto parisino, hasta llegar a Carrasco, luego de intercambiar opiniones acerca de la situación del fútbol uruguayo, suizo y mundial, de aconsejar al Richard ("¡Un muchacho bárbaro, macanudo, muy sencillo... Flor de gurí!") acerca del manejo del dinero, la fama y el futuro tras la carrera de futbolista. La importancia de invertir bien, reflexionar mucho y de permanecer con los pies en la tierra. Etc. Etc. Etc. No sé muy bien lo que Núñez habrá pensado (El Profeta llegó inclusive a ponerlo al teléfono conmigo; ninguno de los dos sabíamos que decirnos, y a mí lo único que me salió fué un "Metele un par de goles a Brasil" lo que respondió con un "No creo que juege, toy en la percha") pero estoy casi seguro que habrá preferido las patadas en los entrenamientos de la Selección del Pato Sosa a la marca de stopper de mi viejo.
Hoy de mañana, cuatro años después de aquello, me levanto y leo en el periódico, con ojos de sueño, que el Richard se marcha del Grasshoppers para jugar en el Atlético de Madrid. Espero que ahora Núñez, que tiene la posibilidad de hacer dinero y de mostrarse al mundo en una liga más competitiva, recuerde al Profeta, aquel centrojás de los de antes, que lo supo aconsejar paternalmente como buen patrón del terreno, una noche en París.
Wilmar Berdino
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