Etica, economía y políticas económicas
Andrés Blanco
En las discusiones acerca de economía, con frecuencia se presenta una tesis según la cual "el único objetivo de la economía es generar valor creciente al menor costo social". Asimismo acontece que el núcleo de esa tesis es presentado como la única característica natural y espontánea de las relaciones económicas y, por tanto, se utiliza para descalificar las propuestas de conducción económica que se orientan en un sentido diverso.
Un ejemplo de ello es el texto de una columna escrito por Carlos Lorenzo y publicado en relaciones (No. 269, octubre de 2006), en el que expone una fuerte crítica a la política económica del gobierno uruguayo y en varios puntos formula tesis y toca problemas generales acerca de las relaciones entre la economía y la ética que rebasan crecidamente un debate en torno al desempeño económico de este gobierno. Al análisis de estas últimas cuestiones están dedicados los párrafos que siguen.
ECONOMIA, DISCURSO ECONOMICO Y ETICA
Una afirmación que se plantea al final del artículo de Lorenzo es que el papel de la "economía" no es hacer justicia, sino "crear riqueza al menor costo social posible". A mi juicio esta es una de las verdaderas "tesis fundacionales" del liberalismo económico (Ricardo, p. 77 a 80), y está presente hasta el día de hoy en buena parte del pensamiento que, de una u otra manera, es tributario de esa corriente teórica.
En efecto, además de ser la formulación central de una de las corrientes de la "economía del crecimiento" (por ejemplo Solow, p. 30 y ss.), a mi entender ella también subyace en toda la teoría económica que conecta con los postulados básicos del liberalismo clásico, como lo son el liberalismo económico directo, que revisitan von Hayek y von Mises, e incluso la todavía muy influyente teoría de la utilidad marginal, iniciada –entre otros- por Jevons y Menger a finales del siglo XIX. Sin embargo, esta tesis liberal acerca de la economía y sus funciones tiene un rasgo específico, que suele quedar soslayado, o por lo menos confuso, en el discurso de sus defensores, y que por ser de orden epistemológico resulta decisivo para entender sus proyecciones: la creencia de que tal "objetivo" de la economía es una propiedad natural o espontánea de ese sector de la acción social.
No obstante estas eventuales confusiones, parecería que de manera implícita los autores que defienden dicha tesis acaban creyendo que, efectivamente, la "creación de valor" y otras acciones complementarias (como la "propensión al intercambio") son los únicos "comportamientos naturales" en materia económica; solo así se explica que, de conformidad con el liberalismo económico, toda acción tendiente a lograr un estado económico pensado como "justo", cualquiera sea la noción de "justicia" que se sostenga, sea vista bien como un imposible, o bien como un camino que, por contrariar la "naturaleza" de la economía, acarreará perjuicios indudables (Hayek, p. 123 y ss; Nozick, p. 94 a 122 y 264).
Conforme a lo anterior, la base de un análisis crítico de esa tesis liberal acerca de la economía es su delimitación discursiva: ¿realmente se trata de una propiedad natural del conjunto de relaciones sociales que agrupamos bajo el nombre "economía", o bien los autores que la propugnan nos están señalando cuál es su propuesta de lo deseable o recomendable para ese grupo de relaciones sociales? La distinción es absolutamente neurálgica: tomando la más que clásica distinción entre los lenguajes descriptivos y los otros lenguajes, como el directivo, el emotivo, el retórico, etc. (Wittgenstein, p. 25, 85 y 87; Ross, p. 17 a 22; Austin, p. 132 y ss.), en el primer caso tendremos afirmaciones cuya aceptación dependerá de su corroboración empírica, siguiendo la también muy tradicional noción de "verdad como correspondencia", de raíz aristotélica. Pero no así si lo que tendremos enfrente será una propuesta de naturaleza directiva, prescriptiva o valorativa, las que, como sabemos, no son susceptibles del valor de "verdad por correspondencia" con los hechos (Austin, p. 45 y 52).
Como enunciado descriptivo, la tesis de que el único "fin" de la economía es generar un valor creciente (y aquí con "economía" me refiero a las acciones sociales en sí, no a la teoría acerca de ellas), es a mi entender refutable sin mayor dificultad. En efecto, la práctica económica de todos los países, desde hace por lo menos un par de siglos, revela que sin perjuicio de las valoraciones positivas o negativas de tales políticas, a través de la economía y dentro de ella se hacen cosas de las más diversas, además de generar incesantemente un mayor valor; entre otras cosas, se han producido redistribuciones de la riqueza. Y no necesariamente en un sentido favorable a los más desposeídos: el crecimiento económico asociado a una mayor rentabilidad de las empresas, en el que los salarios disminuyen su participación porcentual en el producto (lo cual forma parte de la propuesta del crecimiento del ya citado Solow), significa una redistribución regresiva, favorable al capital.
También muchos los gobiernos de los países capitalistas, especialmente los desarrollados, han practicado medidas que, según la concepción liberal de la economía, serían causa probable de un desastre económico: por ejemplo establecer la negociación salarial colectiva entre empresas y sindicatos, o implantar un sistema de tributación sobre las rentas de base amplia y con tasas progresivas. Y, a pesar de todos los pesares, ningún cataclismo económico se produjo en esos países como consecuencia de tales medidas.
Por otro lado, hay otra tesis que se vincula íntimamente con la anterior, y que, planteada como enunciado descriptivo, a mi entender también es refutable: que la implantación de políticas redistributivas de la riqueza en un sentido igualitario obstaculiza el crecimiento económico.
En efecto, se ha verificado empíricamente que las tasas de crecimiento de la economía tienen, en el mediano plazo, una relación inversamente proporcional a la desigualdad económica del país de que se trate, de modo tal que la menor desigualdad económica, resultado de una política redistributiva de la riqueza, suele ir unida a mayores tasas de crecimiento económico (González Borrero, Ramírez Gómez y Sarmiento Gómez, p. 20 a 32). Naturalmente que esto prueba, a lo sumo, una variación concomitante entre mayor equilibrio y crecimiento económicos, pero no necesariamente que la atenuación de la desigualdad económica sea causa del crecimiento, ni tampoco que el crecimiento sea causa de esa atenuación. De todas formas, se trata de una evidencia empírica de primer orden para evaluar las relaciones entre una política de redistribución de la riqueza y el crecimiento económico, ya que demuestra –lo cual no es poca cosa- que no existe una incompatibilidad de principio entre una política activa de redistribución de la riqueza y un crecimiento económico sostenido.
Descartado que la propuesta liberal acerca de que el único fin de la economía es "crear valor creciente" sea una descripción de los hechos, resta considerarla como una propuesta propiamente prescriptiva, calificación que –según creo- es la pertinente en términos discursivos. Ello significa analizar dicha idea acerca de la conducción económica partiendo del supuesto de que, cuando nos proponen tal cosa, los economistas de inspiración liberal nos está señalando un objetivo a perseguir por valorarlo como bueno, o por entenderlo como debido, pero no por implicar estados naturales, espontáneos o necesarios de la realidad.
La calificación como prescriptivas o directivas de estas propuestas, por cierto, no es ninguna novedad, puesto que los mismos economistas hace tiempo admiten que gran parte de su discurso se integra con un sector "normativo", que no describe relaciones fácticas sino que trata de influir en la realidad (Fischer, Dornbusch y Schmalensee, p. 5 y ss.). El problema es que, identificado este discurso como directivo o prescriptivo, y despojado por tanto de la posibilidad de producir juicios "verdaderos" en el sentido aristotélico, deberá proveerse de alguna racionalidad sustituta; para ser más concretos, su "corrección" será en todo caso la consecuencia de su vinculación con una teoría ética general, y de la fuerza y calidad de esta última, puesto que esa parte "normativa" del discurso económico es, guste o no, parte de un discurso práctico o ético en sentido lato.
Lo que ocurre es que la teoría económica de inspiración liberal (probablemente dominante en el mundo occidental) rehúsa autocomprenderse como un discurso prescriptivo y, por tanto, no llama en su auxilio a ninguna teoría ética general, ni mucho menos propone construir alguna teoría de esa índole. Aquí se llega al verdadero problema del liberalismo económico, que consiste en una debilidad epistemológica que se contagia a la teoría económica hoy dominante, indudablemente de inspiración liberal. En efecto, cuando la teoría económica olvida (deliberada o inconscientemente) su propia naturaleza de discurso prescriptivo, y por tanto desprecia toda teoría ética general medianamente articulada, se llega –como señala Sen- a un grave empobrecimiento de la teoría económica en términos de racionalidad, ya que es muy evidente que un discurso de esta índole no puede pretender como único apoyo conceptos gruesos como –por ejemplo- la utilidad marginal decreciente (Sen, p. 21 a 28).
Esta última noción, que parece ser la "piedra angular" del discurso económico "normativo" dominante en las sociedades capitalistas contemporáneas, no es más que una simplificación grosera del viejo utilitarismo de Bentham y Mill, pretendidamente trasmutado como "explicación del comportamiento": en pocas palabras, esta teoría nos dice que todo el comportamiento humano es explicable como una búsqueda de la máxima utilidad en los intercambios de mercancías, la cual va disminuyendo a medida que aumentan las cantidades de mercancías consumidas. Como a ello se agrega que esa "utilidad" equivale exactamente a los precios fijados en un mercado –supuestamente- libre, la conclusión es que el "mercado" termina siendo el único ámbito donde puede realmente manifestarse el comportamiento natural de los humanos, y los precios la única forma de medir la satisfacción de las personas.
Como descripción de la conducta efectiva de las personas, esta "teoría de la utilidad marginal decreciente" es, a mi entender, refutable sin mayor problema: por lo pronto, parte del supuesto claramente falso de que en el "mercado" las personas concurren como en una especie de justa caballeresca, ignorando que a todo lo largo y ancho de la sociedad se ejerce el poder y la dominación, en diversos sentidos y direcciones. Como por otro lado, y en tanto se la entienda como enunciado prescriptivo, la utilidad marginal decreciente ni siquiera puede llamar en su apoyo a la ética utilitarista clásica (dada su reducción drástica del concepto de utilidad), todo el discurso económico normativo que se desarrolla a partir de ella es de una debilidad racional extraordinaria.
REDISTRIBUCION, POLITICA ECONOMICA Y ETICA
En el capítulo anterior señalé que existen evidencias empíricas de que no hay fácticamente una incompatibilidad entre crecimiento y redistribución. Ahora bien, esa y otras comprobaciones acerca de los efectos materiales de la redistribución no son suficientes para sostener racionalmente una política de esa índole.
En efecto, y de similar manera que lo que ocurre con la propuesta de que la práctica económica debe orientarse exclusivamente a "crear valor", la preferencia por la redistribución de la riqueza económica, o si se prefiere la adopción de una praxis económica (obviamente desde el Estado) tendiente a aminorar la desigualdad económica, es un problema ético y, por tanto, solo puede resolverse como lo expresé anteriormente: tomando como premisa ciertos enunciados producidos dentro de una teoría ética general.
Un repaso exhaustivo de estas fundamentaciones sería absolutamente excesivo, pero baste mencionar que ellas se han planteado desde marcos teóricos contrapuestos: la misma teoría de la utilidad marginal reconvertida en sacrificio fiscal mínimo (Pigou, p. 111 y ss.), desde una óptica no utilitarista en sentido propio pero sí consecuencialista (Fagan, p. 160 y ss.), o desde una ética basada en "principios", de raíz kantiana (Rawls, p. 243 y ss.). No obstante las diferencias de enfoque dentro de todas las corrientes favorables a la redistribución, pueden distinguirse dos grandes objetivos: uno vinculado a las necesidades materiales, según el cual todas las personas deberían tener asegurado, por su condición de tales, ciertas condiciones de vida; y el otro vinculado con el poder, según el cual la redistribución de la riqueza económica cumpliría el papel de acercar un ejercicio más igualitario de dicho vector social.
No es mi intención repasar críticamente estos objetivos, sino –otra vez- poner el acento en la naturaleza ética del problema: ambos objetivos últimos de la redistribución solo pueden aspirar a una aceptación racional en el marco de ciertas concepciones éticas generales (por ejemplo, acerca de la existencia de algún tipo de igualdad entre los seres humanos, o acerca del ejercicio del poder social), y dependen por tanto del éxito que puedan tener dichas teorías éticas generales.
En rigor, creo que esta conclusión sobre la racionalidad estrictamente ética de la redistribución puede extenderse a toda política económica. Por ejemplo, tomemos el caso de Keynes y sus ideas sobre la estructura impositiva, quien proporcionó un argumento consecuencialista favorable al impuesto a la renta y en contra de los impuestos generales al consumo. Como se sabe, para Keynes el crecimiento es el resultado de la demanda agregada; vale decir, es el gasto, incitado por la "propensión a consumir", lo que determina los ingresos del resto de la economía y mueve el ciclo económico general de producción y consumo.
Por tanto, si la tesis de Keynes acerca de las relaciones entre crecimiento y demanda es cierta, el efecto de un impuesto a la renta sobre el crecimiento sería o bien neutro, o incluso benéfico, en tanto reforzaría la tendencia al gasto y no al atesoramiento (Keynes, p. 357 y ss.). Visiblemente esta idea de Keynes difiere –por ejemplo- de la sostenida por Mill (Mill, p. 804 a 807), en cuanto a que el impuesto global a la renta opera como un desincentivo al ahorro y al crecimiento. Pero, en cualquier caso, la discusión parte de la base de valorar como algo bueno o deseable el crecimiento económico, lo cual es, según se ha visto, un problema estrictamente ético.
ÉTICA, ECONOMIA Y MARXISMO
En el artículo de Lorenzo que cité al inicio se señala a la propuesta de Marx, así como a su (supuesta) concreción en la Unión Soviética y otros países, como un intento de "gobernar la economía por la Moral". A mi entender, por el contrario, las políticas de redistribución de la riqueza, y más en general la asociación entre economía y moral, sea cual fuere su signo, no son en absoluto notas típicas de la teoría económica marxista, y mucho menos de la praxis económica de la Unión Soviética y el llamado "socialismo real".
Las relaciones entre el marxismo y la moral son harto complejas como para tratarlas en un artículo de esta extensión, pero por lo pronto me parece destacable que el carácter "científico" que Marx atribuyó al socialismo que estaba creando consiste exactamente en lo opuesto a una incardinación de la moral en la economía: la "cientificidad" del socialismo (o el comunismo) en la obra de Marx y Engels implica ver en tal modo de producción no un ideal ético digno de consecución por su valor intrínseco, sino una consecuencia ineluctable del desarrollo de la sociedad, y más concretamente de su antecesor inmediato, cual es el capitalismo.
Basten para demostrar ello la cita –clásica en toda la filología marxiana- de La ideología alemana, texto en el que Marx y Engels expresan que el comunismo no es un ideal a perseguir sino un "movimiento real" originado en el propio capitalismo (Marx y Engels, p. 37 y 38). Mucho más clara todavía es la postura de Marx acerca de la política redistributiva de la riqueza en la Crítica al Programa de Gotha: ante la propuesta de la naciente socialdemocracia alemana de instalar desde el Estado prácticas de esa naturaleza, Marx indica con toda claridad que de nada sirve actuar sobre la distribución si no se alteran las relaciones de producción capitalistas (Marx, p. 19, 20 y 31).
Ciertamente, cualquier lector avisado de su obra advertirá que, a pesar de esas proclamas (o mejor dicho, en contradicción con ellas), late en Marx un afán calificable como ético, consecuencia de la indignación por las condiciones de vida padecidas por la clase obrera de su época, aunque sin duda muchas de ellas son propias de los pobres y marginados (no solo económicamente) de todos los tiempos. Esto derivó en el surgimiento de ciertas corrientes que, tomando puntos de partida marxistas para la explicación del desarrollo social, le sumaron sin embargo teorías éticas concretas (generalmente de inspiración kantiana) para una fundamentación del socialismo, o al menos para una mitigación de las aristas irritantes del capitalismo. Por ejemplo, en esa combinación de marxismo y ética (alimentada por el "pensamiento latente" de Marx) se puede hallar el origen de ciertas tendencias de la socialdemocracia europea, y en otras corrientes sin reflejo político concreto, como el austromarxismo (véase Zapatero en su totalidad).
Lo interesante del caso es que dichas corrientes no fueron las inspiradoras de Lenin ni de la Revolución de Octubre, ya que, sin perjuicio de mantener –estratégicamente o no- espacios discursivos de corte moral (o más bien, espacios discursivos emotivos con matices semánticos morales), estas últimas tendencias del marxismo enfatizaron con toda claridad el carácter inevitable del socialismo como consecuencia histórica del desarrollo capitalista. De manera que creo que es incorrecto vincular la experiencia soviética y del "socialismo real" con una pretensión de dirigir la economía en base a consideraciones morales, y en su lugar creo que tal asociación está presente en su forma más patente en lo que –con deliberada vaguedad- podemos llamar "Estado de bienestar", que alcanzó su apogeo en los países capitalistas del siglo XX.
IDEOLOGIA Y CONDUCCION ECONOMICA
La frase final del trabajo de Lorenzo ("… una ideología es cosa muy diferente a un programa de gobierno") roza un problema realmente importante para toda la teoría social: ¿qué es, y qué papel cumple en la teoría y la práctica, una "ideología"? Propongo en esta instancia concentrarnos en la proyección de esas preguntas sobre la conducción de la política económica de un Estado. Si, en un sentido muy lato, entendemos por "ideología" simplemente un sistema de ideas consistentes acerca de un sector de la realidad social, o acerca de cómo organizar la sociedad, serían "ideológicas" todas las propuestas acerca de cómo organizar la economía: la del actual gobierno uruguayo, la liberal, la marxista, la keynesiana o cualquiera otra que pudiera pensarse.
Sin embargo, es sabido que el vocablo "ideología" ha sido utilizado en un sentido más restringido, en la teoría social y en la espistemología, por autores de signos bien diversos como Destutt de Tracy, Marx o Karl Mannheim (Klimovsky e Hidalgo, p. 228 y ss.), para denominar a los sistemas de ideas que, mostrándose como descriptivos de la realidad, encierran en realidad apologías de determinados estados de cosas favorables de determinados grupos de personas, en una modalidad de estrategia discursiva. Si adoptásemos esta noción de "ideología", en materia de discurso económico sería "ideológica" toda aquella propuesta que, por ejemplo, indicara como una cualidad única y necesaria de un sistema económico algo que es solo uno de sus posibles caminos, o como efecto natural de las relaciones económicas algo que en realidad es el producto de una praxis en sentido estricto (esto es, de una acción dirigida a obtener un resultado). En este último sentido, me parece claro que, aunque no todas, muchas propuestas económicas pasadas y presentes son ideológicas.
Por ejemplo, consideremos la tesis examinada al comienzo de este artículo: "el único objetivo de la economía es generar valor creciente al menor costo social". Frecuentemente ocurre que esa tesis es presentada como la única característica natural y espontánea de las relaciones económicas y, por tanto, se utiliza para descalificar las propuestas de conducción económica que se orientan en un sentido diferente. Sin embargo, hemos visto que esa es una concepción directiva acerca de la economía y no describe un rasgo necesario de la organización económica real, y que en los hechos las economías de los países capitalistas desarrollados y no desarrollados han marchado, incluso en sus fases expansivas, de la mano de políticas estatales intervencionistas y redistributivas. Por tanto, no creo exagerado calificar como ideológica (ahora en el sentido restringido del término) dicha tesis, en tanto nos propone como propiedad necesaria y natural lo que es uno de varios caminos posibles para conducir la economía, decidibles en todo caso en el terreno ético o político (si es que "ética" y "política" son ámbitos racionalmente separables).
De la misma forma, creo que son "ideológicas", en este sentido restringido, las "reglas canónicas" del liberalismo económico, como la no intervención estatal o la libertad total de comercio internacional. Por ejemplo, y si consideramos esta última propuesta, traducida en el discurso tendiente a la supresión de los impuestos en el comercio internacional, la libertad comercial internacional parece ser una excepción en la historia del capitalismo, ya que –salvo algunos países durante algunas décadas del siglo XIX- dicho sistema económico ha convivido en todas sus fases (esto es, tanto en sus expansiones como en las recesiones, tempranamente o en su madurez) con impuestos tanto a la importación como a la exportación (Emmanuel, p. 12 y 13). Lo cual significa, a mi entender, que la proposición del "comercio libre internacional" como el estado natural de las relaciones comerciales internacionales encubre en verdad una propuesta enteramente directiva acerca de cómo organizar dichas relaciones económicas, teniendo esa "naturalización" de una valoración un fin estratégico/retórico, consistente en eludir las críticas a la propuesta y también en aumentar su poder de convicción.
A MODO DE SÍNTESIS
Si alguna conclusión puede extraerse de todo lo expuesto, creo que ella es ante todo epistemológica: si una buena parte de la teoría económica, que incluye principalmente toda la orientada a determinar políticas económicas desde el Estado (cualquiera sea su signo), constituye un discurso prescriptivo, ello significa admitir que en sustancia esa parte de la teoría económica no puede aspirar a producir enunciados verdaderos, en el sentido tradicional de "verdad por correspondencia con los hechos".
Esto no significa renunciar a la labor empírica en la teoría económica normativa, puesto que los teóricos de la Ética han comprobado hace tiempo que todos los enunciados prescriptivos tienen referentes fácticos expresados mediante enunciados descriptivos y, por tanto, susceptibles de verificación o refutación por contraste con los hechos (Hare, p. 80). Sin embargo, lo anterior implica trasladar a la teoría económica normativa todos los problemas propios de la Ética en general, en cuanto a cuáles son los parámetros de racionalidad discursiva aceptables, si no incluso de la Metaética: esto es, si directamente es posible aceptar algún grado de racionalidad en el discurso prescriptivo.
Naturalmente no es este el ámbito para una discusión exhaustiva de estos problemas, pero por lo pronto vale la pena resaltar que si esa conclusión es correcta, en primer lugar la justificación racional de una política económica tiene exigencias bastante más arduas de las que supone la teoría económica dominante hoy por hoy; y, en segundo lugar, que en todo caso tal racionalidad sería de tipo débil, ya que en el presente creo que se podrá convenir que en materia ética pueden, a lo sumo, plantearse aspiraciones de "corrección" de contornos vagos y flexibles.
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