¡Yopperwareparty!

Era la hora lenta que sucedía a aquellas apagadas de la siesta. El resplandor del sol reflejado en la vereda era sobrecogedor y no dejaba lugar a dudas: verano. Las chicharras chistaban enloquecidas desde las hojas de los árboles y los perros, echados a la sombra con la lengua afuera, apenas respiraban bajo el bochorno. Minas era un horno y nosotros, obligados por el toque de queda dictador de mi abuela que regía sobre las digestiones con dulce autoridad, debíamos permanecer adentro sesteando. A veces lográbamos escabullirnos hacia el patio del fondo y hacíamos algún atentado juvenil. Mi primo se había especializado en torturas refinadas. Quemaba hormigas con una lupa, reflectando los brutales rayos solares sobre los cuerpos de los insectos, que bajo el repentino infierno detenían sus alocadas carreras, caían en una especie de corto sopor y luego explotaban y ardían como madera seca. Otras veces nos abocábamos a tareas menos violentas, como comer uvas hasta que nos doliera la panza, tirados bajo el parral sobre la mesita de hormigón que había construido mi abuelo.

Las amigas de mi tía Anita comenzaban a llegar a eso de las seis de la tarde, cuando aflojaba la canícula. Emperifolladas en vestidos a cuadros y con joyas falsas tintineándoles el andar, envueltas en una nube de perfume, entraban al living de la casa besuqueando a todo ser viviente que estuviera descuidado. Al verlas llegar por las rendijas de las persianas abandonábamos el bote a toda prisa, buscando escondrijos a prueba de labios pintarrajeados y abrazos blandos y voluptuosos. Pero nosotros, al ser "extranjeros" de Maldonado en vacaciones, rara vez podíamos escapar a las Triple Nelson afectuosas de las amistades de la hermana de mi vieja.

Tras el protocolo saludador depositaban sus mullidos culos en sillas que mi tía les había preparado, formando un semicírculo en torno a una mesa en la cual había dos grandes maletines negros. Les servía té con masitas y bizcochos y comentaban la telenovela de turno (en aquel entonces era, creo, O Bem Amado) e intercambiaban chismes de casorios, cornamentas y divorcios, cotorreando entusiasmadas en la penumbra fresquita de la casa. Luego, como siguiendo una seña secreta, se quedaban calladas, mi tía se levantaba de la silla y se dirigía hacia las maletas sobre la mesa. Con un elegante ademán no exento de suspenso, las abría.

Entonces el corro de amigas dejaba a su vez las sillas y se arrimaba presuroso a inspeccionar el contenido con los ojos brillantes de lujuria y deseo, a tocar el tesoro de sus sueños, tan fantástico y por una única vez al mes tan al alcance de la mano.

Cremas. Lo que mi tía tenía dentro de los maletines negros eran cremas. Para la cara, el cuello, las manos, el cuerpo, las piernas, los pies. Cremas. Para después de despertarse y para antes de acostarse. Cremas. Para hidratar pieles secas y para opacar la brillantez de las pieles grasas. Cremas, cremas, cremas. Para dar tonos veraniegos a las pálidas y para aclarar a aquellas pasadas de horno. Cremas por donde la vista alcanzara. Mi tía se reunía una vez al mes con sus amigas para venderles cremas. Homepartys. Fiestas hogareñas en las que cada tanto rotaba el lugar de reunión, más que nada si nuevas adeptas a la tersa secta se habían incorporado al grupo en cuestión.

El sistema funcionaba simple y eficazmente. Había una directora general (mi tía) que se llevaba el 25% de las ventas; luego venía un complejo sistema de repartos de beneficios y regalos de acuerdo con el escalafón de las integrantes, que podían ir ascendiendo en la escala directriz en directa proporción a su influencia en la adquisición de nuevas personas y organización de las fiestas.

Los Homepartys fueron un invento salido de una desesperación. En 1946 un americano llamado Earl Tupper revolucionó el sistema de distribución y venta del mundo comercial al -estando impedido de explicar a cada clienta las utilidades y múltiples empleos de sus envases plásticos- encargar a su mujer que invitara algunas amigas a su casa e hiciera ella de anfitriona y entre masita y masita aclarara con ejemplos y lenguaje sencillo el funcionamiento de las Tupperware. A partir de aquel lejano entonces, 59 años atrás, las fiestas de Tupperware se han convertido en leyenda. El círculo cerrado de amistades y el contacto personal con el cliente son la clave del éxito. En Suiza trabajan hoy en día alrededor de 2300 personas para la firma.

De los envases plásticos el sistema de venta saltó a las cremas de mi tía, a los productos de limpieza y a muchas otras cosas que, sobre todo, las mujeres consideran necesario para el uso diario del hogar o la vida privada. Todo muy machista, muy bonito e inofensivo: las amas de casa tenían un pequeño trabajo paralelo que les aportaba algún dinerillo y posibilidad de conocer vida y obra de los alrededores sin el entrometimiento masculino. Hasta que, como de atrás de un árbol helvético, saltó a la fama Anita Wildermuth con sus... ¡Fuckerwarepartys!.En vez de cremitas, productos de limpieza o envases plástico; la madre de dos hijos del cantón de Glarus ofrece vibradores con nombres como Digger, Fishie y Distant Lover a sus amistades más cercanas en Homepartys a la vieja usanza. Entre té y bizcochitos, telenovelas e infidelidades comprobadas, prueban los beneficios de los vibradores in situ. Anita se dio cuenta a sus 41 años, hablando del tema con sus amistades, de lo frustradas que estaban muchas de sus congéneres sexualmente y de cómo el paso de pedir consejo o de comprar sustitutos del amor les resultaba penoso. "Así que... ¿qué mejor que tu íntima amiga te dé la posibilidad de –y nunca mejor dicho- penetrar en el mundo del deseo? Queda entre nosotras y podemos explayarnos a gusto. Como si fuera una terapia sexual, pero mucho más barata. Un vibrador cuesta, de acuerdo con el modelo, entre 50 y 120 francos (35-90 dólares) y está al alcance de cada una el comprarlo. Y..." agrega Anita La Picarona con una sonrisa maliciosa "yo tengo el mejor trabajo: no solo que gano dinero con esto sinó que tengo que probar la calidad de cada nuevo producto que me llega. Ya sabes que el cliente es rey, y no voy a vender porquerías. Iría en contra de la política del negocio". Mal no le va, a Anita. Acaba de formar su propia empresa llamada Femintim especializada en organizar Fuckerwarepartys y vende sus productos también vía Internet.

Viendo el desarrollo, que vengo siguiendo desde que era un impúber, de las fiestas hogareñas, he decidido que el próximo paso lo voy a dar yo mismo. Se me acaba de ocurrir la idea perfecta para dejar de lavar autos en el taller mecánico. Como mi círculo de amistades femeninas es reducido, pondré un aviso en el diario: "Maduro sudamericano se ofrece para alegrar reuniones de amas de casa agobiadas". Luego me compro una gigantesca caja negra en la que quepa dentro, contrato un servicio de correo privado que me deje en las direcciones que respondan al anuncio y cuando estén todas las amigas reunidas, esperando ansiosas ver el contenido, salgo yo con un ágil salto, vestido de conejito, gritando: "¡Yopperwareparty, girls!"

Wilmar Berdino

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