Una poética del encierro

Carlos Liscano salvaje

Juan Pablo Chiappara Cabrera

Colocar en perspectiva La mansión del tirano (de 1992) y El camino a Ítaca (de 1994), que casi no ha sido comentada por especialistas, significa ir al encuentro de elementos de homogeneidad en la poética de Carlos Liscano, así como retomar algunos temas de la cultura uruguaya que pueden ser pensados a la luz de la obra de uno de sus autores más interesantes en los últimos veinticinco años.

Carina Blixen, en su libro Palabras rigurosamente vigiladas. Dictadura, lenguaje, literatura. La obra de Carlos Liscano (2006), recuerda (p. 25) que cuando Liscano se refiere a su novela La mansión … la llama la novela "salvaje". El mismo comentario figura en la contratapa de la edición de Arca. Es sobre este adjetivo que quiero detenerme. Mi pregunta es esta: de ¿qué quiere decir Liscano con "salvaje" o qué acaba diciendo?

Mi línea de lectura parte de lo más obvio: por "salvaje" debemos entender literalmente "no domesticado". Su novela, adjetivada como una novela abstracta por todos los críticos hasta ahora, suele ser comentada como un texto en el que el autor experimentó los límites de la expresión del lenguaje, la imposibilidad de la expresión de su presente a partir de circunstancias de escritura que eran las de la prohibición dentro de la cárcel. La cárcel, por eso mismo, ni siquiera aparecería, para algunos críticos (véase nuevamente la contratapa de la edición de ARCA), error este, entre comillas, corregido ahora por la lectura de Carina Blixen.

Pero, ¿por qué "salvaje"? Podemos acceder a ese sentido (o imaginarlo) si intentamos echar una mirada panorámica a la obra de Carlos Liscano. La diferencia que hay entre esa primera escritura de Liscano que es La mansión del tirano - que escribe después de haber decidido conscientemente hacerse escritor - y otros trabajos como El camino a Ítaca (1994), del cual se ha dicho que representa un viraje en la obra del autor, no está tanto en el carácter más o menos representacional del lenguaje de la trama de cada una de esas dos novelas, sino que hay en ambas un grado de no domesticación diferente. Así, La mansión del tirano es salvaje en la medida en que el lenguaje no está domesticado; hay en ella un proceso de trabajo que lidia con la palabra colocándola en el plano de lo que aparenta una no representación mimética del contexto de escritura. Sin embargo, este contexto está tanto en la trama, aunque atrás de un juego de máscaras y sombras, como también en la forma salvaje de la obra. Salvaje es lo que la trama cuenta (porque cuenta) y salvaje es también el cómo lo cuenta y de dónde lo cuenta, es decir, desde el lugar y la forma de un aprendizaje que tiene que ver con los fundamentos de lo que son dos actividades distintas y complementares de la literatura: la lectura y la escritura. Salvaje es, en definitiva, el resultado final de la novela, aunque menos salvaje que una versión original perdida, que obligará al autor a rescribirla, provocando necesariamente un proceso de domesticación del texto que, sin embargo, reduplica de alguna forma lo salvaje del acto de escritura por lo que significa el esfuerzo de memoria que consigue recuperar la novela un año después, en 1983.

Pero siento que se me sigue escurriendo el sentido de "salvaje". De hecho, el resultado final de la escritura y las marcas del lenguaje de La mansión del tirano, dejan ver la incidencia de una bio/grafia de Liscano, pero no en el sentido de que estemos frente a una obra autobiográfica, porque de algún modo esa novela es justamente lo contrario. Liscano, al contar de manera salvaje la memoria de un pasado en funcionamiento dentro de Libertad e imaginar otros pasados, pero también al contar experiencias de su vida en la cárcel, de la tortura, de los plantones, de los dolores y de las enfermedades, produce una bio/grafia (Maingueneau, 2001), parcial y subjetiva, en el sentido de una grafía de vida (Santiago, 2006), en la que, al dislocar el eje de la vida del plano de lo real para el plano de la realidad del lenguaje literario, se inscribe en la estructura de la novela lo salvaje de una realidad concreta y de una forma de relacionarse con ella. De la bio (vida) se pasa a la grafía (escritura) y es en ese sentido que en La mansión del tirano las voces de la novela que gobierna Liscano imprimen una relación desordenada, bárbara, salvaje y no domesticada de un lenguaje que se diferencia, en la obra del Liscano, de la novela El camino a Ítaca, donde la estructura es extremamente domesticada y lo salvaje se traslada esencialmente a la trama, colocada bajo el signo literario de Onetti y de Beckett, lo cual explicita una domesticación literaria paradójica, de resistencia, se puede decir, y que también linda con lo absurdo.

En ese gesto de pasaje de un espacio de vida a otro espacio de lenguaje y escritura (pasaje que en la expresión bio/grafía puede ser representado por la barra), hay en La mansión del tirano una inscripción del cuerpo, del animal amigo, como lo llamará después Liscano en El furgón de los locos (2001, p.185), inscripción en una literatura que imprime el carácter salvaje de las condiciones en las que el cuerpo Liscano vive durante aquellos años, intentando salvarse, separado de una conciencia que ve ese cuerpo y se ve a sí misma desde afuera. En Liscano, y en La mansión del tirano en particular, hay un doble o múltiples dislocamientos enunciativos de un mismo sujeto que se desdobla y de sus instancias narrativas: el sujeto autor, el narrador, las voces que surgen de esa instancia y que son cuestionadas en la propia narración, los personajes, el preso, el hombre, el desafiliado del MLN en pleno 1976 de/desde dentro de la cárcel, el compañero de celda, otros. Ese dislocamiento radical también se traslada a la escisión del cuerpo y de la conciencia, del personaje Vladimir de la novela El camino a Ítaca. Esas inscripciones de la vida en la obra, ocurren en un proceso de mano y contramano (de doble mano) porque, como dice Dominique Maingueneau (2001), la obra no describe un medio sino que instaura el espacio de su propia enunciación en el discurso. En la bio/grafía hay un recorrido que se realiza en los dos sentidos: de la vida rumbo a la grafía y viceversa. Así, la obra de Liscano también se inscribe (se inscribió) en su vida (como si Sade escribiese en su propio cuerpo), es decir, la grafía se imprime en la bio y transforma al hombre haciendo nacer, literalmente, literariamente, a un (otro) hombre nuevo.

En La mansión del tirano el cuerpo quiere volver o ir hacia un árbol. Lo salvaje de esa condición primitiva del cuerpo, que es una de las pocas cosas que tiene un preso y ciertamente la mejor y más valiosa, inscrita como grafía de vida en la obra del autor nos hace pensar en un nacimiento de la escritura del autor a través de un texto que deja las huellas de lo caótico y sucio del contexto de escritura, y en ese sentido la novela no es abstracta sino muy realista. Se trata de un nacimiento sucio (como la Guerra), sanguinolento, dolorido, asustador, arriesgado, en el aislamiento, pero también (y por eso) con algo de ritual y de acto fundador. Lo salvaje está en que no es un nacimiento domesticado en un lugar domesticado: ni el lugar físico donde está el autor, ni su lugar dentro del panorama del campo literario (Bourdieu, 2005) de aquel entonces; es el nacimiento humano de una literatura uruguaya en condiciones infrahumanas, que está en la antípoda de La ciudad letrada que Rama teorizó y que empieza a desfigurarse también fuera de la cárcel de los 70, en una Montevideo que comienza a cambiar de signo, como quedará explícito a partir del libro Planeta sin boca (1995) de Hugo Achugar. La voz que narra en La mansión del tirano quiere ir y llegar a un árbol que lo obsesiona, cifra de un origen y de una nueva partida, aunque llegue ciego y con el cuerpo mutilado.

No obstante, lo que nace en La mansión del tirano no es un héroe sino una forma, la novela en cuestión y la literatura de Liscano, que está lejos de ser tan solo un ejercicio o un cuestionamiento del lenguaje o un juego de o con el lenguaje. No hay heroicidad (o Liscano no quiere que la haya) sino todo lo contrario, como ocurre también de modo más explícito en El camino a Ítaca con el personaje Vladimir. Como paradoja ese nacimiento salvaje está más allá, o va mucho más allá, de las circunstancias específicas, dolorosas, reales y recordables (y no hay que olvidarlas, al contrario) que crearon las circunstancias de la cárcel y de la tortura durante la dictadura militar en Uruguay. Va más allá, por un lado, porque la novela se transforma en un discurso que asume el quiebre de una forma de hablar, de imaginarse y de representarse de una sociedad (entera) que está provocando una fractura y que empieza a buscar otra forma de decir y de pensarse que hasta hoy dilacera su imaginario. Es ese, quizás, el país que no existe del cual Liscano sigue hablando en La ciudad de todos los vientos (2000, p. 49). El país que dejó de existir como existió una vez y que no consigue encontrar una nueva forma de nombrarse y de reconocerse, por encima de un mito letrado muy desgastado y de una dicotomía ideológica que pueden ser, a veces, falaces e ingenuos por creer que la confianza en el lenguaje ha sido y es tan solo algo que se pueda atribuir a los otros.

----------------

Por su parte, la historia de Vladimir, protagonista y héroe a contramano de la novela El camino a Ítaca, es una historia contada en una estructura romanesca rígida y bien articulada que no esconde una estructura circular, domesticada, diremos, por oposición a la estructura salvaje de La mansión del tirano.

Desde el punto de vista que nos interesa en la lectura propuesta aquí, podemos partir de la observación de la estructura circular y domesticada mencionadas, para afirmar que la dimensión espacial y temporal de la trama, que muestra una aparente y fuerte relación mimética y representacional con un contexto social y con una determinada situación de enunciación específica (Europa en el momento de la caída del Muro de Berlín), pierde cierta importancia o queda relegada al plano anecdótico, frente a una lectura que destacará un elemento ligado a la poética de Liscano que llamaremos, a esta altura, poética del encierro. Este punto de vista nos permite ver en la obra de este autor uruguayo su capacidad de expresar literariamente otros elementos de la enunciación de su obra mucho más ligados y enraizados en la memoria y en el bio/texto (texto analizado bajo el ángulo de la bio/grafia), en su pasado y en los motivos por os cuales Liscano se hace (literalmente) autor literario.

Al cerrar la novela El camino a Ítaca percibimos que inicio y fin son polos opuestos en la linealidad de las páginas del volumen, que en realidad son polos de un mismo signo porque se reabsorben en un punto esencial que produce la sensación de un espacio sin salida, reflejando un elemento de la situación de enunciación que está menos vinculado al momento histórico al cual el romance se refiere en la superficie (que puede ser objeto de otras lecturas en otro momento) y más vinculado a una bio/grafía, en el sentido que le he atribuido hasta aquí.

Vladimir está preso en la estructura del libro: camina páginas y páginas, pero no avanza ni se queda. El viaje y el desplazamiento del personaje, motivo esencial del funcionamiento de esta novela, son anulados en la medida en que el relato con que se inicia la historia es un sueño que sueña Vladimir en el último párrafo del libro, sentado en el banco de una plaza en Barcelona.

Toda la historia puede quedar concentrada en un no movimiento, en el sueño de un mendigo, Vladimir. El viaje con que se inicia la novela puede ser leído como un viaje soñado en la última página del libro. Si este es un sueño, toda la historia vinculada a una situación de verosimilitud y de veracidad, de movimiento y de exterioridad, acaba desmantelándose y pasa a ser una "trampa" literaria, intransitiva y sin agente o cuyo agente es una de las posibilidades abiertas por el funcionamiento del régimen discursivo literario, en que aquello que parece representar de forma mimética la experiencia social y urbana, y que adquiere la forma de relato de aventuras y desventuras del personaje Vladimir (un Lenin viviendo en el ombligo de la Europa de la caída del Muro de Berlín), en realidad puede ser leído sobre todo como el relato de subjetividades o conciencias - la del escritor, la del autor, la del personaje, la del ex preso político, la del exiliado, la del solitario Liscano, la del niño Liscano, etc. - salidas de lugares/tiempos paradójicos -, el espacio y el tiempo de la Historia y de la historia - que se exprimen (e imprimen) en el relato -, que parece narrar otra historia en bajorrelieve, una deriva, desplazando y empañando la superficie de lo narrado.

Hablar del dolor directamente puede ser el gran desafío y la literatura de Liscano puede ser una forma de transformar un dolor en otro: el dolor de éste en el dolor de Vladimir y viceversa, porque uno alivia al otro. El personaje anda, se desplaza e interactúa con muchos otros personajes entre Suecia y Barcelona, pero el lugar donde acontece la trama es un sueño, lugar dislocado de por sí, lugar sin territorio. En la estructura de la novela hay también una temporalidad imposible en el mundo de afuera, que es, sin embargo, el mundo que está explícitamente citado al cerrar el libro como lugar real e histórico donde acontece la escritura del texto: "Barcelona - Montevideo - Estocolmo 1991-1994" (1994, p. 257). La paradoja es bien visible y se trata de una paradoja espacial, paratópica (Maingueneau, 2001).

Lo que fue destacado por la crítica - aunque de manera muy sucinta hasta ahora - como rasgo significativo de la novela El camino a Ítaca es que el libro sería una historia que relata acontecimientos exteriores y con fuerte anclaje en lo que sería una realidad social histórica palpable, contada de forma lineal y tradicional; este rasgo diferenciaría esencialmente un primer Liscano de un segundo, que habría venido de un tipo de escritura como la comentada más arriba cuando nos detuvimos en la lectura de La mansión del tirano, en la cual el encierro estaría marcado en la propia estructura de la novela. En desacuerdo con esa tesis, diremos que el rasgo de encierro también está presente como forma esencial en El camino a Ítaca, tanto en la apreciación de la circularidad de la trama, como en otros elementos que la constituyen.

Desde el punto de vista de la trama, Vladimir es un exiliado en la Europa de los años 90, un dislocado sin papeles que rueda en búsqueda de una cierta estabilidad personal, emocional y de trabajo, observando y contando todo lo que ve desde el lugar que ocupa el excluido, del lugar opuesto del flâneur. Intertextualmente, la novela, desde el título, hace referencia al Ulises griego y a su viaje famoso. Pero la nostalgia o el drama del exiliado moderno contemporáneo (posbaudelaireano) es diferente de la del exiliado antiguo. El Ulises antiguo vuelve a su casa, que es un lugar geográficamente definido y donde está su patria. El sentido de ese viaje y de ese retorno es inmanente a la vida de ese mundo antiguo. En el caso moderno es muy diferente y, en ese sentido, el romance El camino a Ítaca retoma el drama de la emigración actual, concretamente la emigración de los ciudadanos de los países de las periferias poscoloniales del mundo occidental, que al emigrar suelen perder la capacidad real de ejercer una ciudadanía cualquiera. Esto, sin ser anecdótico, no esconde otros sentidos. Efectivamente, el viaje de Vladimir puede ser leído como la cifra de un viaje de cualquier sujeto moderno fracturado, viaje que puede ser soñado en el banco de una plaza (de Barcelona o de Montevideo), viaje sin desplazamiento físico, pero dislocado en su esencia, viaje de la imaginación, del deseo o de la desesperación.

El viaje que realiza Vladimir a lo largo de la novela y la progresiva destitución que acciona de su propio cuerpo y de su conciencia, es el viaje del que desea el regreso a casa, como Ulises. Pero el descubrimiento de esa morada, cuando encontrada, acaba revelándose que es el propio cuerpo y así, el espacio privado de aquella confluencia de conciencias está marcado por los límites de su propia estructura ósea, muscular y de los contornos de su piel. Cuando descubre que estando consigo mismo, en su propio cuerpo, está en casa, percibe que en ese lugar donde ya es imposible continuar reculando, también se encuentra solo y atormentado, como vivieron la conciencia y el cuerpo del Liscano preso durante los años de la cárcel militar y los años de la escritura de La mansión del tirano.

Finalmente, la lucha de Vladimir se resolverá por un comportamiento que oscila entre lo salvaje y lo civilizado o domesticado y que se resuelve por una actitud incivilizada (de no colaboración civil) dejándose estar en el banco de una plaza en el que da de cara con su último reducto y una forma de expresión: el límite de su propio cuerpo y una escritura corporal.

REFERENCIAS

ACHUGAR, Hugo. Planetas sin boca. Montevideo: Trilce, 1995.
BLIXEN, Carina. Dictadura, lenguaje, literatura. La obra de Carlos Liscano. Montevideo: Ed. del Caballo Perdido, 2006.
BOURDIEU, Pierre. As regras da arte. São Paulo: Companhia das Letras, 2005.
LISCANO, Carlos. La mansión del tirano. Montevideo: Arca, 1992.
LISCANO, Carlos. El camino a Ítaca. Montevideo: Cal y Canto, 1994.
LISCANO, Carlos. La ciudad de todos los vientos. Montevideo: Planeta, 2000.
LISCANO, Carlos. El furgón de los locos. Montevideo: Planeta, 2001.
MAINGUENEAU, Dominique. O contexto da obra literária. São Paulo: Martins Fontes, 2001.
SANTIAGO, Silviano. A vida como literatura. Belo Horizonte: UFMG, 2006.

 

Volvamos al comienzo del texto


Portada
Portada
© relaciones
Revista al tema del hombre
relacion@chasque.apc.org