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Uruguay: una mujer asesinada cada semana de abril

Huyendo del amor que mata

Carlos Montero

Era un buen tipo; compañero leal, de esos de fierro. Cuando lo retiraron del charco de su propia sangre, fugada por la brecha carnosa abierta por su esposa con una carga entera de su arma de reglamento, nadie entendió. En la Prefectura Naval, donde trabajaba, la historia tardará en olvidarse.

¿Cómo pudo reaccionar así contra el hombre ideal? Trabajaba como instructor en la Armada, adonde entró promediando los años setenta. Pero nada de su historial sirvió de justificación cuando las 9 mm sacudieron su esqueleto y sonaron a explosión para los vecinos. Ella no había soportado más los castigos reiterados a su hija adolescente.

La última(dora) vanal discusión, por la asistencia a un baile, superó los golpes, los gritos, los atropellos acostumbrados y bien ocultos del hoy cadáver y entonces suboficial respetable. La pistola terminó de descoser los adentros mientras su hija aterrada sentía ese penetrante olor a nafta o alcohol sobre su piel. La había rociado con combustible para que no saliera. STOP

La calle 17 Metros es un poco más extensa que su nombre. Residía allí un soldado de 35 años y su esposa, dos años menor. "Linda diferencia de edad para una pareja" decían las vecinas. El revistaba en un Batallón de Caballería (no importa el número) pero en aquel momento estaba en comisión en la Escuela de Armas Servicios del Ejército. "Por causas del momento", como reza el lugar común de los partes, un "intercambio de palabras" del matrimonio "fue subiendo de tono" hasta que el militar pierde control y emprende contra los muebles nada lujosos, comprados de a poco y con mucho esfuerzo.

Ante el rapto de histeria, su esposa huyó del hogar por la poco iluminada 17 Metros hasta la casa de un vecino, quien rompió el tradicional "no te metás" uruguayo. Llamó por teléfono al 911. Cuán difícil resultó discar esos tres dígitos. La espera pareció de horas. El móvil de Radiopatrulla llegó a los pocos minutos. El destrozo continuaba a poca distancia de allí, en la finca, donde el soldado "se parapetó".

Fin para la triste escena: ella autoriza y los policías ingresan dando la voz de alto al implicado, quien incrementó el escándalo y comenzó a amenazar a los efectivos. Luego de mucha contemplación, el soldado no aceptó ser detenido y se produjo un forcejeo. El desacatado terminó hiriendo al propio agente que intentaba terminar lo más discreto posible con el mal momento. A pesar de las lesiones y su resistencia, fue detenido.

El personaje terminó en la comisaría del barrio, donde durmió. El policía fue llevado al Hospital Policial con erosiones sangrantes. Ella volvió tarde al hogar, luego de repetir lo sucedido ante los oficiales y se acostó perdida entre tanto vacío de su cama, menor al que sentía en su alma. Resultaron grandes las dos plazas esa noche. Resultaron breves las sábanas como pañuelo para su llanto. STOP

Arcángel era el nombre que aparecía en la cédula que acompañaba el informe médico garabateado de apuro por los paramédicos al retirar al herido sargento de frente a la fábrica ubicada en Aispurúa y Azara. La carrera por la vida y por avenida Italia, tenía como obstáculo tres vallas de 22 mm de longitud. Mientras la sirena sonaba en el umbral de su conciencia, las escenas en technicolor desfilaron apuradas en su memoria.

Todos en la fábrica sabían del romance entre su esposa y el sereno de 53 años. Como siempre, él fue el último en enterarse. Las pruebas del engaño llegaron hasta el sargento primero por medio de un anónimo que le acercó fotografías. Eran las nueve y media de la noche cuando el trío integrante de las dos parejas se encontró en la puerta.

Luego de increpar a su mujer en público, encañonó con tan mala suerte a su contrincante que la recámara truncó varias veces su intención de dispararle. Seis fogonazos fueron la respuesta de J.M.C., con un promedio de aciertos del cincuenta por ciento en el militar. Bastante nervioso, el sereno se entregó en la comisaría. Miguel Arcángel fallecía minutos después a pocos metros en el Hospital Pasteur. STOP

La desconocida ruta 84 lleva hacia Toledo. Wilder (30) y Mabel (27) vivían en el kilómetro dos y medio de dicha "arteria" de Canelones, desde donde se trasladaban todos los días hasta Montevideo para trabajar. Solos estaban en la vivienda y sólo ellos saben lo que sucedió aquella fría noche. Las detonaciones sobresaltaron a mediados de julio a quienes vivían en las inmediaciones.

Avisada la Policía canaria llegó para encontrarse con ambos cuerpos en el piso. Pero él todavía respiraba débilmente, a pesar de la cápsula en la boca que le acompañó hasta el Hospital Policial donde se constató la muerte. Los celos llevaron, al agente, de la discusión a cuatro presiones del gatillo de su 38 reglamentaria. Los impactos dieron de lleno en la cabeza de ella. El no lo pudo soportar y se apuntó entre los labios. STOP

Tres años son mucho. Hasta para una joven de 18 años con retardo mental. Su padre, suboficial de la Armada especializado en electrónica, le llevaba treinta años. En la Teja residía con su nueva pareja, tras haberse separado bastante tiempo atrás. Desde los 15 años, según la denuncia que a las autoridades de la seccional costaba comprender, el marino sometía "diariamente a incalificables vejámenes" a la menor.

Cansada de los malos tratos, y a pesar que su deficiencia le dejaba varios años por detrás de su edad cronológica, llegó en marzo hasta la comisaría para contar lo que el juez sentenció como "reiterados delitos de atentado violento al pudor y omisión a los deberes inherentes a la patria potestad". El interrogado negó una y otra vez lo sucedido. Hasta que se contradijo. Hasta que comenzó a aceptar. Hasta que confesó. STOP

"Dígale al capitán que acabo de matar a mi esposa y a una chiquilina" manifestó un soldado de 25 años al camarada de guardia en la entrada del batallón mientras se dirigía a su habitación en el cuartel de Infantería. Detrás quedaba la angustia acumulada en su casa del barrio Borro. Por delante la imposibilidad de un borrón y cuenta nueva.

La separación había sido muy dura para él. No podía convencerse que ella no quisiera volver. En mayo llegó para persuadirla, pero la respuesta no fue la que esperaba. La detuvo, conversaron, dijo que no, la empujó, se pusieron violentos, sacó una pistola y le disparó varias veces. En su cabeza todo daba vueltas como el cuerpo de su amada que terminaba sus 21 años a un lado de la calle dentro de una zanja.

Una vecina quinceañera le gritó, intentó que dejara de disparar. Según los vecinos, él vaciló y bajó el arma. La joven se metió en la zanja para socorrerla pero él volvió a tirar, premiando con dos proyectiles (finalmente no mortales) su gesto.

Cuando los funcionarios policiales "daban los primeros pasos para capturar al homicida" rezan las crónicas, éste ingresaba sin vida al sanatorio. La Browning 9mm terminó de hacer pedazos su corazón ya destrozado. STOP

Se cuenta que él, o su gente, entraron durante la dictadura al espacio geográfico de soberanía venezolana en nuestro país para secuestrar a una maestra que pretendía asilarse. Varias veces fue acusado de participar en acciones (y omisiones) donde se violaron derechos humanos. Aquel setiembre, el CTI del Maciel le vio entrar en camilla no tan rápido como el proyectil calibre 22 que cruzó en raid su pulmón e hígado. ¿Una venganza de quienes le detestaban? Para nada. Fue su propia hija de 16 años.

La situación era desesperante: el conocido "Cacho" estaba propinando una paliza (de las tan acostumbradas) a su esposa y a una de sus hijas. La restante, abrió el placard y tomó la pistola con la que hizo lo que nunca pensó. Terminó así la golpiza. Continuó así su drama: pasó a la Comisaría de Menores. STOP

Mimí leía en Dallas los recortes policiales de Montevideo que le resumía por telegrama. Pese a toda la nostalgia acumulada, prefería estar en la petrolera Texas (que en La Teja proletaria donde estuvo el hogar del cual huyó) o en París (que en la casa materna donde se refugió en el barrio Nuevo París), al advertir que pasa el tiempo pero su país no cambia una realidad tan ‘golpeante" y no ficticia como la fílmica de "Paris-Texas"

Extraño su cutis que, en mi jardín de infantes, definía como "livianito y calentito". Como en sueños recuerdo acercarme a su mejilla frágil arada por el cachetazo, medio cuerpo volcado en el living y otra mitad sobre el piso parqué del dormitorio, por causa de su primer novio, su primer esposo, su primer y único hombre.

Ni los somníferos, ni las internaciones ni los electroshocks pudieron borrar la entrega plena de sus maltrechos cuerpo y alma: ella lo amaba y siempre encontraba forma de justificar las reacciones violentas. Incluído el intento de ahorcar a un familiar que la instaba a abandonarlo. "Hay muchos perdones antes del adiós final, sea el de la separación o la muerte", escribe en carta rugosa, quizás por el llanto que la empapó.

Hasta que un puntapié certero fue catapulta potente para despegar y dirigir por los aires el misil de un inquieto cuerpecito de tres años contra una sólida puerta. Ella ya no podía seguir mintiendo a los demás que todo estaba "10 puntos", pese a los moretones que la contradecían. Fueron treinta y uno (y no diez) los puntos dados en la Emergencia.

"Estos niños son tan atropellados" escuchó incrédulo un desconfiado enfermero, como excusa de ocasión por mi "resbalón" en la escalera. Por eso prefiero que hoy viva en la ciudad de los petroleros y los cowboys, que serán prepotentes (o lo eran, antes de ser cowgays), donde la energía y la fuerza imponen o matan (como en Dallas) hasta un presidente (uno en toda la nación) aunque –al menos- no torturen a la mitad del país.

Pero, frustrando aquel 8 de marzo que pudiera enviarle saludos por el Dia de la Mujer, en que mutó la efeméride que fue antes de No Violencia contra la Mujer-, en febrero de 2006 Western Union entregó los últimos diez mensajes traducidos del código de Samuel Morse, emitidos por cable en 1844 y sin hilos gracias a Guillermo Marconi desde 1895.

El golpeteo de los telegrafistas desapareció tras 110 años de su globalización plena, pero la violencia fìsica –de cerca o teledirigida- no desaparece tras una década de semiplena globalización virtual. Por eso, ya sin telegramas pero por correo electrónico, le escribo pensando en todas las inxiliadas -como mi Mimí exiliada- que mueren a ritmo de una por semana. Y en vez de STOP, ruego un punto final, aunque no del que ya conocemos.

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