Serie: La Responsabilidad (XCXXXIV)

Etica y axiología en el cambio de siglo

La dimesión ética

Ezra Heymann

El pensamiento filosófico del siglo XX comenzó con múltiples herencias, de las cuales quisiera destacar en primer lugar la fuerte corriente naturalista que se asentó en la segunda mitad del siglo XIX.

Esta corriente fue grandemente estimulada por el éxito de las ciencias naturales y de su proyección en la vida cotidiana, pero no cabe desconocer en ella la persistencia de la antigua noción de physis, cuyo vigor no pudo ser debilitado a través de siglos por ninguna invocación de algo sobrenatural. Es ella la que marca más la continuidad que la ruptura entre el pensamiento moderno y el medieval, en el cual la teología tuvo que respetar, bien que mal, la idea de una naturaleza propia de los seres.

Por cierto, en la época moderna se afirmó en la investigación de los procesos naturales el triunfo de las causas eficientes sobre las finales. Sin embargo, que no se hable más de causas finales no implica que se deja de ver el organismo como un sistema cuya actividad contribuye a la preservación de una forma y en el cual, con las palabras de Kant, todas las partes son medios y a la vez fines para las demás, sirven a las demás y son a la vez servidas por estas.

LA EXIGENCIA RACIONAL

Esta idea de lo orgánico se mantiene en el pensamiento de Descartes (no solamente en su temprano Tratado del hombre, sino también en su Tratado de las pasiones del alma), ocupa un lugar central en la filosofía de Spinoza no menos que en la de Leibniz, es rescatada en el pensamiento tardío de Kant, juega un papel importante en el idealismo romántico postkantiano, es reivindicada de nuevo en la filosofía universitaria francesa a partir de Ravaisson, mientras que en la otra orilla del Canal de la Mancha y del Atlántico ha mantenido un vigor ininterrumpido el naturalismo dieciochesco. Cuando se trata de evaluar el alcance del enfoque organísmico en la ética, debemos reseñar igualmente la peculiar escisión entre las facultades humanas que recorre en diversas formas la historia de la filosofía y se hace sentir en el pensamiento de nuestro siglo.

Fueron el estoicismo y el epicurismo los que en la antigüedad apoyaban expresamente sus propuestas éticas en un señalamiento de la constitución natural primaria del ser humano. En la continuidad con las primae naturae está, en esta visión, la justificación de las actividades humanas superiores, el signo de su pertenencia integrada a nuestra vida. Somos recomendados a la razón por las primae naturae, lo que no excluye, sin embargo, que aquello a la cual somos recomendados llegue a sernos más querido que aquello que nos recomendó. Con esta feliz circunlocución reune Cicerón la reivindicación de la razón, propia de la filosofía clásica, con un enfoque opuesto al dualismo espiritualista que viene sugerido desde Platón.

Platón veía, por cierto, el bien humano en una justa proporción entre la parte cognoscitiva, la irascible y la sensitiva del alma. Pero con ello quedó en una doble luz la visión de la parte cognoscitiva. Su función es la de atender el conjunto en las proporciones que le son apropiadas, pero al ser sólo una parte del alma la que sabe, la razón atenta al conjunto se va deslizando hacia una razón soberana que por sí sola conoce la verdad y posee la rectitud. La independencia e insobornabilidad del juez se transforma en una autoafirmación de la instancia judicativa que llegará a asumir también la función legislativa. En su forma exacerbada, su expresión en la cita kantiana de Juvenal sic volo, sic iubeo, así quiero, así ordeno, ya roza la ironía, pues en Juvenal es utilizada para marcar la depravación de costumbres que él satiriza, haciéndole seguir las palabras: sit pro ratione voluntans (valga en lugar de toda razón, la voluntad).

LA OPOSICION SENSIBLE-ESPIRITUAL

Esto no significa que en Kant se pierde totalmente la función servicial de la razón. Kant señala que es innegable esta misión suya, de preocuparse por nuestra bienandanza, pero se apresta en seguida a añadir que tiene también una misión superior. Es igualmente bien conocido el pasaje en el cual se señala que ella queda desvirtuada si sustrae sus dictámenes a la discusión de ciudadanos libres, pero la noción de una razón legisladora y la de una razón que por su propia naturaleza necesita siempre ser una crítica, no llegan a reunirse. Más bien se reparten: la segunda queda alojada en la CRP, (crítica de la razón pura) mientras que la primera, en la CRPr (crítica de la razón práctica), ejerce una crítica sin tener que someterse por su parte a una igual. Sólo en sus últimas obras la exigencia racional vuelve a someterse en sus aplicaciones, a todos los efectos prácticos no menos que a los teóricos, a la facultad mediadora del juicio. Sin embargo hace falta comprender las motivaciones específicas de esta pretensión de soberanía de una facultad superior, y no verla solamente como una perversión. Desde el punto de vista de una axiología teleológica, es decir de funciones orgánicas, desde el cual lo ha planteado la filosofía clásica, la pretensión de autonomía de una función parece incomprensible. Por cierto, se puede decir que la exigencia racional es la de coherencia, y que por ello ella es la expresión formal misma de la búsqueda de unidad teleológica. Pero en esta perspectiva hablar de la autonomía de la razón se vuelve equívoco, ya que ella deja entonces de ser una instancia que impone a las demás su propia ley, para constituirse más bien en algo así como la moderadora dialéctico-conceptual en el diálogo entre las partes del alma, o las partes de la polis. Visto así, la razón no contiene en sí misma la información acerca de los ingredientes de la vida buena. En sí misma ella contiene solamente los principios de acuerdos posibles, aunque habría que agregar que también en este plano ella merece su nombre sólo si es capaz de aprender.

En una reflexión temprana, en el período llamado precrítico, Kant apunta: "Ya que usualmente nuestros anhelos sensibles están en oposición entre sí, se hizo necesario un juicio, que imparcial y separado de toda inclinación, esboce las reglas que válido para todas las acciones y para todos los seres humanos, produzca la mayor armonía de un hombre consigo mismo y con los demás. Hubo que poner en estas reglas la condición esencial bajo la cual uno podía prestar oídos a sus impulsos, como si la observación de estas reglas podía ser por sí misma un objeto de nuestra voluntad, que deberíamos perseguir aun sacrificando nuestra felicidad, aunque se trata solamente de su forma constante y confiable". (R. 6621)

Podemos decir entonces que el ejercicio del juicio práctico requiere un desprendimiento, una distanciación igual con respecto a cualquier deseo o inclinación. Estas son vistas en esta reflexión como siendo por sí solas desordenadas. Pero en otra reflexión (R. 6859), Kant especifica que el desorden apetitivo que comprobamos en nosotros no es originario, sino que proviene precisamente de la intervención de la reflexión, y es por esta razón que puede ser subsanado sólo al perfeccionar el entendimiento de su obra inicialmente caotizante, aunque inevitable en nosotros. Pero de todos modos, por encima de los valores correspondientes a la coordinación de las funciones orgánicas a través de las cuales nos relacionamos con el mundo ambiente, como lo son la templanza y la valentía, que son las virtudes de la medida y del vigor, se elevarán ahora los valores propios de la instancia judicativa distanciada. Obsérvese a este respecto que en Platón no se da siempre esta separación entre virtudes rectoras y otras que necesitan ser regidas. La sophrosyne y la andreia no están presentadas siempre como siendo de suyo desprovistas de juicio. Pero el esquema de la oposición entre lo superior y lo inferior, entre lo material, adherido a los deseos determinados, y lo espiritual desasido, se consolida como algo obvio, a pesar de la evidencia de que sólo por las relaciones mundanas e interpersonales sensibles adquiere el ámbito espiritual su contenido, y con ello su razón de ser.

Nos enfrentamos de este modo con la divergencia entre un discurso filosófico naturalista y uno que parte de una oposición entre el ámbito sensible y el espiritual. Se trata de una divergencia de articulación discursiva y no necesariamente de contenidos. Ella no coincide con la diferencia entre extroversión e introversión, ya que la interiorización de nuestras relaciones con el mundo es parte del discurso naturalista, que muy bien le puede conceder la más alta valoración. Por otra parte, el dualismo no es conceder la más alta valoración. Por otra parte, el dualismo no es necesariamente parte doctrinal de una ética adversa a una teoría naturalista.

Así, a comienzos de nuestro siglo, G. E. Moore se opuso a un planteamiento naturalista en la teoría ética, no partiendo del reclamo de un ámbito supranatural, sino postulando, en primer lugar, la posibilidad lógica y la pertenencia de plantear con respecto a cualquier descripción de un hecho la pregunta: ¿Y es bueno que sea así? Con ello planteó la separación radical entre cuestiones acerca de hechos (no importa que sean físicos o metafísicos), y cuestiones valorativos. Correlativamente postuló con ello, en segundo lugar, también una capacidad de percibir la bondad de un objeto, como una cualidad objetiva que en última instancia no puede ser deducida de sus cualidades naturales ni de sus relaciones naturales con nosotros. Estos objetos de valor intrínseco son en definitiva cualidades de la experiencia consciente misma, como lo son los afectos amistosos o el disfrute estético.

Pero no son estas valoraciones del integrante del grupo de Bloomsbury lo peculiar de su doctrina ética, sino la concepción del juicio de valor como una aprehensión de una verdad objetiva independiente, un juicio concebido como independiente de toda consideración de una estructura apetitiva constituida, de una naturaleza dada que reclama su solaz, de un ser que puede prosperar o deteriorarse y languidecer. Es en este sentido que podemos decir que el intuicionismo de Moore, a pesar de no tener como premisa un dualismo antropológico u ontológico de cuerpo orgánico y espíritu (como es el caso en el intuicionismo de Max Scheler), igualmente da por sentado una dualidad radical de deseo fáctico y valoración pura, desprendida del conjunto de la vida desiderativa.

Desde luego, es de fundamental interés para toda ética poder distinguir entre lo deseado y lo deseable en el sentido de lo que merece ser deseado, y poder de este modo ofrecer luces para la actividad permanente en la cual revisamos nuestros deseos y nuestras voliciones. Esta guia para la revisión de nuestra voluntad la piensa derivar Moore, como lo hará luego también Max Scheler, directamente de la intuición axiológica: lo debido, lo éticamente correcto es simplemente la orientación hacia la realización del valor superior factible por nosotros. Una respuesta tan sencilla como la fórmula de la escuela Leibniz-Wolffiana para el principio moral: fac bonum, una fórmula que le mereció a Kant el comentario lapidario: imperativus tautologicus. Pero mientras que los wolffianos, al vincular la noción del bien con la de perfección, le daban un sentido de integración o ajuste orgánico, en Moore, en Scheler o Nicolai Hartman el bonum queda entregado a la sola competencia del oráculo de la intuición, y toda pregunta que quiere comprender porqué algo es apreciado queda rechazada con el pretexto de que, so pena de un regreso en infinito, toda pregunta de este tipo debe parar cuando llegamos a un valor intrínseco.

UN CAMINO ABIERTO

Frente a este callejón sin salida, la filosofía pragmatista, a través del análisis realizado por Dewey, y la filosofía existencial, a partir de la analítica de Ser y tiempo, muestran o redescubren un camino abierto. Dewey, por cuanto replantea la relación entre medios y fines, y con ello también la noción de un valor intrínseco, con un aporte real a la dilucidación de una estructura de la práctica señalada primero por el Lysis platónico. Algo es querido, philon, observa Platón, o por sí mismo o por otra cosa. Si lo es por otra cosa, ésta a su vez será querida por sí misma o por una tercera. Ahora bien, la cadena explicativa no puede extenderse sin término, ya que sólo porque en alguna parte está en vista algo que es querido por sí solo se explican y se justifican los otros propósitos que integran la cadena. A este respecto despeja Dewey un habitual malentendido: no por ser visto y valorado algo en relación con muchas otras cosas deja de ser apreciado por sí mismo. En nuestras actividades nos proponemos metas; pero estas no son de ninguna manera puntos terminales de nuestra actividad, sino por el contrario, las proyectamos porque a partir de ellas se abre un abanico de actividades que nos interesan. Estas actividades son, en el sentido más amplio de la palabra, medios de vida (Lebensmittel, decía Marx en sus manuscritos parisinos), medios para el conjunto de actividades que constituyen nuestra vida. Sirven al conjunto vital más amplio y a su vez, son parte esencial de este conjunto. Es precisamente en su trascendencia, en el horizonte vital que abre, que apreciamos un estado intrínsecamente.

En forma análoga, en Ser y tiempo las cadenas, o más bien redes de significatividad y utilidad no terminan en ningún item particular, sino que son apreciados por la manera como se desempeña en ellas la existencia misma, el existir bajo la forma de poseer ya siempre una comprensión de sí mismo. Heidegger nunca menciona la oikeiosis estoica, pero se trata precisamente de esta familiaridad consigo mismo y de la relación consigo mismo bajo la forma del cuidado. Puede haber un bien y un mal sólo en el presupuesto de un ser al cual no le es indiferente este ser suyo, un ser al cual las cosas y circunstancias interesan en las múltiples dimensiones de su sensibilidad favoreciendo o desfavoreciéndola, aveniendo o desaveniéndose con sus capacidades.

De este modo, un bien y un mal presuponen una naturaleza constituida en la cual dejan huella las circunstancias y sus propios actos, es decir, que es condicionada por estos. Dada una cierta constitución, algo favorecerá objetivamente esta naturaleza y otras cosas la dañarán independientemente de las opiniones que se tenga a este respecto. Esto es obvio para la constitución orgánica, pero ¿no puede el ser humano precisamente disociarse de su constitución orgánica, hasta el punto de aceptar eventualmente su deterioro o destrucción en pos de ciertas concepciones o imágenes que lo fascinan, ciertas posibilidades que lo cautivan, o en nombre de una libertad, de un desasimiento concebido de manera radical?

Esta postura pudo ser adoptada tanto desde posiciones espiritualistas como la de René Le Senne, quien declaraba en 1938 que el valor es le néant de la détermination, como, en forma más decidida, desde las posiciones del existencialismo sartreano, que toma sus distancias tanto frente a la dotación orgánica como frente a una constitución espiritual dada. Visto así, cualquiera que fuera nuestra dotación dada, con cada acto de conciencia nos estamos desidentificando con respecto a todo lo dado, transcendiéndolo hacia el horizonte del mundo. Esto es lo que significa ser-para-sí. Con esta expresión se está señalando la íntima distancia de sí a sí mismo, constitutiva de toda conciencia. Al querer negar esta distancia, esta no-coincidencia consigo mismo, y afirmar una autoidentificación última por la cual el ser-para-sí alcanzaría la solidez del ser-en-sí, se producen las diversas formas de la inautenticidad. La descripción de éstas se hace sin embargo siempre en el horizonte de una posible autenticidad, que consiste en la aceptación de la distancia íntima y la comprensión de esta distancia como nuestra condición genuina.

En esta libertad como desasimiento radical consiste para Sartre en última instancia todo valor. La vida humana se presenta como tendida entre la libertad como valor y el anti-valor que consiste en estar atrapado por el ser, petrificado, o, ya que la condición de la roca no es en realidad una posibilidad humana, más bien vuelto viscoso. Sartre retoma así, a mitades de nuestro siglo, una idea que fue expresada en los últimos años del siglo XVIII por Fichte y retomada por Hegel: el ideal de la agilidad pura como norte y como impulso primario (Urtrieb) de la conciencia; en Hegel la negatividad pura, la capacidad infinita de oposición.

Sartre puede entonces al mismo tiempo negar una naturaleza humana dada, y afirmar una condición humana común, que se constituye precisamente a través de la primera negación o toma de distancia en un mundo contingente. El valor se describe así por una parte como la libertad de desasimiento radical, por otra parte, sin embargo, como autenticidad, es decir como fidelidad a nuestra compleja íntima condición de ser-para-sí en el mundo junto con los otros en una difícil convivencia. Por esta razón podemos decir que se mantiene para Sartre la idea, que atraviesa toda la historia de la filosofía, de lo valioso como veracidad, veracidad con respecto a nuestro modo propio de ser, a nuestra condición de conciencias contingentes.

Esta última expresión no pertenece más al lenguaje de El ser y la nada, y efectivamente, en el pensamiento allí desarrollado los dos términos no vuelven a reunirse. La contingencia es contingente en su ser, y absoluta en la negatividad que la define, en la libertad radical que, al ser asumida, se constituye en su valía. El carácter absoluto de la libertad impide que esta tenga alguna relación diferenciada con los entes y con lo que puede lograrse o malograrse a través de la acción. Así como en Moore tenemos una dualidad entre los deseos fácticos y la percepción pura de lo bueno, así se da también en Sartre una dualidad entre el orden de la libertad y las concatenaciones causales, entre las cosas, incluyendo a uno mismo en tanto que un ente más, y el significado que una conciencia les da en virtud de su libertad. Pero en Moore lo bueno está, no menos que lo deseado, en el orden de lo factible, de las metas que se comparan en su valor y que determinan la acción de la cual podemos decir que es la justa (o correcta). En este sentido se pudo decir que la ética de Moore representa un utilitarismo ideal. [Por sí hace falta, cabe aclarar de una vez que el utilitarismo no tiene nada que ver con una postura egoísta, sino que consiste en la exigencia moral de un cálculo o estimación de beneficios, contando cada persona como una y sólo como una.] Sartre, en cambio, rechaza l´espirit de sérieux que contabiliza beneficios, sea al enajenarse la conciencia a favor de sus objetos, sea al volverse la conciencia misma banquero que contabiliza sus propios estados de valor intrínseco.

LA DIMENSION ETICA

Para El Ser y la Nada de Sartre, como par Ser y Tiempo de Heidegger o para los Notebooks de Wittgenstein, lo que podemos llamar la dimensión ética, la autenticidad para los primeros dos, la revelación del sentido de la vida para Wittgenstein, presupone una conversión radical que anula nuestra alienación a favor de ciertos estados de cosas. De paso cabe notar que las tres obras mencionadas provienen de la experiencia de la guerra y de la ruptura con las preocupaciones y evaluaciones cotidianas que ésta implica. En Wittgenstein el desasimiento toma la forma de un quietismo que acepta el mundo tal cual: un estar al día en la presencia de cualquier estado de cosas, que describe como un vivir en un eterno presente, mientras que en la visión activista de El Ser y la Nada se trata de una incansable oposición a todo lo dado. En un caso como en el otro estas éticas del desasimiento están en las antípodas de las éticas que exigen un volcamiento pleno del agente hacia las consecuencias ponderadas de sus actos.

Esta última postura puede llegar a ser tan convincente, que cualquier otra habrá de aparecer como un autoengaño narcisístico. Especialmente favorecido por la economía política, y los programas estatales de bienestar, pero quizás aun más por el rechazo que tiene que provocar el espíritu autocomplaciente e irresponsable de las éticas centradas en la actitud propia, el consecuencialismo o utilitarismo amplio representa una de las principales corrientes actuales dentro de la teoría ética y puede facilmente aparecer como la única ética racional.

Ahora bien, se plantea en seguida la cuestión acerca de los criterios de la ponderación de las consecuencias. A los teóricos de la utilidad económica como Von Neumann y Morgenstern la respuesta parece obvia. La teoría económica y la política misma deben evitar todo paternalismo y calcular las utilidades únicamente en base a las preferencias que manifiestan uno por uno los involucrados. La utilidad es tomada así como idéntica con la preferencia dada.

Como rechazo del paternalismo esta postura es, si no justificada, de todos modos una interlocutora que la discusión política debe tomar en cuenta, pero como postura axiológica y ética ella equivale simplemente con el abandono de toda crítica de metas y de toda actividad de revisión de nuestras apreciaciones. Ahí donde quisiéramos saber qué vale la pena ser preferido, se nos dice meramente: lo que de hecho prefieras.

Si por el contrario un utilitarismo descarta el temor al paternalismo y adopta la postura de un saber axiológico consumado, para el cual la cuestión que se abre es solamente la de cómo realizarlo con los menos costos posibles, entonces de este utilitarismo se pudo decir con razón que confunde el trato interhumano con la jardinería, y aun con una concepción discutible de esta. A la ingenuidad axiológica del utilitarismo se agrega la falta de reflexión acerca del carácter específico de las relaciones interhumanas, y en general acerca de las distintas opciones praxeológicas en lo que atañe al papel de las metas preestablecidas en la acción humana.

Tanto la concepción platónica, que concibe el bien de la polis en términos de funciones orgánicas proporcionadas y complementarias según el modelo de las relaciones entre las partes del alma, como el utilitarismo, que piensa en términos de agregados de individuos, se caracterizan por no prestar especial atención a la índole de las relaciones interhumanas. La separación y opositividad entre las personas, la constitución de cada conciencia como una instancia de juicio independiente y sin embargo cuestionable por las otras y necesitada de su reconocimiento y colaboración, toda la dramática de las relaciones interpersonales que de ahí se deriva señala un límite en la competencia de decisión tanto individual y colectiva, y explica la razón de ser de los enfoques deontológicos. Pero quisiera ubicar esta problemática dentro de un contexto praxeológico más amplio.

Las maneras diferentes en las cuales una acción se puede relacionar con sus fines puede ser ilustrada con dos ejemplos. Comparemos primero dos acciones como las siguientes: (1) Informo a mi hija del pronóstico del tiempo para mañana. (2) Le hablo para hacerla desistir de su plan de excursión. Aunque la segunda acción puede realizarse por medio de la primera, no es la misma acción, ya que la primera no es necesariamente un medio para lograr un resultado predeterminado, a no ser precisamente éste: que ciertas personas reciban cierta información a efectos cualesquieras.

También un acto simple de este tipo puede ser considerado como oportuno o inoportuno, importante, insignificante o fuera de lugar, aun siendo la información cierta. Esto muestra que a pesar de no tener ningún propósito determinado fuera de la información misma, no dejamos de considerarlo desde el punto de vista de su posible utilidad. Pero se trata entonces de su utilidad para fines no determinados de antemano.

Consideremos ahora un segundo ejemplo. Dos profesores tratan en sus cursos de los derechos humanos. Uno de ellos concibe su actividad como directamente destinada a favorecer ciertas posturas políticas y a combatir otras. Ahora bien, si el otro profesor se dedica en cambio primordialmente a la elucidación de la complejidad del tema y no pretende llegar, a derechas o torcidas, a ninguna meta predeterminada, esto no significa que sea un hombre apolítico, sino que tiene una concepción praxeológica radicalmente diferente: una concepción para la cual los fines específicos no anteceden, sino que han de determinarse en el curso de la investigación que constituye el trato atento con la realidad. Frente al esquema simple de medios para fines dados tenemos aquí una cierta inversión: formas de trato y de intervención (en parte ya validadas, en parte ensayadas), que van definiendo metas siempre revisables. Es el tipo de trato que establecemos y no una consecuencia separada de éste lo que más cuenta en este enfoque. Es un tipo de acción en el cual el margen de imprevisibilidad que caracteriza lo real no es algo que aceptamos con resignación, sino el índice mismo de un actuar que se concibe como un diálogo con la realidad, que aprende en cuanto a sus fines no menos que acerca de sus medios, y no está condenado en consecuencia a quedar encerrado en su sabiduría inicial, es decir en su neciedad.

DISTINCIONES

En este marco más amplio puede ser entendida la distinción habermasiana de acción instrumental y acción comunicativa. La acción comunicativa es aquella en la cual nuestras metas están supeditadas a un entendimiento común. Como éste no está predeterminado, sino que es parte de un proceso comunicativo abierto, no puede ser considerado a su vez como una meta que ha de ser implementada con medios apropiados, de modo que la acción comunicativa no puede ser entendida como un caso particular de acción instrumental.

A Habermas le interesa contrastar la relación interhumana tanto con la que mantenemos con la naturaleza como con la que atañe a la esfera subjetiva individual, aunque admite que son las demandas que provienen de estos dos mundos los que alimentan la acción comunicativa. Se distinguen entonces las cuestiones técnicas, en las cuales se trata de resolver un problema preciso, las cuestiones éticas que atañen a nuestras concepciones inevitablemente variadas de la vida buena, y las cuestiones morales, en los cuales se trata de las normas de convivencia que proponemos como libremente aceptables en una discusión racional abierta.

Son distinciones importantes que nos permiten distinguir también en la historia de la filosofía las reflexiones en las cuales está en cuestión nuestro bien, y aquellas en las cuales se trata de lo que el otro nos puede justificadamente reclamar, con independencia de la cuestión acerca de lo que nos mueve a atender sus reclamos efectivos o racionalmente anticipables.

Entendemos muy bien que nos podemos formar un juicio acerca de normas comunes y acerca de su aplicación a casos concretos sin tener que preguntarnos acerca de las diversas fuerzas motivadoras que nos llevan a atender los compromisos que provienen de la presencia del rostro del otro, para hablar con Levinas. Pero en definitiva tienen que reunirse estos dos ámbitos de preguntas, y el mismo Rawls, quien en un contexto habla de la prioridad de lo justo ante lo bueno, finalmente tienen que encarar la justicia misma como un bien, es decir como algo apreciado por su contribución a la vida a la vez individual y común. Sin la consideración de las fuerzas motivadoras de las ideas de justicia estas no se comprenden ni como propuestas, ni como observancia y no podríamos iluminar nuestra adhesión, inicialmente visceral, a algunas de ellas. Ellas se justifican como parte de una vida bella, y se desvirtúan si, por ejemplo, hemos de recibir diariamente lo justo de manos de personas malencaradas. Si no viene acompañado de una cultura de la generosidad y del trato amistoso, el sentido de la justicia se reduce a lo que Hume llamaba "la celosa virtud de la justicia". Así entendemos como Habermas se vio en la necesidad de agregar a la idea de justicia la de solidaridad para definir el ámbito moral.

To kalón, lo bello, aparece esporádicamente en la Etica a Nicómaco, pero recibe un pronunciado perfil en el octavo libro de la Etica Eudemia. Hay hombres, dice en este pasaje Aristóteles, que aprecian la virtud, pero sólo por los bienes que produce. Ellos son agathoi, buenos, pero no kaloi kai agathoi. En cambio, para aquel que practica la virtud como algo bello, todos los bienes se transforma en algo bello. Bajo este nombre encara entonces Aristóteles el balance entre el aprecio intrínseco de la acción, en tanto que en ella se desempeña una vida, y su valor instrumental, que es igualmente esencial. He tratado de apuntar en esta ponencia como se traslada esta apreciación a las relaciones interhumanas con su requisito de aunar, con la libre expresión propia, el cuidado por la integridad del otro; lo que es una manera de poner en palabras el difícil y sin embargo imprescindible arte requerido por la condición humana misma, que constituye el ámbito de la ética.

 

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