Hurgahistorias
Conociendo el gabinete
Supe de él fue por primera vez en aquel famoso acto del obelisco, el último domingo de noviembre del '83. Yo era demasiado adolescente aún. No podía captar en su frenética actividad, en torno a las botellas vacías de cierta bebida refrescante que el gordo Asiaín abandonaba, otra cosa que el delirio de un pirado.
Tiempo después, en un tape sobre la caída del Muro de Berlín creí adivinar, entre los cazadores de recuerdos, su desalineada silueta escarbando entre las piedras. Pero no puedo asegurar que efectivamente fuera él.
El asunto es que aprendí a conocerlo (y comprenderlo) recién a partir de una charla que tuvimos entre las montañas de discos analógicos de segunda mano que "El Astro de los discos" desplegaba ante la curiosa fauna que frecuentaba sus instalaciones. No supe, sigo sin saberlo, cual es la extraña forma que ha encontrado para ganarse la vida. Lo cierto es que su retórica barroca, su compulsiva necesidad de apropiarse de cosas aparentemente insignificantes, sigue fascinándome. Tanto como su extraordinaria habilidad para narrar los acontecimientos más fantásticos desde el ángulo marginal que evocan los objetos archivados en su gabinete.
Es que en el gabinete del Hurgahistorias se amontona una minuciosa constancia de objetos clandestinamente fundantes; pequeños monumentos, lapsos materializados, erigidos por azar en memoria de acontecimientos que la memoria colectiva ha optado por olvidar o, en el mejor de los casos, por insignificar bajo el peso de las lógicas de sentido del presente. Diversas discontinuidades (fragmentos expropiados a Cronos), que no sirven para la escritura del Gran Relato con el que la historiografía construye el pasado a partir de las necesidades del presente.
Es que la Historia no devela sentidos sino que los construye, y esto el Hurgahistorias lo sabe muy bien. Es por ello que él insiste en no definirse como historiador. Apenas hurgador, se limita a revolver en los desechos de la épica para rescatar las piezas de descarte en el puzzle imposible de lo postergado. Juntapuchos vocacional, este personaje sabe de la multiplicidad de sabores posibles que resultan al final de cada recolección.
Navegando en las fronteras de la cursilería, el Hurgahistorias insiste en decir que "la realidad supera la ficción", que no es más que otra forma de afirmar que la ficción histórica supera a la literaria. Aquella tarde, se dirigió a un anaquel, sobre el monitor del PC, para volver a palpar uno de sus tesoros tan queridos. En el fondo de una lata de tres litros de aceite de oliva, un tanto abollada y descolorida por la humedad, se adivinaban los restos de una sandalia; una suela de cuero resquebrajado y unas cintas que alguna vez fueron doradas parecían testimoniar que el objeto era lo que parecía ser.
La encontró varias décadas atrás en un cambalache del Mercado de las Pulgas de París. Inmediatamente tuvo la certeza (no sé cómo) de que había pertenecido a Carlos III, conocido como El Simple. Según mi amigo, el mote del rey franco no obedecía tanto a su humildad como a las dificultades con las que el tal Carlos se enfrentaba cada vez que debía producir algo semejante a una idea; una forma diplomática de decir "Carlos El Tonto".
Y se produjo la magia: el objeto evocó el acontecimiento que estaba destinado a conmemorar. Carlos era hijo de Luis El Tartamudo, nieto de Carlos El Calvo y tataranieto de Carlomagno. Había sido coronado en el 893, pero sólo fue reconocido como rey por la nobleza cuando murió el conde Eudes de París en el 898. Recién entonces fue claro que sus dotes intelectuales le impedirían hacer algo que pudiera ofender la extrema susceptibilidad de los señores. El pobre tipo estaba destinado a la frustración y al ridículo, máxime si tenemos en cuenta que fue durante su reinado que los nórdicos (más conocidos por estos lares como "vikingos") realizaron sus mayores acciones de piratería en el Reino Franco Occidental.
El caudillo de los piratas era un tal Hrolf, conocido por la Historia como "Rollón El Caminante". El apodo no se debe a ninguna significación mística ni a ninguna razón más romántica que al simple hecho de su masa corporal: el tamaño de su corpachón era tal que no había caballo capaz de cargarlo, por ello no encontraba otra forma de trasladarse que no sea el viejo método de la caminata.
El rey Carlos, preocupado por la falta de divisas, por el belicismo de sus principales súbditos, por la tozudez de sus compatriotas del Reino Franco Oriental (que se negaban a dejarse gobernar por él) y, en definitiva, por la ineficacia de su gobierno, no encontraba otra forma de solucionar el problema nórdico que la de comprar la paz con Rollón, a cualquier precio. Esto le posibilitaría dedicar todos sus escasos recursos a la tarea de unificar el reino franco y someter a los revoltosos de Oriente. No le fue muy bien que digamos, pero eso es otra historia...
El asunto es que los nórdicos querían la posesión permanente de los territorios situados en la desembocadura del Sena, aunque de hecho ya los ocupaban. El rey Simple accedió a tal deseo, pero solicitando que Rollón lo reconociese como su señor. Esto no cambiaba para nada las cosas, pero cubría las formas: Rollón reconocería la autoridad de Carlos aceptándose como vasallo, aunque de hecho era el rey franco quien capitulaba ante la fuerza del Caminante.
Rollón aceptó someterse a tal farsa pero, a pesar de su apodo, se negó a "bajarse del caballo" y realizar el gesto simbólico de besarle el pie a su nuevo "señor". Ordenó a uno de sus asistentes que lo hiciera. Pero como éste también era un vikingo, y de los grandotes, no se iba a dejar someter a tal humillación. Tomó el pié de Carlos y lo levantó en el aire para besarlo sin necesidad de inclinarse. Al hacerlo, el rey Simple cayó de espaldas, asistiendo a las carcajadas de su Estado Mayor, que lo observaba en acto de custodia real. A partir de este hecho, lejano de la pompa que la Historia (y Hollywood) relata, la región en la que el Sena toma contacto con el mar pasó a llamarse Normandía (tierra de los normandos), y Carlos pudo dedicarse a fracasar en su campaña con los francos orientales.
Aquella sandalia que el asistente de Rollón tomó delicadamente para hacer volar a su portador es la que hoy vegeta en el interior de una lata de tres litros de aceite de oliva, juntando polvo sobre un anaquel de biblioteca, en el gabinete del Hurgahistorias, sometida al fetichismo al que éste juega cada tarde en su oscuro departamento del sur de la Ciudad Vieja.
Gabriel Eira
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