Serie: Convivencias ( XVII)

Nazismo, bolcheviquismo y ética
A propósito del libro de Nolte "Después del Comunismo"

Hebert Gatto

Cuando en 1991 Ernst Nolte publicó una recopilación de ensayos traducida al castellano como "Después del comunismo"(1), epilogaba el largo enfrentamiento que sobre la naturaleza del nazismo y las responsabilidades alemanas en la segunda guerra mantuvieron buen número de historiadores de esa nación en los años 1986 y 1987.

El debate, áspero y teñido de connotaciones políticas, lo llevó en esta obra a radicalizar posiciones que ya había esbozado, aunque con mayor prudencia, en libros anteriores(2). Con ello sintetizó un enfoque pleno de implicaciones en muchos sentidos. Nuestro propósito es aquí, partiendo de esta última obra, incursionar en las actuales posiciones historiográficas sobre las relaciones entre las dos ideologías que junto al liberalismo, presidieron el siglo que se cierra.

El debate

En sus trabajos de juventud Nolte caracterizaba al fascismo (denominación genérica en la que siempre incluyó al nacionalsocialismo)(3), basándose en algunas circunstancias específicas que, a su juicio, explicarían su emergencia y sus rasgos más propios: el quiebre del contexto liberal europeo luego de la Primera Guerra Mundial; la tradición nacionalista alemana; el reto planteado por el marxismo y la revolución bolchevique; la derrota alemana en esa misma conflagración, el clima interno que ella generó, etc. Su análisis del fenómeno, en los límites de la historiografía clásica de inspiración no marxista, ya enfatizaba sin embargo, el carácter de reacción antibolchevique del nacionalsocialismo. Una rebelión contra toda trascendencia del ser humano, tanto el más allá redentor como la emancipación inmanente de la profecía marxista. Para el nazifascismo, en la versión de Nolte, ni paraíso "post mortem", ni "progreso" en el sentido en que lo concebía la Ilustración, ni sociedad transparente a la soviética, esperan después o sobre la tierra.

El reforzamiento de los lazos comunitarios, en un mundo racialmente jerarquizado, constituyen lo mejor que puede esperar el hombre, no como individuo sino como integrante del colectivo nacional en que le haya tocado en suerte nacer. El peor enemigo del nazifascismo, siempre según esta interpretación, está constituído por la disolvente promesa de libertad plena que tanto el liberalismo como el marxismo -revolución socialista mediante- auguran al hombre como individuo. "El pensamiento de Hitler -recordaba el primer Nolte- puede inscribirse sin dificultades en el esquema maurrasiano, como expresión tardía y formalmente más grosera del mismo. Tanto Maurras como Hitler reconocieron a su verdadero enemigo en la libertad ...., la cual, alojada en el individuo y realizada en la evolución del mundo, amenaza con destruir lo conocido y amado."(3). En buen romance, el fascismo alemán era caracterizado por Nolte como un tradicionalismo antitrascendental, apegado a la defensa a ultranza del grupo nacional y la tradición comunitaria y, por consiguiente, inscripto en un género amplio -un tradicionalismo de derechas no religioso- que difuminaba, sin borrar, sus contornos más propios y condenables. Una ideología belicosa que se inscribía en un mundo a su vez belicoso.

El revisionismo nolteano, no demasiado estentóreo, probablemente hubiera quedado confinado al ámbito académico, si Jurgen Habermas no hubiera reaccionado violentamente ante la salida a la prensa de Nolte, en un artículo publicado en el conservador "Frankfurter Allgemeine Zeitung", el 6 de junio de 1986, desencadenando una controversia -el "Historikestreit" (debate de los Historiadores)- de amplia trascendencia pública y política. En este primer artículo, nuestro autor ponía en cuestión la singularidad histórica del genocio judío, radicalizando su ya manifiesta posición sobre la relación causal entre bolcheviquismo y nazismo, a la vez que comparaba Auschwitz con el Gulag. Un arbitrio mediante el cual el exterminio judío dejaba de ser un fenómeno con causas propias y sin parangón histórico en su desarrollo y modalidad, para confundirse con otras experiencias de violencia masiva.

Habermas, de permanente y cerrada militancia antifascista, genuinamente escandalizado, denunció la aparición de tendencias apologéticas en relación con el nazismo no solamente en Nolte sino en Andreas Hillgruber, Michael Sturmer y Klaus Hildebrand, historiadores a quienes un tanto infelizmente, se comenzó a denominar en la izquierda alemana como "la banda de los cuatro". El ataque de Habermas, desencadenante del debate, no apuntaba empero a un inerme grupo de técnicos marginales encerrados en la Academia, sino a un conjunto de intelectuales prestigiosos, conectados con el poder de la antigua RFA -Hilgruber fue asesor del Canciller Kohl- y con amplio acceso a la prensa conservadora y al gobierno, decididos todos a "respetabilizar" el pasado histórico de Alemania.

La áspera discusión, que en sí misma no es materia de esta nota, excepto en lo que de ella recoge Nolte en "Después del comunismo", versó fundamentalmente sobre la oportunidad de una relectura del pasado nazi y sus implicaciones para la vida intelectual y política de la dividida Alemania del momento. Un tema que pareció cerrado a fines de 1987 cuando los cuatro revisionistas neoconservadores y sus fervorosos oponentes explicitaron sus respectivas plataformas de análisis en medio de una cierta indiferencia del público alemán, plenamente integrado en una exitosa sociedad de consumo. Fue precisamente ese sentimiento el que Helmut Kohl, también implicado en el debate, capitalizó en su famoso discurso en Israel del año 1987, apelando a la "inocencia de los nacidos después".

Por más que esta distinción sobre la indebida "transferencia de la culpa" entre generaciones, que quizás pudiera tener sentido en el plano individual -los hijos no heredan la culpa de sus padres- parece perderla tan pronto se enfoca el tema en términos nacionales. Como el propio Habermas se encargó de recordar, el nacionalsocialismo responde a una tradición específicamente alemana, que no puede renunciarse como parte de la identidad nacional y que solamente puede asumirse con dignidad si previamente se ha expresado la solidaridad con las víctimas y se ha aceptado la responsabilidad por los crímenes que esa misma tradición ha facilitado. "No cabe continuar las tradiciones de la cultura alemana -dijo el filosófo en 1987- sin asumir la responsabilidad histórica por las que hicieron posible a Auschwitz"

Sin embargo, contra lo que se creyó en el momento, el debate no concluyó allí. Luego de la reunificación y la consecuente emergencia de Alemania como la principal potencia europea y de la tonificación de un pujante neofascismo en grupos minoritarios, pero influyentes, se ha cargado de resonancias que no contenía originalmente. Esta circunstancia, más el constante interés del autor en el fascismo, explicaría la publicación del libro de Nolte que aquí nos ocupa y su intento de volver a un tema que aparecía como concluido. Una posición seguramente no totalmente académica, por más que no se deba -como se ha hecho- responsabilizarlo de sustentar posiciones neonazis sino, lo que es más ajustado, de intentar descargar una culpa que no siente como propia de su pueblo. O que, por lo menos, él cree que las nuevas generaciones alemanas, deben recibir atenuada. En ese sentido pues, y dejando de lado las muchas implicancias del revivido debate de los historiadores para con la actual situación geopolítica alemana y europea, es dable juzgar la posición de Nolte con respecto al fascismo alemán y sus relaciones con el bolcheviquismo.

Pero antes de ello es necesario, porque importa para el tema, una brevísima mención al clima historiográfico general en que la controversia de los historiadores se desarrolló; una situación que pasado diez años mantiene toda su vigencia.

La historiografía

Como es conocido la teorización historiográfica desde mediados del siglo pasado estuvo dominada por el enfrentamiento entre una historia fundamentalmente política, de metodología positivista y predominancia de actores individuales y una historia económica y social, de inspiración estructural y protagonismos colectivos, donde el marxismo, con su vasta teorización sobre el hombre y la historia, ocupó el lugar central.

Esta oposición dominante se presentaba a su vez terciada por la presencia de escuelas más culturalistas y por la ardorosa polémica sobre la distinción entre "ciencias naturales" y "ciencias del espíritu"; siendo éstas, al decir de sus cultores, las únicas aptas para captar empaticamente, para "comprender" el sentido de los hechos, siempre singulares, que constituyen el objeto de la historia. Un escenario, ya de por sí complejo, que cambió a comienzos de los setenta, cuando el declive del riguroso cientificismo del "empirismo lógico" y la filosofía analítica, dominante hacia mediados de este siglo, dió paso a la introducción de la lengua como nueva protagonista de los fenómenos socioculturales, en el denominado "giro lingüístico". Un desplazamiento epistemológico, de allí el nombre, con el que los historiadores asumieron progresivamente que todo fenómeno histórico estaba mediado en su producción y reproducción por la ominipresencia del idioma.

La lengua en tanto vehículo ineludible de la conceptualización y emergente privilegiado de la memoria de la comunidad de hablantes, impone, en la densidad de su presencia, límites irrebasables a la representación de los hechos, los que en consecuencia nunca se presentan a la conciencia del observador en la inexistente desnudez que el positivismo suponía. Una vieja constatación que ya había marcado su presencia en el plano del análisis cultural a través del denominado "relativismo lingüístico" inaugurado muchos años antes por Sapir y Whorf. Dos autores que mediaban toda comunicación mediante un lenguaje, que no solamente perdía su cristalinidad, su condición de vehículo transparente, para convertirse en un instrumento cultural como otros, sino que introducía a la par su propia historia, la biografía de palabras y conceptos, cargados siempre con sus marcas de orígen y desarrollo. La diferencia es que ahora la lengua escapaba de los límites de la linguistica para hacer rampante entrada en el vasto escenario de las ciencias del hombre.

Por su parte el marxismo, a través de la conocida "teoría de las ideologías", había aportado lo suyo en contra del positivismo y la historia fenomenológica, condicionando los sucesos sociales y políticos, a la percepción que de ellos mantienen tanto los participantes como los observadores, según sus respectivos intereses de clase. Si bien hacia comienzos de los setenta, coincidiendo con la irrupción del mencionado "giro lingüístico", el marxismo también había comenzado a perder la importancia teórica que hasta entonces había mantenido.

De ese modo, con la aparición de los nuevos paradigmas lingüístico, más los revalorizados aportes de Witgenstein, a partir de cuya confluencia se ramificaron diversas escuelas, se arriba a la presente situación donde un genérico pantextualismo -no sin resistencias- parece haber adquirido predominancia como trasfondo de la cultura historiográfica. Una visión para la cual los hechos (lo real), desaparecen o se disuelven frente al peso del relato, que los selecciona, enmarca y define, para en definitiva terminar perdiendo, en diferentes grados, correspondencia con ellos. O para ser más precisos, los hechos y sus relaciones no son previos al relato puesto que éste, al arrancarlos de la informe masa de sucesos, de la inabarcable e impensable materia prima de la historia, los modela, les da sentido, para en definitiva constituirlos como tales.

La consecuencia es que el relato histórico, mediado por la propia densidad del lenguaje y la cosmovisión del historiador, resulta estructuralmente igual -o por lo menos homólogo- a una narración literaria(4). Del mismo modo que una buena novela logra reflejar "la verdad" de una época o una situación, la historia, cuando asimismo es buena, constituye -se sostiene- otra manera, en modo alguno privilegiada, de contar o representar verosimilmente, sucesos del pasado.

El resultado es que si la ingenua apelación a los hechos aparece como vedada, las dificultades de la historiografía para comparar sucesos o procesos y fijar patrones evaluatorios generales se ven amplificadas. De allí que el criterio historiográfico hoy más generalizado implique, explícita o implicitamente, una renuncia a la verdad como correspondencia entre "hechos" y narración, para centrarse en las características internas de esta última. Será mejor historia aquella que construya un relato coherente, fértil, capaz de abarcar muchos sucesos, que otra más limitada en esos aspectos. Será superior aquella que rechaza el reduccionismo de la historia económica y política y abandona la presunción de la objetividad, que otra encerrada en un cientificismo engañoso.

Y será preferible un relato denso, compatible con nuestras intuiciones y teorías sobre la condición humana pasada y presente, que otorgue una sensación similar a la "verdad literaria", que otro cargado de una seudo objetividad retórica, tras las que esconda sus limitaciones narrativas. Así como desde otro ángulo, será deseable que la narración histórica, de izquierda o de derecha, ahora que se acepta que la aspiración al "wertheifreit" es imposible, explicite claramente el lugar desde donde enuncia. Si la práctica del historiador es siempre un ejercicio político contemporáneo -lo quiera o no lo quiera- es preferible saber su dirección, a efectos de ensayar nuestra propia hermeneútica: la del lector que no quiere ser engañado, para poder reinterpretar sin ingenuidades lo que el texto le propone. Dicho lo cual, y sin recaer en ningún positivismo trasnochado, no puede tampoco obviarse la advertencia de Ginzburg y simplemente rendirse "ante la máquina de guerra escéptica, que niega toda la posibilidad a la historia de separar lo verdadero de lo falso"(5).

En cualquier caso, y aún sorteando extremismos y modas -pantextualismo, deconstruccionismo posmoderno, relativismo "foucotiano"- es claro que se asiste a un renacimiento del historicismo, si bien en una versión no marxista. Un enfoque para el cual la misión del historiador radica, ya en revivir las vivencias de los hechos históricos a través de una "comprensión empática" de los mismos, ya en aceptar -sin que esto excluya la anterior concepción- que toda historia es "historia contemporánea". Por lo que es válido y además ineludible, que el historiador seleccione su relato, o las vivencias de sus protagonistas, al servicio -mejor explícito que implícito- de un fin contemporáneo. Concepción que se aproxima -por más que sin igual profundidad- a los planteos hermeneúticos, también desvastadores, para las concepciones positivistas de la historia, para las cuales los "hechos", libres de valores, como Dios los echó al mundo, constituían la transparente materia prima de la historiografía.

Como es claro este clima cultural, donde "en la noche posmoderna todos los gatos son pardos", favoreció los intentos neoconservadores de Nolte y sus seguidores para reescribir la historia del fascismo alemán, el que pudo inscribirse en el corto plazo del clima weimariano posterior a la primera guerra y -aunque no sea estrictamente el caso de Nolte- en los vericuetos psicológicos del lider o conductor (apelando a Hitler o a Mussolini como explicación privilegiada de sus respectivos regímenes). Con ello la historiografía recayó en concepciones monocausales o en la sumatoria de explicaciones independientes sin ningún relacionamiento teórico entre ellas. Una señal insoslayable de la actual "miseria" de la teoría, al decir de Thompson.

Procurando explicaciones

En rigor, sin embargo, no todas las ambiguedades sobre el nacionalsocialismo pueden achacarse a Nolte o a sus compañeros en el debate, ni al discutible intento del grupo de "normalizar" la historia de Alemania. Porque la teoría que explique el fenómeno fascista y nazi, su relacionamiento y su surgimiento, como un "racismo endemoniado" en la "nación más culta de Europa", sigue constituyendo un punto ciego, una promesa incumplida de la historiografía. A las comentadas incertidumbres actuales de la teoría de la historia, a la irresuelta y vieja tensión entre sujeto y estructura que dividió tajantemente la historia convencional, se suman en este caso las perplejidades propias de la "comprensión" del nacionalsocialismo, fenómeno cuya monstruosidad moral más parece inhibir que facilitar su tratamiento histórico. Un aspecto donde Nolte, cuando reclama la historización del fascismo, puede anotarse algunos puntos, especialmente a la vista de la multiplicidad de intentos explicativos sobre él, ninguno de los cuales parece satisfacer todas las aristas del problema.

No son pocas las teorías o las hipótesis que buscan dar cuenta de la atipicidad histórica del fascismo como género(6). Desde las que lo incluyen en una teorización general sobre el devenir histórico, como es el caso del marxismo, hasta las más parciales y acotadas, entre ellas algunas que separan al nazismo de su pariente italiano. En las primeras, atenidas a los factores estructurales y al largo plazo, pueden señalarse sin ninguna exhaustividad:

i) La interpretación del VII Congreso de la III Internacional, que de algún modo constituyó la explicación de la ortodoxia comunista hasta el presente. Expuesta concisamente por su vocero George Dimitrov, el fascismo puede definirse como "la dictadura terrorista declarada de los elementos más reaccionarios, más imperialistas del capital financiero". Una "forma estatal de dominación de clase" reveladora de la capacidad de la burguesía, en ciertas situaciones de crisis del capitalismo, para obtener el concurso de otros sectores de clase y constituír un novedoso "fenómeno de masas" que prolongue la subsistencia del capitalismo(7).

ii) La variente bonapartista -utilizada por Marx para caracterizar la dictadura de Luis Bonaparte- para la cual, la burguesía en actitud defensiva frente al avance proletario, cede el poder político para conservar el social, apelando a un régimen que aniquila los partidos y concentra el poder así cedido, en manos de un dictador que preserva los intereses a largo plazo del capital(8).

iii) La concepción trotzskysta, que define al fascismo como una forma "especial" de ejecutivo fuerte", sustentado en la "pequeña burguesía" y orientado en situación de crisis, a la destrucción del movimiento obrero organizado en beneficio del capital monopolista. Un "capital monopolista" que según Trotzsky "fija las tareas" de la pequeña burguesía(9).

iv) El marxismo althuseriano de Nicos Poulantzas, de fines de los sesenta, para quien el fascismo constituye una variedad extrema de "estado de excepción", junto al bonapartismo y a las dictaduras militares. Un Estado cuya función radica en recomponer la hegemonía de los sectores dominantes de la burguesía, tanto a nivel económico, como político y social, mediante su manejo de los aparatos represivos e ideológicos del Estado(10).

Como se observa, de modo congruente con su matriz, las teorías marxistas, soslayando particularidades adjetivas, se resumen en: a) una cierta situación de crisis económica grave del capital (variantes i, iii y iv); b) o un ataque real o potencial, pero en cualquier caso peligroso, al predominio burgués (variante ii); c) que obliga a esta clase o a un estrato de ella a recomponer su dominio político; d) pasando de la "dictadura democrática" a la dictadura desnuda. Con lo cual, concibiéndolo como un arbitrio político del capitalismo amenazado, se sigue sin explicar las especificidades históricas del nacionalsocialismo, fundamentalmente el racismo nacionalista y el antisemitismo, anclado en estrato culturales de los que no puede dar cuenta el economicismo marxista.

Como disgresión puede recordarse que esta definición llevó a que las dictaduras militares latinoamericanas fueran calificadas como fascistas por los partidos comunistas del continente, con lo cual, al igual que lo ocurrido en Europa, perdieron capacidad analítica para examinarlas en su particularidad histórica.

Por su parte tampoco resultan absolutamente convincentes, aisladamente consideradas, las teorizaciones no marxistas del fascismo y/o del nacionalsocialismo, desde aquellas que destacan su policlasismo y la tradición cultural de revuelta -o aún de revolución- contra la modernidad, pero sin explicitar adecuadamente el genocidio como nota definitoria(11); las que enfatizan el rol de las clases medias aliadas con la pequeña burguesía de burócratas y profesionales liberales, como tercera vía entre burguesía y proletariado(12); o las que distinguen terminantemente entre fascismo italiano (totalitarismo de izquierda) y nazismo (totalitarismo de derecha) como De Felice o Bracher(13). O aun las de influencia vagamente psicoanalítica, como las practicadas por la escuela de Francfort, en su etapa estadounidense, con su relevamiento de la "personalidad autoritaria". Seguramente porque muchas de estas concepciones, incluyendo las de inspiración estructural, admiten ser articuladas conjuntamente, pudiendo cada una de ellas explicar la conducta de apoyo al fascismo de diferentes sectores de la población, cada cual con muy diferentes motivaciones e intereses.

Para ello se requeriría una teoría de mayor nivel mediante aportes politológicos, sociológicos, psicosociales y de antropología cultural. Un requerimiento difícil de satisfacer dado el actual estado de las ciencias sociales. Aún muy lejos de teorías generales o incluso de teorizaciones de alcance medio, que expliquen y predigan con cierto rigor la aparición de fenómenos sociales complejos, como es sin duda el fascismo.

Nolte y el fascismo

En medio de esta diversidad teórica, Nolte congruente con su afán de "normalizar" la historia alemana, sintetiza su posición en la introducción al libro que comentamos. Para él el fascismo en su versión germánica reúne varias características definitorias, a saber: fué una expresión extrema de nacionalismo alemán; constituyó una forma aguda de antibolchevismo y también fue, "y no en último término, una síntesis paradójica del pesimismo tradicional de parte de la cultura europea....y de una concepción de la biología de extracción darwiniana". Una esquematización que profundiza en los distintos artículos que componen "Después del Comunismo", pero que en definitiva aparece como un desarrollo aclaratorio, de carácter "metahistórico" o teórico, del vasto enfoque, propiamente histórico, de su "Guerra Civil Europea". Procuraremos ceñirnos en el análisis al mismo esquema seguido por el autor.

Que el nazismo constituyó una manifestación del nacionalismo alemán no supone en rigor ninguna innovación teórica de Nolte. Sabido es que la unificación nacional significó para Alemania una aspiración largamente pendiente en tanto no pudo concretarla al mismo tiempo que las otras grandes naciones europeas. Recién a fines del siglo pasado, cuando Francia, Inglaterra o Rusia hacía ya siglos que se habían organizado como Estados nacionales, consiguió Alemania, guerra mediante, su unificación. Un logro que obtuvo al precio del autoritarismo bismarckiano, postergando con ello su proceso de modernización política y que, circunstancia fundamental, sólo duró menos de cincuenta años. No es de extrañar entonces que cuando en el breve interludio weimariano se instaló la democracia, al precio de la amputación territorial, la humillación nacional y la descomposición social, ella apareciera bajo el signo de la frustración y la sospecha. Una sospecha que el nacionalismo conservador alemán se había encargado de potenciar, transformando la inesperada derrota militar en la fábula de la traición interior y la puñalada por la espalda.

También es cierto, como remarca Nolte, que el exacerbamiento de un nacionalismo agresivo, que a su juicio se habría concretado en el nazifascismo, encontraba una justificación psicosocial en el surgimiento de potencias extraeuropeas como los Estados Unidos o semieuropeas como Rusia, que amenazaban el anterior equilibrio geopolítico y la posición preeminente de Alemania en el mismo. Un argumento que, bien mirado, más que justificar el expansionismo fascista, demuestra la permanente vocación de dominio de Alemania en el escenario europeo.

Por eso, aún si se lo admitiera como explicación de las facetas más imperialistas del nazismo, el reto historiográfico que éste plantea se mantiene incambiado, porque: ¿qué explica las inéditas características de ferocidad genocida que adquirió el nazismo en el seno de la cultura alemana? ¿Alcanza para justificarla la apelación a la particular frustración nacional padecida por los alemanes desde el fin de la Edad Media? ¿Cómo es que la patria de Kant, de Goethe y de Schiller, pudo exterminar hombres en condiciones de una tal inhumanidad, que no existe ningún parangón en la historia universal?

Las otras dos características que Nolte señala como relevantes, no parecen, ni de cerca, contestar estos interrogantes, sino que más bien desnudan las debilidades teóricas de su posición. Sostener, como lo hace, que el Holocausto no constituye una excepción histórica sino un fenomeno con largos precedentes históricos y causalmente conectado con el genocidio staliniano, constituye una afirmación historiograficamente arriesgada.

También lo es proclamar que el fascismo necesita "ser relacionado a la revolución rusa como su precondición más importante", y que ambas ideologías se enfrentaron en una contraposición que constituyó una verdadera guerra civil ideológica que define al siglo XX(14). O afirmar que en lugar de la destrucción de una clase social, como practicaron los bolcheviques, el nazismo adoptó el mismo patrón para destruir una raza: la judía (Nolte, cit 15).

Es cierto que en estas afirmaciones, sobre las que volveremos, se advierten los límites y las aporías de la actual historiografía. Podrá observarse, como se ha hecho contestando a Nolte(16), que el antisemitismo de Hitler es muy anterior a la revolución soviética y por supuesto al genocidio de Stalin y que abreva -aunque con matices propios- en una tradición europea potenciada en el siglo XIX y XX, por pensadores como Chamberlain o Gobineau. También podrá anotarse la debilidad de la tesis del "bolcheviquismo judío", basada, según Nolte, en el gran número de judíos presentes en la dirección revolucionaria soviética, lo que habría llevado a que los nazis asimilaran bolcheviquismo con judaismo. Una seudo explicación que omite no sólo que hubo gran número de judíos opuestos radicalmente a la revolución, que los judíos revolucionarios lo hicieron renegando generalmente de su condición -una postura que se remonta al mismo Carlos Marx- sino que a partir de 1925, esos mismos dirigentes judíos revolucionarios fueron primero separados y luego exterminados en las purgas stalinianas.

Podrá asimismo argumentarse que Hitler no tuvo dificultades en cooperar con los soviéticos hasta 1941, intercambiando con ellos desde técnica militar hasta comunistas alemanes, y que nada de eso era posible o siquiera imaginable con los judíos, con los cuales la única solución fue siempre el exterminio. Pero cada una de tales refutaciones admitirá una contrarréplica, por más que la misma luzca cada vez más retórica y argumentativa. ¿No hubo acaso, como relata la Biblia, matanzas de pueblos enteros, en aras de objetivos de dominación? ¿Los sectores dirigentes alemanes, no estaban aterrorizados ante las amenazas soviéticas de revolución mundial, la que comenzaría justamente en Alemania, donde hubo fuertes conatos de guerra civil? ¿Por lo demás -como señala la nueva historiografía- qué son en definitiva los hechos sin la palabra que los nombra y sin la trama narrativa que los resignifica y les da sentido? Y en ese caso, ¿por qué este relato que encaja con el sentimiento de vastos sectores germánicos luego de la primera guerra -pero también después de la segunda- debe ser desechado?

Leyendo a Nolte, un hombre indudablemente polémico, la actual problemática alemana, el drama de una nación divida entre lealtades y repudios a su propia historia, se hace presente en toda su dimensión. Empero su pretensión de normalizar la historia alemana del siglo XX, apelando unicamente a recursos historiográficos, por lo demás dudosos, no resulta convincente, no solamente porque no se compagina con los hechos (o más bien con un abrumador conjunto de relatos sobre ellos), sino porque es imposible al leerlo sustraerse a una sensación de narración confusa, delgada, carente de densidad y dimensión explicativa. En un ejercicio que desde el inicio elude las líneas de larga duración, para centrarse en una narración sin raíces, o con tan pocas de ellas, que los personajes, los colectivos implicados y las tramas que los enlazan aparecen como carentes de antecedentes.

Como si recién se asomaran al turbulento escenario de la Europa del siglo XX, sin genealogía que los contextualice y de razón de su emergencia. Defectos que, aunque en menor grado, también se encuentran presentes en su "Guerra Civil Europea", libro que pese al ingente número de datos que maneja y al interés de varios de sus enfoques, parece siempre oscilar entre la retórica y el rigor. Pero sobre estas debilidades, ya la crítica historiográfica y el propia debate alemán, ha emitido su juicio. Un juicio que como Habermas señalaba ha demostrado la imposibilidad que una nación, si pretende mantener su identidad, acepte sólo una parte de su pasado y disimule el resto, generalizando sus culpas.

Nacionalsocialismo, bolcheviquismo y antijudaismo

Para Nolte, como vimos, fascismo y bolcheviquismo se enlazan y se distinguen, como las caras opuestas de una moneda. Una moneda imposible, un perverso zahir, en la que el valor de una de sus caras estaría anulada por el simétrico disvalor de su anverso. De tal modo que el fascismo no sería explicable sino como reacción defensiva presente en varios paises de Europa, un gesto institivo de supervivencia de la sociedad europea o de una parte importante de ella, frente a la emergencia del socialismo marxista revolucionario. Socialismo que no habría jamás ocultado su espíritu imperialista y cuyos destacamentos más aguerridos estaban ya afincados en la propia Alemania; ocultos en los débiles pliegos de la democracia de Weimar.

Ya hemos señalado algunas de las dificultades de esta posición historiográfica que no logra explicar la dimensión nacional-racista del fascismo alemán, un aspecto que sin duda alguna, constituye uno de sus rasgos definitorios. Ni integra adecuadamente la exterminación de los judíos dentro de la hipótesis antibolchevique en que descansa su relato. Pero que en todo caso y a la vista de la progresiva confirmación, luego de la debacle soviética, de un verdadero "holocausto" stalinista, merece una especial consideración. Porque aún cuando pudiera aceptarse, pese a la problematicidad del tema, que la "guerra de clases" que el marxismo prometía y que directamente se implementó en la Rusia revolucionaria pudiera asimilarse a la "guerra racial" que los nazis también anunciaron y también practicaron con los judíos, con ello no se explica las pretensiones de superioridad racial hacia los restantes pueblos europeos, fundamentalmente los eslavos, pensados como verdaderas etnias esclavas en el nuevo orden continental programado.

Pero además, si tal como se sostiene, los verdaderos enemigos eran los bolcheviques y los judíos sólo lo eran por derivación, ¿porqué el ensañamiento con los segundos, eran mucho mayor que con los comunistas? Para los nazis, los judíos no eran una raza inferior, como lo fueron los restantes pueblos europeos o aún los adversarios soviéticos, muertos por hambre, pero no sistematicamente exterminados. Constituyeron, los verdaderos enemigos, los opositores ancestrales, la tribu hostil y obstinada de los apátridas, los conspiradores en la sombra, dispuestos a vaciar hasta el último aliento del espíritu germánico. Todo lo cual poco se compadece con la asimilación entre bolcheviquismo y judaísmo, pero tampoco se entronca cabalmente con el antisemitismo racista apoyado en el darwinismo social o con el más tradicional antisemitismo conservador de signo cristiano. Ambos excluyentes y dominantes, en ocasiones peligrosamente agresivos, enemigos del "pueblo impuro" o "del pueblo deicida", pero no exterminadores a escala industrial.

Mucho mejor se explica en cambio el antisemitismo genocida, si se entiende al fascismo y más propiamente al nazismo, como una desesperada reacción contra los aspectos más notorios de la modernidad en cuanto expresión cultural. Fue en ese sentido, como es claramente advertible en Italia, que el fascismo constituyó una revisión del marxismo, al fin y al cabo, también él, un hijo de la modernidad. Sustituyó al proletariado como agente del cambio por la nación en armas, pero mantuvo el objetivo marxista de derribar a la odiada democracia burguesa y a sus valores materialistas y plutocráticos. Así como retuvo la violencia, tal como la había concebido el propio Marx, como partera de la historia e instrumento de la ofensiva antiburguesa. Una dimensión donde el aporte de Sorel, en la constitución ideologica del fascismo italiano, y con su mediación, del nazismo, parece ineludible.

Sólo que la modernidad, era mucho más que el marxismo, el que en todo caso constituía una de sus derivaciones. Y el fascismo, con la parcial excepción de sus aspectos económicos, reaccionaba contra el conjunto de la modernidad como unidad civilizatoria. De allí su lucha frontal contra el liberalismo, el positivismo, el utilitarismo, el individualismo, el racionalismo y la democracia. Una pléyade de intituciones, valores, creencias y formulaciones ideológicas que el fascismo, como forma exacerbada de comunitarismo de base biológica, especialmente en su versión alemana, debía rechazar y constituir en ese rechazo el leit motiv de su existencia.

Tiene pues razón Sternhell(17), cuando caracteriza al fascismo italiano, como un movimiento con un particular fundamento cultural. Una ideología, que recogida y transformada por la tradición germánica, donde se le sumó el componente racista, de añeja presencia en Alemania, se tranformó en la forma más radical de antiindividualismo. En una reacción furiosa contra los valores burgueses surgidos de la herencia racionalista, individualista y utilitarista de los siglos XVII y XVIII. El fascismo fue así una respuesta a las complejidades de un mundo que a partir de Locke y fundamentalmente de Kant, constituía al individuo, al hombre en singular, en sujeto ético y pensaba al grupo como un agregado de individualidades autónomas a cuyo servicio se colocaba la comunidad. Fue un movimiento que aprovechando la humillación nacional, la frustración de un nacionalismo que había resultado tan esquivo para italiano y alemanes, otorgó a cada clase social coyunturalmente unidas por un mismo sentimiento, lo que más anhelaba: el sentido de comunidad, el calor del conjunto, la belleza horrible, pero a menudo irresistible de la pérdida de la individualidad en la fusión, cuidadosamente orquestada, de las masas movilizadas con un objetivo común. Y que si bien no abjuró del capitalismo, como lo hizo la reacción antiburguesa socialista, lo colocó desde el inicio al servicio de sus designios. Porque para su concepción la clave del problema social no pasaba por la base económica ni por la lucha de clases, sino por la unidad orgánica de la nación, capaz de superar en su dinámica homogeneizadora todas las diferencias y particularidades. En tanto no creyó como el marxismo en la primacía de la economía, desjerarquizó este ámbito -instrumental para sus fines- al que subordinó a su dominio político y a la novedosa presencia de la nación en armas. En tal grado lo hizo que fue capaz en los hechos, de destruir casi completamente la estructura económica de Alemania, cuando la guerra entró en sus fases finales, sin reparar mayormente en los intereses de la burguesía.

Por eso y aunque parezca paradójico, el Holocausto no fue, o no fue basicamente una consecuencia del racismo, sino en todo caso de una forma extrema, peculiar y diferente de antisemitismo, que lejos de identificar al judío con la raza inferior, lo elevó a la categoría de demiurgo de la modernidad. En la reacción contra la disolución de la comunidad como agente supraindividual requerida por la modernidad, el judío que luchaba por conservar y expandir su recién adquiridad libertad, aparecía a los ojos de los nazifascistas como la personificación del enemigo apátrida y la encarnación de todo aquello que odiaba. Burguesía, liberalismo, utilitarismo, materialismo, individualismo, intelectualismo y democracia, eran todos y cada uno de ellos, conjugables con la figura del judío que recién escapado de los guetos pugnaba por constituir su nueva identidad de hombre libre, asimilándose a lo que fuera congruente con ese propósito.

No fueron los judíos ortodoxos, débiles y tradicionalistas, los enemigos de los nazis, aunque fueran ellos, por razones de tipicidad, los que a menudo se representaban en la iconografía. El adversario era el que no se distinguía de los arios, el que hablaba su lenguaje, el que descollaba en las ciencias a las que recién accedía y el que en todos los ámbitos, con pocas excepciones, impulsaba los valores de la modernidad y descreía de los nacionalismos vernáculos.

Especialmente porque con entera lógica, el judío era enemigo del nacionalismo basado en la sangre en la tierra y en una tradición que lo había encerrado en los guetos. Justamente los valores que el nazismo, en su patología comunitarista, más apreciaba. Cuando el nazismo hablaba de voluntad, fe y mito, del imperio milenario que consagraría la preeminencia aria, ningún lugar había para el judío racionalista y liberal, amante del intelecto y la reflexión. Una dupla que constituía su principal capital. De allí que el objetivo del nazismo no fuera dominarlo para ponerlo a su servicio, como a las presuntas razas inferiores, sino exterminarlo como su principal enemigo.

En realidad y pese a lo que se ha dicho, los nazis nunca despreciaron a los judíos, siempre les temieron. Por tanto mucho se equivoca Nolte cuando asimila el judío al bolchevique, porque no advierte que los nazis combatieron al primero como portavoz de la modernidad y por ende como su verdadero enemigo, mientras con el segundo, podían compartir al menos, su común odio a la democracia burguesa. Podrá arguirse que el socialismo, en su optimismo historicista, constituía también un desarrollo parcial de la modernidad, pero si ello era claro en el proyecto desalienante del marxismo de Marx, lo fue menos en el de Lenin y en la práctica de su revolución. La que, descartando los aspectos filosóficos de esa modernidad -fundamentalmente su acento en la autonomía ética- unicamente retuvo su afán industrializador y su ethos antitradicionalista.

Por otra parte la visión del judío diferencia al fascismo italiano de su par alemán, porque el primero, sin la carga del racismo tradicional pudo concebir su revuelta contra la modernidad mucho más en términos culturales o de confrontación entre Estados, de lo que lo hizo el nazismo, encerrado en sus atavismos raciales.

Es obvio sin embargo, que no fue esta dimensión la única que define al fascismo alemán. Las configuraciones culturales se crean en largas líneas de tiempo y se incriben prosperando o decayendo, en coyunturas específicas, donde a veces priman los factores políticos, a veces los económicos y en ocasiones las confluencias inesperadas de distintas vertientes sociales. En ese entresijo entre "posiciones y relaciones sociales" por un lado y "acciones e interacciones" por otro, entre "física social" y "fenomenología social", entre cultura y sentimientos compartidos, no es menor la figura del héroe o del villano, capaz de asumir la tensión del momento, catalizarla y llevarla a buen o mal puerto. Por su lado las sociedades, como tantas veces se ha demostrado, no son entidades homogéneas cuyos diversos, grupos, estratos o clases (cuando las mismas tienen cierta conciencia de su unidad), compartan una única cultura ni reaccionen de manera uniforme. Todo lo cual constituyen generalidades que la historiografía, en sus distintas corrientes, maneja desde Ranke hasta el presente, por más que en ocasiones, cegada por reduccionismos recurrentes, parezca olvidarlas.

Es en ese aspecto, como anotamos, que el intento historiográfico de Nolte, luce más débil. Racismo, nacionalismo, antijudaísmo y antimodernidad radical -pero aceptación de la técnica y la ciencia- constituyeron en la Alemania posterior a la primera guerra, una configuración cultural históricamente única, no apta para reducciones o simplificaciones, lo que no significa que como fenómeno, no deba y pueda historizarse. Tampoco es absurdo pensar que sin Hitler, el conductor capaz de sintetizar en una voluntad dimensiones culturales y sentimientos coyunturales que de otro modo podrían no haberse conjugado politicamente, el fascismo pudo no haber dominado Alemania. Hoy la historiografía está también abocada, con gran ahinco, al análisis de los juicios contrafácticos.

A dilucidar, por ejemplo, que hubiera pasado si el cabo austríaco hubiera muerto gaseado -vaya ironía- en las trincheras de la primera guerra. La pregunta no admite respuesta definitiva, pero sí debe aceptarse que Hitler y su odio genocida no hubiera prosperado sin el preexistente sustrato cultural que él supo encausar y convertir en voluntad política. No es Hitler entonces lo que puede preocupar -probablemente un caso clínico de dificil repetición como conductor político- sino las condiciones y las fuerzas muy anteriores a él que, en un país humanista y civilizado, lo hicieron posible como conductor de masas. Pero en cualquier caso más allá de la crítica propiamente histórica, existe otro aspecto del trabajo de Nolte con el que nos gustaría concluir este análisis. Una dimensión, si se quiere, de dimensión metodológica, pero que tiene implicancias generales.

Etica y fascismo.

Las ideologías, los regímenes políticos o las instituciones, como artefactos humanos, como productos del hacer del hombre, admiten o más bien imponen su valoración ética. Una dimensión insoslayable de toda práctica, aún cuando la misma se encuentre cristalizada u objetivada en explicaciones del mundo, sistemas normativos o -como en la historia- en experiencias sociales ya concluidas. La filosofía de la práctica, donde encuentra su lugar la ética, como un tipo de valorar, no solamente refiere a la actividad humana como tal, a la evaluación previa o posterior de las acciones concretas de determinados agentes individuales o colectivos, sino que se extiende a los sistemas que codifican, analizan, explican, sugieren ordenan o predicen prácticas, como es el caso, por ejemplo de las ideologías o de las instituciones o a sus plasmaciones en regímenes históricos.

Instituciones, ideologías o regímenes que no son "per se", o en primera instancia, objetos éticos, ni pueden ser valorados en su "intención". Por su parte dichos modelos contienen en sí mismos, como uno de sus aspectos, constelaciones normativas (el orden moral o jurídico que dicen tener o que proclaman), que también son objeto de valoración -explícita o implícita- en cuanto son "vivenciados", contemporánea o retroactivamente, con cualquier finalidad. Por ejemplo el análisis ético que realiza un observador de la moral que el fascismo proclamó, o de las influencias éticas que la conformaron, o de aquella que efectivamente desarrolló. Lo que es en definitiva consecuencia del hecho que toda práctica y todo objeto (abstracto o concreto, empírico o ideal) resultado del obrar humano o de su transformación en instrumento, supone, conlleva o suscita, una dimensión ética, un "es bueno o es malo", sin el cual probablemente no podrían ser siquiera pensados.

En el caso de los regímenes políticos, cuando los mismos son valorados desde una óptica liberal, o por lo menos pluralista, como la que Nolte proclama, lo importante es el grado que cada uno de ellos habilite a sus ciudadanos a elegir libremente su propia concepción del bien. O el grado de "libertad real" que cada uno concede. Un terreno donde las comparaciones morales de regímenes políticos, ceñidas unicamente al tema de la justicia y atendiendo a sus circunstancias específicas, admite un ancho campo. Muy especialmente porque los últimos avances en ética teórica, permiten fundado optimismo en la apreciación -producto de un consenso extendido- sobre la objetividad formal de la justicia(18).

En ese sentido es perfectamente legítimo que Nolte procure desentrañar el significado ético del régimen fascista o promover comparaciones también morales con otras ideologías y prácticas con las que está, o él piensa que está, fuertemente relacionado. Lo que no resulta lícito, es que ello lo haga valiéndose de conceptos o desarrollos de tipo historiográfico, mezclando materias y métodos. El juicio ético pertenece al plano moral, al plano del "deber ser", y se apoya, en última instancia, en alguna concepción de la ética. El análisis historiográfico corresponde a otra disciplina: la historiografía, que si bien no está libre de valores, y atraviesa las incertidumbres ontológicas que más arriba referimos, no tiene por objetivo básico emitir valoraciones morales sino juicios históricos. Juicios que podrán ser de carácter causal, descriptivo o comprensivo, en el sentido de la identificación empática con los protagonistas del relato histórico, pero que en primera instancia no son de naturaleza ética ni metaética.

Nolte estaba en lo correcto, metodologicamente hablando, cuando, como hacía en sus primera obras, analizaba al fascismo desde el ángulo de la lucha contra la trascendencia, asimilándolo a determinada concepción del mal absoluto. Y lo estaba en tanto asumiera que ése era un trabajo ético o metaético y no histórico. Yerra cuando pretende, como ahora hace, asimilar en el plano ético bolcheviquismo y fascismo y valerse para ello de razones historiográficas, porque entonces confunde juicios éticos con juicios causales o con análisis comprensivos. Por eso no resulta acertado que procure, por ejemplo, identificar eticamente ambos regímenes sosteniendo que el fascismo fue una consecuencia del temor que inspiró el bolcheviquisimo -explicación causal psicológica pero no moral- y con ello dé por concluida la identificación propuesta.

El Holocausto no fue -en el plano historiográfico- una resultancia del Gulag, ni el fascismo se explica, en el plano causal, por el bolcheviquismo; pero además aún si esa alegada relación genética fuera cierta, eso no los asimila moralmente. Nada impide sin embargo, que uno y otro sean juzgados en el plano ético y que en ese nivel se los compare. Pero es condición para ese ejercicio que se asuma que ambos análisis responden a diferentes disciplinas, no siendo válido, como pretende Nolte, extrapolar los resultados de una a la otra. "Normalizar" la historia alemana, si es que ello puede lograrse, constituye un desafío ético que sólo puede dilucidarse en ese plano, utilizando el instrumental de la ética teórica o de la metaética.

Sólo que Nolte quiere lograrlo valiéndose de la historiografía. Vasto error en que confundiendo la ciencia política con la ética, también recayeron, y de forma muy notoria, los teóricos del "totalitarismo" y que hoy, con otras temáticas, ronda muchas de las discusiones históricas. Una consecuencia, no necesaria pero muy extendida de la crisis teórica de la historiografía y su revuelta contra el positivismo, el que pese a sus rigideces y a sus inocencias metodológicas, tenía, en ese aspecto, la virtud de no confundir campos.

Si fascismo y "socialismo real" como prácticas históricas genocidas son, en sus efectos sobre los derechos humanos y la dignidad del hombre, asimilables moralmente, o puede descubrírseles un "aire de familia", es un tema que merece consideración. Como la merece interrogarse sobre el fascismo y el bolcheviquismo como desviaciones de la evolución ética de la humanidad, suponiendo que esa evolución a lo Kholberg, realmente exista.

También es lícito estudiar qué valores manejan y en qué grado reaccionan las dos ideologías contra las concepciones éticas que a partir de la emergencia de la autonomía moral y el individualismo, obtuvieron la hegemonía en Occidente. Una, el fascismo, prometiendo un autoritarismo racial, la otra, el comunismo, proclamando luego del intermedio revolucionario reestructurador, la libertad en la abundancia. Lo que equivale a plantearse en qué medida, y con que diferencias, fascismo y comunismo se apartaron de las pautas del pensamiento ilustrado y del posterior liberalismo. Y con que profundidad impusieron desde el centro político, una concepción acerca de cómo vivir, diferente a la neutralidad valorativa estatal que distingue al liberalismo político y filosófico.

La temática política y la historiográfica requieren de estos análisis, y de los aportes que la teoría ética puede prestarle, pero si se pretende que ellos sean rigurosos, deberán, como decíamos desarrollarse con el instrumental conceptual de la propia ética teórica y explicitando claramente el tipo de configuración de moral social que se utiliza como patrón normativo. Un ejercicio que Nolte no acomete, pero que tampoco practican con claridad sus oponentes más radicales, en el "debate de los historiadores".

Referencias

1.- Nolte, Ernst, Después del comunismo, Ed. Ariel, Bs.Aires, 1996. Dist. Planeta
2.- Nolte, Ernst, El fascismo y su época, Barcelona, Península, 1963
La crisis del sistema liberal y los movimientos fascistas, Barcelona, Península, 1971 El fascismo de Mussolini a Hitler, Barcelona, Península, 1973
La guerra civil europea, 1917-1945, México, F.C.E., 1996, (posterior al debate)
3.- Nolte, Ernst, El fascismo en su época, cit.
4.- F.R. Ankersmit, "La verdad en la literatura" y en la historia, en, La nueva historia cultural: la influencia del postestructuralismo y el auge de la interdisciplinariedad, Madrid, Edit. Complutense, 1996.
5.- Ginzburg, C. Preface a Lorenzo Valla, La Donation de Constantin, París, Les Belles Lettres, 1993, en La nueva historia cultural. cit.
6.- Saborido, J. Interpretaciones del fascismo, B.Aires, Biblos 1994, a quién hemos seguido en este numeral.
7.- Dimitrov, George, "El fascismo y la clase obrera", en Saborido, cit.
8.- Thalheimer, A. Sobre el fascismo, en Saborido, cit.
9.- Trotsky, L. El fascismo, en Saborido, cit.
10.-Poulantzas, N. Acerca del impacto popular del fascismo, en Saborido, cit.
11.-Mosse, G. La cultura Nazi, Barcelona, Grijalbo, 1973.
12.-Salvatorelli,L. Nazionalfascismo, Einaudi, 1977.
13.-Saborido, J. cit.
14.- Nolte, E. Después del comunismo.
15.- Nolte, E. cit.
16.- Haupt, H.G. Acerca de una relectura de la historia del nacionalsocialismo, Debats, Valencia, No. 21, Set. 87.
17.- Sternhell, Z. El nacimiento de la ideología fascista, F.C.E., Madrid, 1994
18.- La obra de Rawls, Habermas, McIntyre, Walzer, Sandel, Goodman, etc. son sólo una pequeña muestra del desarrollo de la ética contemporánea.

 

Convivencias

Artículos publicados en esta serie:

(I) La democracia como proyecto (Susana Mallo, Nº 126 )
(II) Nuevas fronteras -lo público y lo privado (Gustavo De Armas Nº 127)
(III) Refeudalización de la polis (Gustavo De Armas, Nº 130)
(IV) América Latina: entre estabilidad y democracia (H.C.F. Mansilla,132)
(V) El defensor del Pueblo (Jaime Greif, Nº 133)
(VI) Crimen, violencia, inseguridad (Luis Eduardo Moras, Nº 137)
(VII) ¿"Fin" de la Historia? (Emir Sader ,Nº 139)
(VIII) Democracia y representación (Alfredo D. Vallota? Nº 140/41)
(IX) Discusión, Consenso y Tolerancia Habermas y Rawls (Jaime Rubio Angulo Nº 140/41)
(X) Irrupción ciudadana y Estado tapón (Alain Santandreu - Eduardo Gudynas Nº 142)
(XI) Moral y política (Hebert Gatto, Nº 146)
(XII) Un señor llamado Gramsci (Carlos Coutinho, Nº 148)
(XIII) La reforma constitucional (Heber Gatto, Nº 151)
(XIV) Un poder central (Christian Ferrer, Nº 158)
(XV) Antipolítica y neopopulismo en América Latina (René Antonio Mayorga, Nº 161)
(XVI) La inversión neoliberal. Marx, Weber y la ética en tiempos de cólera (Rolando Lazarte, Nº 164/65)

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