Hurgahistorias
El Motin del Bounty y los nietos del Reverendo Adams
Gabriel Eira
Aquello no era más que cuatro hojas de papel mimeografiado, con esa estética tan particular de los boletines liceales. No sin cierto monto de ingenuidad, la publicación se describía a sí misma como un periódico mensual: el "Pitcairn Miscellany", fechado a fines de 1978. Con esa misma ingenuidad presumía, en la última página de haber tenido, en aquel año, un tiraje total de 650 ejemplares.
No me canso de insistir sobre la extraordinaria habilidad del Hurgahistorias para apropiarse de la mayor cantidad posible de objetos insólitos. El hombre sabe lo que hace; desde que lo conozco no he tenido un sólo encuentro con él -las más de las veces en su polvoriento gabinete de la Ciudad Vieja- en el que no me haya sorprendido con alguna inverosímil historia. Es que él sabe cómo recuperar fragmentos marginales de vida de cada una de las cosas que amontona en su estantería.
La última colonia
Aquella tarde fue el turno de aquel apolillado ejemplar del "Pitcairn Miscellany": antes que el más importante, el único periódico de Pitcairn. En ello radica su valor, esas cuatro humildes páginas convocan una historia que parece escapada de la imaginación de Julio Verne. Y el hurgador de historias lo sabe, por eso sonreía al tiempo que tejía la trama de palabras que da origen a esta nota.
Pitcairn es la última colonia británica en la Polinesia. Reliquia de una época gloriosa para el Imperio, está constituida por un grupo de cuatro islas de origen volcánico con importantes formaciones coralinas: Henderson, Ducie, Oeno y la propia Pitcairn. Perdida en la infinidad del Pacífico, la colonia se encuentra a medio camino entre Sudamérica y Australia. Más específicamente, al sur del Trópico de Capricornio y al este de la Polinesia Francesa. La única isla habitada es justamente Pitcairn, de contorno irregular, con farallones que se elevan desde el mar hasta alcanzar los 335 metros en su punto más alto. La isla posee algunos pequeños arroyos y se beneficia de un clima tropical suavizado por la influencia del océano, aunque sufre una temporada de tifones localizada entre noviembre y marzo.
Hasta aquí nada extraordinario, salvo un poco de envidia hacia los habitantes de lo que parece ser un paraíso tropical perdido en los mares del sur. La cosa empieza a tomar ese gustito, al que el Hurgahistorias es tan afecto, cuando comenzamos a profundizar en los datos. Es que lo inusitado, en Pitcairn, se desprende ya desde las propias cifras que pretenden describirla. La población total de la colonia (cuya superficie no alcanza los 5 km2) apenas cuenta con setenta (70) personas, sesenta y seis (66) de las cuales pueblan la capital (Adamstown), y las cuatro (4) restantes conforman el campesinado local. Obviamente la política local carece de partidos, al menos organizados como tales, pero su sistema de gobierno no deja de ser curioso para una población tan pequeña: un alto Comisionado que administra desde la lejana Nueva Zelanda, un Gobernador local (Robin A.C. Byatt) representante de la Corona y un Consejo Consultivo de once miembros, cinco de ellos electos anualmente por y entre los ciudadanos mayores de edad con un mínimo de tres años de residencia.
Las comunicaciones se reducen al periódico local (editado por la Oficina de Educación), a un equipo de radio (operado por Tom Christian), y a los buques que eventualmente pasen por allí. El lugar posee su propia moneda (el dólar de Pitcairn, resulta difícil entender su utilidad con apenas 70 habitantes) y emite sus propios sellos postales, los que constituyen su principal producto de exportación. El comercio se reduce a la venta de estos sellos, artesanías, y el periódico, a las pocas embarcaciones que acierten a recalar cerca de su costa. La agricultura (cítricos, caña de azúcar, sandías, bananas, papas, frijoles...) y la pesca constituyen la actividad mayoritaria, y sus productos son útiles para ser canjeados por otros que eventualmente se encuentren presentes en algunos de estos barcos. Cada dos años Nueva Zelanda designa un maestro, quien será responsable de la educación (obligatoria para quienes tengan entre 5 y 15 años de edad) y de la dirección del "Pitcairn Miscellany".
Un pasado de novela
Un presente novelesco merece un pasado del mismo tenor. La historia del lugar se inicia en 1767, cuando la isla es avistada por primera vez por el marino inglés Robert Pitcairn quien, en un raptus de modestia, cedió su nombre para la posteridad. Aquí termina lo habitual, ya que veintidós años más tarde comienza a conjugarse una historia digna de un folletín decimonónico. Hollywood (¿cabría esperar otra cosa?) se hizo eco del asunto para producir un libreto cuyas dos versiones (una en la década del '30, protagonizada por Charles Laughton y la otra en los '50, estelarizada por José Ferrer) se encargaron de difundir por las pantallas del planeta el acontecimiento fundacional que desembocó en la colonización de Pitcairn: el botín del Bounty.
Todo se inició en 1789, cuando la tripulación del H.M.S. Bounty, buque que retornaba a Gran Bretaña luego de seis meses en Tahiti, se amotina y, luego de abandonar al capitán y sus colaboradores en una chalana, regresa por poco tiempo a las islas de Gauguin para terminar finalmente recalando en Pitcairn. Este fue el episodio recogido por el cine pero, por una vez, los empresarios de Hollywood erraron la estocada, ya que lo más jugoso del asunto no termina con el botín, sino que se inicia con él.
Cuando los amotinados (acaudillados por Fletcher Christian) llegan a esta isla deshabitada, en 1790, conformaban un grupo compuesto por 24 personas: 8 tripulantes, 6 tahitianos y 12 mujeres de esta última nacionalidad. Cuando se inicia el siglo XIX, uno sólo de aquellos hombres sobrevive: John Adams, con un harén de 11 mujeres y 23 niños a su cargo. Tal vez la lucha por la sobrevivencia, tal vez la culpa por el asesinato de sus camaradas, tal vez el griterío de aquellos infantes juguetones, o quizá las exigencias maritales de sus once compañeras, terminaron debilitando la mente de quien daría nombre a la capital de la colonia.
La cosa es que Adams sufre una sucesión de visiones místicas que culminaría con la visita de un ángel que le ordena, en señal de arrepentimiento de su vida anterior, dedicarse a educar a los niños según los preceptos bíblicos. Así, el ex-marinero Adams (transformado, de este modo, en reverendo) catequiza a todos los críos y se dedica a poblar la isla hasta que muere en 1829 a la edad de 65 años, llorado por sus fieles (¿había otra posibilidad que no fuera la fidelidad?) esposas.
En 1808 la existencia del establecimiento había sido descubierta por la marina británica. Pero no fue hasta 1831, poco tiempo después de la muerte de Adams, que ésta decide actuar, y lo hace trasladando temporalmente a todos los habitantes hacia Tahiti. En 1856 el grupo vuelve a ser trasladado, esta vez a la isla de Norfolk (frente a las costas de Australia), donde permanecerán hasta 1887, fecha en la que finalmente la Corona decide repatriar a los descendientes de los amotinados del Bounty integrando la isla a su dominio.
En 1893 es adoptado el sistema parlamentario de gobierno (¿para cuántos habitantes? y nunca un parlamento fue tan representativo). Desde entonces la población siguió aumentando hasta llegar a 200 habitantes en 1937. A partir de allí el número de residentes comienza a disminuir nuevamente: los jóvenes no saben apreciar el "paraíso" aislado y huyen (cuando pueden, y en los barcos que pueden) hacia Nueva Zelanda, en busca del "ruido" de sus "metrópolis" y de un empleo que les permita comprar algo más que frijoles y bananas. Pero la inverosimilitud de Pitcairn sigue subsistiendo, indiferente a Hollywood y al mundo "real".
Cuando, en aquel atardecer, abandoné el departamento del Hurgahistorias para caminar por la escollera, no pude evitar pensar nuevamente en cómo la ficción de la historia vivida puede superar a la literaria. Cómo es que lo insólito se asoma en cada intersticio de lo cotidiano conjugando rarezas tales como la de habitar en un país que denomina "mar" a un río amarronado, llama "Libertad" a un penal, hace que la palabra "Cagancha" conmemore a una batalla, y nombra "símbolo patrio" a un general que se negó a volver a morir a un estado tapón fruto de la diplomacia británica.
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