Ernst Junger, autor castrense

Christian Ferrer

No deja de ser curioso que un soldado haya hecho carrera como escritor y ensayista de primera agua en un siglo en que las fronteras gremiales están reguladas por ley y en que la guerra ya es asunto de técnicos y propagandistas. En el caso del Teniente Junger no se percibe un cambio de ramo sino una transmutación.

La participación de Junger en la Gran Guerra -una carnicería mechada y percutida por la química y la cilindrada de gran alcance- le enseñó que la historia se descifra como drama de fuerzas y que el mundo de las valoraciones burguesas -económicas, entonces- extinguía uno a uno los destellos del "cosmos heroico" del guerrero.

Ensayos descarnados

Un nervio castrense hila toda la elegante obra del escritor alemán. El primer uso que Junger hará de su experiencia bélica es un notable ejercicio de estilo, la novela Tempestades de acero, que le concederá en 1920 el placet de escritor. El segundo uso es político, y lo transformará en un fino ideólogo de los conservadores modernistas de los años '20 en Weimar. El tercero, y más importante, es cognitivo. 1914, como un atisbo profético, le había anunciado el amanecer de la infatigable metamorfosis de la sociedad civil en campo de batalla.

Pero no es profeta quien anuncia futuros imperfectos sino quien establece la sintomatología de una época. En dos ensayos descarnados e imprescindibles de los años '30, Sobre el dolor y El Trabajador Junger augura un nuevo orden espiritual. Al igual que en sus novelas, como en la delicada Abejas de cristal, el panorama al que sendos ensayos dan contorno es el nihilismo, cono de sombra que tanto Heidegger como Adorno intentaron invertir en sus escritos. En ambos ensayos, se ofrece una postal de la mitología y la estética que las potencias sobrehumanas de la industria, el Estado y la ciencia estaban fraguando, haciendo espacio a un dominio político y fundamentalmente a la modelación de un tipo humano adecuable a la organización planificada del Arte, el Entretenimiento y el Trabajo. La técnica es percibida como una voluntad energética, el progreso como religión laica y la movilización de las masas no como participación ideológica sino como integración sustancial a construcciones orgánicas. El modelo de articulación social no es ya el contrato social sino la división de ejército.

A comienzos de siglo, los partidos políticos, los sindicatos y la asistencia al teatro y la opera eran vectores de un alineamiento. Hoy habría que pensar en ejércitos de turistas, de etiquetados con código fiscal, de abonados a la televisión por cable, de automovilistas y de estudiantes de posgrado. En un mundo así, en que las consideraciones éticas y cognitivas están rigurosamente escindidas de la administración técnica de la vida y de las artes del gobierno -por lo tanto, un mundo que ha perdido la medida del horror y de la autonomía-, es inútil aunque reconfortante clamar por la suerte de las ballenas y los niños. Quizás solo a un soldado inoculado en las trincheras contra el virus del "alma bella" le fuera concedido una ojeada anticipada a la época del nihilismo simpático.

¿Era de derecha, era nazi?

Ya la formulación de la pregunta expone los prejuicios del impugnador y, sobre todo, sus cuentas apresuradamente saldadas. Junger era algo peor: nunca fue demócrata, condición que luego de 1945 en Occidente -y de 1983, al menos en Argentina- hace de una persona alguien impresentable y no representable. El concepto de "eugenesia estética" podría dar cuenta de las biografías y las obras que no encastran en el rompecabezas del oficialismo cultural, sea por haber defendido causas condenadas, por disponer de un pensamiento partisano, porque su identikit coincide con psicopatías criminales o por haber inhalado aire viciado en tiempos sombríos.

Era un personaje anómalo. Pero no era inocente en asuntos políticos. Si se sustrajo al nazismo en 1933 fue porque su espíritu aristocrático no podía comulgar con el populismo que entonces disgustaba en su etapa fascista y hoy es encomiado en su época de la reproductibilidad técnica. O quizás porque el grupo de "jóvenes conservadores" a los que adhería fueron una facción de la derecha ilustrada aplastada rápidamente por Hitler. Solo restaba el camino del "exilio interior" -estrategia tan comprensible como discutible-. El cuestionamiento de Junger al nazismo se expresó en 1939 en su novela Sobre los acantilados de mármol. En el mismo año, Thomas Mann daba conferencias en Estados Unidos a fin de combatir el abstencionismo bélico de los americanos, la brigada Thaelmann de internacionalistas alemanes se retiraba definitivamente de tierra española y el carpintero anarquista Georg Elser intentaba matar a Hitler. De cada cual según sus posibilidades y según que fe se profese. Al otro extremo de la gama sus compatriotas celebraban insensatamente la adquisición de nuevos territorios.

Posteriormente Junger desplegaría en varias novelas y ensayos (La emboscadura, Eumeswill) un curioso e implacable pensamiento sobre la política. Apoyándose en Maquiavelo y en el olvidado Max Stirner, cincelará los contornos de dos figuras emblemáticas de la singularidad humana, el "emboscado" y el "anarca". El primero es el contrapeso partisano del soldado desconocido y el trabajador, y el otro, observador autárquico del poder, es el polo simétrico del anarquista y del monarca a la vez que antípoda del pueblo representado e impotente. Pero mientras el monarca abdica su soberanía en el ejercicio de regular súbditos, el anarquista desgasta su autonomía en la caza de cabezas coronadas. Si bien ideales románticos tardíos y pesimismo aristocrático confluyen en la figura del anarca, ésta se revela más bien como un arquetipo de la soledad. Eumeswill es tanto un descarnado manual de ciencia política como una guía para "desneurotizar" nuestra relación con ese arte de tratar los cuerpos como objetos y las creencias como insumo de un universo estadístico.

Sobrevivió a su siglo.

De cada derrumbe fue testigo: de cómo los liberales medraban entre las ruinas del Imperio Habsburgo, de cómo un suboficial austríaco culmina, a su manera, los proyectos inconclusos del mundo burgués, de cómo el tenso tango en que se manipularon este y oeste fue la pausa necesaria entre dos modelos históricos e inflexibles de administración de la vida. Este agudo observador de la historia y destino del siglo XX ha muerto tardíamente, no a los 102 años sino en un mundo al que ya no pertenecía, y que puede prescindir alegremente de autores en los que confluyen serenidad, elegancia, cultura, carácter, temple político, perspectiva histórica y precisión profética. Pero quizás no sean sus novelas ni sus ensayos sino los diarios reunidos bajo el título de Radiaciones los que lo sobrevivirán por siglos.

En ese memorial de la Segunda Guerra Mundial se administra compasión y desprecio con tono reflexivo y doliente en un inmenso esfuerzo de comprender acontecimientos desmesurados. Es raro pensar que Junger, ese superviviente, esté muerto. Parecía eterno, tan duradero como el pacto fáustico que los alemanes suelen rubricar con su lenguaje y su historia.


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