Serie: Filósofos de Hoy (I)

John Rawls y la Teoría de la Justicia

Pablo da Silveira

 

La "Teoría de la Justicia" de John Rawls tuvo un gran impacto desde el momento mismo de su publicación. La pregunta que quisiera considerar aquí es por qué ocurrió este fenómeno.

Mi idea es que la explicación reside en cuatro tomas de posición, cada una de las cuales implicaba una ruptura con las tendencias predominantes en el mundo filosófico anglosajón. Esas cuatro tomas de posición son:

(1) la apuesta a la superación del enfoque analítico;

(2) la búsqueda de una alternativa al fundacionismo;

(3) el rechazo del utilitarismo; y

(4) la reafirmación del valor de la democracia liberal.

Mi exposición va a consistir en la descripción de cada una de estas rupturas.

 

La superación del enfoque analítico

En la época en que apareció A Theory of Justice, la corriente principal de la filosofía anglosajona estaba dominada por la tradición analítica. Para esta tradición, la mayor parte de los problemas llamados "filosóficos" son en realidad confusiones lingüísticas. La tarea del filósofo consiste en aclarar los términos que son utilizados en las discusiones, así como en criticar aquellos usos que se revelen como inconsistentes o imprecisos.

Esta concepción general condicionaba el modo en que se abordaban los problemas de la ética y de la filosofía política. En ambos dominios se daba por evidente que todo debate normativo debía empezar por un esfuerzo de clarificación a nivel del significado. Por cierto, los filósofos analíticos no estaban de acuerdo a la hora de precisar el alcance de esta afirmación. Algunos pensaban que todo el trabajo debía reducirse al análisis del significado, mientras que otros veían este esfuerzo como una etapa preparatoria de la argumentación normativa. Pero la gran mayoría dedicaba mucho más tiempo y energía a las clarificaciones lingüísticas que a la discusión sustantiva.

Este programa empezó a ser sometido a crítica en los años cincuenta por los propios filósofos analíticos. El cambio de óptica se trasladó luego al campo de la filosofía política. Pero Rawls fue el primero en elaborar una teoría que asumiera plenamente la principal conclusión de esta revisión: los problemas morales y políticos no se reducen a simples cuestiones de significado; existen mejores y peores opciones normativas y el desafío consiste en encontrar argumentos que nos permitan optar racionalmente entre ellas (rawls 1971: xi, esp. 13).

Rawls daba así un paso decisivo en el camino que lo conducía de la filosofía analítica a una filosofía post-analítica. Para los filósofos post-analíticos, las exigencias de precisión lingüística y de claridad conceptual siguen siendo tan importantes como para los analíticos, pero lo que se niega es que la tarea del filósofo deba reducirse a un mero "pulir las herramientas". Los problemas filosóficos (al menos los buenos) son problemas reales y no simples confusiones lingüísticas. La claridad y la precisión son condiciones necesarias pero no suficientes del esfuerzo esclarecedor. El mundo de la práctica nos exige tomar decisiones y para fundamentarlas necesitamos argumentos sustantivos.

Rawls propone ir más allá del punto al que habían llegado los analíticos. Pero debe hacerlo mediante procedimientos que sean capaces de resistir la crítica de un filósofo de la segunda mitad del siglo XX. La búsqueda de este procedimiento es el segundo rasgo característico de la Teoría de la Justicia, es decir, lo que he llamado:

 

La búsqueda de una alternativa al fundacionismo

Rawls parte de observar que las sociedades democráticas están marcadas por "el hecho del pluralismo", es decir, la radical diversidad de convicciones morales, metafísicas y religiosas a las que adhieren sus integrantes. Este dato no tiene nada de pasajero. No se trata de un conjunto de discrepancias que podamos eliminar mediante un esfuerzo argumentativo. De hecho, en las sociedades plurales parece ocurrir lo contrario: a mayor intercambio de argumentos, mayor diversidad de opiniones y de matices.

Pero la coexistencia social debe ser organizada en base a principios e instituciones comunes, y el punto es que no podemos esperar a resolver nuestras discrepancias para luego embarcarnos en esa tarea. Dicho crudamente: si esperamos a eliminar nuestros desacuerdos para iniciar la labor de diseño institucional, nunca llegaremos a vivir bajo instituciones comunes. Tenemos pues que diseñar instituciones políticas que puedan ser reconocidas como legítimas por individuos que adhieran a una diversidad de convicciones. Y para eso tenemos que ser capaces de justificarlas mediante argumentos que todos puedan aceptar libremente.

En la jerga filosófica, este punto de vista se conoce como "anti-fundacionismo". Importa entenderlo bien: el anti-fundacionismo no es una forma de escepticismo. No se trata de renunciar a nuestras convicciones profundas ni de renunciar a justificarlas con razones, sino de renunciar a edificar sobre ellas las instituciones comunes (rawls 1971: 127, esp. 153).

La adhesión al anti-fundacionismo no era una novedad en el mundo anglosajón, pero lo característico de Rawls fue la decisión con que buscó una alternativa. Los analíticos no se habían ocupado de este problema porque estaban demasiado concentrados en el análisis lingüístico. Tal vez los pragmatistas eran los últimos que habían intentado algo así, y en más de un sentido Rawls parece inspirarse en ellos.

Volvamos al problema original: ¿a qué apelar para darnos normas e instituciones comunes, si no podemos apelar a la voluntad de Dios o a una teoría compartida de la naturaleza humana? La respuesta de Rawls tiene dos partes. La primera consiste en un retorno al contractualismo. La segunda consiste en un método de control llamado equilibrio reflexivo.

La apelación al contractualismo implica retomar un tipo de argumentación que fue muy popular en el siglo XVIII: si los individuos tienen opiniones e intereses contrapuestos, entonces sólo podrán vivir bajo normas e instituciones comunes si encuentran soluciones que todos puedan considerar como aceptables a la luz de sus propios intereses y preocupaciones.

Pero Rawls agrega una nueva exigencia. Las normas e instituciones que seleccionemos van a condicionarnos severamente a lo largo de nuestras vidas. Y el punto es que en la vida social hay demasiada incertidumbre como para que sea racional tomar decisiones en función de las ventajas que hoy tenemos. Puede que ahora seamos ricos, pero nada asegura que dentro de unos años no seamos pobres. Puede que ahora estemos en mayoría, pero nada impide que dentro de un tiempo quedemos en minoría. Los términos del contrato no deben pues ser evaluados a la luz de nuestros intereses presentes, sino de los intereses más permanentes que podamos invocar.

El dispositivo que propone Rawls para satisfacer esta exigencia ha terminado por hacerse célebre. Imaginemos, dice, una asamblea en la que van a elegirse las instituciones de base de la sociedad. En esta asamblea van a estar directa o indirectamente representados todos los miembros de la sociedad, pero sus puntos de vista van a ser recogidos de una manera muy peculiar: al incorporarse a la reunión, todos los individuos aceptan colocarse bajo un velo de ignorancia.

Este velo es la característica más llamativa de lo que Rawls llama la posición original. Es un velo que reduce la información disponible, pero que no obliga a olvidarlo todo. En realidad, los participantes siguen disponiendo de casi todos los datos sobre su sociedad. Saben que hay negros y blancos, mujeres y hombres, creyentes y no creyentes. Saben que tienen discrepancias a propósito de cómo vale la pena vivir y que son capaces de ajustar su comportamiento a exigencias normativas. También conocen las leyes fundamentales de la economía y las condiciones que deben darse para asegurar el funcionamiento de las instituciones. Lo único que no conocen es el lugar que cada uno ocupa en la sociedad, ni cuál es la dotación de recursos de cada individuo, ni cuáles son sus ideas acerca del bien. Se cuenta con conocimientos generales, pero no se tiene ninguna noticia acerca de cada situación particular.

Esta ficción establece un conjunto de restricciones al tipo de argumento que podemos emplear. La idea es que en tales condiciones vamos a vernos obligados a discutir teniendo en cuenta intereses que sean generalizables y no aquellos intereses que circunstancialmente sean los nuestros. Según el Rawls de la Teoría de la Justicia, el velo de ignorancia nos obliga a negociar bajo la perspectiva del universalismo moral (rawls 1971: §§ 24 y 40).

Pero, dice Rawls, este procedimiento no alcanza para justificar las instituciones comunes. La historia nos enseña que varias filosofías e ideologías que lograron formulaciones coherentes y organizadas terminaron conduciendo a grandes calamidades. En consecuencia, tenemos que actuar con prudencia a la hora de formular principios abstractos que orienten nuestra acción. Lo que sugiere Rawls es contrastar los principios generales a los que lleguemos con nuestros "juicios morales bien ponderados".

Un juicio moral bien ponderado es un juicio normativo particular (o, para utilizar el lenguaje de Rawls, una "intuición moral"). No se trata de razonamientos complejos, sino de reacciones puntuales que expresan la aceptación o el rechazo de una situación o de una solución normativa. Las intuiciones morales se expresan mediante fórmulas como: "esto es justo", "esto es injusto", "esto es aceptable", "esto es inaceptable". La palabra "intuición" se usa aquí en un sentido diferente al psicológico.

Los juicios bien ponderados son además un tipo particularmente confiable de intuición moral. Se trata de juicios "emitidos bajo condiciones favorables para el ejercicio del sentido de la justicia y, por lo tanto, en circunstancias en las cuales no son de aplicación las excusas y explicaciones más comunes. Se presume entonces que la persona que formula el juicio tiene la capacidad, la oportunidad y el deseo de llegar a una decisión correcta..." (rawls 1971: 47-48, esp. 68).

En una palabra, los juicios bien ponderados son juicios que versan sobre cuestiones particulares y que alcanzan el mayor grado de confiabilidad al que podemos aspirar. Esto no asegura que tales juicios sean acertados, pero en ellos se expresa un "sentido de justicia" compartido por los individuos racionales y razonables que intentan encontrar principios justos para ordenar la cooperación social. No se trata de juicios trascendentales, pero es lo más parecido a lo que podemos aspirar. Son el mejor material del que disponemos para contrastar los principios generales.

En eso justamente consiste la mecánica del equilibrio reflexivo. Los principios y normas a los que lleguemos por la vía de razonar en las condiciones de la posición original deben ser cotejados con nuestros juicios bien ponderados. Si no hay colisión entre unos y otros, podemos seguir avanzando en la elaboración de nuestra teoría moral. Si hay colisión, o bien deberemos modificar nuestros principios generales o bien deberemos modificar nuestros juicios bien ponderados. Esto último ocurrirá cuando los principios generales pueden explicar el propio conflicto con nuestros juicios bien ponderados y ofrecer un juicio alternativo.

Como es fácil imaginar, la aplicación detallada de este método plantea problemas relativamente complejos. Pero no voy a entrar aquí en esta discusión.

El rechazo del utilitarismo

La tercera razón que hizo ceelebre a la Teoría de la Justicia fue la ruptura con el utilitarismo, que en aquellos años era la ortodoxia para la ética y la filosofía política anglosajonas. El utilitarismo es una poderosa doctrina moral nacida en Inglaterra a fines del siglo XVIII que se caracteriza por dos rasgos.

En primer lugar, a la hora de identificar lo que beneficia o perjudica a la sociedad, los utilitaristas toman como unidad de cuenta al individuo. Lo único que debemos considerar son los resultados que la decisión de que se trate va a tener sobre el bienestar de cada uno. El bien común no es otra cosa que la suma (o el promedio) del bienestar de cada individuo.

En segundo lugar, a la hora de identificar lo que vamos a considerar como el bien de cada individuo, lo que cuenta es lo que cada persona considera como su propio bienestar. Cada individuo es considerado como capaz de identificar lo que mejor le conviene, no porque los individuos no puedan equivocarse en este punto sino porque cualquier otra alternativa es mucho menos confiable.

Sobre esta doble base el utilitarismo propone que las decisiones sociales se funden en un cálculo de las pérdidas y ganancias de bienestar experimentadas por los individuos. La decisión a adoptar será aquella que maximise el bienestar total o el bienestar promedio del grupo sobre el que vaya a ser aplicada.

Pese a su atractivo superficial, el utilitarismo enfrenta grandes dificultades. En primer lugar, enfrenta algunos problemas técnicos. Por ejemplo: si asumimos que el bienestar debe ser maximizado, ¿cómo vamos a medir las variaciones que se produzcan en términos de bienestar? ¿Cómo vamos a hacer comparaciones interpersonales de utilidad? ¿Cómo vamos a comparar intensidades en el caso de que sea necesario?

En segundo lugar, el utilitarismo enfrenta objeciones normativas. Quienes lo critican en este plano dicen que, aun en el caso de que esta doctrina fuera aplicable, conduciría a resultados indeseables. Rawls se encuentra en la primera línea de quienes han defendido este punto de vista. En particular acusa al utilitarismo de: (a) conducir, al menos potencialmente, a desigualdades extremas en la distribución de recursos y (b) no ofrecer garantías suficientes en materia de respeto de los derechos individuales.

(a) La primera acusación afirma que, al atender exclusivamente a la suma total o al promedio de bienestar, el utilitarismo no se preocupa por el modo en que el bienestar es distribuido. Imaginen una sociedad compuesta por dos individuos A y B. Esa sociedad tiene que elegir entre dos estados del mundo. En el primer estado, el individuo A tiene 3 unidades de valor, en tanto el individuo B tiene 4. El producto total es 7. En el segundo estado del mundo, el individuo A sólo tiene 2 unidades y el individuo B tiene 9, con lo cual el producto total asciende a 11. No importa lo que representen estos números. Lo que importa es que funcionan como indicadores indirectos de bienestar: disponer de más unidades de valor es preferible a disponer de menos unidades porque eso facilita la satisfacción de nuestras preferencias.

I II

A: 3 2

B: 4 9

7 11

¿Cuál de las dos situaciones debemos elegir? Si somos utilitaristas consecuentes tenemos que optar por II, porque tanto la suma global como el promedio son mayores que en I. Para el utilitarista no es relevante que la situación I sea más igualitaria que la situación II, ni que la situación de A empeore si se pasa de I a II. Lo único que cuenta es que la situación II es la que permite maximizar tanto la utilidad global como la promedio.

(b) La segunda objeción normativa dice que el utilitarismo puede terminar justificando violaciones de los derechos individuales. Si lo que cuenta es la utilidad total o la utilidad promedio, la satisfacción o el sufrimiento de cada individuo no tiene otro valor que lo que agrega o quita al conjunto. Y esto supone el riesgo de instrumentalizar a una parte de la ciudadanía con el fin de maximizar el bienestar global. Por ejemplo, podríamos caer en prácticas como la de castigar a un inocente con el fin de aparentar que nada escapa al brazo de la justicia, o la de reestablecer los trabajos forzados como método para mejorar la competitividad de la economía.

 

En busca de una alternativa.-La conclusión de Rawls es que una teoría de la justicia sólo será aceptable para los participantes en la posición original si cumple con dos condiciones. En primer lugar, debe colocar los derechos y libertades fundamentales fuera del alcance del cálculo de utilidad. En segundo lugar, hace falta establecer algún vínculo entre el imperativo de eficiencia y el imperativo de igualdad.

Para entender la primera exigencia conviene recordar las condiciones de la posición original: los individuos no saben cuál será su situación en la sociedad, cuál será su dotación de recursos ni cuál será su concepción del bien. Pero saben que están interesados en realizar una concepción del bien, y saben que las instituciones y normas que se establezcan probablemente van a regir durante todo el tiempo que duren sus vidas.

En tales condiciones, dice Rawls, lo racional no es intentar maximizar nuestros beneficios sino minimizar nuestros riesgos futuros. Dado que las instituciones que elijamos van a pesar hasta el final de nuestros días, debemos asegurarnos de que esas instituciones no vayan a perjudicarnos seriamente en el caso de que quedemos en una situación de debilidad.

La conclusión es que, siguiendo esta estrategia, los participantes en la posición original van a acordar la prioridad de las libertades fundamentales. Esta prioridad significa que los derechos que aseguran el ejercicio de nuestras libertades básicas no pueden ser sometidos al cálculo de intereses sociales. No es aceptable que sacrifiquemos nuestras libertades para aumentar la eficiencia económica o en beneficio de la igualdad material. Rawls resume esta idea en una fórmula muy expresiva: una libertad fundamental sólo puede ser limitada en favor de otra libertad fundamental.

Todavía queda el problema de evitar las formas extremas de desigualdad. Para resolver esta cuestión Rawls vuelve a ponerse en la perspectiva de la posición original. Los individuos deben elegir una pauta de distribución que va a aplicarse a lo largo de sus vidas. Y deben hacerlo sin saber cuál es la situación específica de cada uno de ellos en la sociedad. Lo racional en estas condiciones, afirma Rawls, es optar por una solución que nos asegure que el individuo menos favorecido estará en la situación menos mala posible. Y es racional optar por esta solución porque puede ocurrir que ese individuo sea yo.

En base a esta argumentación, Rawls propone el siguiente criterio de distribución: las desigualdades económicas y sociales sólo son aceptables cuando su existencia es beneficiosa para los que están peor. Dicho de otro modo: sólo vamos a tolerar aquellas desigualdades que mejoren la situación de los menos favorecidos.

Volvamos al caso de una sociedad de dos individuos donde el producto se distribuye del siguiente modo:

A 3

B 4

7

Ahora imaginen que esa misma sociedad tiene la posibilidad de pasar a la siguiente situación:

A 4

B 9

13

Si la sociedad da este paso se habrá vuelto más rica (el producto total casi se duplicó), pero también se habrá vuelto más desigualitaria (el individuo B tiene ahora más del doble que el individuo A). No obstante, el individuo A mejoraría su situación (antes tenía 3 y ahora tiene 4). Este es un crecimiento de la desigualdad que es tolerable de acuerdo al criterio de Rawls. Si para que la situación de A mejore es necesario que B pase de tener 4 a tener 9 (por ejemplo, porque así B va a invertir y A tendrá empleo), entonces esto es aceptable. En cambio, no es aceptable pasar de la primera situación (en la que A tenía 3 y B tenía 4) a la situación siguiente, que sereia aceptable para un utilitarista:

A 2

B 7

9

 

Los principios rawlsianos.-Esta argumentación culmina en la formulación de dos principios que son el núcleo de la teoría rawlsiana de la justicia. Se los conoce como el principio de libertad y principio de diferencia. Dejando de lado algunas variaciones, pueden presentarse así:

(I) Cada persona tiene un igual derecho al más amplio esquema de libertades fundamentales que sea compatible con un esquema similar de libertades para todos;

(II) Las desigualdades económicas y sociales han de satisfacer dos condiciones: tienen que (a) ser para el mayor beneficio de los miembros menos favorecidos de la sociedad; y (b) tienen que estar adscritas a cargos y posiciones accesibles a todos en condiciones de igualdad de oportunidades.

Estos principios se complementan con una regla de prioridad que establece la preeminencia de I sobre II y de b sobre a: no podemos sacrificar la aplicación del principio I para aplicar más fácilmente el principio II, ni podemos ignorar el principio IIb para facilitar la aplicación del IIa (rawls 1971: 42, esp. 62).

Ahora bien, suponiendo que estos principios sean aceptables, ¿qué es exactamente lo que vamos a distribuir? La sugerencia de Rawls consiste en identificar un conjunto de bienes que sirvan como medios para la realización de cualquier programa de vida, es decir, aquellos bienes que todo individuo racional debería desear cualesquiera sean sus ideas acerca de cómo vale la pena vivir. Esos bienes recibirán el nombre de bienes primarios.

 

La reafirmación del valor de la democracia liberal

La última innovación introducida por A Theory of Justice es sencilla de explicar, pero nos exige un esfuerzo de perspectiva.

El final de los años 60 y el comienzo de los 70 fue un período de descrédito de las instituciones de la democracia liberal y de la perspectiva ciudadana. Prácticamente en todo el mundo occidental, el "sentido común" de la intelectualidad era una combinación de marxismo y de estructuralismo que conducía a pronósticos más bien sombríos sobre el futuro de la política.

El marxismo proporcionaba los recursos para la crítica de la "democracia formal", a la que se veía como un teatro de sombras que ocultaba los fenómenos decisivos de la explotación y de la alienación. El estructuralismo se sumaba a la teoría marxista de la ideología para descalificar el punto de vista del ciudadano. El comportamiento de los individuos sigue pautas impuestas por los sistemas de relaciones a los que éstos pertencen. La racionalidad que importa es la racionalidad impuesta por el sistema. La racionalidad del actor no puede más que justificar las imposiciones que le vienen dadas.

Este clima intelectual se complementaba con un ambiente político y social poco inclinado a apreciar las rutinarias seguridades del ordenamiento democrático. Desde el año 1968 en adelante, las protestas estudiantiles recorrían el mundo e incorporaban el componente generacional a los conflictos sociales. La guerra de Viet Nam y las guerrillas latinoamericanas alimentaban la vertiente heroica de la política. Casi todas las corrientes culturales coincidían en su menosprecio del ciudadano promedio, ese que acude diariamente a su trabajo, paga puntualmente sus impuestos y vota cada cuatro o cinco años.

En este entorno cargado de desconfianza y utopía, Rawls se atrevió a avanzar una tesis muy a contracorriente: las instituciones de la democracia liberal son una construcción moralmente admirable. Lo que tenemos que hacer no es destruirlas sino volver a su impulso original. La función de estas instituciones no es asegurar el orden ni oponerse al cambio, sino hacer posible una convivencia social justa en el respeto de la diversidad.

En 1971 esta era una posición muy difícil de sostener, porque lo que Rawls se propone hacer es una defensa no conservadora de la democracia liberal: por un lado escapa a la tentación de lograr un fácil acuerdo con la izquierda radical, pero al mismo tiempo se mantiene muy alejado de quienes pretendían convertir a la institucionalidad democrática en un dispositivo de protección del statu quo. Rawls afirma que en todas las sociedades democráticas existen más desigualdades de las que pueden ser toleradas, pro sostiene que a la justicia se llega por el camino del liberalismo y no por el camino de su negación.


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