El liberalismo solidario

Socialismo e izquierda

Hebert Gatto

En estos tiempos de aires posmodernos, interrogarse sobre el fin del socialismo suena tan actualizado como meditar sobre la caída de Troya. Sin embargo no hace aún una década que la bandera roja dejó de ondear en Europa del Este, y todavía, más bien deshilachada, flamea en Corea, Vietnam y Cuba. También en China, pero allí, en la mismísima cuna de la revolución cultural, lo hace junto a la "M" de Mc Donald´s o a la "T" de Toyota. Se inaugura así la experiencia del comunismo de mercado, un engendro que si lo presenciara, seguramente espantaría al propio Marx.

"Las esperanzas a largo plazo son inútiles;

la resignación a largo plazo es suicida."

(Hans Magnus Enzenberger)

Al tiempo, por estas latitudes, Nicaragua recibe alborozada el retorno de las hamburguesas norteamericanas, en su momento expulsadas por la revolución sandinista y Cuba, hoteles españoles mediante, inaugura balneario tras balneario, todos estrictamente prohibidos al "hombre nuevo" cubano. Más lejos Corea del Norte entorna sus fronteras fortificadas para dar paso a unas reses, que acompañadas por su donante, un millonario de la Corea capitalista, viajan para palear el hambre de los socialistas norteños.

La debacle parece obvia, pero ¿significa esto el fin del socialismo, de una experiencia, se afirma definitivamente perimida luego de la debacle del comunismo? ¿Es adecuado a ese respecto entonar cánticos fúnebres? ¿Será correcto, por otra parte, sostener que la izquierda no puede degustarse si no es a través del sabor socialista? ¿O será que ella sólo puede concebirse en los límites de la social-democracia, es decir, como un capitalismo atenuado?

NOSTALGIA E IZQUIERDA

Como es sabido y pese a las actuales evidencias, ninguna de estas preguntas admite cómoda respuesta, entre otras razones porque agrega a las dificultades de las predicciones en materia sociohistórica la polisemia que encierra el término socialismo. No todos sin embargo, en el variopinto panorama de la izquierda, padecen de tan incómodas incertidumbres. Para algunos, instalados en la nostalgia comunista, o adheridos a un colectivismo centralizador de base marxista, el desafío consiste en aferrarse sin vacilaciones a una estrategia de nicho asediado que asegure la supervivencia aunque fuere mermada.

Convencidos, y en eso con razón, que el derrumbe comunista no da respuesta a los problemas que éste se proponía resolver, la estrategia es la perseverancia. Mantener la firmeza durante "la larga duración", en la ilusión que el próximo siglo exacerbando las contradicciones del capitalismo otorgue una segunda oportunidad. Si la fe en el más allá que propone la escatología cristiana exigió superar pruebas a veces terribles, bien puede suceder lo mismo con "la iglesia roja", en definitiva menos utópica en sus propuestas que el paraíso "postmortem" prometido por las religiones clásicas.

El leninismo otorgó durante décadas una identidad definida, un conjunto de valores perfectamente articulados, un pasado de héroes a los que conmemorar, una explicación sencilla del sentido de la historia, una secularizada esperanza de redención y hasta una patria ideológica a la que celebrar sus logros. Nada más difícil de abandonar, por otra parte, que un esquema fácilmente inteligible, discursivamente convincente, capaz de conferir dignidad, orgullo y un sentido de misión a los más excluidos.

Decía Bosetti que "La posibilidad de reconducir la concreción y multiplicidad de fases, decisiones y sufrimientos particulares de la vida política a un único gran trazado o a múltiples trazados convergentes en un fin último, dotaba al ideal socialista de la capacidad de organizar las adhesiones individuales a través de un sistema coherente de motivaciones. En él los individuos encontraban respuestas a las preguntas relativas a la insatisfacción actual, a la necesidad de sacrificio, a la dignidad y al estatus de los individuos." (1)

Por todas estas razones, para los militantes de la esperanza roja, probablemente la ideología de redención secular más potente de la historia, poca relevancia encierra la evidencia empírica de la catástrofe ocurrida en el Este de Europa, ni la heteronomía moral implicada en la teorización sobre la vanguardia revolucionaria. Una propuesta que mirada sin apasionamientos se aproxima, en su perfeccionismo ético, al Islam chiita. Simplemente sucede que no aceptan que si bien las preguntas que el socialismo le formula al capitalismo siguen vigentes, que lo que está fatalmente perimido son las respuestas que aquel ofreció. En su visión, separar socialismo e izquierda constituye una herejía o directamente una traición. En el límite concederán algunas desviaciones de la legalidad socialista durante el estalinismo. Pero serán ciegos a que éste se haya extendido durante treinta años ni podrán explicar cómo una teorización tan perfecta, pudo engendrar sin correctivos, el peor genocidio de la historia.

Una pregunta más que difícil para una concepción donde práctica y teoría constituyen -Marx dixit- una unidad inescindible y donde cada época histórica, también según los cánones, genera al hombre que ella requiere.

LA NOSTALGIA ATENUADA

Respecto al socialismo democrático, que nunca se identificó con las experiencias de tipo soviético ni comulgó plenamente con el leninismo, las respuestas son bastante más complejas. Es cierto que para este movimiento, apegado en esto al marxismo, socialismo significaba (por lo menos hasta bien entrado el siglo) la socialización de los medios de producción. La aspiración -salvo en pequeños grupos que mantenían de palabra la aspiración revolucionaria- era más teórica que práctica, mediada como estaba por la "transición progresiva", las "reformas" y la necesidad de contar para realizarla, con la adhesión democrática de las grandes mayorías.

Pero la meta final era clara y así lo expresaba nada menos que François Mitterrand en el célebre congreso socialista de Epinay, en fecha tan tardía como el 11 de Julio de 1971: "Jamás existirá una sociedad socialista sin la propiedad colectiva de los medios de producción, de cambio y de investigación… Quien no acepte la ruptura con el orden establecido -el orden político naturalmente es secundario- con la sociedad capitalista, os digo que ese tal no puede ser miembro del partido socialista." Un punto donde se patentizaba la diferencia con la social-democracia, especialmente en su expresión alemana, que ya desde 1959 en el Congreso de Bad Godesberg había abandonado el marxismo, inaugurando un camino que en la práctica seguiría primero la socialdemocracia escandinava y luego la española.

Hoy sabemos, y ya entonces debimos saber, que el socialismo democrático, como el propio Miterrand constató, no parece ofrecer en los hechos ninguna alternativa real al capitalismo y su lógica mercantil. Ni el keynesianismo, ni el sindicalismo ni el "estado de bienestar", constituyen verdaderas alteraciones de la lógica última de este sistema, y en esto corre razón a la vieja crítica comunista. Tampoco el teórico "socialismo de mercado" basado en una economía de empresas de propiedad cooperativa, pero donde ellas continúan compitiendo en el mercado por beneficios, escapa de las fronteras del capitalismo(2).

Asumir esta verdad no significa desmerecer o quitar importancia al cooperativismo, a las políticas sociales o a otras formas de atenuar el egoísmo capitalista, sólo implica el mínimo de rigor intelectual en el uso de las categorías sociales y económicas, que la política de izquierdas merece. Una constatación que muchos ex comunistas y socialistas revolucionarios que a partir de 1989 han recogido las denostadas banderas del socialismo democrático parecen no querer entender.

Por eso el tema de hoy no es aplazar la concreción de la utopía colectivista ni modificar la metodología para democratizar su llegada. El problema es que el modelo de socialización de los medios de producción no aparece en la práctica como viable ni, desde el punto de vista de una teoría de la justicia, cuenta a su favor con razones que hagan lamentar su imposibilidad.

Esta constatación, que para algunos constituye una pérdida irreparable, para otros, entre los que me cuento, no disminuye ni el valor ni la necesidad de una izquierda política. Por más que obligue a redefinir su contenido. El socialismo es un modo específico de organización de la sociedad, mientras que la izquierda es una configuración valorativa y afectiva, una actitud individual y colectiva hacia el mundo y la sociedad, que admite más de un instrumento, o más de un camino para su implementación y que con el transcurso del tiempo modifica sus instrumentos. Pero que descansa, en cualquier contexto, en una actitud de cerrada defensa de la libertad y de equitativas oportunidades para usufructuarla.

Es cierto que puede insistirse, como durante décadas se hizo, que solamente un modelo -aún cuando cambie la metodología para obtenerlo y el acento se desplace de la revolución a la reforma- supone una sociedad justa.

Pero, como argumentaremos, esta afirmación y la teoría que la propone, aún si omitimos su práctica histórica, se ha revelado conceptualmente débil en todas sus variantes. Fundamentalmente porque termina asimilando lo que es o era un instrumento -el socialismo- con un estado de justicia individual y social cuyas características no define adecuadamente, con lo que ni siquiera puede resolver adecuadamente qué cosa cabe entender por una sociedad justa. Una exigencia que no puede solventarse apelando a ninguna teoría o práctica sociológica, ni tampoco desde ninguna filosofía de la historia, excepto cayendo en la falacia naturalista, un error del que el socialismo marxista y sus adláteres -encerrados en la doble trampa del materialismo y el economicismo- nunca pudieron escapar.

NOSTALGIA Y FILOSOFIA

Por eso en el plano de la pura filosofía política y no sólo en la práctica histórica, el socialismo colectivista afronta escollos y aporías. Para Marx el socialismo se resume en una consigna: "Abolición de la propiedad privada de los medios de producción". La única justicia social verdadera es la que ataca la raíz del problema básico de las formaciones sociales y elimina el control particular de los recursos productivos.

Pero ¿porqué la igualdad debe consistir en la socialización de estos recursos y no en algún otro procedimiento de redistribución de los bienes y las rentas? Y ¿porqué de entre las innumerables formas de injusticia que plantean las sociedades industriales o pos-industriales, debe ser la eventual sumisión de los trabajadores la que debe ser suprimida y no la de las mujeres, en número abrumadoramente mayoritarias en relación a los proletarios, o la de otras minorías u otros tipos de dominación, aunque no sean sumisiones propiamente económicos? Y aún concediendo que la explotación salarial sea lo primero que debe ser corregido ¿no alcanza para ello con un sistema que otorgue salarios justos o los compense con algún mecanismo redistributivo?

La respuesta de los socialistas es que el trabajo, que constituye la esencia del hombre -"primera condición fundamental de toda vida humana, hasta tal punto que, en cierto sentido, deberíamos decir que el hombre mismo ha sido creado por él" (Engels)- no pertenece plenamente a su generador que por consiguiente resulta explotado. Privado de su instrumento de autotranformación. Pero no solamente es explotado, sino que la pérdida del producto de su creación termina alienándolo, esto es, separándolo de sus productos, de su esencia humana y de los otros hombres. La explotación y la alienación constituyen la característica básica de todas las sociedades de clase, cuya desaparición mediante el socialismo, permitirá superar las restantes situaciones de sumisión y dominación. Ninguna justicia es concebible mientras estas taras se perpetúen a través de la compra y venta de la fuerza de trabajo.

¿Pero este planteo, a través del cual se defiende la superioridad ética del socialismo, es realmente correcto?

Si se parte de una concepción ricardiana del trabajo, basada en el principio que cada uno tiene derecho a todo lo que ha producido, se acepta la premisa de que los trabajadores son dueños exclusivos de su trabajo. Una presunción propietarista que resulta bastante controvertible desde una teoría solidarista de la justicia. Y que conduce a que -dada la diferente capacidad de trabajo y ahorro de los seres humanos- las desigualdades de riqueza y bienestar entre los integrantes de una sociedad, aún en una misma generación, aparezcan como notorias. De allí el rechazo de este principio, considerado como una expresión de egoísmo o de un paradojal "individualismo posesivo", que realizan lo liberales solidaristas, como es notorio en los casos de Dworkin y Rawls.

Fue por estas razones que Marx, no sin vacilaciones, basó la explotación en la apropiación forzada de plusvalía generada por el trabajador: hay explotación si hay apropiación neta de valor trabajo. No se trata ya de que cada uno sea dueño exclusivo de su trabajo -como proponía el Programa de Gotha y Marx rechazó- sino que el intercambio de valores (fundamento respectivo de los precios de bienes y salarios) debe ser equitativo (3). Se apela a una noción intuitiva de justicia, basada en el principio contractualista del justo intercambio de contraprestaciones, que difiere de la concepción de la justicia como derecho, de la anterior concepción. Pese a que no sea tan claro que de algún modo no la presuponga.

Pero esta reformulación clásica del concepto de explotación tiene la dificultad que se relaciona con la teoría del valor-trabajo respecto a la cual, luego de las críticas de Sraffa, debe admitirse que está refutada. Podría sostenerse, para sortear el escollo, en abandonar el concepto de explotación como inequidad en la transferencia de valores, sustituyéndolo por el criterio de los ingresos: habrá explotación siempre que, luego de las amortizaciones y detracciones necesarias, se otorgue menos salario al trabajador (o a la clase de todos los trabajadores) que el correspondiente al precio promedio del producto o productos. En cuyo caso el principio así reformulado, diría que se debería distribuir todo el producto social en proporción al esfuerzo de los trabajadores para su creación, lo que directamente equivale a asimilar el salario con el disvalor que el esfuerzo supone. Con ello se desconoce que el capital pueda aportar valor al producto lo que pese a las afirmaciones de Marx de que sólo el trabajo se lo confiere, resulta sumamente discutible.

Además, nuevamente aquí, el criterio adoptado lleva en poco tiempo a la desigualdad de ingresos, dada la evidente diferencia en la aptitud ante el esfuerzo (socialmente adquirida y personalmente heredada) de los diferentes miembros de una sociedad. Por su parte si el principio (en una versión debilitada) sólo indica que debería darse una correlación positiva entre esfuerzo e ingreso, además de decir poco como criterio de diferenciación, no es superior al principio de una justa distribución de oportunidades sostenido por los liberales igualitaristas. O al criterio del justo salario en el capitalismo, sostenido por la doctrina social de la Iglesia Católica.

A las dificultades señaladas en ambas versiones de la teoría de la explotación se agrega el hecho de que la transferencia de plusvalía por sí sola, como es el caso cuando se realiza hacia los disminuidos, los niños o los desempleados (seguros de salud, sociales o desempleo) no debería constituir un caso de explotación. Una conclusión que sin embargo se desprende de la premisa de la propiedad del propio trabajo lo que obliga a distinguir entre una "explotación justa" y otra "injusta". Una reformulación que a su vez fuerza a apelar a principios distributivos ajenos al trabajo en sí mismo considerado.

Para evitar esta incoherencia, se suele agregar que la expropiación debe ser a beneficio de los capitalistas. Y a éstos se los define como los propietarios de los medios de producción. Sólo constituye explotación la transferencia de ingreso a los capitalistas por parte del trabajador. Pero con esta restricción la base de la injusticia ya no está en la donación involuntaria de fuerza de trabajo sino en el acceso diferencial a los medios de producción, lo que habilita a unos para ser capitalistas negándoselo a otros. Con lo cual abandonamos el campo de la explotación del trabajo como clave de la injusticia capitalista para pasar al terreno de las teorías sobre la justicia distributiva de los recursos sociales y de sus consecuencias sobre el ingreso y el bienestar de todos. Teorías que por su generalidad exceden el campo del socialismo.

Si la apropiación de parte del producto del trabajo ajeno, violando la propiedad sobre éste del trabajador (teorías ricardianas de la explotación), o de la plusvalía (teoría marxista), o del ingreso como tal (teoría marxista modificada), entraña o no explotación "depende del modo en que la transacción particular se inserte dentro de un esquema más amplio de justicia distributiva" (4). Consecuentemente el trabajo asalariado deja de ser intrínsecamente injusto, despojando al socialismo de su clave ética distintiva: conceptuar al trabajador, en todas las circunstancias, como un explotado por el capitalismo.

En este mismo campo se mueven los emprendimientos más sofisticados, como es el caso de Roemer (5), que en versión corregida por Van Parijs, define la explotación como aquella situación (hipotética) en que los trabajadores se verían beneficiados si los medios de producción se redistribuyeran proporcionalmente entre los miembros de la sociedad (tantas parcelas como integrantes). Pero con ese recurso (que transforma la venta de trabajo en una consecuencia de una estructura institucional dada) se desvirtúa el concepto de explotación para nuevamente entrar en las teorías más generales de la justicia distributiva -una democracia de propietarios dotados cada uno de similar capital, como propuso Jefferson, no constituiría una sociedad explotadora.

Tampoco logra evitar, al igual que lo que sucedía en las anteriores versiones, que partiendo de una igual dotación de medios de producción -que su versión del socialismo propone- diferentes elecciones respecto del ocio y el riesgo tomadas por los integrantes de una sociedad lleven con el transcurso del tiempo a una distribución desigual de los ingresos. Desigualdad que para Roemer no supondría explotación. Obsérvese al pasar, que si en el "socialismo real" este problema de diferenciación progresiva no se planteaba en toda su extensión, pese a que la "Nomenklatura" y sus privilegios era una manifestación del mismo, ello se debía a que este régimen expropiaba crudamente a los trabajadores, situación que aquí, estaría prohibida por definición.

De todo esto debe concluirse que la preocupación por la explotación, un concepto en sí mismo éticamente ambiguo, no debería ser lo central de una teoría sobre la justicia social, sino que lo relevante son medidas que tiendan a una igualación sostenida en la distribución de los medios con que otorgar equitativas posibilidades a los miembros de cualquier comunidad. Ello permite a las personas que accedan a los recursos de tal modo que en materia de trabajo, ocio o riesgos, puedan tomar las decisiones que mejor se ajusten a sus objetivos vitales (6).

Es claro que la socialización de los recursos puede entrañar o no una explotación, dependiendo no ya de la calidad del empleador (público o privado), sino de la forma que la sociedad distribuya los recursos, atendiendo a las preferencias de la gente y a las circunstancias en las que se encuentren. O para decirlo de otro modo, una sociedad será justa o injusta según cómo, y atendiendo a qué criterios, se reparten los bienes y las rentas y así se aumentan las posibilidades vitales de los ciudadanos y no si permite o prohíbe la venta de la fuerza de trabajo.

Por otra parte, entre dos sistemas, ambos igualmente respetuosos de las libertades formales y donde es difícil dirimir ventajas y evaluar criterios de equidad en el plano puramente conceptual, lo que en definitiva define el pleito es la eficacia productiva demostrada por uno y por otro. Y a ese respecto, es muy difícil modificar la presunción de fuerte raíz empírica favorable a una superior eficiencia económica del capitalismo. En particular "porque ninguna de las posibles ventajas del socialismo en términos de acumulación de capital o en los diversos aspectos de la eficiencia estática, ofrece una seria perspectiva para poder contrarrestar el impulso dinámico del capitalismo provocado por el imperativo (consustancial a éste) de innovar o perecer" (7).

Una conclusión que por supuesto no tiene nada de definitiva, sino que a lo sumo plantea un reto para ulteriores reflexiones. Pero que por lo menos tiene la virtud de debilitar la irreflexiva certeza de que la colectivización de los medios de producción suponga "per se" la justicia social.

Tampoco la tiene la promesa de que la instauración del socialismo habilitará un día una sociedad donde la distribución se realizará según el principio de "a cada uno según sus necesidades". La profecía de Marx -incompatible con el principio de no-explotación, en tanto no se apoya en la condenación del trabajo asalariado- o bien supone la total abundancia, en cuyo caso cada uno tendrá lo que desee y no se plantean problemas de justicia distributiva, o bien se limita a sostener que el Estado o la sociedad proveerá las necesidades mínimas de los individuos.

Si no se comparte el optimismo de Marx sobre la abundancia plena en el socialismo -un tema que se relaciona con la capacidad productiva de uno y otro- la primera interpretación carece de fundamento, mientras la segunda, en tanto obliga a definir cuáles son las necesidades básicas recrea los problemas de todas las teorías de la justicia. Si se las entiende como necesidades materiales elementales o mínimas, nos movemos en el campo restringido del estado de bienestar, si las interpretamos como los variados intereses de los individuos por él mismo elegidos, no se los podrá satisfacer, excepto en el caso, ya descartado, de abundancia plena. De allí que este principio no constituya un principio ético, sino a lo sumo una improbable predicción sobre el futuro del socialismo.

Se ha sostenido también -el propio Marx lo hizo- que el capitalismo impide el desarrollo de la esencia distintiva del ser humano, en tanto produce alienación. Esencia que se identifica con la capacidad de autotransformación humana a través de la producción cooperativa creativa y libre. El capitalismo no es malo porque explote sino porque impide que los hombres desarrollen lo específicamente humano: la capacidad de autocrearse sin limitaciones a través del trabajo libre. El trabajador que vende su fuerza de trabajo, se aliena de su trabajo, de los objetos que produce, de sí mismo y de sus congéneres. Pero también lo hace el capitalista que al no desarrollar una labor productiva impide su autoperfeccionamiento. Unos y otros sólo podrá librarse de esa condición con la socialización de los recursos productivos.

Pero la tesis de la alienación, tal como la proponen los marxistas, tiene el grave defecto de caer en el perfeccionismo moral. Los que la postulan conocen mediante ella qué es lo mejor para el hombre y su perfeccionamiento y están dispuestos a organizar la sociedad de tal modo de librarlos de las trabas que impiden la concreción de su bien. Ese conocimiento y esa organización es independiente de los deseos y preferencias de los hombres concretos, quienes, adicionalmente se agrega, por estar alienados no pueden conocer su verdadero bien.

La producción cooperativa y libre, constituye aquello que nos distingue de otras especies, lo que nos define como humanos, razón por la que debe ser implementada para realizarnos como género.

Sucede sin embargo que lo mejor para el hombre no es un tema referido a aquellas características biológicas que nos diferencian de otras especies (aptitud para trabajar racional y cooperativamente) y que debemos seguir para realizarnos, sino un tema de opciones morales que debemos tomar porque las consideramos correctas o buenas(8). ¿Porqué el trabajo no alienado es mejor que la reflexión, el sexo o el ajedrez? ¿Y porqué si quiero optar por estos últimos, no puedo aceptar una cuota de trabajo alienado que luego me permita realizarlos libremente, en lugar de un trabajo no alienado que pese a sus ventajas, no me otorgue tiempo libre suficiente? (9). ¿Por qué lo distintivo del hombre no es su capacidad de reflexión, como afirmaba Aristóteles, en lugar de su aptitud para el trabajo, que en definitiva comparte con otras especies? Por lo demás aún cuando el trabajo no alienado sea un bien, lo que importa es si constituye el bien supremo, aquel capaz de imponerse sobre todos los otros bienes.

El socialismo marxista "exalta una categoría particular del bien, como lo es la satisfacción intrínseca del trabajo, y privilegia de un modo arbitrario dicho bien y a aquellas personas que prefieren el trabajo, en detrimento de otros bienes igualmente deseables y de otras personas igualmente partidarias de estos otros bienes" (10).

Sin la posibilidad de acudir para condenar al capitalismo, a las consideraciones sobre la explotación y la alienación y despojados del sueño de la abundancia absoluta que sustenta el principio de "a cada cuál según sus necesidades" los socialistas pierden sus principales argumentos a favor de su concepción. Ello no condena "per se" al socialismo, ni demuestra la superioridad del capitalismo, pero en todo caso los obliga a demostrar las ventajas morales del socialismo en el plano de las teorías generales de la justicia distributiva y no ya en el principio de que el trabajo asalariado es por sí mismo condenable. Un debate que siempre quisieron evitar. Y que se agrava para ellos, a la vista de la probada ineficacia de una economía centralmente planificada.

IZQUIERDA Y SOCIAL DEMOCRACIA. (La nostalgia superada)

Las dificultades para definir la izquierda no desaparecen incluso cuando nos desplazamos al campo, mucho más vago y multiforme de la social-democracia. Nos referimos a aquellas teorizaciones y experiencias históricas que aceptando al capitalismo -en eso se diferencian del socialismo democrático- proponen un sistema de producción con mercado, propiedad privada de los instrumentos de producción y trabajo asalariado, pero introducen correcciones más o menos profundas a la dinámica mercantil para aumentar la equidad social, vía la acción estatal.

Un modelo de grandes éxitos y larga tradición en las grandes democracias europeas, que como arriba anotamos, muchas veces, a partir de lo que fue su ideología originaria, se continúa impropiamente denominando socialismo. Y que al presente -pese a que ello escapa a estas reflexiones, centradas en el actual contenido de la izquierda-, se encuentra aún exhausto y maltrecho, frente a la reciente arremetida neoliberal. No obstante puede decirse sin complejos que durante mucho tiempo fue la única izquierda viable y la que más se acercó -especialmente en sus expresiones escandinavas- a una sociedad equitativa. Ello no significa que si quiere pervivir y proyectarse al futuro, no deba renovarse profundamente. De allí las dificultades para una asimilación pura y simple entre izquierda y socialdemocracia.

Steven Lukes, el eminente sociólogo británico, reflexionaba sobre el hecho que si bien el socialismo no supone una alternativa al capitalismo, dada la carencia de un modelo económico alternativo, ni al liberalismo -en la medida que no puede dejar de respetar los derechos individuales que definen a éste- sí implica una renuncia al individualismo, consustancial al capitalismo (11). El socialismo podría redefinirse como un capitalismo democrático de carácter solidario y orientación antiindividualista, constituyendo este último aspecto su nota distintiva. Una precisión que aún cuando diluye al concepto tradicional de socialismo confundiéndolo con los modelos social demócratas, debe no obstante relativizarse fuertemente.

El individualismo ético, es decir el respeto por la autonomía de los seres humanos para elegir su propia concepción del bien y actuar sin interferencias sociales, constituye también un logro del liberalismo y obviamente no puede ser desconocido por el socialismo. Este sin duda se opone al individualismo utilitarista de Bentham, a la psicología hedonista de un Adam Smith a las versiones del individualismo posesivo, tal como lo define McPherson, y en síntesis a todas las versiones del libertarismo del tipo de Hayek y Nozick, donde abreva el denominado neoliberalismo, concepciones que al basarse en un desbordado egoísmo individual hacen muy difícil la vida social.

Pero como expresamos, no desconoce la versión más importante del individualismo, el que se entronca con la autonomía moral de hombres y mujeres en la senda abierta por Kant y que como tal, confronta con el holismo ético consustancial a las versiones más ortodoxas del marxismo. Por tanto en ese fundamental aspecto, también es individualista. Una dimensión moral que la izquierda no podrá desconocer si pretende afirmar el valor de la singularidad y la diferencia.

Norberto Bobbio, un socialdemócrata inconfeso, procurando saltearse el dilema que el socialismo como modelo plantea a la izquierda, ha propuesto recientemente diferenciarla de la derecha, a través del valor igualdad (12). Mientras que la derecha -hablamos naturalmente de izquierdas y derechas democráticas- enfatizaría la libertad, la izquierda, sin desconocerla, acentuaría la necesidad de igualdad como variable ordenadora de la vida social.

El mismo Bobbio recuerda que la igualdad requiere definir tres aspectos sin las cuales el concepto aparece como vacío. ¿Igualdad de qué, entre quiénes y con qué criterio? Un ejercicio que emprendido con rigor termina difuminando la claridad de la diferencia propuesta, o por lo menos la deja sin culminación, con lo que cualquier interpretación de la izquierda, desde la leninista a la liberal la puede adoptar sin violencias.

En similar sentido, pero complejizando la distinción a través del agregado de mayor número de dimensiones, se han propuesto tres ejes diferenciadores: proyectabilidad de la sociedad/no proyectabilidad; igualdad y reglas estatales para imponerla/individualismo; universalismo/particularismo (13). La izquierda se alinearía en el primer lado de los ejes y la derecha en el segundo. Pero bien mirada, la propuesta es mucho menos clara de lo que aparece, porque cualquier izquierda democrática que se precie de tal, mal puede desconocer los valores señalados en el lado derecho de los ejes.

Lo que en rigor termina quitando rigor al criterio. ¿O es que acaso la izquierda no debe ser cauta con la planificación, sin duda menos importante en la asignación de recursos que el mercado y no debe igualmente respetar la individualidad y sopesar adecuadamente las particularidades de cada comunidad? En clave simplificadora esto significa que la izquierda, no puede limitar el impulso inversor del capitalismo, ni menos escapar a la globalización económica so pena de encerrarse en una anacrónica autarquía. Lo que naturalmente no impide, aunque sin duda dificulta, que desarrolle políticas dirigidas a atenuar y corregir los efectos del libre mercado.

Adam Schaft, un marxista iconoclasta, ha proclamado en su último libro (14), la inevitabilidad de la desaparición del capitalismo, jaqueado por la contradicción entre su tendencia al aumento de la productividad y la progresiva disminución de la mano de obra empleada. A su juicio la cibernética y la robótica permiten atisbar un futuro donde la necesidad de redistribuir la creciente producción para solucionar el paro estructural, supondrá la inevitabilidad de la intervención estatal, subvirtiendo progresivamente las claves fundantes del capitalismo.

Esta sociedad de la abundancia, por la vía del reparto y los mínimos sociales garantizados deberá alcanzar incluso a los países pobres del Sur, modificando gradualmente la desigualdad entre naciones. La próspera sociedad del mañana, a través del resurgimiento de una forma de organización cooperativista similar a los "kibutz" israelíes, pero altamente tecnificados y al reparto progresivo de las rentas entre las masas ociosas, enterrará al capitalismo sin necesidad de ninguna cruenta revolución social.

La optimista predicción, pese a señalar una tendencia no desdeñable del capitalismo postindustrial, que elimina ciertas formas de trabajo y con él al mismo concepto de proletariado, vale más como un signo de los límites del cambio en el pensamiento de algunos viejos marxistas, que como una verdadera teoría sobre la evolución social. Una teoría que, no debe olvidarse, tampoco resuelve la pregunta de ¿quién será el dueño de los robots?

Es común también escuchar planteamientos que identifican a la izquierda con la juventud, el progreso, el cambio o el dinamismo y la revuelta contra las tradiciones. La izquierda sería progresista -como se dice por estas tierras- mientras la derecha es considerada vieja, opuesta al cambio y esencialmente retrógrada. Pero mirado con rigor el "movimentismo" y el "cambismo", como sostiene Sartori (15) son entusiasmos retóricos sin mayor contenido. El inquietismo como actitud y la exaltación de la juventud por ninguna otra razón que sus pocos años sobre la tierra definieron al futurismo, con su grito de batalla "Paso a los jóvenes", que muy pronto se identificó con el fascismo.

En cuanto a los progresistas o a los "cambistas" no solamente no responden hacia dónde cambian o progresan, sino que al exaltar el progreso por sí mismo terminan en la ingenuidad de defender que todo cambio es en sí mismo positivo, lo cual es a ojos visto incierto. Salvo que se adhieran a una filosofía de la historia como la marxista que sostiene que la historia como totalidad avanza hacia objetivos predeterminados y salvíficos, en cuyo caso la acumulación de cambios aproxima siempre a la final buenaventura. Pero si pretendemos una izquierda lúcida esas ideas, propias de una metafísica decimonónica, deben ser dejadas de lado. En cuyo caso la historia deberá dejar de ser vista a lo Hegel, como un sujeto conciente de sus designios.

El desafío es construir un futuro donde nuestros nietos vivan mejor que nosotros, sabiendo que la historia no se impone necesariamente a nuestros designios ni somos, para bien o para mal, instrumentos de ella. En tal caso deberemos evaluar qué progreso queremos y no confiamos en la "dirección de la historia", sencillamente porque ésta no tiene ninguno.

IZQUIERDA Y ESPERANZA

En este punto parece prudente detenernos sin seguir acumulando modelos sobre un posible socialismo del futuro -tan diversos como los autores que se ocupan del tema- sino solventado algunas dificultades conceptuales que son previas y que atañen a la reactualización del concepto de izquierda. Un ejercicio necesario a la vista de la dificultad que plantea a fines de este siglo su asimilación, con cualquiera de los modelos sociopolíticos históricos.

La izquierda, para plantear un primer escollo, es un concepto relacional, no sólo espacialmente hablando, sino en su ubicación frente a contextos y coyunturas específicas. Por lo que no puede preguntarse qué es la izquierda sin fijar la pregunta en coordenadas espaciotemporales previamente delimitadas. Por ejemplo, en la década de los ochenta en los países del Este y en la U.R.S.S., izquierda significaba la lucha contra la burocracia estatal, contra el monopolio del partido único y por la implantación de una economía de mercado que sustituyera la vetusta e ineficaz planificación centralizada.

Por similares razones en la Francia prerrevolucionaria ella implicaba libertad de comercio frente a los privilegios feudales y nobiliarios. O en los procesos de independización latinoamericanos, ella suponía libertad de comercio frente al monopolio español. Por su parte hoy en los países del Este, aunque no necesariamente en todos, izquierda implica la lucha contra las mafias locales, el fortalecimiento del Estado y algunas limitaciones a la libertad de mercado, procurando evitar el desarrollo de un capitalismo anárquico y excluyente.

En el mismo sentido pensar la izquierda supone también abrir un diálogo riguroso sobre la justicia social en el tercer milenio. Decir por ejemplo que la izquierda es la igualdad social, o la búsqueda de la mayor felicidad de los más desposeídos, u objetivos similares, puede ser cierto pero adelanta poco respecto al sentido de los conceptos implicados y a los medios para lograr su concreción. A la vez no la diferencia de otros sectores político-ideológicos, como puede ser un centro, que perfectamente pueden adherir a tales postulados.

Claro que luego de esta incursión crítica tampoco nosotros hemos adelantado mucho respecto a los principios de justicia que deberían informar al modelo social que define, o debería definir, al pensamiento y la práctica de la izquierda. Labor permanente, siempre inconclusa, y nada sencilla, por decir lo menos, y respecto a la cuál sólo podemos indicar mínimas pautas. Pautas que aparentemente y en razón de las anteriores conclusiones parecerían corresponderse más con algún tipo de capitalismo que con cualquier variante de socialismo excluyente del trabajo asalariado, por lo menos de los hasta ahora conocidos.

Comencemos por decir que una sociedad de izquierda sólo puede concebirse como una sociedad liberal (16). Esta definición, que hasta hace muy poco hubiera supuesto dormir con el enemigo, implica algunas cosas obvias y otras que lo son menos. Supone un modelo que respete a los derechos humanos en todas sus manifestaciones, derechos civiles, políticos y naturalmente sociales en su más amplia expresión (aunque esto último, como veremos, no esté necesariamente inscripto en todo tipo de liberalismo). Y supone una sociedad que en ningún momento atenué sus políticas sociales -pero sí que las ejecute más inteligentemente- ni disminuya la parte del trabajo en el producido social. No es a costa de los trabajadores que se remediarán los males que conlleva el capitalismo.

Por más que deba procurarse no afectar los resortes básicos de un capitalismo que requiere inversión, nacional y extranjera. Es precisamente este último aspecto el que ha constituido el quebradero de cabeza de la socialdemocracia, que no ha podido superar el reto implícito en el déficit fiscal, la hipertrofia estatal, la globalización de la economía, la volatilidad del capital financiero y el fracaso de muchas políticas sociales. Ni en esencia, la tensión entre dos objetivos en cierto modo opuestos o por lo menos difícilmente conciliables: la equidad de sus valores éticos y la lógica económica del beneficio que distingue al capitalismo.

Al respecto no hay recetas, pero el impasse no se superará sin otorgar en materia de políticas sociales, un protagonismo mucho más acentuado a la sociedad civil. Políticas hasta ahora frecuentemente signadas por la rutina, la impersonalidad y el burocratismo. Un esfuerzo descentralizador y antiburocrático, respecto al cual la imaginación y un sano pragmatismo, deberán jugar un papel mucho más activo que el que hasta ahora han desempeñado.

Por otro lado si la libertad -en tanto derechos y obligaciones correspectivas- constituye un valor central de una concepción renovada de la izquierda (el otro valor central es naturalmente la equidad), ella debe pensarse no solamente en los términos de la clásica formulación liberal de igualdad frente a la ley, sino como "libertad real", es decir una libertad acompañada de la posibilidad de poder ejercerla. Posibilidad que constituye una obligación que la sociedad -de acuerdo a sus recursos- debe proporcionar a todos sus integrantes sin condiciones. De allí la importancia de la eficacia del modelo económico, por que mal puede repartirse lo que no se tiene.

Por su parte la libertad también conlleva responsabilidades; un aspecto que como bien ha demandado la tradición republicana es inseparable de una comunidad bien constituida. Sin la asunción de ella por parte de los ciudadanos frente a sus congéneres y a la sociedad en su conjunto, sin una mínima concepción del bien común producto de un diálogo al que todos concurran en condiciones de simetría pero con imparcialidad, no es posible construir una sociedad justa.

Esa responsabilidad no puede imponerse policialmente, entre otras cosas porque el "bien común" no constituye un patrimonio estatal, pero lo que es claro es que no cabe pensar en una sociedad que junto a la solidaridad no requiera responsabilidad y un mínimo de concernimiento por las causas colectivas. No se trata de establecer desde las alturas una concepción del bien social, porque ello constituye paternalismo o perfeccionismo, dos defectos consustanciales a la derecha o a la izquierda revolucionaria. Pero sí de crear las condiciones para que el diálogo permanente que constituye una sociedad funcione del mejor modo posible, construyendo un escenario social donde no haya lugar para el corporativismo, sindical o patronal, el que también, no debe olvidarse, constituye una forma de egoísmo colectivo.

A esas variables deberán responder instituciones e innovaciones sociales que mediante la descentralización y la potenciación de las dimensiones comunitarias, promuevan y desarrollen tanto la solidaridad como la responsabilidad. Un campo donde la socialdemocracia, demasiado apegada a rutinas, y a las macro políticas, parece haber perdido su impulso renovador.

En otro aspecto y como adelantábamos, una sociedad liberal significa una sociedad que no imponga a sus integrantes ningún modelo de vida satisfactoria, una elección que debe quedar librada a la voluntad de cada uno en el respeto a la decisión de los otros. Liberalismo en este sentido quiere decir neutralidad e imparcialidad estatal frente a las diversas concepciones del bien, con la única limitante que el ejercicio de esas concepciones no pueda afectar ni la autonomía, ni la dignidad ni la inviolabilidad de cualquier miembro de esa sociedad.

Valores que se miden precisamente por la capacidad de hombres y mujeres para optar sin coacciones y en condiciones de la mayor simetría posible, por el estilo de vida que prefieran. Si un defecto puede achacarse a la izquierda tradicional fue recaer frecuentemente en concepciones paternalistas del bien, imponiendo a los ciudadanos modos de vida y padrones de conducta por su presunto "propio bien". Un peligro en que la izquierda debe evitar a riesgo de sumergirse en fundamentalismos más propios de las derechas.

Claro está que no todo liberalismo, aún en el campo político en que situamos estas reflexiones, es congruente con una posición de izquierda. Una teoría liberal propietarista, pese a respetar el principio de neutralidad estatal respecto a la vida satisfactoria, define a la justicia como aquella que tiene en cuenta la corrección con que los bienes individuales fueron adquiridos. Para muchas de sus variedades cada uno es propietario de sí mismo, de lo que ha creado, de lo que obtuvo en transacciones libres y de los recursos naturales de los que ha sido el primero en apropiarse, todo ello constituyendo una unidad inescindible. La injusticia proviene de privar a alguien de lo que le corresponde, si los bienes los adquirió a partir de títulos iniciales legítimos. Una posición no demasiado lejana al principio marxista que ya hemos comentado, de que cada uno es dueño de su trabajo (17).

Por el contrario el liberalismo solidario que debe distinguir a la izquierda sostiene que una sociedad justa es aquella "organizada de tal manera que no sólo trata a sus miembros con igual respeto sino también con igual solicitud" (18) Es decir que no toma en consideración la forma en que los bienes se adquirieron sino las consecuencias que determinada distribución de la propiedad o de la renta acarrea para la dignidad y la autonomía de las personas en una sociedad dada. Ello permite la introducción de criterios de distribución de la riqueza, ya sea procurando igual bienestar (solidarismo welfarista) o iguales posibilidades, según se atienda a un orden de resultados prefijados, como en el primer caso o al de las iguales opciones abiertas a todos los individuos en el segundo.

A este principio de liberalismo solidarista posibilista, responde el criterio de la "igual libertad real posible". Un principio de distribución de posibilidades, que se debe implementar mediante una batería de medidas, desde la salud y la educación abierta a todos (mediante formas de seguro general), hasta la interesante profundización de esta idea que encierra la propuesta del ingreso básico incondicionado (19).

Lo importante de la postulación de la mayor "libertad real" posible como principio ordenador básico de la organización social, son sus implicaciones. Una estructura donde cada persona es propietaria de sí misma (aunque no lo sea necesaria e incondicionalmente de los objetos que produce o crea), con todos los derechos que ello conlleva, pero además se la dota de los medios para hacer efectiva esta libertad, hasta el grado que los recursos sociales disponibles lo posibiliten.

En esta sociedad todos son tan libres como sea factible, o lo que es lo mismo, las personas con menores opciones tienen posibilidades "que no son menores que las disfrutadas por la persona con menos oportunidades bajo cualquier otra disposición realizable" (20). Lo que se denomina el principio leximín de ordenación de las posibilidades, una postulación que se aproxima mucho al principio de la diferencia de Rawls (respetando la libertad y la igualdad de oportunidades, las diferencias en la dotación de bienes básicos sólo se justifican si mejoran la condición de los menos favorecidos).

A estas formulaciones de la teoría de la justicia, aquí solamente esbozadas en su relación con la izquierda, se las suele disminuir en su alcance, por tratarse de medidas distributivas que no operan, se dice, en la etapa de la producción de bienes y servicios. A ese respecto el socialismo en tanto conlleva la socialización de los medios de producción evitaría la injusticia en su misma fuente. Pero la crítica es doblemente errónea. No solamente porque el principio de la libertad real no prejuzga entre capitalismo y socialismo (las consideraciones arriba esbozadas sobre la impracticabilidad del socialismo son ajenas a los principios de justicia comentados), sino porque como hemos visto en la crítica a los conceptos de explotación y alienación, la tal socialización no implica "per se" una sociedad justa. Por lo demás nada impide, en tanto no se disminuya la libertad real, la implementación de mecanismos económicos de tipo cooperativo o similares que atenúen la desigual dotación en los medios de producción, por más que los mismos funcionen en una economía de mercado.

Es precisamente en este terreno donde la social democracia se ha mostrado más timorata, abandonando intentos interesantes como el del accionariado obrero a través de los fondos de pensión, la participación de los funcionarios en la dirección de las empresas a partir de cierto tamaño de ellas, el cooperativismo u otros similares, que sin abandonar la lógica macroeconómica del capitalismo contribuyen a disminuir sus perfiles más inequitativos. Por último y no por ello menos importante, la izquierda no puede pensarse sino en el marco de una democracia funcionando en toda su potencia y que progresivamente vaya excediendo las fronteras de los estados nacionales. Fundamentalmente porque la justicia no es concebible sin que todos tengan el derecho de hacer oír su voz y de dar razón de sus posiciones.

En el sentido político y económico, la izquierda, como en sus comienzos, no puede ser otra cosa que internacionalista. Ninguna justicia social podrá implementarse sin su progresiva extensión primero a regiones y luego al planeta entero. No solamente por razones éticas, por sí solas fundamentales, sino porque el mismo proceso de globalización económica así lo impone.

Terminamos por fin, este largo excurso sin contestar cabalmente a las preguntas que motivaron esta reflexión. Probablemente porque la izquierda es un concepto esquivo, un sentimiento vital anclado en una percepción de la justicia que no es sencillo acotar con fórmulas sacramentales. Un sentimiento además, que como muestra la historia, fácilmente lleva a la confusión entre firmeza en la defensa de principios solidarios con fanatismo antidemocrático. Y que en este último aspecto preocupaba hondamente a Hanna Arednt.

Si es cierto que vivimos en la posmodernidad donde los proyectos emancipatorios ya no tienen lugar, posiblemente el papel de la izquierda aparezca en el futuro severamente disminuido. Los tiempos le habrán quitado su misma razón de existencia. Sí no es así y tenemos confianza de que en esto asista razón a Habermas y no a Vattimo y que la modernidad aún pueda corregir su rumbo, la izquierda libre de la metafísica que la envolvía, desempeñará un papel fundamental en su lucha hacia una sociedad más justa. En ese caso las generaciones futuras probablemente vivirán en medio de una cultura en muchos aspectos homogeneizada y simplificada, pero mucho más tolerante e igualitaria.

Una cultura de base universalista, donde paradojalmente florecerán, porque la sociedad lo hará posible, muchas y diversas formas de vida humana. Quizás esta sea una predicción ingenua, pero en todo caso se basa en el hecho que la capacidad técnica de la humanidad por primera vez la habilita para lograrlo. Si no es así y el hambre y la desigualdad siguen ganando batallas, dentro de las sociedades y entre naciones, regresaremos a una nueva Edad Media, donde las vida se desarrollará, para los más afortunados, en enclaves fortificados rodeados por muchedumbres famélicas. Por eso es más importante que nunca la lucha por una sociedad que por primera vez universalizada, siga manteniendo los valores del individualismo ético y se acerque, aunque nunca lo alcance totalmente, al ideal de libertad real para todos, que distingue al liberalismo de izquierda. Un camino que deberá transitar la izquierda del siglo XXI si es que logra despojarse de la idea de que existe una alternativa a corto plazo para el capitalismo.

REFERENCIAS

1. Bosetti, G., Introducción, en Izquierda Punto Cero, Bosetti, G. compilador, Paidós, Madrid, 1996.
2. Van Parijs, Ph., Libertad real para todos, Paidós, Barcelona, 1996.
3. Steiner, H. Exploitation: A liberal Theory Amended Defended and Extended, en A Reeve: Modern Theories of Exploitation, Sage, Londres, 1988.
4. Kymlicka, W Filosofía Política Contemporánea, Ariel, Barcelona, 1995.
5. Roemer, J. A General Theory of Exploitation and Class, Harvard Univ. Press, Cambridge 1982.
6. Kymlicka, W. cit.
7. Van Parijs, Ph. cit.
8. Van Parijs, Ph.cit.
9. Elster, J. Making Sense of Marx, Cambridge, 1985
10. Arneson, R.Ethic, 97/3, en Kymlicka, W. cit.
11. Lukes, S. ¿Qué queda de la izquierda?, en Bosetti, G., cit.
12. Bobbio, N. Derecha e Izquierda, Taurus, Madrid, 1995
13. Bosetti, G. Introducción, en Bosetti, G. compilador,cit.
14. Schaft, A. Meditaciones sobre el socialismo, Siglo XXI, México, 1998
15. Sartori, G. "La izquierda es la ética", en Bosetti, G. cit.
16. Van Parijs, Ph. ¿Qué es una sociedad justa?, Nueva Visión, Bs. Aires, 1992
17. Van Parijs, Ph. ¿Qué es una sociedad justa?, cit.
18. Van Parijs, Ph. Libertad real para todos., cit.
19. Van Parijs, Ph. Libertad real para todos, cit.
20. Van Parijs, Ph. Libertad real para todos, cit.


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