El discreto encanto de la Coca-Cola
Luis Camnitzer
Aún hoy, después de más de medio siglo, recuerdo la irrupción de la Pepsi-Cola en el Uruguay, la curiosidad de probar una nueva panacea. En plena etapa pre-intelectual, mi interés hasta aquel momento había estado totalmente enfocado en la Coca-Cola, un interés que me persiguió durante las etapas posteriores de intelectualismo y post-intelectualismo.
La Pepsi resultó ser excesivamente acanelada y dulce para ambos: mi paladar condicionado y la decisión implantada de mantener la fidelidad a la botella extraña. La forma de vidrio bastante irracional, con el líquido misteriosamente oscuro que servía tanto para crear sed como para limpiar los polos de las baterías de coche, me había marcado para siempre.
Recuerdo luego mi asombro al descubrir -a los catorce años- que la Coca-Cola no tiene el mismo gusto en distintos países. A veces, ni siquiera en el mismo país, donde varía entre latas, botellas y surtidores. La conclusión, después de catar especímenes por el mundo, fue que la mejor Coca-Cola es la que viene en botellas de vidrio y, especialmente, cuando es embotellada en Montevideo.
Más adelante, en la etapa intelectual, vino la asociación de Coca-Cola con el imperialismo, su señalación como símbolo de colonización y perfidia política. La imagen se exacerbó con la noticia (que nunca me preocupé por verificar) de que la Coca-Cola era republicana y la Pepsi-Cola demócrata, o sea que en los términos muy relativos de un entorno mínimo, la Coca-Cola era aún más reaccionaria de lo que había supuesto. Tampoco entendí cómo una bebida podía tener una afiliación política, pero todo esto no disminuyó mi admiración. Tenía claro en mi mente que la Coca-Cola es la única bebida artificial capaz de ocupar un lugar competitivo al lado del agua, el vino y la leche, seguramente superando al jugo de naranja en términos de la no-saturación de las papilas del gusto. Esto significa que la industria norteamericana había logrado construir un arquetipo artificial, una hazaña que creo que no tiene paralelos en la historia de la humanidad.
Lo mejor fuer peor
Lo interesante de este logro, y aquí ya estoy en una etapa especulativa pos-intelectual, es que la Coca-Cola nunca se había propuesto crear un arquetipo, o afectar a la cultura mundial en una forma tan profunda, radical y ambiciosa. Lo único que se había propuesto era generar el mayor lucro posible. La simpleza de enfocar en una propuesta tan crudamente mercenaria, la falta de una conciencia de las dimensiones de lo que la compañía había creado, quedó al descubierto cuando se trató de mejorar el producto para generar más ingresos.
La maniobra creó una revuelta popular en los EE.UU. y lo que se propuso como mejora fue rechazado como insulto. El pueblo unido jamás será vencido y no lo fue, al menos en este caso particular. La vieja Coca-Cola, esta vez con la alcurnia del agregado de la palabra "Classic", retornó triunfalmente al mercado. Lo que pudo haber sido un siniestro plan maquiavélico no fue más que un intento inconciente de manipular un arquetipo. No se habían dado cuenta que éste había dejado de ser propiedad intelectual de la compañía para convertirse en propiedad gustativa de una sociedad.
Las consecuencias de lo que normalmente sería un fracaso fueron, una vez más, un incremento de ingresos. Yo fui un participante activo del proceso porque guardé una lata de la Coca-Cola "mejorada" y una de las clásicas, ambas parte de la primera edición. Las guardo junto con un ejemplar de la edición especial de la botella que la compañía lanzó en Inglaterra a raíz del casamiento de Diana con el príncipe Charles. Creo que he hecho una inversión sabia aunque no estoy al tanto de los precios que alcanzarían en el mercado.
Quiero aquí hacer una disgresión sobre una cosa que sucedió al sacar la diapositiva de las dos latas. Noté una diferencia de peso entre ambas. La Coca-Cola fallida pesa 228 gramos mientras que la "clásica" pesa 308 gramos. Ambas latas están en perfecto estado y herméticamente selladas y no tengo explicación para el fenómeno. El descubrimiento me llevó a comprar latas nuevas para pesarlas y compararlas. El peso de éstas osciló entre los 380 y 390 gramos. La conclusión obvia podría ser otra contribución histórica de la Coca-Cola: la prueba de que la cantidad de materia en el universo, bajo determinadas condiciones, podría no ser constante.
Pero volviendo al tema que estoy presentando, el 1 de febrero de 1996 la Coca-Cola hizo historia una vez más. La compañía abolió oficialmente la separación entre sus actividades nacionales y las internacionales. De acuerdo a su gerente general, Roberto Goizueta, un exiliado cubano que murió hace pocos meses después de 16 años de liderazgo, cito aquí: "Las etiquetas internacional y doméstico que en el pasado describían adecuadamente nuestra estructura comercial, ya no son aplicables".(1) A la zaga de sus propios logros, la Coca-Cola descubrió el globalismo. La bebida ya había sido un arquetipo y una institución global cuando yo era niño, pero la obstinación de enfocar estrechamente en el lucro les hizo tomar medio siglo y un gerente originario de un país subdesarrollado para asumir su omnipresencia y etiquetarla. A la ceremonia del funeral de Goizueta asistieron más de mil personas, entre ellos el ex presidente Carter.
La eulogía fue hecha por Andrew Young, símbolo de un liberalismo semi izquierdizante de los EE.UU., ex líder de los derechos civiles y ex delegado a las Naciones Unidas. Young sintetizó la vida de Goizueta diciendo: "Vendía más que un producto. Vendía una forma de vida. Somos todos mejores por el hecho de haber estado bajo su influencia."(2) Goizueta se había ido de Cuba joven con nada más que cuarenta dólares y cien acciones de Coca-Cola en el bolsillo y, obviamente, una visión bastante clara de la tarea que tenía por delante. Su sucesor, un señor Ivester, mantiene el optimismo con respecto al futuro de la compañía. Después de todo, dijo al tomar su nuevo empleo, y vuelvo a citar: "Todo el mundo se despierta con sed en la mañana".(3)
Paralelamente a la Coca-Cola tenemos a MacDonalds. MacDonalds no ha logrado crear un arquetipo y no creo, por lo tanto, que cuando muera su presidente, reciba encomios de un nivel tan trascendental como el de Goizueta. Mientras que se puede tomar Coca-Cola varias veces al día y todos los días, no se puede hacer lo mismo con las hamburguesas de MacDonalds. Es más, hay casi un consenso general (si no global) de que constituyen una comida inferior y que su mayor distinción radica en la velocidad del consumo, es decir en el tiempo que pasa entre la entrada y la salida del restaurante.
El deleite relacionado con MacDonalds está basado fundamentalmente en la eficiencia y en una cierta actitud "camp" que satisface el lado masoquista que forma parte de todo buen gourmet. Es camp cuando el gourmet es sofisticado, cuando el proceso es conciente. Es inconcientemente masoquista cuando el gourmet es naïf. Este análisis se refiere solamente a las hamburguesas, dado que mis hijos me informan que las papas fritas de MacDonalds tienen su mérito propio. Algo de esto debe haber penetrado en la mente de los miembros del directorio de la compañía. Uno de los restaurantes MacDonalds en Wall Street ofrece música de piano en vivo durante la hora del almuerzo y sirve café expreso.
Incidentalmente, debo mencionar aquí que hay un pacto entre MacDonalds y Coca-Cola. No es posible comer una hamburguesa en sus locales acompañándola con una Pepsi, a menos que se la entre de contrabando. Lo opuesto sucede en los Pizza Huts y los Taco Bell, pero esos son propiedad de la Pepsi-Cola y por lo tanto hay una cierta lógica. Pero lo que me interesa más aquí es que MacDonalds opera en forma aún menos conceptual que la Coca-Cola. También interesada en el lucro, esta compañía se concentra en la cantidad de hamburguesas vendidas y en la cantidad de restaurantes abiertos. El 10 de noviembre de 1967, MacDonalds creó 954 restaurantes en América Latina e invirtió mil millones de dólares.
Conmemorando todo esto, pero manteniendo la división del mundo en regiones geográficas definidas, la compañía ha decidido invertir esa misma cantidad otra vez, concentrada en los próximos tres años.(4) La pregunta que surge después de todo esto es si MacDonalds, que no asume conceptualmente su globalismo, después de tapizar el mundo con hamburguesas y lograr que los economistas usen su hamburguesa como unidad para medir el ingreso real de la población mundial, es una compañía global a pesar de su inconciencia, o no. O si la Coca-Cola, que sí asume su globalismo, continúa siendo una compañía norteamericana o pertenece a todos nuestros países.
El ingenio nunca duerme
No s[e si esto tiene una respuesta, ni s[e si importa que haya una respuesta. El hecho es que hay una dirección en el flujo de información y en ambos casos, en el de Coca-Cola y en el de MacDonalds, el flujo viene del mismo punto cardinal. Pero vale la pena notar aquí dos cosas. Una es que la Coca-Cola y la Pepsi-Cola estimulan un chovinismo de marcas similar al que estimulan las naciones con sus símbolos patrios. La otra es que con el sutil cambio de gusto que la Coca-Cola tiene de país en país, se produce una dialectización de la bebida -adquiere un cierto tonito local- que puede llegar a superponerse y coincidir con el nacionalismo geográfico.
No es que el nacionalismo de este tipo importe mucho. En un catálogo de esos que llegan por correo encontré anunciada una herramienta múltiple de esas que incluyen una pinza y varios destornilladores y que se pliegan para formar un llavero. El texto decía: "El ingenio norteamericano nunca duerme: la última prueba de esto es el "Swiss-Tech Tool"." El aviso continúa explicando que el objeto es totalmente manufacturado en los EE.UU. El ingrediente suizo, insoslayable aquí, quedó sepultado en el misterio de la retórica globalista. Algo similar sucedió con una serie de juguetes vendidos bajo el nombre de "transformadores".
Eran robots que en forma increíblemente ingeniosa pasaban de una configuración inicial de coche inofensivo, a tanque de guerra, a guerrero intergaláctico, simplemente plegando y desplegando articulaciones. Hace más de una década catalogué estos artefactos en la clase de juguetes posmoderno emblemático y traté de averiguar quién lo había inventado. Llamé a Hasbro, la compañía distribuidora en los EE.UU., y me enteré que: 1) el creador era un diseñador japonés del cual no sabían el nombre; 2) que la compañía norteamericana había "descubierto" el juguete, lo había reempaquetado y luego lanzado en el mercado internacional y; 3) que si me interesaba me podían dar el nombre del vice presidente de la compañía que había descubierto el producto y que, para todos los propósitos de la empresa, era el único personaje importante.
Una historia más reciente (noviembre pasado) es la del gobierno de Cuba demandando a la compañía norteamericana General Cigar Holdings por fabricar cigarros bajo el nombre de Cohiba. Para Cuba esto constituye no solamente un fraude (el cigarro norteamericano es hecho con una ensalada de tabacos que incluye plantas indonesas, dominicanas y del Camerún) sino también un robo. La General Cigar, por su parte, proclamó que ya hace veinte años que está fabricando el cigarro y que Cuba nunca registró la marca Cohiba en los EE.UU.(5) Cabe recordar aquí una situación paralela: cuando Cuba dejó de tener acceso a la Coca-Cola, también se vio obligada a introducir un producto aproximativo y no del todo feliz. Pero al menos Cuba tuvo la dignidad de llamarlo Tropi-Cola.
Después de escribir esto apareció otra noticia más: hay un tercer cigarro Cohiba, hecho en la República Dominicana, que desde el primero de diciembre de 1997 es distribuido en los EE.UU. por la Speakeasy Cigar Co. Creo que con cierto humor (Speakeasy era el nombre de los lugares donde se tomaba alcohol durante la Prohibición), la compañía también distribuye cigarros bajo los nombres de "Gangster", "Godfather" o padrino, y "Untouchable" o intocable, y forma parte de la Al Capone Enterprises(6).
Los mapas no valen
Tenemos así caricaturas del sutil desfasaje de la propiedad intelectual desde la invención al descubrimiento; de cómo funciona la historia hegemónica; de la importancia relativa de los mapas; y de cómo se reinterpreta lo original en relación a lo derivativo. Con ellas se aclara también el cómo el globalismo depende de la dirección del flujo de la información. Esto llevaría a pensar que hay solamente una clase de globalismo -uno que está controlado por el emisor, dado que el emisor tiene el poder sobre la información. Si bien esto es verdad en términos de cómo fluye el poder, no es totalmente cierto en relación a cómo se logran las atribuciones y las interpretaciones. En el caso del significado e implicaciones de lo "global" hay una enorme fragmentación entre emisores y receptores y el receptor también afecta a la información. No hay colonialismo sin colonias y así "globalismo" es, en realidad, otro homónimo que puede tener significados muy distintos según quién lo utiliza.
Un ejemplo de esta distancia interpretativa fue dado durante el reciente viaje de inspección que el presidente Clinton hiciera por América Latina. Clinton se detuvo primero en Caracas donde fue saludado por el presidente Caldera con 21 cañonazos celebratorios, y nunca sabré por qué 21. Lo interesante es la percepción de esta visita por Caldera de un lado y por la prensa norteamericana del otro. De acuerdo a una noticia norteamericana, Caldera comentó que Clinton es el presidente del país más importante del mundo y que "su visita pondría a Caracas en el centro de la atención global". El mismo artículo, un párrafo después, también explica que "no hay ninguna iniciativa diplomática de importancia" que justifique el viaje, y que "para Clinton (este viaje) fue un escape bienvenido de sus problemas en Washington referentes a las irregularidades financieras de la campaña electoral del partido demócrata y de las preguntas embarazosas generadas por el juicio por hostigamiento sexual que se le está haciendo".(7) O sea que Venezuela necesita la visita de Clinton para que el resto del mundo registre la existencia de ese país, no importa cuán insignificante sea el motivo de la visita. Esto es lo que podemos denominar "globalismo del receptor". La escala siguiente de Clinton fue Brasil. Allí su equipo asesor solicitó al gobierno brasileño que homologara el horario nacional brasileño con el de Washington. El atraso de una hora para los 160 millones de habitantes brasileños le permitiría a Clinton ganar una hora para su agenda de trabajo.(8) Esto es lo que podemos denominar "globalismo del emisor". La crudeza del pedido quedó un poco disimulada por el título de la nota en el periódico, que decía: "Clinton asegura al gigante latino que los EE.UU. respetan al Brasil".
El globalismo del emisor se redondea en la parada siguiente con la descripción que la prensa norteamericana hizo del discurso de Clinton hecho desde el balcón de la Casa Rosada en Buenos Aires. La prensa anota didácticamente que el balcón de la casa presidencial argentina es el lugar donde Madonna cantó la canción en "Evita".
Parecería entonces que desde un punto de vista el globalismo es todo lo que se refiere a los demás países y desde otro es todo lo que se refiere al centro hegemónico. Como cuando la serie mundial de béisbol se refiere a la competencia de dos ligas norteamericanas que incluyen a Canadá pero no a los demás países que uno normalmente asocia con el mundo.
Cuando menciono que estoy en mi etapa pos-intelectual, lo hago porque para llegar a ciertas conclusiones ya no tengo que leer libros sino que me alcanza el periódico, la televisión y los catálogos comerciales que me mandan por correo. La consecuencia lógica de esto es que veo los avisos comerciales, de importancia no solamente por la calidad como publicidad, sino también por la repercusión que tienen o pueden tener en el arte. Quiero observar aquí que "arte" es una palabra que estuve cuidadosamente esquivando hasta este momento.
El pasado, no lo pisado
Pero, volviendo a la Coca-Cola por un instante, desde mi época de estudiante tuve claro que como artista yo no iba a competir con Picasso sino con la Coca-Cola. O sea, el impacto perceptual de un Picasso o similares en el promedio cultural de mi sociedad, o para el caso, en el de cualquier sociedad, es mínimo. Por otro lado, el de la Coca-Cola es enorme. No es que esta claridad me haya llevado al éxito, pero me ayudó a ver cierta relatividad en las cosas, y me dio la conciencia de los dos globalismos no necesariamente coordinados (como el de Caldera vs. el de Clinton). Es más, si permitimos que se coordinen estos dos globalismos, estamos concediendo la derrota de un pasado al cual muchos de nosotros todavía nos aferramos.
Hay ya varias coordinaciones en marcha y el futuro pinta bastante mal. El nuevo museo Guggenheim en Bilbao parece ser un ejemplo del proceso. No s[e en qu[e precisamente consiste la colección del museo allí, pero me interesó leer la nota del New York Times sobre la inauguración y la muestra en ese momento. Menciona, por orden de aparición, a Lichtenstein, Rosenquist, Rauschenberg, Richard Serra, Mondrian, Bacon, Agnes Martin, Ryman, Elsworth Kelly, Bruce Nauman, Jim Dine, Jenny Holzer y Anselm Kiefer. Las fotos en la nota son de obras de Serra y de David Smith. Y el acento del escrito está puesto sobre el edificio, comparando a su arquitecto, Frank Gehry, con Frank Lloyd Wright. Lo más notable de la nota en realidad no es la relación de 16 a 3, si descartamos una referencia a Tiépolo y a Coubert, sino el tono de normalidad -de que así es la realidad- con que está escrita.(9) Es el tono que convierte lo que prometía ser una noticia artística en un aviso publicitario. El mensaje, que Kimmelman, autor de la nota, expresa abiertamente está en la siguiente frase: "La idea básica es que lo que beneficia a Bilbao ( ) beneficia a Nueva York y viceversa." En la nota también se informa que las obras adquiridas con los 50 millones de dólares que Bilbao contribuye para la compra de obras van al patrimonio general del museo -no de la sucursal española. Ilustrando la relación Caldera/Clinton, esto significa que la política global está controlada por Nueva York mientras que algunas contribuciones particulares de Bilbao van a validar el globalismo de esa política. A cambio de eso, Bilbao tiene su minuto en el centro de la atención global y, lo que importa más, el público tendrá una visión newyork-centrista de lo global del arte.
Lo anterior describe un globalismo que todavía no ha culminado, es incompleto mecánicamente. Constituye un estado intermedio entre el colonialismo tradicional y el globalismo real, una especie de colonialismo global. El globalismo real se basa en una desgeograficación, una desterritorialización total de las corporaciones. Si el globo es un lugar homogéneo, no fragmentado, no importa cuál es el lugar donde se ubica una corporación. El espacio permanece inmutable y las direcciones cubre el todo. Mientras que en el mundo cartografiado uno todavía puede identificar de dónde proviene el peligro, en el globalismo real el enemigo es relativamente intangible y el ataque es completamente impredecible. Lo que era nacionalismo pasa a ser corporacionismo y la superposición geográfica no es más que una estratagema temporaria que dura lo que dura el lucro.
Una consecuencia de este proceso es la disminución de la efectividad de los sindicatos, los cuales todavía operan con mentalidad nacionalista. Aunque el nomadismo y el globalismo de las corporaciones no explican totalmente el fenómeno, es un hecho que la sindicalización de los obreros ha bajado entre un 15 y un 50% en distintos países durante la década de 1986 a 1995. Recientemente la Federal Trade Commission de EE.UU. -la comisión encargada de regular el comercio- en un intento de incipiente globalización, trató de redefinir el concepto "made in U.S.A." ampliándolo a la condición de que 75% del costo de producción provenga de los EE.UU. La comisión volvió al estándar del "virtualmente el 100% frente a la presión de los sindicatos y del chovinismo de derecha.(10)
No creo que el museo Guggenheim tenga un plan siniestro para imponer globalmente el arte que se vende en Nueva York. Es más probable que los directivos crean en buena fe que ese arte es el que ilustra una definición absoluta del arte y que por lo tanto que lo que se hace en Nueva York es global y punto. El arte hecho en Bilbao solamente tendrá acceso a esta configuración en la medida que sea capaz de competir dentro de esa definición. La situación, más bien, es paralela a la del coleccionista y chocolatero alemán Peter Ludwig. En 1995 Ludwig invirtió un pequeño dinero en una fundación que lleva su nombre en La Habana, con el fin de ayudar a los artistas cubanos. Pero en un reportaje describiendo la organización luego agregó: "Después, el siguiente paso será el también enseñar arte internacional en La Habana y en Cuba."(11)
Después de un corto período regionalista en el mercado internacional en la década de los ochenta, seguido por una estrategia multiculturalista, tenemos una tendencia hacia la desnacionalización del arte, por lo menos en cuanto a la producción de mercancías. Entre tanto, las corporaciones se mimetizan con las fronteras, muchas veces son más poderosas económicamente que los países donde se ubican, y van usurpando identidades para luego viajar a otro lugar más conveniente.
No estoy del todo seguro, pero creo que la posibilidad de un fanatismo en que mi Coca-Cola es mejor que la tuya me asusta mucho más que el nacionalismo tradicional. El nacionalismo tradicional era percibible, analizable y reducible a fronteras que, por lo arbitrarias, eran increíblemente precisas. La nueva situación es distinta. No solamente que mis creencias ahora se apoyan en mi sentido del gusto, lo cual significa que en algún momento me podría gustar más Coca-Cola hecha y embotellada en Argentina o en Brasil, sino que me cambia la noción de comunidad. Y no me comunico con individuos que comparten mi tradición cultural, sino con los que comparten mi bebida.
La vodka hacia el estilo global
La repercusión de esto es muy seria y es un tema recogido, no por la Coca-Cola con sus gustos demasiados variables, sino por Absolut Vodka. Típicamente, en este contexto, la vodka -con la mitad del líquido constituido por alcohol puro- tiene el mismo gusto en cualquier lado. Es, por lo tanto, una bebida mucho más coherente con una globalización total y nos acerca más precisamente al meollo del tema. La Coca-Cola todavía nos ofrece una forma de multiculturalismo, aunque ésta sea inconciente. El contenido de alcohol de Absolut no deja márgenes para una diferenciación, por lo menos no una que mi paladar sepa discernir. Supongo entonces que una audiencia formada por bebedores de vodka es, casi por definición, una audiencia mucho más homogénea que una formada por nacionalidades, etnias o bebedores de Coca-Cola.
Sueca de origen, con aspiraciones rusas y manejada por una compañía de publicidad norteamericana, Absolut Vodka no solamente desnacionalizó y refuncionalizó el arte que utiliza, sino que también redefinió la actividad del mecenazgo artístico. El artista puede, si así lo desea, dejar de preocuparse por temas trascendentes de naturaleza ética, social o política. Su única misión es la de continuar desarrollando el estilo bajo el cual se le conoce y, dentro de éste, ubicar estratégicamente una botella de Absolut, no importa cuán pequeña o cuán camuflada. La clave para el espectador está en el título que anuncia a ambos, la marca de la bebida y la marca del artista, o sea que el margen de ambigüedad en la imagen es infinito mientras que la claridad del mensaje jamás corre peligro. Se le ofrece así una libertad total al artista, la garantía de la manutención de su individualidad expresiva, y al mismo tiempo se asegura el consumo masivo de la obra sin las limitaciones elitistas tradicionales del mercado del arte.
Absolut Vodka ha logrado así el verdadero estilo global y democrático, el arte de la nueva utopía. Es un logro imponente, especialmente cuando se le compara con los estilos internacionales del pasado. Absolut ignoró la forma como elemento de importancia. Los criterios en la selección artística son criterios que se refieren a la difusión y al potencial de reconocimiento: ¿cuánto ha circulado el nombre, la etnicidad, o la estética del artista? Mientras al menos uno de los criterios se aplique como ayuda en la aceptación de la marca, el arte sirve para los propósitos de Absolut.
Los estilos internacionales proclamados como tales nunca lo habían sido completamente. Se basaban en criterios formales que invariablemente se transformaban en símbolos, útiles para ciertas identificaciones, reales o manipuladas y por lo tanto adquirían importancias locales. Así la arquitectura funcionalista corporativa tuvo sus ejemplos, no solamente en las democracias capitalistas, sino también en la Unión Soviética y la Alemania Nazi. Sin embargo fue útil ignorar esa ubicuidad. Por un lado los gobiernos alemán y soviético favorecían la arquitectura de confitería para representar al enemigo. La literatura y las noticias ignoraban los edificios funcionales nazis y soviéticos para solamente documentar los que entraban en el esquema. La misma arquitectura-pastel también era popular en los países libres y usada con auto-beneplácito para bancos y edificios gubernamentales.
La diferencia no estaba tanto en el ejercicio estético del poder financiero sino en el hecho de que parte de las elites comunicadoras del arte estaban sometidas al gusto de los gobernantes. La proclamación del arte abstracto como demócrata solamente fue señal de que los voceros correspondientes en los EE.UU. tenían una cierta libertad de expresión. Si se compara el arte producido por los grandes personajes alrededor de la segunda guerra mundial, Churchill, Eisenhower y Hitler, todos producían obras que podían estar en una colección armada tanto por Stalin como por cualquier otro gobernante en el mundo y representaban un gusto más popular y difundido. La situación fue anotada en la revista Art News a principios de los años cincuenta, en plena época macartista. El artículo subrayaba la paradoja de la coexistencia del congresal Dondero con una serie de artistas abstractos de izquierda. Menciona a Dondero, uno de los principales enemigos del comunismo y del arte abstracto, diciendo, y cito: "que atacaba al comunismo exigiendo las mismas leyes que los comunistas imponen cuando tienen el poder y un grupo de artistas que se meten en movimientos simpatizantes con Rusia Soviética mientras continúan pintando obras que, en un r[egimen comunista, los llevaría a la cárcel".(12)
El eclecticismo formal de Absolut, es decir, la ausencia de criterios estilísticos a los cuales se le pueda atribuir ideologías, es mucho más preciso como instrumento para lograr un auténtico globalismo. El arte es percibido como mercancía pura y se combina simbióticamente con otra mercancía. Para el día de hoy, esta actitud tiene una cierta claridad admirable. Cuando la producción del arte está subsidiada por el gobierno los productos artísticos aparecen envueltos en una especie de atmósfera cultural que los ennoblece. Operan como parte de una "filantropía del conocimiento" que desdibuja la función comercial real. Es aquí donde se destaca la redefinición del mecenazgo que nos presenta Absolut. El arte ya no da status como con los Medici, ya no tapa los pasados criminales como con los Rockefeller, ya no disimula los complejos de culpa como con Philip Morris. El arte vende vodka y la vodka vende arte.
Una aproximación sublimada -menos cruda- a esta ecuación fue presentada por la reciente Bienal de Mercosur en Porto Alegre. En declaraciones publicadas en el suplemento económico, no el cultural, del periódico brasileño Zero Hora,(13) Justo Werlang, empresario, coleccionista y presidente de la Bienal, destacó las ventajas mutuas de un arreglo a través del cual las empresas comerciales organizan la bienal mientras el gobierno se limita a dar algún dinero y a descontar las inversiones privadas de los impuestos. Dice Werlang: "El gobierno aprovecha la eficiencia de las corporaciones y éstas, a su vez, se benefician de poder asociar marcas comerciales con la calidad del arte". La Bienal había sido diseñada para validar culturalmente una región comercial que supera las fronteras nacionales. La identidad artística aquí, si todo sale bien, termina definiendo el bloque formado por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, con el agregado de Bolivia, Chile y Venezuela, países interesados en formar parte del Mercosur algún día. Lo interesante en términos tradicionales es que el grupo de los siete países no llega a representarse como unidad cultural, ni a sí mismo, ni a América Latina. Solamente representa un acuerdo comercial extra-territorial, una abstracción definida por medios de producción por consumo, pero no por un campo cultural homogéneo. La posible homogeneidad de los países se basa en la pertenencia común a un todo mayor, América Latina, y su campo cultural. Las declaraciones de Werlang terminan cándidamente con: "La integración cultural rima con la expansión del mercado".
Mercosur no llega a plantear un arte para una economía global o un arte que exprese lo global. Propone más bien un arte para-nacionalista. Mercosur define aquí una especie de sustituto, una nueva nacionalidad que no está definida por lazos culturales sino por una potencial red financiera. Lo potencial, el hecho de que no sea global, es lo que deja abierta la posibilidad para cierto chovinismo. La posición implícitamente y a veces explícitamente anti-hegemónica de Mercosur la capacita para atraer simpatías. Pero también desubica las posiciones ideológicas tradicionales. Ya no hay sitio para criticar al mercado, el mercado es un hecho inamovible y aceptado. Solo queda la posibilidad de elegir entre mi mercado y el mercado de los otros. Y si las redes financieras globales funcionan bien, realmente no importa cuál mercado elijo porque, haga lo que haga y de cualquier manera, reafirmo el nuevo sistema. Cabe notar que Coca-Cola fue una de las empresas patrocinadoras de la Bienal.
Ganando con la denuncia
La tarea esbozada por Absolut es demasiado grande para una empresa aislada, especialmente cuando en esta oferta de libertad total para el artista -el producto puro- todavía hay sitio para una expresión de tintes sociales, políticos o religiosos. Es aquí donde entra en escena otra empresa, Benetton. Mientras que Absolut introduce la libertad artística para el artista, Benetton libera al artista de sus posiciones políticas. Benetton tomó el paso revolucionario final y politizó a la publicidad. Se creó así la paradoja de que el arte politizado pueda no entenderse como acto político sino que se confunda -subliminalmente, por supuesto- con la venta de ropa.
En un ensayo sobre la vanguardia, Bürger dice que, y cito, "la industria cultural trajo consigo la falsa eliminación de la distancia entre el arte y la vida, y esto nos permite también el reconocer las contradicciones en la empresa vanguardista." A primera vista parecería que Benetton, con el uso del Sida, las víctimas de Bosnia o con el intento fallido de usar al subcomandante Marcos y sus amigos para una foto, confirman el texto de Bürger o los escritos que lo precedieron de Guy Debord sobre la "sociedad del espectáculo". Especialmente si agregamos la contribución de Absolut incorporando las bellas artes en la publicidad. Pero esto constituye un error de interpretación que yo mismo estuve cometiendo hasta empezar a pensar las cosas más seriamente para preparar esta charla. Hay que recordar además que ambos, Debord y Bürger escribieron sus textos bastante antes de la aparición de Absolut y Benetton. En la realidad, Benetton y Absolut están intentando llevar el arte al punto de dedicarse a sí mismo en lugar de tratar de otras cosas. Cuando Benetton toma a su cargo los grandes problemas de victimización social, está liberando al artista de los complejos de culpa que últimamente produjeron tanto arte denunciatorio. Ya no hace falta hacer "arte de víctima" y arte "políticamente correcto". Benetton, en los hechos, está proclamando y demostrando que la denuncia de los males sociales produce lucro.
Es claro que si uno fuera cínico, podría decir que con esto se está creando un nuevo mal social. Pero hay que reconocer que Benetton tiene más dinero para publicitar las cosas que cualquier artista comprometido políticamente y, al sacar las actividades misioneras de nuestras manos, nos permite enfocar en esa pureza que siempre anhelamos. Agregado al mecenazgo de Absolut, se logra así la libertad total del artista. La expresión plástica global a la que tenemos que aspirar consiste entonces en un arte-lite que pueda acomodar una botella de vodka, un arte que justamente está lo más alejado que sea posible de la vida. Me da pena por Debord, cuyos textos aprecio mucho. Los aprecio bastante más que los de Bürger, que es un pesado. En esencia se ha logrado un triunfo estético que colma los sueños del neo-conservadurismo y su economía neo-liberal.
La situación en que nos encontramos no cambia demasiado en lo que respecta a los procesos creativos. Los artistas, en el sentido disciplinario de la palabra, continuaremos en la misma tarea. Seguiremos tratando de conectar ideas en formas inusuales, aún cuando todo el proceso se produzca a un nivel un poco más banal y estéticamente placentero. No hay, en este panorama, demasiado peligro de que nuestras neurosis aumenten. Donde sí aparece una diferencia violenta es en la definición de lo que es un ciudadano, en las referencia de las cuales nos nutrimos, en los procesos de retroalimentación que nos ayudan a evolucionar en lo que hacemos y, finalmente, en la identificación del enemigo.
En cierto modo, la nueva estructura -asumiendo por el momento el éxito de la globalización- borra la presencia del enemigo. O, al menos, le borra la cara. Solamente nos queda una red de transacciones desclasificadas en los dos significados de la palabra: desclasificada por la identificación de clase evaporada y desclasificada por la categorización inasible. Es por eso que la voluntad para una resistencia -si es que todavía existe- carente de un blanco concreto al cual referirse, se transforma en una especie de malhumor generalizado. Es el malhumor de la enajenación que, en la ausencia de una lucha de clases, del enfrentamiento anti-colonialista o anti-imperialista, termina formalizándose en distintos fundamentalismos -ya sean éstos religiosos o étnicos- y/o en actos gratuitos.
Cuando en diciembre pasado un muchacho de 14 años fue y baleó a un grupo de compañeros religiosos que estaban en medio de una plegaria colectiva en Kentucky, expresó su enajenación matando a tres de ellos. Un par de días después el pastor luterano que asiste a su familia expresó la suya al llamar a una conferencia de prensa y comentar: "Estoy firmemente convencido que Michael Carneal es un cristiano. Sí, es un pecador, pero no es un ateo."(14)
Ya no es el gobierno nacional entreguista, la oligarquía local o los jerarcas identificables, cuya desaparición o sustitución corrige la situación. El poder deja de ser focal. El poder está distribuido en la misma red abstracta en la que se manejan las finanzas. Por lo tanto la respuesta, la resistencia, también deja de ser focal.
El artista queda con dos opciones posibles. Una es la de unirse a la corriente general definida por los ejemplos de Absolut y Benetton y hacer arte-lite o, por lo menos, un arte desprendido de una dinámica colectiva que pueda tener un impacto político. La otra es la de plegarse a la construcción de las identidades reaccionarias definidas por los fundamentalismos.
La victoria que dejó de existir
En el primer caso la retroalimentación está dada por la respuesta del mercado -c[omo circula la mercancía y qu[e retribuciones hay, ya sea en dinero, ya sea en invitaciones para dar charlas como ésta que estoy dando, ayudando a prestigiar al mercado como una actividad intelectual o pos-intelectual. La relativa frivolidad garantiza una libertad individual, si es que ésta es definida como la ausencia de molestias que merece todo buen ciudadano. En el segundo caso, la retroalimentación está dada por una audiencia más cercana, casi incestuosa y, quizás, más entusiasmada. Pero el fanatismo implícito en la formación de ese segmento de público limita cualquier posibilidad de apertura creativa. El artista pasa de ser un creador para convertirse en un vocero.
Mi generación, la que se formó intelectualmente en los momentos de la intervención de los EE.UU. en Guatemala, fue educada con la idea de que el arte es un arma de combate. Si bien algunos de mis colegas interpretaron esto bastante literalmente, la idea se basaba, en realidad, en la percepción de la subversión como una herramienta útil para refrescar a la sociedad. Subvertir una situación sirve para crear distancias con el status quo y, a su vez, permitir una revaluación y un cambio. Permite la introducción del sentido común y de la justicia en una situación anquilosada. El arte, para mi generación, era un buen instrumento de subversión. Pero había una premisa bajo la cual se operaba, y ésta consistía en que existía una comunidad o, por lo menos, que había a disposición un público potencialmente comunizable. Es para ese público que la subversión era una táctica viable. Había una posibilidad de victoria en la tarea emprendida.
Es ese público, cuya retroalimentación permitía calibrar lo que uno creaba, el público al que había que rendir cuentas, el cual fue o está siendo sustituido. La comunidad formada por los que beben la misma Coca-Cola, o la misma vodka, no tiene información para darnos ni exige nuestra responsabilidad. La comunidad formada alrededor de un fundamentalismo no tiene márgenes dentro de los cuales podemos movernos. La victoria a la que uno aspiraba, que al menos existía como construcción en una visión del mundo, dejó de existir. La historia globalista ya está reescribiendo los hechos y redefiniendo las cosas, sellando la desaparición de esa esperanza. El New York Times recientemente publicó una nota sobre la disminución del uso del idioma francés en el mundo. El artículo hablaba de una reunión que se organizó en Vietnam, a la que también asistió el presidente Chirac, para discutir el problema. Aparte de ironizar sobre lo que el autor percibe como una lucha fútil frente a la anglisación del globo, hay un comentario revelador con respecto a Vietnam como lugar de encuentro. La reunión, cito, "sorprendería a Ho Chi Min ( ) el líder comunista que sacrificó la vida de millones de sus compatriotas por la independencia (primero) del tutelaje francés y, luego, de la influencia estadounidense".(15) La reescritura que hace el periódico aquí, me apresuro a subrayar por las dudas, consiste en culpar al inválido en lugar del invasor. No serían los franceses o los norteamericanos los que mataron vietnamitas, fue el propio Ho Chi Min el culpable.
En lugar de victorias hoy quedan entonces, a lo sumo, unas micro-victorias estériles. Son pequeños triunfos que se reducen al éxito del acto desprovisto del éxito de la consecuencia. Hemos llegado así al fin de la época relativamente humanista de la subversión, para entrar en la época deshumanizada del terrorismo. Es la época donde la única adhesión está dada por la Coca-Cola, la cual, por lo tanto, no es pegajosa por casualidad.
Es la época donde corresponde la expresión de la rabia pura. En otras palabras, nos estamos quedando sin arte.
Y para terminar quiero citar aquí otra vez al gerente general de la Coca-Cola en algo que dijo después que yo ya había escrito todo esto. Debo aclarar que el señor Ivester no tuvo acceso a mi texto. Anunciando el patrocinio de las copas mundiales del 2002 y el 2006, dijo: "El fútbol es el juego del mundo, el campo común que conecta a gentes de distintas razas, orígenes y culturas alrededor del globo. La popularidad global del fútbol hace que éste corresponda perfectamente con la Coca-Cola."(16). El anuncio de prensa también informa que la primera vez que la Coca-Cola ofreció refrescos a los fanáticos del fútbol fue durante la primera Copa Mundial, en Uruguay, en 1930, un dato que me aclara muchas cosas.
Referencias 1. The New York Times, 13.1.96,
p. 35. |
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