Serie: Significancias (II)

Semiótica del excremento

Hilia Moreira

Hace un tiempo un amigo sufrió una operación tras la cual debió reaprender hábitos digestivos. El coraje con que abordó tal aprendizaje y la devoción de su compañera me hicieron pensar en el excremento como signo de amor. Desde entonces estudio simbolismos fecales. El VI Congreso Internacional de Semiótica, que se celebra en México en 1997 con el nombre de Semiótica, puente entre naturaleza y cultura, hace un aporte decisivo para tal trabajo.

En él se presentan ponencias como Molestias del alma, molestias del cuerpo, de Norval Baitello Junior. Según ese investigador, el desarrollo de la medicina psicosomática confirma la utilidad de la semiótica para revelar signos socioculturales que afectan la salud física. Actualmente, Baitello es asesor semiótico en un centro asistencial de San Pablo, donde se ocupa de intermediar entre pacientes avergonzados de sus enfermedades (impotencia, incontinencia de vejiga o intestino, etc.) y médicos tratantes.

El término asco tiene la misma raíz que el italiano àscher (usado en la zona de Reggio). La palabra àscher asocia repugnancia con opresión y angustia. Es así como muchos personas viven afecciones consideradas asquerosas por la sociedad. Lo que el semiólogo procura es resignificar la enfermedad. De ese modo, quien la padece modera la sobrecarga cultural de repulsa que puede llevar a la negativa de tratarse y, en casos extremos, a la muerte. La semiótica aparece como instrumento para recordar al individuo que el significado de sus actos, aun los orgánicos indeliberados, depende de una convención social. Si es necesario, dicha convención puede cambiarse.

Antes del asco

Mis estudiantes de semiótica se interesan: es vital dignificar aquellas enfermedades consideradas vergonzantes; el conocimiento de diversas culturas elastiza la idea de suciedad, causa frecuente de discriminación y racismo; arte y religión resignifican lo abyecto; pensar en lo cotidiano soterrado devela lo inaudito.

Así, Emiliano Vargas y Gonzalo López arman una performance. En medio del aula, una mesa tendida. En el centro, una tapa de water. Se exponen algunas funciones de las heces: hasta hoy, herboristas uruguayos hacen bebidas con bosta para combatir asma y cáncer. En India como en Uruguay, se usa leña de vaca para cocinar. En ciertas comunidades quechuas, el mayor signo de amistad es la invitación a defecar en común. Entretanto, en clase circulan vasos herméticos con excremento equino, canino y humano. Cuando la exposición termina, Vargas y López levantan la tapa del water y hunden brazos hasta el codo. Los sacan untados de materia marrón que ofrecen a los demás. Varios sienten hasta hedor. Pero alguien se atreve a probar: es chocolate. Terminamos comiendo en torno al inodoro. La convención pierde dureza. Analía Charbonnier y Paola Piani elaboran bolsas de modo que parezcan intestinos. Las llenan de pintura marrón, colgándolas en medio del aula. Vestidas de blanco intachable, ponen una tela nívea bajo esas imágenes de tripa. Mientras, señalan simbolismos del excremento. Recuerdan el término xora que, en griego, significa espacio, sitio, región. Platón designa con ese nombre una zona incierta, latente. Julia Kristeva acuña la designación para semiótica y psicoanálisis. Habla de la xora como de un espacio materno con lo que el mismo connota de curar, limpiar, atravesar lo abyecto sin repugnancia. De pie sobre el paño, Analía y Paola cortan las bolsas, bañándose en sustancia marrón. En la tela se forma un charco donde se tienden. Lo puro no está en lo limpio sino en aceptar mancharse para cuidar y dar sentido. Relativizar normas y convenciones ayuda a mejor observar y experimentar, aumentando así la aptitud de inventar, intuir, amar.

 

¿Lo abyecto como valor estético?

Inmemorialmente, el arte representa el mundo sin ocultar sus aspectos oscuros. Pero, en los casos de algunos artistas contemporáneos (como la uruguaya Lacy Duarte), hay un rechazo del signo en tanto que algo que se pone en lugar de otra cosa. Trazo y pintura, aun si representan lo inmundo, contribuyen a separación, ilusión, sublimación. En cambio, aquí se impone el deseo de hacer presente lo biológico como tal: la tela se trabaja con lodo, bosta, sangre. Es un arte que parece dirigirse, no a emociones o a inteligencia, sino al propio cuerpo del otro, produciendo (como en el caso de la croata Marina Abramovich, que elabora podredumbre) escalofrío, piel de gallina, náusea.

¿Hasta qué punto tales respuestas orgánicas se relacionan con el proceso cultural de la significación? Más aún: ¿puede lo abyecto, que la sociedad considera como su contrario, ser exhibido como significante cultural? Parecería que, para que una sociedad pueda constituirse, sus integrantes deben convenir lo que la misma asimila y lo que deja fuera, al precio de transformarse en caos. Pero, por debajo o a través de las normas y valores que esa comunidad se atribuye, lo apartado permanece y busca fisuras a través de las cuales emerger.

Lo abyecto irrenunciable

Kristeva define lo abyecto como lo que perturba identidad, sistema, orden: suciedad o excremento en medio de galería o museo. Ubicado en el centro de un espacio cultural, constituye la cosa misma que hay que ocultar o alejar para ser miembro de esa propia cultura. El planteamiento de una estética de la abyección hace que lo cultural se vuelva ambiguo, desconcertante. ¿Por qué, entonces, de forma sostenida, llama a muchos de nosotros, nos magnetiza, nos promete un secreto mensaje?

Originariamente, no hay abyección: nada que alejar de sí. El niño entrega sus heces a la madre, quien celebra el buen funcionamiento del pequeño organismo. Luego lo lava, acariciándolo y produciéndole sensaciones de placer, protección y cariño. Ninguna prohibición separa los dos cuerpos amantes. Todo se toca, palpa, festeja. Durante esa primera fase, excremento, salpicadura, vómito no significan inmundicia. Madre e hijo son libres, también, porque ambos aun forman uno, seguridad total, pleno deleite, risas y sonidos que expresan las delicias, sin definición posible, del amor.

Pero, lentamente, el sujeto inicia su proceso de individuación, sin el cual no hay ingreso a la cultura. De lo natural y festivo emerge lo abyecto: aquello que el sujeto, que aun no se ha constituido como tal, debe arrojar de sí para volverse "yo". El niño también aprende esa experiencia de su madre. Ella le indica lo que es sucio, lo que debe mantenerse apartado. Sin embargo, la madre misma es alguien a quien el niño tiene que apartar de modo creciente durante su proceso de socialización. De ese modo, abyectar es distanciarse no sólo de sustancias y acciones, sino de modos de relacionamiento afectivo. Tal distancia constituye una condición para formar la propia identidad sexual, psicológica y social. Pero, al precio de semejante alejamiento ¿la identidad de un individuo puede mantenerse constante, definitiva?

Lo abyecto, íntimamente relacionado con lo que Freud llama unheimlich (no hogareño), es lo que otrora fue hogareño, familiar en un tiempo remoto. Para unos más que para otros, el impulso de volver al goce total del cuerpo, al hundimiento en la profundidad materna, a la indiferenciación, puede rasgar el código social. Las prohibiciones que limitan sexo, comida y excreción no necesariamente se asumen para siempre. En algunos casos se mantendrán automatizadas. En otros estallarán con dramatismo menor o mayor. Así, ciertos procesos biológicos son designados como repulsivos y ocultados por la sociedad. Pero los mismos, en grados que van de lo intenso a lo imperceptible, continúan llamándonos.

El arte, literatura, ritual religioso se hacen cargo de las transgresiones. Más aún: junto con el amor, los espacios estéticos y sagrados son los únicos paisajes capaces de recibir y ordenar la abyección transformándola, de caos que destruye, en lenguaje que pueda compartirse, ayudar a crecer y ampliar horizontes vitales. A su vez, las experiencias religiosas y estéticas pasan por lo abominable. Se encargan de atribuir códigos, una liturgia a los momentos de lo obsceno (lo que está en escena indebidamente), lo sublime (lo que se levanta) y de éxtasis (lo que está fuera de sí) en la vida de individuo y comunidad. Enfrentados a situaciones extremas (muerte, dolor, enfermedad, pasión) o cara a cara con la inmensidad que nos circunda, arte y religión en un sentido amplio, ofrecen canales para que eso que nos invade o se suelta en nosotros, no se desmande arrastrándonos.

Así, el proceso de abyección hace parte de los logros de la madurez, cuando la persona se torna capaz de enfrentar corporalidad, pasión, angustia y fantasía, bucear en esos abismos y alzarse con un entramado cultural, sea arte o fe. Relacionado con manejar prohibiciones y desatar convenciones, el poder de arrostrar y conferir signos a lo que emerge como irrepresentable, constituye un tramo capital en la vía de crecimiento y liberación, no sólo de un individuo sino de una cultura.

La noche depresiva

Karl Abraham diferencia dos fases en la etapa anal. En la primera, el erotismo va ligado a evacuación y pulsión sádica: a la destrucción del objeto. En la segunda, a control posesivo. Lo deseado es tener en una cavidad del cuerpo al ser amado hasta lo despótico. El sadismo, por su naturaleza bipolar, apunta a destruir al objeto y a conservarlo dominándolo. Encuentra su principal correspondencia en el funcionamiento del esfínter anal (evacuación - retención). En esa fase se unen, en la actividad de defecación, los valores simbólicos de don y rechazo. ¿Qué es lo que el sujeto quisiera devorar para mejor encerrarlo dentro de sí? Lacan habla de la Cosa: falta, ausencia, desgarramiento que es parte constitutiva del sujeto parlante. En su libro Sol negro: depresión y melancolía, Kristeva vuelve a esa imagen de la Cosa, que identifica con la madre inicial, perdida real o simbólicamente, en la edad adulta. Tal imagen reaparece cuando surge angustia o fracaso intenso. La Cosa puede ser también cualquier persona que, en la fascinación amorosa, tome el lugar inconciente del primer amor. El sufriente quisiera destruir semejante ser para poseerlo definitivamente.

El depresivo ama a una madre que nunca se convirtió en persona diferenciada y permanece en él como impenetrable tristeza. Así, su afecto suele simbolizarse en su materia. En la tensión de músculos y piel, experimenta a la vez posesión y pertenencia la amada innombrable. Descuido, mugre, excreciones guardan la marca de ese ser, tan amante como para cuidar y limpiar. Tan querido como para provocar yacimiento y desidia en aquél de quien se aleja. Esa madre es a la vez inmaculada (perfecta) y sucia (capaz de asumir la suciedad del hijo). El doliente no logra significar sus umbrales (boca, ano) como fronteras que lo hagan autónomo de quien cuida. Al contrario, esos umbrales suelen constituir un beneficio secundario: es línea que, en vez de separar, fusiona con la imagen amada. A través de una actitud inerme, que va desde desprolijidad y desorden hasta extremos como descontrol de los esfínteres, se exige ayuda. Las excreciones desordenadas simbolizan el deseo de soldarse a la madre igual que un bebé. Así, la depresión suele ser caída que lleva a lo ignominioso. El mundo se totaliza en residuo, excremento, nada.

Depresión y oro

Kristeva sostiene que psicofármacos o electroshocks pueden mejorar el grado de excitación nerviosa. Pero tales métodos no tienen por mira el problema de cómo resignificar el primer amor. Del mismo modo, Freud y sus discípulos ortodoxos mantienen silencio sobre la función artística, en tanto ésta subvierte significados fijos que la sociedad impone, liberando así al sujeto de una identidad endurecida, para ponerlo en proceso, marcha, dinamismo, como en los tiempos en que era uno e infinito en brazos de la madre. El psicoanálisis tradicional, señala Kristeva, no toca la experiencia del sujeto que desata lo normal, social, racional, para disolverse en lo dionisíaco a través del acto llamado estético. Sin embargo, la obra de arte suele abrir senderos de reparación. A tal resultado se llega construyendo nuevas figuras del lenguaje, creativas exploraciones con forma, color, sonido, textura, que signifiquen el dolor, transformándolo. Se arriba reestructurando el relato de la propia angustia, desplazándolo o condensándolo en personajes inventados, dejando libre la imaginación. La repetición de sonidos, el desvío de la sintaxis, el como si… propio de la metáfora, el al costado de… característico de la metonimia, el más allá… donde reina la paradoja, despliegan una playa en la cual se puede sobrevivir. A veces, renacer.

Al atribuir potencial simbólico a tal extremo de sufrimiento psíquico, el psicoanálisis kristeviano permite al doliente buscar otros signos para trabajar a través y traspasar así su sufrimiento. Si eso se logra, puede conducir a una eudoxa o norma mejor. Quien es capaz de llegar a un lugar después de tan larga expedición por la escoria, encontrará un paraje más rico que el que conocen los que jamás emprendieron tan penoso viaje, más pleno que aquél que el propio individuo conocía con anterioridad al dolor. A semejanza de místicos y alquimistas, la teoría psicoanalítica de Kristeva sostiene que el excremento puede transubstanciarse en oro y luz.

Excremento y oro

Se piensa que la alquimia se origina en Egipto. La cultivan indios, chinos, griegos, judíos y árabes. Más tarde, se incorporan elementos de diversas tradiciones, entre ellas la mística cristiana. Desde el siglo XX, ilusionado con capital, ciencia y tecnología, la alquimia se considera, en general, una pseudociencia. Su único valor radicaría en las contribuciones que sus practicantes hacen a la química. Su objeto sería transformar metales comunes en oro.

Sin embargo, la función de las operaciones alquímicas es animar la recóndita vitalidad de la psique, facilitando así proyecciones anímicas en los procesos materiales, para experimentarlos como símbolos y construir con ellos una teoría de alma y universo. Para los alquimistas, el oro significa iluminación. De ahí su máxima: Nuestro oro no es el de la gente común. La busca de quien se concentra únicamente en proceso químico, científico, tecnológico, fracasa. Si el móvil es ganancia, sólo se cosecha humo.

La primera fase de ese proceso de iluminación se conoce como nigredo: negro de los negros. Ese negro profundo tiene diversos significados simultáneos. Representa la escoria cotidiana que se unta en nuestro interior, menuda grava de castigos que infligimos a quienes amamos, mezquindades, indiferencias y omisiones. Como la fórmula alquímica se basa en escrutar la inmundicia que yace en la propia alma, el sujeto tiene que admitir que es un ser enlodado, sujeto de ruindad. Así, el proceso mistérico de la alquimia tiene gran semejanza con el místico de Juan de la Cruz quien, en el Segundo Libro de la Noche Oscura habla del alma que, en la búsqueda de Dios, es comparable a un madero que va echando fuera todas sus máculas, hasta tornarse negro, podrido, fétido,

El negro significa, además, la renuncia, teñida de duelo, a la satisfacción de orgullos y sueños que familia y sociedad trasmiten. A menudo, a esa abdicación sigue una indiferencia tal que pulcritud y mugre se hacen indistintas. La negrura es símbolo de ruina: sentimiento angustioso de la propia desintegración en polvo que ondea en la oscuridad. Los alquimistas dan a esa experiencia los nombres de muerte, infierno, tártaro, tinieblas, noche, tumba, melancolía, sol eclipsado o eclipse de sol y luna. La designan también con todos los términos que expresan podredumbre, hedor, excremento. Es esa materia la que proporciona el tema para tantas alegorías sobre crecimiento y sabiduría. Así, excremento y obtención de oro son extremos de una misma obra de transmutación. El oro está incluido en el excremento. En su copla Tras un amoroso lance, dice Juan: "…tanto más bajo y rendido/ Y abatido me hallaba,/ Dije: ¡no habrá quién alcance! /Y abatime tanto, tanto, / que fui tan alto, tan alto/ que le di a la caza alcance". La caza metaforiza la unión con Dios, que sólo se alcanza tras soterrado abatimiento. O, en términos de alquimia, únicamente desde la sepultura de la nigredo el individuo se eleva hasta llegar a la unión de los principios activo y pasivo. El oro reluce. En Llama de amor viva, Juan, extático, anuncia: Matando, muerte en vida la has trocado. Un antiguo alquimista árabe, Morienus, afirma que, como el excremento, el oro se extrae de la persona. Y agrega: Si reconoces esto, el amor y la aprobación del oro crecerá dentro de ti. Haz de saber que esto es verdad sin duda alguna.

El intestino de los gigantes

En nuestra infancia, generalmente pensamos que salimos del ano de nuestra madre, equiparables a un montoncito de caca y, en general, eso no nos produce asco alguno. Acaso por tal motivo, en algunas sociedades, el instrumento básico de la cultura emerja de los intestinos de alguien.

Kalevala: tierra de gigantes. Ese es el nombre de la cosmogonía finlandesa. A diferencia de otros génesis, que muestran al primer hombre enmarañado en culpa o caliente por batalla, Vaino, el primer hombre de Kalevala, es poeta. Kalevala describe su poesía, que crea las cosas del mundo. Con ella, Vaino detiene hemorragias, calma dolores, fabrica instrumentos de música y talismanes, encanta perros, aparta serpientes y las tranquiliza, invoca protección para ganado, contra osos y para parturientas, atrae fortuna sobre remero, curandero y jugador. Pero cuando Vaino va a construir su nave, se le rompe el trineo de las voces, el carro de las palabras. Un pastor le descubre dónde encontrar los versos ignorados: en los intestinos del gigante Vipunen. A la poesía se llega mediante una travesía hasta el fondo del cuerpo y su materia. El poeta, que previamente se ha construido una precaria nave, boga de un intestino al otro, avanza hasta el fondo de cada sinuosidad, explora en los recodos y roe el ombligo del gigante hasta que Vipunen abrió el cofre de sus palabras para cantar sortilegios del principio que no canta cualquier hombre, que no entiende cualquier héroe. La poesía es también misterio, privilegio. Se puede comprar un libro, no su deleite. Se puede estudiar un canto, no su verdad. El aprendizaje obligatorio de la poesía, dice Borges en Siete noches, es un absurdo: tanto valdría hablar de felicidad obligatoria.

Vipunen abre de nuevo sus encías y Vaino salta fuera del vientre del cantor mágico. Entre sus excrementos halló millares de sortilegios El bardo se dirige al astillero, enuncia la palabra poética y hace nacer la nave sin virutas ni herramientas. Cuando ha traspasado cuerpo e inmundicia, el artista se transforma en constructor del mundo. Aproximadamente mil años después, Shelley, el mayor poeta inglés, afirma: los Poetas son los fundadores de la sociedad y los inventores del arte de la vida.

Lo simbólico y lo semiótico

Así, el significado recóndito, mistérico, vital, de la poesía se constituye en el punto mismo de encuentro entre lo simbólico (entendido en el sentido kristeviano de social, comprensible, comunicable) y lo que Kristeva llama xora o lo semiótico mismo. Eso, lo que subyace bajo toda significación, cercano a lo materno inicial, a lo orgánico, a lo untado de excremento y, a la vez, abierto a lo infinito. En consecuencia, la poesía no puede confundirse nunca con esfuerzo intelectual, que es tarea cultural propiamente dicha. Poesía es bisagra entre cuerpo, sensualidad, arrobamiento, éxtasis que va más allá de lo orgánico, y cultura como organización y producto de la sociedad.

La función mediadora del poeta se manifiesta especialmente en las antiguas cosmogonías. Allí un héroe o un dios vuelve envuelto en sombras infernales, manchado de heces, a veces mutilado, sacrificado (sacrum fieri: hecho sagrado). Así, favorece al grupo humano que permaneció, sin riesgo, en el interior de la norma. Con su descenso a negrura, intestino, cloaca, trae nuevos conocimientos a su propia comunidad, contribuyendo a la evolución simbólica, social de ella. Sin embargo, sus sortilegios provienen de lo semiótico, soterrado, inicial, ilimitado. Sus fórmulas encantatorias reactivan lo que lógica y sintaxis reprimen: ritmo, melodía, repetición presimbólica. Renovando la ley que rige la estructura social o colmando sus carencias, la poesía apela a una coherencia profunda de la comunidad: a una xora, a un tesoro maternal, recóndito y experimentado como común.

Hoy nos desconcierta la naturaleza de la poesía que Vaino busca. La armonía entre lo semiótico (hondo, primordial, oculta riqueza de todos) y lo simbólico (social, convencional e impuesto) se mantuvo (aunque con muchas dificultades) hasta el romanticismo, con su noción de poeta heroico. En las sociedades actuales, tal armonía se resquebraja ante una experiencia significante que se torna más y más estandardisada. La expresión poética genuina tiende a ser solitaria porque perturba un orden social cada vez menos relacionado con esa xora. Por eso, la productividad poética suele ser percibida como patología, locura. Sin embargo, a veces logra poner a la sociedad (o a sectores de ella) en estado de fugaz contacto con lo innominable, dignificándolo todo, aun lo considerado ignominioso.

Referencias

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Este fragmento pertenece a la obra Antes del asco. Excremento, naturaleza y cultura, de Hilia Moreira, Trilce, Montevideo, 1998.

 

Significancias

Artículos publicados en esta serie:

(I) Arte, cultura y naturaleza (Ernestine Daubner, Nº 167)

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