De lo que no se habla:

Un politicidio en el siglo XX

Hebert Gatto

En la hora del balance los resultados aparecen desmesurados, aterradores, y por encima de todo incomprensibles. Como si sólo intentar imaginar o dar razones de ese cúmulo de vidas absurdamente truncadas supusiera una tarea inabarcable, obligadamente condenada al fracaso. Tanta es la sangre gratuitamente derramada.

La inmensidad misma de los crímenes proporciona a los asesinos que proclaman su inocencia con grandes mentiras, la seguridad de tener más credibilidad que sus víctimas que dicen la verdad.

Hannah Arendt

El inventario, el minucioso ejercicio de contabilizar las víctimas del comunismo en cuatro continentes realizado por los autores del Libro Negro del Comunismo (1) sorprende por la laboriosidad de sus cálculos, el esmerado cotejo de archivos reticentes, el rescate de una memoria evanescente.

Observemos las cifras:

-U.R.S.S, veinte millones de muertos.

-China, sesenta y cinco millones de muertos.

-Vietnam, un millón de muertos.

-Corea del Norte, dos millones de muertos.

-Camboya, dos millones de muertos.

-Europa Oriental, ciento cincuenta mil muertos.

-Africa, un millón setecientos mil muertos.

-Afganistán, un millón quinientos mil muertos.

Veinte millones de personas asesinadas o dejadas deliberadamente morir de hambre por el estado soviético en un período no mayor de treinta años. Ochenta millones victimadas en aproximadamente el mismo lapso entre la China de Mao y los restantes gobiernos de impronta leninista. Decenas de millones detenidas, torturadas, vejadas, muertas por hambre y por frío en campos de concentración dignos del infierno. Incontables desapariciones, terror estatal, represión indiscriminada. Tal el legado, la increible herencia aún abierta del "comunismo real" en materia de derechos. Un macabro balance prolijamente rehecho en esta obra que nos acerca, aunque cueste decirlo de este modo, al mayor genocidio de la historia humana.

El Libro Negro del Comunismo-Crímenes, Terror y Represión, (Madrid, Barcelona, Planeta-España, 1998), es una obra escrita por los especialistas Stephane Courtois, Nicolás Werth, Jean Louis Panné, Andrzej Paczkowski, Karel Bartosek y Jean Louis Margolin y la colaboración de Remi Kauffer, Pierre Rigouot, Pascal Fontaine, Ives Santamaría y Sylvain Boulouque y dedicada a François Furet, a quien la muerte impidió redactar su prefacio. Quienes la escriben no son ni desconocidos ni manidos reaccionarios. Son historiadores reputados, varios de ellos miembros del Comité Nationale de la Recherche Scientifique francesa, o como en el caso de Paczowski, integrante de la Academia Polaca de Ciencias. Colaboradores de publicaciones como la revista "Communisme" o la "Nouvelle Alternative". Incluso algunos conectados en su pasado con el entorno del comunismo, que escriben sobre el tema "precisamente porque permanecen anclados en la izquierda" y precisamente por ello "tienen que reflexionar sobre las razones de su ceguera", sin "dejar a una extrema derecha cada vez más presente el privilegio de decir la verdad".

LA MUERTE ORDENADA

Las cifras se revelan más aterradoras, si cabe, cuando se las contextualiza. Alrededor de un veinticinco por ciento de la población total asesinada en un lapso de tres años, en el paroxismo camboyano. Un régimen cuya primera medida al acceder al poder fue expulsar a los habitantes de las ciudades, deportarlos a pie hacia los campos en marchas extenuantes, suprimir la moneda, sospechar de los libros -de todos ellos- y en el extremo, matar a sus lectores.

Más del diez por ciento de la población de Corea del Norte victimada entre los internamientos en prisiones, las purgas repetidas -de 22 miembros del primer gobierno comunista 16 fueron ejecutados- y el hambre, un hambre atroz que aún hoy amenaza con exterminar a millones.

Decenas de miles de muertos durante el terror rojo de 1918, directamente dirigido por Lenin, con un fanatismo que ninguna guerra justifica. Más de seis millones de víctimas en la "gran hambre" de 1932/33 en la Unión Soviética, mayoritariamente en Ucrania, como consecuencia de los proyectos de colectivización forzosa de los campos y como vía para suprimir el nacionalismo ucraniano, mientras el estado soviético exportaba más trigo y manteca que en toda su historia anterior.

Los detalles de esta muerte ordenada sobrecogen por su malignidad, aunque a su escala, luego se repiten amplificados en la China "del gran salto adelante" de Mao. Vale repasarlos: a lo largo del invierno de 1932 los pueblos privados de todos los medios de subsistencia y exigidos por el poder central a entregar todas sus cosechas, se quedan sin habitantes. El robo de unos granos de trigo -delito grave contra la "propiedad socialista"- es sancionado por ley especial con la deportación o la muerte. Miles de campesinos famélicos son ejecutados por brigadas móviles enviadas desde Moscú por el crimen de querer alimentarse. "Los campesinos -escribe I.Ternon- hurgan en el suelo a la búsqueda de raíces, comen la corteza de los árboles y las suelas de los zapatos. Se dan casos de canibalismo: es el precio de todas las grandes hambrunas... Los campesinos ucranianos mueren de hambre al lado de silos custodiados por la tropa... En Mayo de 1933 Ucrania deja de ser una entidad nacional". (Las cifras aquí mencionadas son conservadoras. Los historiadores ucranianos, como es el caso de Merl, que integran la hambruna dentro de un proceso más amplio de "genocidio total del pueblo ucraniano" iniciado por las ofensivas desde 1929 contra la intelligentsia, hablan de cifras mayores. A. Blum en "Naitre, vivre et mourir en URSS, 1917/1991, París, Plon, 1994, habla de más de seis millones de muertos. Lo mismo refieren las fuentes italianas de la época. (De todos modos el debate está abierto.)

Más tarde, con el estalinismo ya consolidado, alrededor de un millón de seres ejecutados en "el gran terror" de los años 1936/38, entre ellos la mayor parte de la dirigencia del mismísimo partido comunista -la que hizo la revolución- y el grueso de la oficialidad del ejército rojo, a la cabeza el "héroe" Tujachevsky, primer Mariscal de la URSS. Centenas de miles de campesinos ejecutados o dejados morir de inanición a partir de 1928 en el llamado proceso de "deskulakización", que como lo caracterizaba Bujarin, también ajusticiado en 1937, suponía "la explotación militar feudal" del campesinado. De 1939 en adelante deportaciones masivas y muerte generalizada de polacos orientales, alemanes -1.400.000 en 1939- chechenos, tártaros, calmucos, ingushes, karachais y balkares. Poco más tarde en medio de la "gran guerra patria" operaciones destinadas a "limpiar" Crimea y el Cáucaso de nacionalidades juzgadas "dudosas": griegos, búlgaros, armenios, turcos mesjetas, kurdos y jemchines del Cáucaso. Finalizada la contienda, millones de soviéticos, entre soldados prisioneros -de un total de cinco millones de antiguos combatientes, más de tres millones fueron asesinados por los nazis- y población deportada a Alemania como mano de obra esclava, regresaron a la madre patria. Decenas de miles fueron inmediatamente ejecutados como sospechosos y más de un veinte por ciento de los restantes -nos referimos a ochocientos mil seres humanos- fueron enviados al Gulag o a "batallones de reconstrucción" (léase batallones disciplinarios) en el ejército. Por último, para no dejar atrás al nazismo, un antisemitismo rampante que la muerte de Stalin detiene, justo cuando se desataba la represión, ya principiada con la detención de los médicos judíos del Kremlin.

Por supuesto las cifras no mejoran si nos volvemos hacia la China del "Gran Timonel". La China de los aforismos, el Libro Rojo y la reflexividad de Confucio. La misma que había creado el mito, tan difundido en el mundo, de que si bien no era una democracia, al menos alimentaba dignamente a su población. Nada más falso. Mao fue el responsable, con el "gran salto adelante" de fines de 1958 -el infaltable capítulo de las guerras campesinas de cada uno de los regímenes comunistas- de la mayor hambruna de la historia de esa nación y de todas las naciones.

"Tres años de esfuerzo y luego mil años de felicidad", era lo que se pedía a los campesinos obligados a agruparse en gigantescas unidades de miles e incluso de decenas de miles de familias donde todo se volvía común, desde el hambre hasta las crianzas de los hijos. Los muertos, en medio de la debacle de la agricultura -se dejan de trabajar millones de hectáreas- y sin ayuda del centro ni la mínima importación de alimentos, ascienden de un mínimo de veinte millones -cifra prácticamente aceptada por las actuales autoridades chinas- a un máximo de cuarenta y tres millones para algunas fuentes occidentales. Para el conjunto del país, la mortalidad salta del once por mil en mil novecientos cincuenta y siete al quince en mil novecientos cincuenta y nueve y al veintinueve por mil en mil novecientos sesenta.

Una cifra que hace empalidecer el millón de muertos de la posterior "Revolución Cultural" liderada contra sus pares y los intelectuales por el propio Mao, o el genocidio Tibetano, calculado aproximadamente en ochocientas mil víctimas, sobre una población total inferior a los cinco millones. El listado de ignominias continúa sin solución de continuidad con los asesinatos masivos en la Corea de la dinastía Kim o en el Viet Nam del "Tío Ho", que sin embargo, vaya ironía, debió intervenir en Camboya para detener la matanza de dos millones de camboyanos por el Angkar del Pol Pot.

Junto a las ejecuciones directas, o indirectas por hambre, un superpoblado universo concentracionario -el mundo de los excomulgados- se instaló desde las estepas del Norte de Rusia, hasta las selvas del sudeste asiático. Un "archipiélago" con sus islas -como se le llamó en su origen soviético- donde el destino era el trabajo esclavo realizado por muertos-vivos con un promedio de sobrevivencia que en los campos rusos del Norte apenas superaba los dos o tres años. Una media que no mejoró en el "laogai" chino del "gran timonel", en la Corea de Kim o en el infierno camboyano, pero que comenzó tempranamente en la patria de Lenin.

VIVIR Y MORIR

En Enero de 1935 el Gulag soviético, gigantescos conjuntos de prisiones especializadas en obras específicas, reagrupaba a más de 965.000 detenidos. El sistema se componía del conjunto de campos de las islas Solovky (un eufemismo para denotar su aislamiento), los de Svisrlag, los de Temnikovo, el complejo Oujpechlag, los combinados químicos de Dolikamsk y Berzniki, los de Siberia occidental y Karaganda, los de Dmitlag (encargado en 1963 de la construcción del canal Báltico-Mar Blanco, el BAM con el objetivo de extender el transiberiano hasta el Amur), así como los campos encargados de la producción de oro, donde se encontraba la Kolymá, símbolo por excelencia del Gulag. Un gigantesco conjunto de prisiones en su mayor parte por encima del círculo polar ártico, donde sólo se suspendía el trabajo cuando la temperatura descendía por debajo de los cincuenta grados.

En la segunda mitad de los años treinta la población del Gulag se duplicó pasando de los 965.000 internados a 1.930.000 a inicios de 1941. Sólo en 1937, en medio de las grandes "purgas" aumentó en 700.000 personas. Con lo que se estima en función de la rotación y las muertes, una cifra acumulada de entrada en los campos y colonias de siete millones de personas entre 1934 y 1941. Entre los cuales no todos eran detenidos políticos en sentido estricto, más de dos tercios de ellos respondían por delitos tan particulares como: dilapidación de la propiedad socialista, robo de cosecha, infracción de la ley de salvoconductos, especulación, abandono del puesto de trabajo, sabotaje o no realización del número mínimo de horas de trabajo en los koljozes.

Tal como surge de los archivos soviéticos, recientemente conocidos, a inicios de la década de los cincuenta, el sistema concentracionario alcanzó su plenitud. Nunca hubo ni probablemente habrá tantos detenidos como en los últimos y terribles años del estalinismo. A inicios de 1953 el sistema contaba con cinco millones y medio de detenidos entre sus establecimientos centrales y los colonos especiales esparcidos en campos periféricos. Los primeros, alrededor de la mitad de ellos, se agrupaban en aproximadamente 500 "colonias de trabajo" presentes en cada región y con una media en cada caso de entre l.000 a 3.000 detenidos; en sesenta grandes complejos penitenciarios, los "campos de trabajo" en regiones septentrionales y orientales del país. Y en quince "campos de régimen especial", de los que poco salían vivos y donde se alojaban detenidos políticos especialmente peligrosos para el régimen, con alrededor de 200.000 personas.

Para considerar, o más bien para vivenciar, las condiciones de vida y de muerte en este universo concentracionario, que en cierto momento constituyó una formidable y aparentemente rentable organización de trabajo esclavo, más que el Libro Negro del Comunismo, es pertinente leer al Solzhenitsyn del "Archipiélago Gulag", a Shalamov sobre Kolymá o a Bukokvsky sobre el fin del período. Hambre permanente, frío, agotamiento, enfermedad, desesperación permanente y la muerte omnipresente, en los compañeros, en los conocidos y en los desconocidos que como fantasmas se hacinaban en los campos. Miedo y muerte. Muerte con porcentaje que cuadruplicaban el de la población ordinaria. Miedo que quiebra a hombres y mujeres al grado de la brutalización.

Con la desaparición de Stalin el sistema colapsó, aunque no desapareció. E incluso bajo Breshnev tuvo un nuevo y último desarrollo. Tres semanas después de la muerte del "padrecito" el mismísimo Beria decretó una amnistía que alcanzaba a un millón doscientos mil detenidos. El Gulag ya no era manejable ni rentable. Sólo el terror más crudo lo hacía operativo, sin el "magister ludi" su mantenimiento ya no era posible. Por unos meses, hasta su ejecución, Beria se constituyó en el artífice del aflojamiento. Más tarde la represión o su recuerdo, se mantuvo en cuarto menguante, pero sin desaparecer totalmente. Del totalitarismo se pasó al estado policial, que veló los últimos veinticinco años de la "gran revolución proletariada".

Nada diferente ocurrió en el subcontinente chino. Sólo que todo se multiplica por su escala poblacional. Más de un millar de campos de trabajo de gran tamaño, miles de centros de detención.

Los principales lugares de internamiento pasan, por un extraño eufemismo, a ser empresas públicas. Para entender el universo concentracionario es necesario saber que la "tintorería industrial de Jingzhu" no es otra cosa que la prisión Nº 3 de la provincia de Hubei, o que la "granja de té de Yingde" corresponde a la unidad de reeducación por el trabajo Nº 7 de la provincia de Guangdong."(3).

En China, como en Camboya o en Corea oficialmente no hay prisiones, aunque los hombres sean hacinados tras muros o alambradas electrificadas y condenados a trabajos de catorce horas diarias sin remuneración. Sólo se reeduca por el trabajo. Pero el preso debe ser antes doblegado. El reconocimiento de sus crímenes es la condición previa para la rehabilitación. Sin sumisión, sin quebrar los restos de dignidad y rebeldía que anidan en todo ser humano, la cárcel -en la que continuará luego de la confesión- no ha cumplido sus objetivos. Por eso "es imperativo establecer los cuatro principios educativos de base para llevar las ideas políticas del criminal por la buena dirección: el marxismo leninismo, la fe en el maoismo, la fe en el socialismo y la fé en el Partido Comunista y la dictadura democrática del pueblo" (4). Una pancarta preside la oficina de interrogatorios "Indulgencia con los que confiesan; severidad con los que resisten; redención para los que consiguen méritos, recompensas para los que hacen grandes méritos".

En términos parecidos la consigna se repite en Corea, en Laos, en Camboya. Ya en 1929, refiere Shalamov, una cita de Stalin figuraba a la entrada de cada sección de un campo de las Solvki: "El trabajo es una cuestión de honor, de gloria, de valor y de heroísmo". Una inscripción muy parecida a la que aún hoy, cuidadosamente conservada, corona la entrada de Auschwitz I: "El trabajo libera".

Según el Libro Negro, el que cita a Harry Wu (5), cincuenta millones de personas hasta mediados de los ochenta han probado las delicias reeducativas del laogai. Por su parte de acuerdo a Jeam Luc Domenach (6) una veintena de millones de chinos habrían muerto encarcelados, cuatro de ellos en el período del "gran salto".

Las situación no es mejor en Corea del Norte, donde se estima que el número total de detenidos en campos de concentración, no en prisiones ordinarias, es del orden de 200.000 seres humanos, con un porcentaje anual de fallecimientos superior al dieciocho por ciento. Se calcula que no menos de un millón y medio de personas han fallecido desde 1953 hasta la fecha en las mazmorras de los Kim (7). En Viet-Nam, sin hacer caudal del martirio de las centenas de miles de "boat people", la coyuntura carcelaria recuerda las condiciones de las detenciones en la época de Mao, pero agravadas en lo que se refiere al hacinamiento, las condiciones sanitarias, la violencia de castigos a veces mortales y la lentitud de la instrucción. Por primera vez en 1986 el país sancionó un Código Penal, algo que China había provisto en fecha tan tardía como 1979.

No es necesario abundar en lo que ha sido el martirio del pueblo camboyano. Baste con decir que han muerto asesinados alrededor de uno de cada cuatro habitantes de esa nación y que quienes más han denunciado este hecho son los propios comunistas vietnamitas.

Este colosal "politicidio" -el neologismo es obligado- acompañado de un no menos gigantesco genocidio -reiterado exterminio de minorías nacionales- fue el más grande de este siglo de desmesuras y de la historia de la humanidad en su conjunto. Un hecho que asombra por su barbarie pero que sin embargo, pese a los silencios y a las complicidades que lo han rodeado, hoy no admite dudas.

(La Convención de las Naciones Unidas, del 9 de Diciembre de 1948 en su artículo 6 literal c, define al genocidio: Se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, cometidos con la intención de destruir en todo o en parte a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal: a) asesinatos de miembros del grupo, b) atentado grave contra la integridad física o mental de los miembros del grupo, c) sumisión intencionada del grupo a condiciones de existencia que deben acarrear su destrucción física total o parcial, d) medidas que pretendan estorbar los nacimientos en el seno del grupo, e) traslados forzados de niños del grupo a otro grupo. Actualmente, como hace por ejemplo el Código Penal Francés de 1992 se tiende a definir al genocidio como la "ejecución de un plan concertado que tiende a la destrucción total o parcial de un grupo nacional, étnico, racial o religioso, o de un grupo determinado a partir de cualquier otro criterio arbitrario." Con lo cual lo que en el texto caracterizamos con el neologismo "politicidio" -extinción de un grupo por razones políticas o sociales- queda abarcado por la más amplia definición de genocidio.)

¿Qué explica tanta muerte gratuita en esta modernidad tardía que fue el siglo XX? Y ¿qué justifica su ocultamiento, antes, durante y después? ¿Cómo aceptar que por decenios se haya visto al comunismo como una esperanza de liberación, cuando en los hechos, claros para cualquiera que los mirara sin anteojeras ideológicas, operaba como un régimen homicida? ¿Y qué decir, cuando como consecuencia de la implosión soviética y las admisiones chinas, el genocidio no pudo ocultarse, del disimulo cuidadoso con que parte de la izquierda transita aún hoy sobre sus restos?

Sobre estas preguntas, versará una próxima nota. No sin señalar que el tema sólo puede abordarse asumiendo la imposibilidad de cerrarlo, de dar una respuesta conclusiva que explique lo que en realidad constituye un enigma. El mayor misterio de este siglo, un siglo tan abocado a acabar con los misterios. Porque seguramente nunca podrá llegar a explicarse cabalmente como un puñado de hombres -buenos y malos como cualquier conjunto de humanos- pero todos ansiosos por redimir, pudieron, en tan poco tiempo, causar tanto dolor, a tantos de sus congéneres.

LA VIOLENCIA REVOLUCIONARIA

El comunismo..."es la verdadera solución en la pugna entre el hombre y la naturaleza... la real solución de la discordia entre existencia y esencia, entre objetivación y afirmación de sí mismo, entre libertad y necesidad, entre individuo y especie. El es la solución del enigma de la historia y lo sabe." (Karl Marx)

Es ya lugar común iniciar la reflexión sobre la violencia revolucionaria, y así lo hace el "Libro Negro", a partir de la experiencia inaugural de la Revolución francesa, la que durante el "terror" guillotinó a más de dieciséis mil personas mientras decenas de miles caían asesinadas en el exterminio de la Vendée. Probablemente porque fue entonces cuando no solamente el terror se practicó masivamente, sino porque por primera vez mereció reflexión como dimensión insoslayable de los grandes procesos de cambio social. Una dinámica que la Revolución francesa, donde confluían el espíritu de la Ilustración, el democratismo igualitario y la difusa aspiración de redención social del pueblo llano, inauguró, y que se continuaría, con creciente entonación obrerista, hasta pasada la mitad del siglo XX, en el final estertor camboyano.

En un proceso que, revolución soviética mediante, hizo de nuestra época el tiempo de las revoluciones ideológicas y del marxismo, en la particular y novedosa lectura leninista, el gran protagonista de ella.

Por eso aún admitiendo, como corresponde, que ambos episodios revolucionarios -francés y soviético- sean difícilmente comparables en sus inspiraciones y en sus consecuencias, el antecedente no es arbitrario. François Furet ha mostrado como ya en ese momento apareció la moderna idea de revolución, inseparable de las políticas radicales y del miedo inducido por el estado revolucionario, como trasfondo. Será Robespierre el que en 1794 escriba en su informe a la Convención: "la fuerza del gobierno popular en una fase de revolución consiste en la virtud y en el terror: la virtud sin la cual el terror es funesto, el terror sin el cual la virtud es impotente... El gobierno de la Revolución es el despotismo de la libertad contra la tiranía." El 4 de Setiembre de 1918, ciento veinticuatro años más tarde Dzerzhinsky, jefe de la policía política bolchevique (Cheka), el "sólido jacobino proletario" al decir de Lenin, proclamaba en Izvestia "Que la clase obrera aplaste, mediante un terror masivo, a la hidra de la contrarrevolución, que los enemigos de la clase obrera sepan que todo individuo detenido en posesión ilícita de un arma será ejecutado en el mismo terreno, que todo individuo que se atreva a realizar la menor propaganda contra el régimen soviético será inmediatamente detenido y encerrado en un campo de concentración"

Una amenaza que Trotsky, lúcido y terrible, ya había adelantado en diciembre de 1917, tan sólo dos meses después del estallido revolucionario, cuando al crearse la Cheka dijo "En menos de un mes, el terror va a adquirir formas muy violentas, a ejemplo de lo que sucedió durante la gran Revolución francesa. No será ya solamente la prisión, sino la guillotina, ese notable invento de la gran Revolución francesa, que tiene como ventaja reconocida la de recortar en el hombre una cabeza, lo que se dispondrá para nuestros enemigos".

Basta comparar textos y hechos -la propia celebración de la guillotina- para concluir que el terror jacobino fue fuente de inspiración conciente de la actuación de los bolcheviques. También, en tanto se asumió que toda revolución que se precie conlleva el terror, fue una especie de absolución general para la arbitrariedad y la falta de los mínimos derechos ciudadanos que caracterizaron la historia soviética. En ésta y en aquél la voluntad fanática, sin remilgos morales, pudo, en un período de emergencias sociales, cuando el objetivo era inaugurar una nueva fase de la historia humana, derribar los formidables obstáculos que se les oponían. Sólo que en el caso comunista no existió la bala que enmudeció a Robespierre y propició en Francia la temprana reacción termidoriana. Robespierre, como dirigente de una revolución victoriosa, en la fugacidad de su actuación y sin el respaldo de una ideología articulada y poderosa en sus designios, es, a su escala, un claro antecedente de Lenin, el gran constructor, el hombre del destino, que sin reparos morales o sentimentales, en esos aspectos, no contradice a Stalin o a Mao.

Una línea que empero no es tan fácil remontar a Marx, que en lo que al "terror" refiere fue en gran medida ambiguo. Y en todo caso menos entusiasta de la represión masiva que sus seguidores y discípulos. Tan ambiguo como que, disminuida la presencia del anarquismo más radical, la violencia pre y pos revolucionaria casi desapareció del pensamiento socialista hasta la Revolución soviética. Ausencia que Plejanov o Kautsky, los grandes teóricos marxistas de principios de siglo -tan denostados en eso por Lenin- ilustran a la perfección. Y es que ambos, desde antes de la revolución soviética, aunque no lo supieran, habían dejado de ser revolucionarios, para transformarse en los primeros social-demócratas.

No obstante si en algún lugar el terrorismo mantuvo alguna vigencia fue en el accionar de los grupos revolucionarios en la despótica y marginal Rusia zarista, donde Nechaiev -el mismo que declaraba en su "Catecismo revolucionario" que el revolucionario no es tal si siente piedad por algo de este mundo civilizado del que es un enemigo implacable- fue inspiración no confesa del accionar de varios grupos, entre otros de la fracción bolchevique de la social democracia. Un grupo que siguiendo a su líder tuvo claro desde el inicio que la revolución y el régimen que ella instaurara debía ser violento, o no ser en absoluto.

A la tradición rusa y a ese terrorismo estructural, más o menos pasajero, consustancial a las grandes revoluciones sociales de la modernidad, aquellas que se propusieron trascender el cambio político institucional para inaugurar un nuevo tiempo, se unieron circunstancias específicas de la coyuntura revolucionaria en ese país. Entre ellas la primera guerra, un infierno de fuego capaz de brutalizar a cualquier hombre en el mero intento de supervivencia. El ejército en guerra -escribe Furet- "constituye un orden social donde el individuo deja de existir y cuya propia inhumanidad explica su fuerza de inercia, casi imposible de vencer"(8). Una circunstancia doblemente aplicable a un ejército de campesinos incultos, pesadamente explotados, recién manumitidos y por lo mismo sin el menor refinamiento moral. Cualquier hombre que ha visto morir a miles de camaradas inocentes empujados a una guerra que no comprende, reflexionaba Kautsky, "queda contaminado por ello en el más alto grado y sale embrutecido bajo todos los puntos de vista. Los que regresaban... defendían sus intereses con métodos sangrientos y violencia contra sus conciudadanos. Esto proporcionó uno de sus elementos a la guerra civil"(9).

Terrorismo revolucionario arraigado más la apoteosis de una guerra cruel, con una conducción militar criminal y varios millones de muertos en filas rusas, podrían explicar algunas de las particularidades de la posterior represión soviética. Un terror que la propia inercia de las instituciones y los avatares de la revolución -tal el caso de la amenaza fascista- llevó a perpetuarse. Más tarde esta característica exitosa de la primera "revolución integral" de la humanidad, explicaría su extensión a todos los restantes experimentos comunistas posteriores. Aún aquellos pocos que se desarrollaron sin el trasfondo de la crueldad de las guerras de este siglo.

De allí, se teoriza, que no fuera casual que en un medio de despotismo y muerte, Lenin hubiera instaurado una dictadura que ya desde sus comienzos reveló su naturaleza represiva. No sólo contra los contrarrevolucionarios "típicos": nobleza, alta burguesía, militares y policías, sino también contra demócratas constitucionales, mencheviques, socialistas-revolucionarios, obreros y campesinos rebeldes.

Las propias exigencias de las revoluciones radicales en este siglo, cuando aún el capitalismo mundial se muestra vigoroso, harían inevitable la apelación a la violencia masiva, contra enemigos y aún amigos indecisos. Una dimensión represiva a la que no escapó ninguno de los regímenes comunistas posteriores, pero que en su estreno, en su versión fundante, en la fuente inspiradora, tendría justificación en el contexto y la historia rusa. La que instauró un modelo perfectamente trasladable a las siguientes revoluciones socialistas, que como su antecedente, irrumpieron no donde predecía la teoría, sino en las áreas más subdesarrolladas del planeta. Y que para mantenerse, como ocurrió con su modelo, no tuvieron otro arbitrio que la represión abierta.

Pero alcanza con abandonar la retórica y la tendencia exculpatoria presente en el historicismo, donde parece que la historia descendiera irresistible sobre hombres y mujeres, para percibir la insatisfacción con esta explicación. Claramente se percibe que ni las características de las revoluciones sociales por sí solas, ni su encastre con la historia de Rusia, ni aún las particularidades ideosincráticas de los primeros dirigentes bolcheviques, incluyendo la de Stalin, agotan la explicación del genocidio soviético, aunque naturalmente contribuyan a ella. Menos aún satisface la idea de la copia, la de un terror voluntariamente importado de la matriz soviética por cada una de las revoluciones posteriores como expediente para asegurar su éxito.

GENOCIDIO E IDEOLOGIA

Frente a una comprensión de la historia que elimina a los hombres, a sus ideas y motivaciones y que para cada hecho arguye un contexto externo e inevitable, temerosa de las comparaciones históricas, aún de las más obvias -con lo que el terror revolucionario se explica por caso pero nunca globalmente- o frente a la estrafalaria idea de la copia sistemática del primer genocidio revolucionario, la pregunta es obligada. ¿Por qué todas las revoluciones comunistas, europeas, asiáticas, africanas o americanas, instituyeron el terror y el homicidio sistemático, como método de gobierno? Una interrogante que no se contesta con la brutalidad epocal, la aceptación de la violencia por las tradiciones o el primer éxito soviético. Respuestas que a lo sumo contribuyen, enmarcan, limitan opciones, pero no agotan ni explican la escala sin precedentes y la obsesiva recurrencia del crimen masivo que estos regímenes, inspirados en una misma doctrina, sostuvieron durante décadas.

Una violencia y un amoralismo que por su parte no tuvo la corta revolución burguesa de Febrero de 1917, tan insegura como respetuosa de los derechos de todos, aún de los de los bolcheviques. Tampoco lo hace la inorgánica reacción de los derrotados, que en ningún caso, salvo y con reservas en los dos o tres primeros años de la revolución soviética, consiguieron armar una contrarrevolución operante. Tan despiada como ineficaz en su planteo. Ni la historia zarista, que aún brutal y opresiva como fue, en modo alguno explica por sí sola el genocidio que sobrevino. Algo en las propias características de estos regímenes, en su visión del mundo, en la centralidad y especificidad de su ideología, empuja a la represión. (Por ideología entenderemos aquí un sistema de creencias y valores asociados, referido al mundo sociopolítico y orientado a actuar sobre él.) Un fenómeno, vale recordarlo, que también se repite en el caso del nazismo, donde las explicaciones externas y meramente epocales, como la de que algún modo ensaya Nolte (10), tampoco convencen.

LIDERAZGO Y GENOCIDIO

Pero antes de volvernos a la ideología como explicación del genocidio, al aporte que con sus diferencias y sus solapamientos, sus dinámicas de atracción y repulsión, realizaron comunismo y nazismo -las dos grandes utopías homicidas de este siglo- es adecuado explorar, a partir del Libro Negro, otras posibilidades.

La tesis del conductor, del líder, del profeta político está desde hace tiempo desacreditada en la historiografía, aunque en la "nueva historia" desconfiada de los grandes relatos y de las explicaciones omniabarcantes reclame con timidez nuevos fueros. Stalin fue un digno heredero de Lenin, un político capaz de sostener al régimen soviético contra toda lógica histórica. Y no sólo de preservarlo sino de extenderlo y convertirlo en lo que en un momento pareció una verdadera alternativa del capitalismo. También fue un criminal aquejado de una amoralidad colosal.

¿Era un nuevo Calígula, como sugería Boris Suvarin, asombrado por el asesinato de la casi totalidad de sus compañeros del primer Comité Central, o un sicótico peligroso como se despachaba Trotsky? Probablemente ni lo uno ni lo otro, apenas un fanático duro y desconfiado, en el lugar preciso, en el momento adecuado. Un aldeano taimado, atosigado de marxismo, quizás ligeramente paranoico, al que una ideología y una arquitectura institucional perversa, capaz de exaltar la tiranía de la dirigencia hasta límites impensables, encomendó una tarea colosal: instaurar el hombre nuevo y una renovada civilización, confiriéndole para ello mayor poder que a cualquier otro conductor histórico conocido. Un reto inalcanzable que en su imposibilidad para cualquier gobierno no podía más que generar colosales frustraciones y poblar al mundo de conspiraciones y ocultos saboteadores. Lo que desplaza la pregunta no hacia el hombre concreto -que por lo demás se repite como en una fantasía clónica en Mao, Kim Il Sung, Ceaucescu, Ho Chi Minh o Pol Pot- sino hacia la ideología que le dio sustento y lo hizo posible.

(La ideología, aun la dominante es siempre creación de un grupo o una clase. Aquí hablamos de la ideología creada por el grupo bolchevique, que inspiró la revolución de 1917, y que más tarde fue patrimonio del Partido Comunista de la Unión Soviética. Pero que ni aún en su mejor momento, terminada la segunda guerra, llegó a ser compartida por la mayoría del pueblo soviético. Mucho menos naturalmente por la población de los territorios anexados o dominados.)

Porque la pregunta sigue siendo la misma ¿por qué esa dimensión genocida del régimen soviético se extendió, con iguales características, a tradiciones culturales muy diversas y que nada tenían de común con la rusa? ¿Por qué todos estos regímenes parecen seguir una pauta preestablecida que se repite como una ley inexorable: terrorismo estatal generalizado, represión de los enemigos internos, hambrunas deliberadas, supresión de los aliados de la primera hora, purgas internas que liquidan a los primeros revolucionarios, exterminio de minorías nacionales, lenta descomposición final? ¿Y por qué todos terminan encumbrando a un conductor más o menos solitario, misterioso, poderoso, que carga sobre sus hombros, sin reparar en costos, con la descomunal tarea de renovar la civilización? (El terror y el genocidio no tuvieron un desarrollo comparable al de la URSS o al asiático, en los países de Europa Oriental. Pero es claro que allí -para la mayoría- no se trataba de implementar una utopía, sino en todo caso de sobrellevar una "distopía", una utopía negativa, impuesta desde afuera.)

Está claro que las explicaciones externas, las que consideran al comunismo como una ideología más, sólo que sometida a presiones desde afuera que la pervirtieron agregándole el sesgo genocida, no se agotan fácilmente. El cerco capitalista, el atraso de sociedades que no estaban preparadas para regímenes que Marx había pensado como la superación definitiva del supercapitalismo central, la guerra cruel entre dos bloques incapaces de darse tregua, la brutalidad de la colonización europea en Asia que abrió paso a una reacción igualmente despiadada. La temprana guerra contra el fascismo -en una especie de adaptación invertida de las tesis de Nolte (11)- que radicalizó, para sobrevivir, a un régimen como el soviético o la patológica desviación de los conductores revolucionarios vista como traición a la ideología, tan manejada, bajo el curioso rótulo de "culto a la personalidad" luego de la muerte de Stalin, pero sin preguntarse jamás cómo esa estructura de poder fue posible.

La lista podría ampliarse pero la insatisfacción sería la misma. No puede eludirse el terror de estos regímenes, el politicidio y el genocidio que lo caracterizó sin una explicación interna. Una que se detenga en las características de la ideología que Lenin, aplicado intérprete de Marx, inauguró en el mundo y en el que todos sus continuadores, dentro y fuera de Rusia se inspiraron. Fundamentalmente porque ésa es la única variable que permanece constante en todos los procesos revolucionarios de este tipo, superando épocas y geografías.

El Libro Negro, en un ajustado epílogo, "¿Por qué?", escrito por Stéphane Courtois, se interna en esta problemática, preguntándose cómo pudo justificarse el mayor genocidio histórico en nombre de la liberación y la razón. ¿Y cómo fue posible que el comunismo lograra en Occidente entusiasmar a tantos intelectuales, convencidos que la ruta que abría Marx e implementaban Lenin, Stalin o Mao, conducía a la felicidad social? Pero sobre este asunto que supone internarnos en el análisis de la ideología que habilitó el mayor genocidio de este siglo, hablaremos en el próximo número de relaciones.

REFERENCIAS

1. Courtois, S. y otros - El Libro Negro del Comunismo, Crímenes, Terror y Represión; Madrid-Barcelona, Planeta-Espasa, 1998.

2. Courtois, S. y otros - Id.

3. Wu, H.- Laogai, le goulag chinois, París, Ed. Dagorno, 1996, en Libro Negro, cit.

4. Wu, H - cit.

5. Wu, H.- cit.

6. Domenach, J.L - Chine: L’archipel oublié, Bruselas, Complexe, 1980 en Libro Negro, cit.

7. Courtois, S, y otros - El Libro Negro del Comunismo, cit.

8. Furet - El pasado de una ilusión, F.C.E., España, 1996

9. Kautsky, K - Communisme et Terrorisme, París, Ed. Povolozki, J. 1920.

10. Nolte, E. - La guerra civil europea, 1917-45, cit.

11. Nolte, E. - La guerra civil europea, 1917-45, cit.

 

 

 

 


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