En el Uruguay contemporáneo

Violencia y crisis

Rafael Paternain

El ojo de la cámara tiene un objetivo deliberado: registrar algunos momentos del partido entre Nacional y Peñarol, a nivel de divisiones formativas. El juego es en la tarde y con tribunas vacías. No interesan los segundos, los terceros o los cuartos planos. De pronto, muy al fondo, la tribuna vacía pasa a tener movimiento: gente que corre de aquí para allá, algunos se trenzan, otros se golpean, los más se insultan.

El ojo de la cámara -de proverbial inteligencia- olvida el partido y se instala en la trifulca. Idas y venidas, de derecha a izquierda, puño arriba o puño abajo, en interesante combate..., siempre según el ojo de la cámara. Pocos segundos más tarde, la balanza se inclina: los jóvenes que responden a Peñarol comienzan a cercar a sus rivales, cosa que no preocupa demasiado al ojo de la cámara, para quien la violencia no tiene color, sino tan sólo contorno y volumen.

Sin embargo, el conjunto cede al detalle: más al fondo que todo lo demás, una mano armada se levanta y dispara. El tiro rebota en el cemento y se pierde. El ojo de la cámara ya no sabe qué registrar. Nadie sabe ya qué hacer. La pelea se termina por falta de garantías. El ojo de la cámara se apaga, para descansar unas horas, y reaparecer en la noche, multiplicando ojos, sonidos y palabras. El ojo de la cámara pierde su mudez. El reino le pertenece ahora a las palabras que miran y juzgan.

La opinión pública uruguaya está conmovida porque pudo ver una acción violenta de notable intensidad. Está conmovida, además, porque esa acción no deja lugar a ningún tipo de dudas, fue así y no hay espacio para opiniones encontradas. La opinión pública está en su gloria: puede vociferar con sagrada impunidad. Protestar, exigir, sentenciar, excomulgar, castigar. El torbellino se desata: criminales amparados, jóvenes marginales, policía omisa, clubes de fútbol cómplices, drogas y alcohol a sus anchas, legalidad timorata.

El ojo de la cámara ofrece el puente: la acción humana se transforma en acción social ya que se hiere la conciencia colectiva. Pero de a poco la acción se desvanece y sólo subsiste la pura valoración. De nada valen consuelos como los de Sartre, quien nos decía que la violencia es consustancial a las relaciones humanas. Los argumentos, las ponderaciones y las relativizaciones son rechazadas. Cuando la violencia es públicamente visible, más repugnancia despierta. Pero cuanto más visible, más muda, y cuanto más muda, más incomprensible. El ojo de la cámara nos guiña con diabólica decisión: nos muestra aquello que no puede hablar, para que nosotros hablemos de lo que no podemos mirar.

Lo nuevo y lo viejo

En ocasiones, conviene no eludir lugares comunes. Así decimos que los fenómenos de la criminalidad urbana, de la violencia social o interpersonal son motivo de una especialísima preocupación pública en nuestro país. Por otra parte, una porción de la legitimación política parece procesarse dentro de las coordenadas de la seguridad ciudadana. Como indicador menor, no deja de ser sintomático que dos ex-ministros del Interior sean hoy animadores principalísimos de las internas partidarias.

¿Qué hay de nuevo en todo esto?, ¿es cierto que lo que existe es una no correspondencia entre la temperatura y la sensación térmica?, ¿hay evidencia como para sustentar que todo es un espasmo de la superestructura, mientras que la infraestructura se mantiene inalterada?, ¿violencia y delitos existieron siempre, sólo que ahora cambian las modalidades?

Confesamos aquí que nunca nos han convencido demasiado estas preguntas, puesto que nos arrastran hacia horizontes dudosos(1). En primer lugar, porque en la vida social no son concebibles las novedades radicales, ni siquiera en estos tiempos de aceleración modernizadora. En todo lo nuevo palpita lo viejo, y en todo lo pasado germina lo que vendrá. En segundo lugar, y en correspondencia con lo anterior, sustentar que la cantidad de violencia se ha mantenido constante, mientras ha variado su intensidad, es, por lo menos, una respuesta cómoda e inaceptable.

Del mismo modo es inaceptable la hipótesis de la no correspondencia entre la temperatura y la sensación térmica, por la sencillísima razón que tal hipótesis es indemostrable: por un lado, no hay problema más complejo que medir y determinar con relativa exactitud el quantum de delitos, de crímenes y de violencia en una sociedad; por otro lado es de ingenuos empecinados creer que la evolución de los estados de ánimo sociales tiene que obedecer lógicamente a las mutaciones que se producen a nivel de una realidad cuantificable. Con cierto despecho, uno podría llegar a preguntarse: ¿no tienen derecho las sociedades y sus conciencias colectivas a sucumbir a la inseguridad, al miedo o a la incertidumbre? En verdad, la cuestión debería ser esta otra: ¿por qué casi todas las sociedades contemporáneas se sienten inermes frente a la criminalidad?

Cualquier intento de respuesta sería apresurado. Señalemos, preliminarmente, lo siguiente: más allá del mantenimiento, el aumento o la disminución de las manifestaciones de violencia, lo auténticamente distinto en términos contemporáneos es que ésta se resignifica socialmente(2). Y esta resignificación no puede dejar de entenderse en nuestro país a la luz de tres niveles interrelacionados: la crisis del Estado en lo atinente a la administración, control y punición de las conductas delictivas, las singulares disposiciones anímicas de una opinión pública abrazada a la inseguridad, y, por fin, la gravitación incuestionable de los cambios sociales, económicos y culturales que se vienen registrando en los últimos años.

La crisis

No hace falta ser un existencialista atormentado para adherir a ella, tampoco un narcisista acorralado por sí mismo; no es necesario intimar con la filosofía de un juntacadáveres -ni adorar tontamente a ciertas plumas de la deprimencia- para creer que estamos más próximos a lo profundo y a lo verdadero, vale decir, más próximos a ella. Del mismo modo, quien la considere y la tematice no tiene por qué caer irremediablemente en las garras de la negatividad, de la regresión o de las malas ondas que tanto perturban el despliegue de una vida optimista y plena.

En definitiva, no hay motivos para soslayar que nos gobierna la crisis, y que convivimos -lo queramos o no- bajo su sino. Crisis que se traduce en vulnerabilidad y desorientación; crisis que supone la disolución de los relatos colectivos integradores y el ocaso de las identidades tradicionales; crisis de las instituciones educativas, de las relaciones entre los sexos, de la familia y del Estado; crisis de un individualismo que se lanza al consumo compulsivo, a la inmediatez; crisis de una sociedad dislocada: la cultura de los desplazados, por un lado, la obsesión por el éxito y la competencia, por el otro; crisis de una sociedad que juega al todo o nada, sin contrabalances culturales, que aprende y desaprende a golpes de ciego.

Ahora bien, en el terreno más específico que nos preocupa, la crisis del Estado juez y gendarme es, subjetiva y objetivamente, apabullante. Nunca antes, como ahora, aparecen interpeladas la justicia, la policía, las cárceles, las normas jurídicas, la institucionalidad existente. Nunca antes, como ahora, las ciencias sociales tienen que persuadir al resto que el vocablo crisis no alude a adjetivaciones o a posibles juicios de valor sobre una realidad concreta, sino que se muestra como un poderoso concepto de reconstrucción objetiva, admitiendo siempre -junto con Habermas- que toda crisis es inseparable de la percepción de quien la padece.

Por lo tanto, ampararse en una perspectiva de crisis para la comprensión de la violencia social y la criminalidad no es un mero achaque de pesimismo, sino una exigencia teórico-científica. Cuando la crisis es profunda lo que hay son variaciones de los límites de la normalidad, reconsideraciones de las fronteras entre lo legítimo y lo ilegítimo, y todos esos corrimientos son impensables sin variadas formas de violencia. Sobre este delicadísimo trasfondo es que tenemos que interpretar la crisis presente del Estado uruguayo.

En primer lugar, el sentido más obvio de la crisis es funcional: "las crisis surgen cuando la estructura de un sistema de sociedad admite menos posibilidades de resolver problemas que las requeridas para su conservación. En este sentido, las crisis son perturbaciones que atacan la integración sistémica".

En segundo término, la crisis envuelve a las subjetividades: la ciudadanía que descree de sus instituciones y que recela a priori de sus soluciones operativas; el Estado que por momentos es incapaz de todo ejercicio de autoconciencia y que suprime todo reflejo anticipatorio.

Por último, aparece el plano de la acción: frente a la violencia y al crimen, el Estado reacciona. ¿Pero de qué forma? Por ahora, en atención a los últimos años, bajo un signo errático que mezcla la ofensiva punitiva, la impotencia y los tibios desplazamientos hacia modalidades preventivas.

Por ejemplo, no dejan de ser interesantes las variaciones en la reacción estatal en los últimos 5 años. Esta administración comenzó agresivamente con la llamada Ley de Seguridad Ciudadana –de inequívocas resonancias punitivas-, pasando por todos los intentos de recomponer liderazgos políticos a nivel de la institución policial, y finalizando con la apuesta al Programa de Seguridad Ciudadana (Ministerio del Interior/BID) como estrategia para incidir sobre la sensibilidad ciudadana y para potenciar las opciones preventivas.

Sea lo que fuere, la emergencia de la violencia y la criminalidad nos obliga a replantearnos la relación entre Estado y sociedad. En este abigarrado juego de inclinaciones y demandas hay que localizar las vertientes de la legitimidad, en tanto verdadero desafío de gobernabilidad en las sociedades modernas. ¿Cómo contrarrestar el malestar?; ya que todo actor o espectador experimenta una conducta desviada u hostil en un contexto microsocial, de ubicación particularizada, ¿cómo pretender, por ejemplo, sin violentar los terrenos de la libertad, una más eficaz injerencia del poder estatal frente a la espeluznante multiplicación de situaciones denunciadas o, por lo menos, conocidas?; ¿cómo hacen los sistemas de autogobierno para evitar la fuga de credibilidad sin arrasar definitivamente con las maltrechas prerrogativas de la vida individual?

En un debate público nacional que durante muchos años ha priorizado una lectura de la relación Estado/Sociedad en términos económico-productivos, la ausencia de argumentaciones políticas relevantes en este otro sentido tiene -y habrá de tener- imprevisibles consecuencias para el entramado del "mundo de la vida" de la sociedad uruguaya.

Sin embargo, las funcionalidades, las subjetividades y las acciones tienen que reconocer que, más allá de las alternativas políticas o de los voluntarismos de ocasión, se impone una realidad inexorable. Ilustremos lo dicho mediante una breve referencia de investigación. Recientes estudios realizados en Brasil, Argentina y Uruguay han emprendido una comparación sistemática de los respectivos sistemas carcelarios con la intención última de arriesgar un diagnóstico parcial sobre el funcionamiento del sistema penal en su conjunto(4). Es muy común hablar de la "selectividad" del sistema penal, el cual produce una cantidad regular de víctimas sociales, que son las que luego pueblan las cárceles. Es muy común sostener también, que todas las cárceles de América Latina se parecen: en su horror, en su desidia, en su fracaso, en su absurdo. En definitiva, todas estas ideas son de recibo, pero merecen sus relativizaciones.

Pues bien: la comparación de las cárceles de la región (a través de variables institucionales, biográficas, sociales, delictivas y jurídicas) arrojó muchos datos contrastantes, otros más sensibles a la especificidad de cada sociedad (el peso de las desagregaciones raciales en el Brasil, por ejemplo), pero también muchas evidencias tendencialmente comunes: crisis global del sistema, aumento neto de la población cautiva, inercia institucional, y además un leve mejoramiento en algunos indicadores socio-ocupacionales, siempre en comparación con poblaciones carcelarias anteriores.

Esto último lleva a concluir que la cárcel representa mejor que antes la distribución de los rasgos de la sociedad en general. A su vez, está significando que el sistema penal amplía su clientela, refocaliza su selectividad, incorporando a nuevos actores sociales en crisis, y lo hace -por lo menos a partir del subsistema carcelario- desde una cerrada lógica burocrático-administrativa, sepultando toda intención lindante con la filosofía de la rehabilitación o de la resocialización.

Cabe sospechar, pues, que el sistema penal -y sus discursos políticos afines- necesita mitigar su crisis de legitimidad reforzando una ofensiva segurista y ensanchando la base social de control y de punición. Lo auténticamente importante es: ¿hasta cuándo puede el sistema resistir esta tendencia?, ¿cómo imaginar tal selectividad del sistema penal en una sociedad como la uruguaya, todavía con reflejos amortiguadores y con una considerable clase media?, ¿cabe pensar en contratendencias?, ¿son suficientes las soluciones políticas y las argucias tecnocráticas?, ¿deben las ciencias sociales quedarse tan sólo con esta perspectiva sistémica?

Violencia y postmodernidad

Nuestra ciudadanía está insegura. La violencia de unos contra otros es asunto angustiante para nuestra conciencia colectiva. Pero en estos tiempos de democracia consolidada, en donde la modernización se anuda a la desigualdad social, se desata una apropiación postmoderna de la violencia. Fieles al talante de la época, las líneas del mapa dibujan una caótica distribución de acciones y contra/acciones. Toda desviación es simplemente una práctica, desligada de cualquier proyecto que anide plausibilidad y reflexividad. El hurto, la rapiña, el homicidio, la drogadicción, la agresión y hasta la más aberrante de las transgresiones sexuales son, sin más, un momento. Todo supone una anécdota, razón por la cual el instante deviene en narración, en una disposición de personajes. Todo parece ceñirse a un problema de realismo literario.

Tal cual el fastidioso lugar común, las ofertas en estos tiempos son infinitas y democráticas: los menos exigentes colmarán sus apetitos a través de un flash informativo o de un titular de prensa, mientras que los sibaritas, hastiados con los contornos de la realidad, se zambullirán en las tramas de películas y novelas policiales de mayor factura. En cualquier caso, la pasión por lo momentáneo no desaparece, es la acción -cruda y desnuda- como espectáculo a contemplar, o bien -y aquí está lo desagradable- a padecer. A raíz de esta disposición anímica, hay quienes dicen que el consumo de violencia se traduce en violencia real; otros argumentan que los mismísimos hechos de la vida social determinan una predisposición difusa o concreta hacia esas temáticas. Sea lo que fuere, lo singular está en ese regodeo por la accción -que no cabe calificar de meramente realista- divorciado por completo de cualquier clarificación de roles.

Sin embargo, tanto en la ficción como en la realidad, este desenfreno de la acción no deriva en una comprensión de los vínculos de la interacción -lo cual demandaría una voluntad hermenéutica-, sino en crecientes demandas de contra/acciones. Estos reflejos primarios se dirigen tanto hacia el Estado como hacia los propios individuos, trasluciendo también la necesidad de una reacción inmediata.

Este juego de acción y reacción se potencia cuando la opinión pública se sacude frente a la escalada de los homicidas, los copadores, los rapiñeros y los violadores. En los primeros meses de 1998, un trágico episodio, ocurrido en Montevideo, llevó al extremo al mencionado juego: un violador fue sorprendido por un grupo de vecinos, quienes reaccionaron con tal ímpetu sobre el agresor que le terminaron produciendo la muerte. Convergieron aquí un sinfín de factores: reacciones colectivas inmediatas, representaciones e imágenes que las gentes se hacen de las cosas, pánico social frente a ciertos tipos de delitos (pánico que se incrementa según el sector social, el sexo, el nivel educativo o la edad).

La reacción de este grupo de vecinos sobre el violador no fue, como a primera vista parece, pasional, sino estrictamente social, típico reflejo de lo que la violencia representa en la escala de valores de ciertos sectores sociales, al punto que las consecuencias fueron peores que lo que se pretendió evitar. El apoyo social a estas manifestaciones de "justicia por mano propia" son, en verdad, preocupantes desde el punto de vista de una sociedad democrática, por lo que destila de disposición anímica de amplias franjas de nuestra comunidad.

Por lo tanto, como otro de los rasgos intransferibles de nuestro presente, estos reclamos de seguridad se basan en un sentimiento de temor que, a su modo, socava la idea de utopía, esteriliza las conflictividades profundas e impone la uniformidad de una naturaleza muda y reactiva. Con más exactitud, se trata de un arrebato sin ética ni interpelaciones, el cual siempre se proyecta sobre un horizonte de inmediatez, en donde la acción prohibida sólo es atribuible a una "necesidad impostergable" -básica o perversa- en tanto que la autoconciencia significa simplemente "autorregulación" y "adaptación".

La violencia, pues, se resignifica en los medios de comunicación. De cualquier manera, sería un error creer que el problema es exclusivamente mediático. Igualmente, es inconveniente sustentar que lo social -como deprivación o como desigualdad- aporta la mayor carga explicativa. Y por fin, es exagerado pensar que todo comienza y que todo termina en una reflexión sobre la capacidad de acción del propio Estado. En la conceptualización de la violencia contemporánea intervienen éstas y muchas otras razones, las cuales deberán ser buscadas en el tránsito de época que nos toca vivir, en las exigencias culturales de una individualidad agonizante y en los desgarramientos y abismos -ni siquiera intuidos- de lo social.

El imperativo de la interpretación

¿Qué lugar ocupan las ciencias sociales? Asumiendo que existe una acción individual y una acción colectiva, admitiendo analíticamente la presencia de lo individual, lo grupal y lo social, reconociendo el peso de lo institucional y de lo estatal, una mirada sociológica tiene como primera misión relativizar el estudio de la violencia en base a dicotomías: violencia privada versus violencia pública, violencia social versus violencia individual, acción normal versus acción patológica(5). Todas estas contraposiciones se apoyan en la vieja tensión teórica entre individuo y sociedad, la cual viene siendo, desde hace por lo menos 100 años, interpelada por la teoría social. Ya en las primeras décadas del siglo, el psicólogo norteamericano G. H. Mead advirtió que lo social es siempre el presupuesto de lo individual en el sentido de la conformación de la conciencia y de la autoconciencia.

La segunda misión del saber sociológico pasa por la comprensión del propio acto violento. Y para ello, es menester entender: primero, la violencia no equivale al conjunto de delitos tipificados y codificados; segundo, toda acción violenta reconoce sus motivaciones, pero también sus coacciones estructurales, de modo que todo acto es contingente y determinado al mismo tiempo, insertándose la conducta en el continuo que va de lo previsible a lo imprevisible; y tercero, al acto violento hay que situarlo en sus consecuencias, vale decir, en las reacciones que produce y encadena, por lo tanto el acto y la conducta no existen por sí solos, sino que lo que se corporiza es la interacción.

Sin embargo, el mandato principal para la sociología exige que la violencia social y la criminalidad urbana dejen de ser miradas bajo ojos obsesivamente estatales. En términos generales, las perspectivas técnicas y los modelos preventivos alternativos apuntan a soluciones de carácter institucional o estatal (problemas de gobernabilidad), ante lo cual cabe preguntarse: ¿qué ocurre cuando se dejan de lado los emergentes explosivos del mundo de la vida?, ¿qué viabilidad han de tener las alternativas, las prevenciones y las intervenciones sin una adecuada revisión de los procesos sociales profundos?, ¿en qué sentido marcha la solidaridad social contemporánea -el consenso cultural- tan decisiva para estimular o para entorpecer los cambios deseados?

Es obvio que lo que nosotros creemos convencionalmente sobre la idea de solidaridad no es reducible a lo que ha elaborado sobre el tema el saber sociológico. Más allá de hablar de ayuda, de resarcimiento, de preocupación, de asistencia o de compasión (para emplear el lenguaje de la teoría política del siglo XIX) (6), no nos equivocamos si señalamos que la noción de solidaridad nos remite al meollo de la teoría social, por lo menos desde la época de la influencia del pensamiento de Emilio Durkheim.

Este sociólogo francés entendió la solidaridad social como la base de la división social del trabajo, como aquello que permite el complemento entre las capacidades de las personas, como aquello que posibilita la integración social y que estimula la concentración de voluntades. Durkheim estudió el impacto de la modernización social sobre las distintas formas de solidaridad, y creyó encontrar en el Derecho sus variantes fundamentales. Así vio dos grandes tipos de reglas jurídicas: las sanciones represivas organizadas (más propias de una sociedad tradicional) y las sanciones de tipo restitutivo (propias de una sociedad evolucionada o moderna). En definitiva, desde esta perspectiva, la solidaridad social puede entenderse como una conciencia común, como la textura moral y simbólica de la sociedad, como el conjunto de creencias y sentimientos, como el tipo psíquico o la identidad social(7).

Autores contemporáneos, como el pensador alemán Jürgen Habermas, han sido fuertemente influidos por la obra de Durkheim, y a partir de él han postulado la idea de observar a la sociedad desde dos ángulos complementarios: por un lado, el "mundo de la vida" (como creencias y sentimientos comunes a todos los miembros de un grupo), y por el otro, el mundo del sistema social (en donde se aprecia a la sociedad como funciones diferentes y especiales que unen relaciones definidas).

Pues bien, un modelo preventivo basado en la solidaridad, en la reconfiguración de las relaciones entre Estado y comunidad, y en el amplio sentimiento de una no-violencia debe considerar que la evolución social contemporánea se procesa más bien en un sentido antisolidario. Repasemos, sumariamente, algunas evidencias:

a) vivimos un tiempo de mutación institucional, de creciente racionalización de la vida social, a golpes, preponderantemente, de los cambios cientifico-tecnológicos;

b) infraestructuralmente, se impone un capitalismo más bien compacto y homogéneo, que se reproduce a través de la ideología del intercambio de equivalentes y por medio de pautas de socialización que apelan al rendimiento, a la búsqueda profesionalista del dinero y del poder, y todo ello en el centro de una omnímoda mercantilización de las relaciones sociales;

c) se registran cambios en la economía y en el patrón de gestión del Estado, frente a lo cual se replantean los límites tradicioanales entre el Estado y la sociedad;

d) como complemento, se produce un retroceso de la esfera de lo público y una pérdida de lealtad y legitimidad hacia el sistema político, lo que significa un violento repliegue hacia el mundo de lo privado, basado en una moral estratégico-utilitarista;

e) la economía de mercado se complementa culturalmente con un talante postmoderno que hace de la sociedad de los medios de comunicación la vía regia para dar forma a la ética de los deseos, de las preferencias, así como para la satisfacción compulsiva de necesidades pretendidamente inmediatas.

En este contexto, ¿qué individuo y qué individualidad cabe imaginar? Es evidente que cede el perfil del ciudadano, para consolidarse el sujeto consumidor. En este sentido, considerando, por ejemplo, los niveles de endeudamiento de nuestra población por créditos al consumo, ¿cómo conceptualizar la inevitable prisionalización del consumidor, condicionado y maniatado tanto en sus posibilidades como en sus imposibilidades?, ¿cómo imaginar políticamente los alcances de una acción libre y autoconciente de ese "hombre endeudado"?

Con una buena dosis de exageración, digamos sin embargo -y para concluir- que nuestras sociedades se encarrilan hacia la fragmentación y hacia la coexistencia de mundos culturales irreconciliables. Razón de más para advertir que todas las alternativas están en tela de juicio. Las respuestas de tipo tecnocrático podrán dar satisfacción a los imperativos del sistema, y siempre bajo el riesgo de una libertad amenazada. Intervenga o no el Estado, la evidencia es más bien descorazonante: no hay demasiadas salidas para el retroceso del individuo.

Es en los pliegues de la interacción social en donde anida la violencia y el descaecimiento de la convivencia, motivo por el cual una sociología de orientación criminológica debe movilizarse desde las respuestas hacia las predisposiciones, desde los sistemas hacia la personalidad social. Movilizarse al rescate de una dignidad individual aterida e inerme. Movilizarse por entremedio de las palabras que nada dicen y por detrás de los ojos vigilantes que nada comprenden. Movilizarse con razón, sin razón o contra ella.

REFERENCIAS

1) A partir de los trabajos de Rafael Bayce en esta dirección, mucho otros investigadores han seguido esa línea argumental. Ver Klein, Darío, Tinta roja. Efectos de la crónica policial en Uruguay, Rosebud, Montevideo, 1994; y Morás, Luis Eduardo, Los hijos del Estado. Fundación y crisis del modelo de protección-control de menores en Uruguay, Facultad de Ciencias Sociales, Serpaj, Montevideo, 1992.

2) Para una conceptualización sobre la violencia, ver Guthmann, Gerardo, Los saberes de la violencia y la violencia de los saberes, Nordam-Comunidad, Montevideo, 1991.

3) Habermas, Jürgen, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Amorrortu, Buenos Aires, 1989, pp. 8-9.

4) Ver Convenio Universidad Federal de Río Grande del Sur y Secretaría de Justicia y Seguridad (varios autores), Relatorio do Projeto de Pesquisa Aplicada ‘A violencia no Rio Grande do Sul’, Partes I y II, Porto Alegre, 1996 y 1997; y Paternain Rafael, Los sistemas carcelarios de Uruguay y Río Grande del Sur: apuntes para una comparación, Ponencia Presentada al XIV Congreso Mundial de Sociología, Montreal, 1998.

5) Esta relativización es más urgente todavía en nuestro país puesto que la temática de la violencia familiar o doméstica se ha instalado con mucha fuerza, olvidando muchas veces que lo que ocurre puertas hacia adentro es también de naturaleza social.

6) Ver Autores varios, Victimología, Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo, 1998.

7) Durkheim, Emilio, La división del trabajo social, Akal Universitaria, Madrid, 1987.


Portada
Portada
© relaciones
Revista al tema del hombre
relacion@chasque.apc.org