Una confidencia

Mario A. Silva García

Es un lugar común decir que la filosofía significa amor, amistad (Philia), a la sabiduría, afán de saber. Pero pienso que la dificultad mayor es determinar qué se busca y qué se quiere saber. La historia nos ha dado diferentes respuestas. No voy a intentar exponerlas; lo he hecho durante muchos años y pienso que ha llegado el momento de preguntarme: ¿qué buscaba yo? Y lo hago porque, aunque oscuramente, sentía que iba en dirección de otra cosa y esa otra cosa era yo mismo. ¿Qué, quién era yo?

Eso me llevó a preguntarme: "cuál había sido mi origen". No me refiero a lo biológico, que desgraciadamente conocí muy pronto, muy tempranamente. Me refiero a eso que constituye, con sus lados buenos y sus lados malos, mi individualidad.

Se ha interpretado el mito de Narciso como una forma de autoerotismo, cuyo castigo fue la muerte. Pero yo no encontré agua ni espejo en que se reflejara mi interior. Aún no estaba, era un hueco que debía colmar. Debía crearme la interioridad y el reflexivo aquí es esencial. La imagen se borraba rápidamente o se esclarecía por momentos y me daba alguna noticia.

Se dirá, con razón, que eso era una reiteración del ¡Conócete a ti mismo! Socrático. Tal vez era eso, pero ese imperativo se sitúa en el presente y en el futuro y entonces mi inquietud, mi desazón se intensificaba. ¿De dónde vengo, a dónde iré? No aludo a una trascendencia o una inmanencia. El conocer significa la presencia del objeto, algo arrojado delante. ¿Cómo transformarse sin salir de mí? ¿Tiene sentido esto? ¿Puede hablarse de un antes y un después? Pero, ¿cómo alcanzarlos desde mi yo del cual surgía la pregunta? Y al hacer esas interrogantes me sentía, y me siento, como un pintor, como un músico, como un actor que es observado y oído por un espectador constante. Y ese observador es la razón (de la cual prescindimos, a pesar de todas las loas que se le otorgan), que aprueba, que aplaude, o se burla y se aburre. Trato de olvidar su presencia, son esos momentos que logro no ser, y se me permite, o mejor diría, me permito, ser yo mismo, la plena sinceridad, la plena autenticidad.

Muchos idiomas designan la acción del actor, del músico, como el que juega y originariamente hypokrytes, era el actor que declamaba lo que otros habían hecho, o escrito. Los latinos les llamaron personajes. La máscara no solo le confería un papel, sino que permitía oírlos. La pregunta que me hago ahora: ¿podremos despojarnos de esas máscaras que incluso usamos en el escenario del mundo y dejar de ser quien creemos ser? Y por más que la filosofía, la razón, nos mire si interpretamos bien el papel, si sabemos leer el "rótulo" (rôle) que nos ha entregado o hemos elegido, debemos olvidar ese testigo impertinente, ese juez que se siente omnipotente.

Se ha dicho, y en parte con razón, que los niños son filósofos; ellos que interrogan constantemente: ¿Por qué? ¿Qué es esto? ¿Existe eso? Nos sonreímos ante su preguntar incesante, lleno de ¿por qué? ¿para qué? ¿qué es? ¿existe? Nos sonreímos frente a su curiosidad, pero sentimos que esas preguntas, permanecen sin respuesta y nosotros, adultos, no podemos contestarlas.

Cuando alguien me pregunta, ¿quién eres? O yo mismo me pregunto, sería profundamente estúpido exhibir, mirar un documento, donde está mi nombre (el nombre que recibí), una figura avejentada inexorablemente por el tiempo. Sólo la huella digital sigue siendo fiel. ¿Y eso es todo? Aludo a otra cosa, otra cosa cuya profundidad me abruma. No hay biografía posible, de todas las peripecias íntimas por las que hemos pasado. Siempre recuerdo la pregunta que me impresionó mucho, de un niño de unos cinco años: ¿Dónde estaba yo cuando no estaba? Y cuando creí, tontamente, confieso, que la pregunta tenía un sentido biológico, traté de contestarle con la mayor delicadeza posible, me replicó con una profundidad inaudita: "Eso ya lo sé, ¿pero antes? ¿Qué filósofo sería capaz de contestarle? Me di cuenta que más allá de los libros hay límites que constantemente queremos transgredir: origen y fin absolutos. Cuando intentamos preguntar al respecto ¿Y antes? ¿Y después? ¿Más acá? ¿Más allá? Nuestro hábito es soslayarlas, y nuestra sabiduría (¿sabiduría?) de adultos nos dice que no podemos plantearlas porque frente a ellas estábamos vencidos desde el comienzo y para siempre.

Aunque no claramente, esos misterios, en los que estamos incluidos, nos rondan, nos asedian. También nos preguntamos ¿quién soy? Y una alegría, un sufrimiento, nos trastornan. Hay veces que ignoramos esa mutación, pero ella deja su huella. Nos aferramos al "talento", a la "inteligencia", sin darnos cuenta que al mismo tiempo estamos castrando el sentimiento, la emoción. No pretendo y me niego a hacerlo y a ocultar esas mutaciones. Si la razón en su actitud crítica intenta impedírmelo, abolir mi tristeza o mi alegría… ¡que se vaya! La vida no es una comedia o tragedia ficticias.

¿Y si seguimos el consejo de Spinoza? "No reír, no llorar, no detestar, sino comprender (non ridere, non fugere, neque detestari; sed intelligere). Pero, ¿es posible hacerlo? He buscado en mí mismo y llegado a muy poca profundidad y han sido muchos los momentos en que me he sentido extraño a mí mismo y entonces he recordado las palabras del Apóstol en la Epístola a los Corintios: "Hoy ciertamente vemos en un espejo de un modo confuso".

Un día estudiando la Correspondencia de van Gogh, encontré: "Como a través de un espejo y oscuramente las cosas han quedado así. La vida, el por qué de las separaciones, de las pérdidas, de la persistencia de la inquietud tampoco se comprenden. En cuanto a mí, la vida podría seguir siendo solitaria. De aquellos a quienes estuve ligado, lo que he visto, ha sido por medio de un espejo y oscuramente." Creo que todos hemos pasado por momentos así. Generalmente los ignoramos y seguimos viviendo, prescindiendo de esa oscuridad, prescindiendo de esos claroscuros de nuestro ser. En nosotros hay una condición itinerante, por la cual, en lo más íntimo, nos trasladamos sin saber a ciencia cierta a dónde vamos e igualmente de dónde venimos. Entonces sentimos hondamente esa condición itinerante. Una muerte tremendamente dolorosa para mí, retroactivamente, no me lo permitió. Lo menciono porque tengo confianza y por eso usé la palabra "confidencia" al comenzar. Y tengo confianza que de algún modo seguiré en la memoria de ustedes, que se mantendrá el recuerdo. Es muy probable que alguno de ustedes mantenga en la memoria lo que un día les expliqué, que recuerdo viene de recordis o sea: tomar de nuevo sobre el corazón. Eso espero, eso creo y desde ya se los agradezco profundamente.

Estoy convencido que lo metafórico permite, liberado de lo literal, de lo intelectual, pasar a otro plano que estimo más hondo y más valioso. En este momento ya no soy el "profesor" inevitablemente escindido. Esa separación, ese alejamiento ha terminado. Ya no soy aquel que explicaba y preguntaba, sino que efectúo la confidencia, un hablar de mí que siempre eludí. Me llena de satisfacción poder hacerla.

Quisiera al final de este acto que me ha halagado tanto, pasar a un gran abrazo espiritual entre todos nosotros y recordar un fragmento de Schiller, que usaron al final de la que para mí es la obra más honda de Hegel, la Fenomenología del Espíritu, el cuarto movimiento del final de la inmensa Sinfonía de Beethoven, la Novena y que en todos los casos celebra la alegría:

¡Valor, oh millones
de seres! Sabed sufrir
para un mundo mejor
Por encima de las estrellas,
¡Ved la recompensa
que en su magnificencia,
promete el Creador!

Se juntan así tres cosas que han importado mucho en mi vida: la filosofía, la poesía y la música.

Esta es la manera que tengo de agradeceros.

 

Conferencia pronunciada en el homenaje que le tributó la Sociedad de Estudios de Filosofía, el pasado 6 de julio.


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