¿Razones para el genocidio?
Hebert Gatto
El siglo XX parecía definirse, en su lado más siniestro, por Auschwitz o Treblinka. Sin embargo ahora se conoce que el comunismo, como práctica estatal, constituyó el mayor genocidio del siglo. ¿Qué explica que esta experiencia, en nombre de la igualdad y la libertad, haya llegado a asesinar a casi cien millones de personas en cuatro continentes en las más diversas circunstancias históricas? ¿Qué explica que aún así mantenga adhesiones entusiastas?
En el siglo XX, a través del mundo, el marxismo-leninismo , una concepción sociopolítica con derivaciones hacia todos los campos del conocimiento, desde la psicología hasta la epistemología, la física o la genética, emergió como realidad institucional en un vasto territorio que abarcó más de un tercio de la humanidad. Mirado desde sus ruinas, es difícil percibir lo que en un tiempo fue su poder de atracción. Su capacidad de persuasión, el entusiasmo que suscitó en grandes masas. El orgullo que levantó en los más débiles y el miedo que extendió entre los sectores más privilegiados del planeta.
Todavía se repite que fue una gran idea traicionada por su práctica. Pero es inútil preguntarse en que medida esta ideología plasmada en vastos estados fue fiel al pensamiento de sus creadores originales. Entre otras razones porque, como el propio Marx enfatizó, las ideas o las doctrinas no existen sin su práctica, sin su aptitud para convertirse en sistemas sociales, sin la sanción de la historia.
Hoy sabemos que ninguna doctrina, ningún texto de significación, es apto para cerrarse sobre sí mismo estancándose en la visión de sus creadores. Las doctrinas, cuando son fértiles constituyen un indicador de múltiples direcciones, un mapa abierto hacia un horizonte más o menos acotado.
Una patología de la modernidad
Podemos quizás decir que el comunismo histórico no fue el que sus creadores soñaron. ¿Pero quién es dueño de sus aspiraciones cuando las hace públicas y las integra en un corpus doctrinario con pretensiones universales? Lo que sin duda cabe afirmar es que hubo una realidad histórica denominada "marxismo-leninismo" que como reclamaban sus creadores pasó de idea a realidad estatal, de ideología académica y proyecto político a práctica viva. En un experimento que iniciado en Octubre de 1917, aún no se encuentra totalmente concluido, aunque exhiba extendidos signos de descomposición.
Los otros, los marxismos contrafácticos, los que podrían haber sido si la historia hubiera discurrido por otros derroteros, tienen, en todo caso, interés académico. En los hechos, en la praxis histórica que ellos mismos reclamaban para validarse, nunca tuvieron presencia, ni por lo visto posibilidades de concretarse.
No se trata de ingresar aquí en las características específicas ni a la compleja historia de este colosal proyecto de tranformación civilizatoria de vocación universal. Vale sí insistir en la notoria identidad de sus variadas concreciones históricas, a pesar de la diversidad geográfica y cultural de ellas. En el carácter supranacional, pero homogéneo y coherente de una doctrina y su práctica, quizás sólo equiparable con lo que en su momento representó para el mundo el catolicismo medioeval.
Se trata más bien de afirmar lo conocido: su implementación en zonas de escaso desarrollo, dotadas de un capitalismo incipiente, hicieron que el leninismo, sin renunciar a sus esperanzas finalistas, adquiriera formas adaptadas a esa realidad, no para obtener una modernización integral similar a la occidental (política, cultural), que la propia ideología vedaba, sino para superar lo más agudo del atraso económico. Ello, sin duda, agudizó el perfil represivo que adoptó, sin excepciones, en cada una de sus experiencias nacionales y pospuso en todas ellas, con reiteradas y comunes frustraciones, la construcción de la siempre prometida sociedad comunista.
Pero agudizar no es crear. El leninismo constituyó una patología de la modernidad que en aspectos básicos de su práctica histórica y fundamentalmente en su dimensión represiva reconoce perfiles inéditos, pese a sus parentescos con el nazifascismo. En ambas ideologías o más bien en ambos experimentos históricos se percibe la misma reacción antiliberal, el mismo rechazo del individualismo, la misma suspensión o derogación -y el tema es clave- de las pautas morales de la modernidad que posibilitaron su empeño genocida. Por más que el nazi-fascismo tenga por objetivo final la comunidad racialmente perfecta y el comunismo la sociedad desalienada. Una profunda distancia en los fines -premoderno en un caso, plenamente moderno en el otro- que señala la diferencia conceptual entre ambas doctrinas, pero que sin embargo se difumina en la práctica, no solamente porque esos objetivos son per se empíricamente inalcanzables, sino porque ambas utopías resultan en el plano puramente lógico, construcciones autocontradictorias. Contradicción que tiene que ver con la propia naturaleza de la utopía cuando se convierte, como pieza pret a porter, en modelo social acabado, con pasos y tiempos idealmente concebidos. Y que en ambos casos explica el genocidio.
No es por tanto absurdo -lo que se pretendió durante decenios -englobar los dos regímenes, como hace el el Libro Negro, bajo el concepto de totalitarismo . La categoría, creada por Arendt en su relación con el terror gubernamental y por Brzezinski con más generalidad, sin dejar de reconocer diferencias entre ambos exponentes, funda su parentesco en el uso común del terror estatal como instrumento de imposición ideológica y en características estructurales comunes a ambas ideologías. La actual evidencia de la dimensión genocida de comunismo y nazismo -mayormente ignorada para el primero cuando se acuñó el concepto- agrega pertinencia y nueva vigencia a este concepto, en su momento desvalorizado por su abandono académico.
Pero el comunismo, y en menor medida el nazismo no son ideologías tradicionales, ni es por consiguiente la suya una práctica represiva tradicional. Como señala Tzvetam Todorv "El enemigo es la gran justificación del terror; el Estado totalitario no puede vivir sin enemigos. Si no los tiene se los inventa...Ser enemigo es una tara incurable y hereditaria...El comunismo exige la represión (o, en momentos de crisis, la eliminación) de la burguesía como clase. El simple hecho de pertenecer a esta clase es suficiente, no es necesario hacer algo"
Por eso, por encima de entonaciones locales, la exterminación masiva, el terror hacia adentro y hacia afuera del partido, la prisión indiscriminada o los traslados masivos de población a la vista de todos. "El rito bárbaro de las purgas -observa Alain Brossat- y el funcionamiento a pleno rendimiento de la máquina exterminadora no se disocian, en el discurso y en las prácticas persecutorias, de la animalización del otro, de la reducción de los enemigos imaginarios y reales al estado zoológico".
En una sociedad de ateos -como señalaba Renan- no sirve con amenazar a los enemigos con los fuegos del infierno pos mortem, es necesario instituir en esta tierra un "infierno real", un campo de muerte operado por "máquinas obedientes dispuestas a cometer todo tipo de atrocidades". Auschwitz, el Gulag o el Laogai, no son aberraciones coyunturales, desvíos paranoicos o reacciones naturales de los eternamente "humillados de la historia", son la consecuencia natural del estado totalitario y de las ideologías, opuestas pero homólogas, que lo inspiran y justifican.
Tan formalmente similares que ambas, como también señala Brossat, no solamente se vieron impelidas a la muerte masiva de enemigos sino a utilizar parecidos mecanismos de purificación de sus filas. Un procedimiento de santificación de los restantes militantes -"pocos pero puros"- que al quedar fuera de sospecha ratifican su misión. La "purga" de Rohm, en Alemania en 1934, los procesos de Moscú de 1936 a 1938, prolijamente copiados en Hungría en 1956 y en Checoslovaquia en 1968, son el ejemplo cabal. Un modelo más tarde adoptado, extendido y profundizado en China y en los restantes regímenes asiáticos. Pero siempre con un común denominador: confesiones inesperadas, autodenuncias de los peores crímenes por quienes hasta el día antes habían sido eminentes lideres revolucionarios y leninistas de la primera hora, abyecciones y humillaciones de una insospechable cobardía por hombres probadamente templados en la lucha revolucionaria.
Vistas a la distancia las "confesiones" de Bujarin, Kamanev o Zinoviev acusándose de agentes alemanes, resultan incomprensibles; hoy sabemos que eran dictadas y aceptadas en una lucha desgraciada por evitar suplicios o por salvar a sus familias. Pero también en la patética idea, que compartieron muchos supliciados, de que a la larga el partido siempre tiene razón, aunque pueda errar en la coyuntura. Cuando en Marzo de 1939 se reunió el XVIII Congreso del PCUS, 1.108 de los 1.966 asistentes al "Congreso de los vencedores" de 1934 -los que habían colectivizado la tierra y vencido a los troskistas- habían sido ajusticiados. Lo mismo sucedía en el ejército donde cuatro quintos de sus generales habían desaparecido, tragados por la represión. La revolución se había devorado a sus creadores.
Por más que los procesos no fueran unicamente un acto de irracionalidad política ni el puro delirio de un dictador megalómano. Tenían una función pedagógica, de profilaxis social: hacer que los grandes humilladores también se humillaran. Demostrar, en la vitrina abierta de los procesos públicos, que frente al Partido nadie tenía suficientes garantías. Con un mensaje clarísimo: el poder no se comparte, sólo el autócrata erigido como tal por la propia ideología, está capacitado para detentarlo. Un mensaje que Mao o Pol Pot retomarán y aplicarán en toda su plenitud como consecuencia de un sistema que otorgaba a un solo hombre, asistido por camarillas obsecuentes y constantemente amenazadas, la pesada carga -contra toda posibilidad de lograrla- de modificar la civilización en su conjunto. Y que a esos fines lo dotaba del mayor poder conocido en la historia y simultanemanete lo eximía de cualquier responsabilidad moral. En una temible ecuación política que reclamaba y justificaba sangre y represión por cada eventual peligro para el régimen, o por cada una de sus recurrentes frustraciones.
Sobre estos temas se extiende el "Libro negro del comunismo", un análisis detallado del genocidio comunista. Una obra que culmina con una cita de Kolakowski, que nos introduce al tema de la utopía revolucionaria, sobre la que es imperativo reflexionar: "la idea que el mundo existente está tan completamente corrupto que es imposible mejorarlo y que, precisamente por ello, el mundo que le sucederá aportará la plenitud de la perfección y la liberación final, es una de las aberraciones más monstruosas del espíritu humano..." . Una reflexión que conduce a las relaciones entre razón, ideología, utopía, moral, mito y revolución, un denso entramado de conceptos sin los cuales el genocidio, como fenómeno distintivo de este siglo, carece de explicación concluyente.
El mundo prometido
Si nos adentramos en sus claves ideológicas no cabe duda de que el comunismo inaugura una clase particular de utopía secular, la promesa de un mundo de armonías, "la nostalgia -dice Maffesoli- de una totalidad perfecta que nada alteraría y donde la igualdad generalizada, sería la garantía de la felicidad total". Y ello pese a lo mucho que el concepto de utopía aplicado a su propia obra, hubiera molestado al propio Marx. Una característica que comparte con el nazismo, aunque éste levante una utopía restringida a los límites de un pueblo o una etnia y por tanto marcadamente elitista y el leninismo una universal e igualitarista. Pero el comunismo no sólo fue la articulada promesa de un porvenir luminoso, sino que fue la primera utopía a la que se acopló una particular filosofía de la historia y un relativismo ético radical, corolario de una estructurada concepción materialista de la historia y la naturaleza.
Una específica combinación de elementos que explica su radical novedad, su complejidad como ideología, su sorprendente capacidad de convocatoria y la seducción y el fanatismo de su práctica. Pero que le otorgó además, un aire de ideología desafiante, segura de sí misma, inmunizada a priori contra sus eventuales detractores -los anatematizados "anticomunistas"- que no pudo sostener con la misma amplitud el nazismo, limitado en su convocatoria por el grupo racial al que privilegiaba y por la innegable irracionalidad de su proclama.
Definir "utopía" ha sido, desde que Tomás Moro inventó el término, aunque no la idea, una tarea nada fácil. Una dificultad que proviene de la larga y conflictiva historia del concepto. Porque si por un lado la utopía significa etimológicamente lo que no está en ningún lado, también implica o connota a aquello que por definición no puede estarlo. No es por tanto lo que no existe pero puede venir, sino aquello que por definición no vendrá: el "no lugar". De allí que en rigor, el sentimiento utópico sea la esperanza del imposible. Una imposibilidad que no impide, sino más bien afirma que este sentimiento constituya una dimensión imprescindible de la personalidad del hombre.
Se ha señalado que la utopía en su uso ordinario , exige una doble limitación. Primero sólo puede hablarse de utopías pensando no en proyectos de mejora parcial de la vida, sino en creencias de que es alcanzable una condición definitiva e inmejorable, donde, en lo sustancial, no haya más nada que corregir. Segundo, sólo se aplica el concepto a proyectos implementados por el esfuerzo humano, excluyendo los establecidos por decreto divino.
Es esta primera limitación, que diferencia la utopía del mero mejoramiento individual o social, la que hace imposible su concreción. No solamente porque el bien absoluto o la justicia perfecta son empiricamente inalcanzables sino, lo que es más grave, porque son incompatibles con el ser humano. Una sociedad donde la utopía se materializara haría que el sentimiento utópico careciera de objeto, lo que supondría la pérdida de un plano existencial que convertiría la vida en dificilmente pensable.
Por eso una situación donde el hombre es todo lo que quiere ser: crítico literario en la noche, pescador en la mañana y cazador en la tarde (Marx), significa un medio estancado y sin aspiraciones. Un ámbito donde pasado, presente y futuro, se repiten a sí mismos sin la ilusión del cambio y la transformación. A su vez, perdida esta ilusión, toda crítica y oposición social desaparece, ¿pues qué sentido, excepto la improbable propensión al mal, puede llevar a alguien a negarse a la perfección?
Esto, como bien vió Benjamin, nos sitúa en el centro de una paradoja. ¿Si el sentimiento utópico resulta una dimensión imprescindible de la vida humana y a su vez la utopía "visée" (utopía como modelo acabado, pasible de realización) al decir de Ricoeur aparece como autofrustrante, o incompatible con la naturaleza del hombre, como se remonta la aporía? No por cierto suprimiendo la utopía, lo que dejaría sin objeto al sentimiento, y eliminaría el imprescindible fermento crítico de una sociedad, sino convirtiéndola en lo que debe y puede ser: un principio regulativo en el sentido kantiano. Es decir una esperanza que conlleva de manera explícita su propia inalcanzabilidad, el horizonte móvil de una praxis que por definición nunca podrá alcanzar su perfección.
Un principio regulativo, que retomando a Ricoeur, funciona como instancia ética que señala la distancia, la tensión necesaria entre el "ser" y el "deber ser". Tal, v.gr., la idea kantiana de la progresión indefinida de la racionalidad humana teniendo como horizonte "el reino de los fines". O la esperanza, "malgré tout", del perfeccionamiento moral de la especie. O la ilusión social demócrata de un futuro civilizatorio que paulatinamente -mediante una empeño sin pausas que incluso con desfallecimientos y retrocesos- vaya ampliando los cauces de la libertad real.
En la promesa comunista el planteo es precisamente el opuesto. La utopía del hombre nuevo que superando la alienación ha vencido las constricciones esenciales para el desarrollo libertario del hombre no es un ideal regulativo. Constituye un destino cierto, inevitable e inminente, en el que, sobrevenida la catarsis revolucionaria, desembocará, quiérase o no, la historia social. Salvo que sobrevenga la catástrofe y la historia se detenga. Lo de "Socialismo o barbarie" no es, para esta visión un planteo retórico: constituye la única opción que queda abierta al desarrollo civilizatorio si es que el hombre pretende escapar a la descomposición social y a la brutalidad de una vida de eterna lucha y competencia.
Marx a diferencia de sus predecesores -salvo en sus vagas metáforas sobre la superación de la división del trabajo- nunca describe los detalles del estado final de esta sociedad desalienada, sólo señala sus grandes líneas y la forma de levantar las constricciones que impiden su concreción. Frenos que que una vez superados por la socialización de los medios de producción, conducirán desde el principio "de cada uno según su trabajo", típico de la primera fase revolucionaria -donde "toda la sociedad será una sola oficina y una sola fábrica, con igual trabajo y salario" - al principio "a cada uno según su necesidad", inherente al estado final de la etapa comunista. Y en esta ilusión, de una sociedad sin necesidades materiales, aún el realista Lenin fue fiel a su maestro.
Porque es obvio que esta celebrada imprecisión sobre la forma precisa de la utopía -de la que se sabe que supone nada menos que la plena realización humana en la abundacia plena- no hace a los creadores del "comunismo científico" menos utópicos, ni los distancia, como ellos mismos creyeron, de los socialistas a lo Owen o Fourier. Ingenuos pero en el fondo dubitativos de que en la prometida sociedad poscapitalista: "con el desarrollo múltiple de los individuos, crezcan también las fuerzas productivas y fluyan con todo su caudal los manantiales de la riqueza colectiva" .
Por si no bastara sucede que en el marxismo a la promesa de la utopía se agrega la certeza de su advenimiento, en lo que constituye una profunda innovación teórica: la incorporación a lo que de otro modo podría resultar una mera profecía, de una verdadera filosofía de la historia. Una filosofía particularísima que por primera vez predice, no con la incertidumbre de la especulación metafísica sino con la fuerza de la ciencia dialéctica, el final de la historia, o el de la "prehistoria de la humanidad", si de serle fiel a Marx se trata.
A este esquema naturalista del desarrollo social se agrega otra idea clave: la "revolución", que como recuerda Kolakoski, complementa la promesa utópica. "Creer en el progreso significa la esperanza de un mundo mejor, que surgirá como continuación del actual: impulsando la instrucción, la razón, reformando la moral, desarrollando la técnica. Progreso significa continuidad, acumulación de logros, mejoramiento. En contraste el mesianismo moral se nutre de la esperanza de una radical discontinuidad de la historia, el salto de la cantidad a la calidad que abre la puerta al tiempo nuevo"
Por lo mismo, en su forma cabal, tal como se la proponía el leninismo -es cierto que en Marx, buen hegeliano, el tema admite otros matices- la revolución aspira al hundimiento definitivo de gran parte del legado cultural anterior, incluyendo todas las formas de moralidad hasta entonces dominantes. Un salto dialéctico, que como quería Engels supera cualquier idea evolutiva de la historia.
Por más que el pasado ni muere solo ni nunca desaparece totalmente y que por ello la transición posrevolucionaria exija -como tosudamente señalaba Lenin- una represión sin desmayos. Una que en primer lugar, elimine al burgués -la contracara de la utopía- el hombre de la mentira, quien lejos de encarnar lo universal sólo tiene una obsesión: sus intereses, y sólo un símbolo: el dinero (Furest). Y luego a todos sus aliados: objetivos o subjetivos. Será precisamente esta dimensión exterminadora de categorías sociales, y por último, de hombres y mujeres de carne y hueso, la que los estalinistas, los guardias rojos maoístas y los comunistas camboyanos, para únicamente nombrar los más notorios, practiquen a la perfección.
Estado totalitario y genocidio
Es sabido que, para el comunismo, la cultura y la moral son regiones superestructurales dependientes de, y funcionales para, la infraestructura económica (relaciones de producción) que define a la formación social. Si pudiera hablarse de una moral universal -cosa que Marx negaría- sólo sería posible hacerlo en virtud que todas las formaciones anteriores al comunismo participan de la explotación del trabajo humano. Unicamente esa común característica otorga parentesco a las distintas moralidades históricas precomunistas.
Pero, hablando con propiedad, ninguna moral presocialista es posible (salvo como ilusión encubridora y por tanto no valiosa) porque la alienación impide la manifestación de la libertad humana en la que se basa cualquier moral concebible. Con lo cual dichas moralidades positivas constituyen, en todas sus variantes, desde las religiosas hasta las seculares, sólo apariencias de tales . Por eso no fue producto de las circunstancias, sino de su propia doctrina, que Lenin o Trotsky definieran la dictadura del proletariado como violencia pura sin constricciones, desdeñaran los derechos humanos y anunciaran que el Estado soviético no prometía ni libertad ni democracia. O que afirmaran que toda actividad cultural quedaba subordinada a los objetivos revolucionarios, condenado "las fábulas sobre la ética". . Porque la historia, como dijeron, ni se sustenta ni avanza, basada en sentimentalismos fáciles ni en consideraciones morales.
Es absolutamente cierto, como también escribió Trotski, que los comunistas "nunca se cuidaron de parloteos kantiano-sacerdotales o vegetarianos-cuáqueros, acerca de lo sagrado de la vida humana", pero es coherente con ese descuido que su consecuencia fuese el peor genocidio de este siglo Como muchas veces ha sido dicho, entre otras por el propio Trotski, las revoluciones comunistas, sin ninguna excepción, fueron dirigidas al principio por un partido, más tarde por una elite del mismo y muy pronto por su dirigente más renombrado o, como Stalin probó, el más apto para comandar las purgas. Ese fenómeno de "estilización" de las estructuras de poder, siempre tendientes a una cúspide unipersonal, tampoco obedece a una casualidad repetida, sino, como arriba comentamos, a las propias necesidades de regímenes altamente represivos y muy especialmente de aquellos cuyo objetivo es hacer tabla rasa con el pasado para instaurar un tiempo y un hombre nuevo.
No es posible dirigir un experimento de cambio civilizatorio de la envergadura del que se propusieron los comunistas sin la más absoluta centralización y verticalización imaginables. Bujarin, Kamenev, Zinoviev o quizás el mismo Trotski, aunque su caso ofrezca dudas, probablemente no hubieran sido capaces, integrando el Presidium o cualquier otro órgano ejecutivo de carácter colectivo, de liderar sin pestañear un proceso que supusiera, a lo largo del tiempo, la muerte de millones de individuos. La responsabilidad por las decisiones de ese calibre, aún bajo el supuesto de la inexistencia de la moral, no pueden colectivizarse ni debatirse en ámbitos más o menos públicos como políticas permanentes, aunque naturalmente se deba delegar su ejecución. Tal la génesis del "centralismo democrático" del endiosamiento patológico del partido y del verticalismo de su conducción.
El Estado totalitario, como instrumento de la utopía y patología de la modernidad, invita al genocidio, y éste reclama tal tipo de Estado . Hannah Arendt , ha mostrado cómo las sociedades genocidas son aquellas en las que el Estado dispone sin cortapisas del destino de sus ciudadanos y donde por consiguiente la vida ha dejado de constituir un valor. Por su parte el totalitarismo comunista, producto de una ideología misional, es la muestra más perfeccionada de esta categoría de estado. Claramente la emblematizó en su apogeo estalinista; más desdibujada la mantuvo en el largo ocaso que terminó con Gorbachov. Caótico pero igualmente terrible se manifestó en sus emergencias asiáticas.
La modernidad del genocidio, explica Ives Ternon, se manifiesta mediante la irrupción de una ideología totalizante, operante desde un Estado diseñado para su implantación. "El genocidio es en el siglo XX, el siniestro retoño de las bodas negras del totalitarismo y la ideología". Una fórmula claramente compartible si se le agrega que se trata de una ideología misional centrada en la utopía más avasallante de la historia.
Cuando la razón es ideologizada
En ocasiones la razón produce monstruos, pintaba y escribía Goya, una visión que con toda propiedad este siglo ejemplificó en el comunismo que a diferencia del nazi-fascismo, nunca hizo un culto del irracionalismo. Por el contrario fue poderosa y profundamente racional, sirviéndose de una racionalidad que no sólo se proyectó al futuro, sino que se volvió sobre el pasado, encerrándolo en su trama.
A través de esa razón ideologizada, el mito -la zona más o menos obscura de lo irracional metaforizado- si bien transformado, retornó a la civilización, que nunca lo había expulsado totalmente. Retornó como lo que es: memoria y en menor grado profecía: presencia viva de los orígenes antes de la caída y esperanza de un cambio que nos retrotraerá -o nos proyectará- a ese comienzo alboral. Pero en tanto regresó en envoltura ideológica, también lo hizo como explicación, como razón, por más que sea racionalidad amputada.
Sólo que aquí el relato sobre los orígenes abandona todo atisbo moralista, como el que por ejemplo practicaba Rousseau, para ascender a la pretendida objetividad de la descripción científica. Por eso el marxismo leninista está a caballo de la premodernidad en su rescate y tranformación del mito -el comunismo primitivo travestido en el reino comunista de la plena abundancia- y de la modernidad en su potenciación de la ciencia y la razón.
El mito inserto en la utopía, en una estructura ideológica coherente, sin solución de continuidad, que a través del relato de la evolución de las distintas formaciones sociales nos conduce desde el hombre primitivo, anterior a la división del trabajo, hasta la sociedad del superhombre desalienado, con que se cierra el periplo. Una clausura del círculo evolutivo que da fin a la historia que conocemos. O que, como quería Marx, trasciende a la prehistoria abriendo la era de la libertad.
El pasado explicado por el mito, el futuro asegurado por la utopía y el presente que los enlaza a través de una poderosa ideología racionalmente articulada, perfeccionan un relato circular y completo que contesta todas las dudas. O por lo menos que todo lo aclara al aguerrido conjunto de militantes-soldados, que comandados por su primer secretario asumen la grandiosa tarea de transformar la ideología en realidad revolucionaria.
La primera concepción, en la historia moderna, capaz de abarcar la totalidad de la historia universal y, superando a Hegel, proyectarse con verosimilitud al futuro. Una coherente y motivadora arquitectura narrativa, que no ostenta el nazi-fascismo, que presenta al mito de la pureza racial y de sus eternos enemigos judíos y eslavos en estado elemental, como una fábula, como un imaginario místico, al que sólo cabe adherirse sentimental o intuitivamente. O, en el extremo, como un irresistible impulso emocional de fusión emanado del folk, que no admite, no soporta, un escrutinio racional, ni excesivas incorporaciones ajenas al círculo de raza y sangre.
Fenómeno de adhesión emotiva más bien cerrado, totalmente ausente en el ecuménico leninismo que hace depender la adhesión de sus militantes del conocimiento de la ideología y sus contenidos explicativos. De allí la ausencia, pese a grandilocuencias ocasionales, fundamentalmente en el estalinismo, de la parafernalia operística: monumentos, concentraciones, uniformes, símbolos esotéricos y exotéricos, que caracterizan al nazismo.
Eso no obstante, en tanto consagración de la utopía racional que asegura un futuro de bienaventuranza, nada puede oponerse a los designios del marxismo-leninismo sin constituirse en una rémora, en un obstáculo a remover para que reine plenamente la razón. Como nada puede oponerse, aunque las motivaciones sean más emocionales, al totalitarismo nazi. Tolerancia, compasión, mesura, piedad, modestia, constituyen "no-virtudes", disfraces de un modo de dominación que explota y veja al hombre. Los integrantes de categorías sociales opuestas a la revolución, al igual que los contrarrevolucionarios por adopción, no merecen respeto ni consideración porque objetivamente preservan la opresión e impiden el cambio. Sólo son enemigos del advenimiento de la libertad entre los hombres. Un objetivo que enlaza al comunismo con la ilustración, por más que los separe -y vaya si los separa- los mecanismos de implantación de esa libertad elegidos por uno y por otra.
Ni Lenin, ni Stalin, ni Mao, ni Kim Il Sung, Ceaucescu, Ho Chi Minh o Pol Pot, líderes supremos de la implementación de la utopía, pueden permitir que ella sea impedida, retardada u obstaculizada. Sobre sus hombros de gigantes recae la colosal apuesta de instaurar una humanidad renovada, aún si ella no desea renovarse. Si este proceso cuesta decenas de millones de muertos, e iguales o mayores cantidades de presos, vejados o torturados, es únicamente para asegurar un futuro luminoso, donde para siempre desaparecerá la explotación y revivirá la libertad. Ningún obstáculo puede contraponerse a ese luminoso designio.
Este no es un sueño de moralistas a lo Kant, ni de utopistas premodernos, que confundían deseos con realidades. Fue, y aún es para algunos, una promesa de única ciencia verdadera del siglo XX y como tal está (estuvo) avalada por los mejores intelectuales de Occidente.
De este modo la patología de la modernidad llegó a su apotesis con el comunismo. En el caso del nazismo por defecto, por crítica a sus designios liberales e igualitaristas, en el comunismo por exceso, por confundir el "ser" con el "deber ser", lo posible con lo imposible. La utopía ultrarracionalista y amoralista del "Tiempo Nuevo" se transmutó en el Estado totalitario y en una práctica genocida que costó cien millones de muertos en cuatro continentes.
De la escatología religiosa se pasó a una ideología que bajaba el paraiso a la tierra. Una promesa de "parusía secular" capaz de suspender todo juicio sobre los medios. Pero también apta para, en nombre de la libertad y la igualdad, identificar a gran parte de los intelectuales del siglo XX con una de las dos peores tiranías conocidas. Apta para hacer florecer por todo occidente partidos abnegados, cofradías de iniciados generalmente perseguidos por sus ideas, en cuyo interior, como en las primeros grupos cristianos, fructificaba la solidaridad y una cálida actitud de abnegación y sacrificio. Un calor de secta, de familia ampliada, que por cierto no otorgaba ninguna de las restantes agrupaciones seculares del anómico y en las periferias anémico, capitalismo de posguerra.
Tal el resultado, pagado en tantas vidas humanas, de hacer creer a los hombres que la felicidad social más plena, la concreción de los mejores ideales ilustrados, es obtenible en este valle de lágrimas, y está al alcance de las masas revolucionarias y de su partido: el único capaz de descifrar el oculto mensaje de una historia que en aras de sus grandioso objetivos utópicos, desdeña toda consideración moral sobre los medios.
Resta intentar abordar el disimulo con que aún hoy, pese a nuestra desencantada posmodernidad, se transita sobre los restos de este terrible genocidio. Seguramente las razones que en su momento explicaron esta actitud siguen hoy operando en sus tardíos practicantes. O en todos aquellos que sin serlo creyeron, cerrando ojos y oídos, que allí se construía una nueva sociedad, plena de defectos pero con un futuro luminoso. O en los otros, los que nunca creyeron pero callaron por comodidad o cobardía.
¿Por qué la escasa publicidad de los crímenes comunistas? Y sobre todo ¿por qué ese silencio académico sobre la catástrofe de su ejercicio que ha afectado, desde hace tantos años, a cerca de una tercera parte del género humano en cuatro continentes?
¿Cómo explicar, que todos aquellos que intentaban informar, dar testimonio de sus experiencias en los campos, fueran sistemáticamente desoídos? Acaso Solzhenitsyn, Bukovsky, Plyuch no fueron expulsados de su país, y Sajarov no fue exiliado, ante la indiferencia de la mayoría de los intelectuales de Occidente. ¿Y qué prensa tuvieron Víctor Serge, Orwell o Koestler, cuando denunciaron con detalles sus experiencias de antiguos comunistas testimoniando todo el horror imperante en la patria soviética en la década de los treinta o la forma bárbara en que los comunistas se comportaron durante la guerra de España?
No puede olvidarse que no hubo reacción, excepto la hostilidad y el desprecio, la sospecha paralizante de hacerle el juego a la derecha cuando Solzhenitsyn publicó el "Archipiélago Gulag", Shalamov "Los relatos de Kolymá" o Pin Yathay "La utopía asesina", obras que sin embargo debieron haber sacudido hasta las sensibilidades más embotadas. Vassili Grossman se pregunta por qué para las víctimas del comunismo ha resultado imposible mantener una memoria viva de la tragedia, tal como justificadamente se hace con el holocausto judío. Quizás sea, como subraya Todorov porque "la memoria de nuestros duelos nos impide percibir el sufrimiento de los otros". O quizás porque los comunistas, del bando de los vencedores en la Segunda Guerra, nunca tuvieron su Nuremberg. O a lo mejor porque el prestigio de la revolución, el mágico quiebre de la continuidad que despejará el camino al "hombre nuevo" aún sigue vivo, como continúa lozano el mito del Che -un comunista cabal y en esa medida un dogmático indoblegable- o el respeto irreflexivo por "los que luchan" contra el capitalismo, sea cual fuere su lucha, tratando con desprecio cualquier crítica a los crímenes de sus predecesores.
También es cierto que para los memoriosos, quienes aún recuerdan a la "gloriosa patria socialista" que derrotó a la bestia fascista, ese recuerdo sigue operando como escudo, omitiendo que si lo hizo -y no sin renuencias- fue por salvar su propia piel. Y que una cosa es el debido homenaje al sin par sacrificio de los pueblos de la antigua U.R.S.S. durante la guerra y otro al régimen estalinista que los gobernó autocráticamente en el período y los masacró antes, durante y después de ella.
En el Uruguay aún está por escribirse una historia de la izquierda, una historia de sus adhesiones y fundamentalmente de sus silencios y complicidades. En una labor interdisciplinaria paciente que requerirá sortear resentimientos pero también gentilezas y concesiones. Qué exigirá una historia y unos historiadores libres del síndrome del "anticomunismo", de la mera idea de que con sólo escribir la palabra "comunismo" se le hace el juego a la reacción. Una historia en suma, que no abdique ni a derechas ni a izquierdas de los mínimos morales que la defensa de los derechos humanos, la única utopía que no admite discusión, requiere en todo tiempo y en toda latitud.
Los supuestos básicos de la explicación aquí adoptada sobre la relación leninismo-genocidio y su esquema de desarrollo, son los siguientes: a) Todas las revoluciones de matriz soviética (URSS, China, Camboya, Laos, Corea, Viet Nam, Cuba, etc.), implantan regímenes político sociales donde la ideología cumple un rol fundamental. Otorga pautas detalladas para sus imstituciomalización estatal y dirige los objetivos últimos de la revolución (econoómicos, sociales y culturales). b) La ideología marxista-leninista contiene, a los efectos de su práctica, determinados núcleos básicos. El más importante radica en una fuerte promesa utópica: la sociedad desalienada con inicio de realización inmediata mediante la revolución. Dicha utopía se relaciona hacia el pasado con el mito de la edad de oro (comunismo primitivo), degradada por la división del trabajo (propiedad privada), cerrando hacia ambos lados la totalidad de la historia conocida. Toda utopía, que prometa su realización, no solamente es empíricamente imposible sino autocontradictoria. c) La utopía comunista contiene elementos que garantizan discursivamente su concreción. Fundamentalmente una filosofía de la historia (materialismo histórico). La misma se basa en el descubrimiento en el plano del actuar humano de leyes sociales naturales (leyes dialécticas, ontológicas y epistemológicas), con lo que la promesa utópica adquiere la certeza de las predicciones científicas. Tales elementos, racionalmente articulados, otorgan a la ideología su fuerte poder de atracción y de motivación para su práctica. d) La ideología predice que la consolidación de la utopía, supondrá un estado de guerra (exacerbación de la guerra de clases), donde deberá destruirse al enemigo (burguesía y asociados). El enemigo, historicamente retardatario, dificulta el logro de las metas revolucionarias en función de sus intereses materiales, apegados al pasado. e) Durante este proceso de cambio social la actuación revolucionaria no deberá atenerse a ningún principio moral que no sea la consecución de la utopía. La moral prerrevolucionaria no tiene valor universal, sino que responde a los intereses dominantes de la sociedad en que impere. La moral -si es que tuviere sentido seguir hablando de ella- sólo comenzará con el imperio de la libertad presente en la sociedad desalienada. La promesa utópica es amoral, porque la historia no avanza mediante consideraciones de tipo ético. Mientras existan clases la moral es imposible. f) El terror revolucionario (miedo generalizado y arbitrario inducido desde el Estado) es funcional a la consolidación de la utopía. Desmotiva al enemigo. Constituye un recurso revolucionario legítimo y necesario. g) La guerra deberá ser conducida por un partido de revolucionarios profesionales que represente y lidere al proletariado (mandante objetivo de la revolución). Las decisiones de la cúpula partidaria revolucionaria una vez tomadas no admiten discusión (centralismo democrático). h) La institucionalización estatal de la ideología, genera, porque ésta así lo reclama, un Estado totalitario, (dictadura del proletariado). Dicho Estado conduce -pese a que la ideología no lo demanda- en la generalidad de los casos, y debido a una lógica situacional historicamente reiterada, a un gobierno unipersonal (autocrático). El autócrata es el que ha tenido más capacidad para desalojar del poder a los primeros compañeros de tarea. Fundamentalmente en la primera fase de consolidación revolucionaria. La ideología impone al autócrata la instauración de una utopía irrealizable y contradictoria, pero le adelanta que esa imposibilidad (vivida como colosal dificultad para el cambio social), se debe a la presencia de un enemigo artero que debe ser destruido sin piedad. i) La destrucción del enemigo (genocidio y politicidio), es funcional y necesaria para consolidar la utopía. La permanencia del enemigo explica los fracasos en ese camino y justifica las repetidas frustraciones. Ellas demandan más represión. Sólo cuando el régimen abandona sus objetivos finales (y entra en la fase de declinación), termina el terror. j) La combinación de todos estos elementos lleva a una situación donde el dictador, que goza de plenos poderes gubernamentales y su camarilla asesora, se ve abocado, so pena de fracaso, a realizar la utopía (bien social absoluto). Una tarea fácticamente imposible. Para intentar concretarla no debe soportar restricciones morales ni contrapoderes efectivos, ni externos ni internos al partido único. El terror estatal, aconsejado por la ideología le es funcional para el emprendimiento. Los fracasos son siempre imputados a las dificultades de la tarea y especialmente a la pervivencia del enemigo de clase. Cada frustración eleva la tasa de terror, so pena de rebajar las aspiraciones. La muerte masiva de elementos contrarrevolucionarios primero, y de todos aquellos que no facilitan la labor revolucionaria luego, es el resultado de la aplicación de la ideología marxista-leninista. |
![]() Portada |
© relaciones Revista al tema del hombre relacion@chasque.apc.org |