En el 250 aniversario

Tres miradas sobre Goethe

Rafael Paternain

 

Hace 250 años nacía J. W. Goethe, uno de los más grandes exponentes de la literatura universal. No hubo género de escritura que escapara a su talento, ni zona del saber que burlara su curiosidad. Hombre representativo de su época, fue, en el sentido más cabal del término, un burgués. Poseedor de una sensibilidad única, su vida -tanto como su obra- ha sido objeto de admiración, de fabulación y también de rechazo.

Con el presente artículo pretendemos rescatar, al azar, tres miradas lanzadas hacia el hijo de todos los tiempos por tres intelectuales de nuestro siglo. Confesamos, sin embargo, nuestra marcada preferencia por la perspectiva de Thomas Mann, pues en ella se demuestra -con el ejemplo de Goethe- que no hay verdadera literatura sin sociología, y viceversa.

El tomito de tapas negras con las Obras Escogidas de Thomas Mann, que hace unos cuantos años hurté de la biblioteca de mi tía, me acompaña de nuevo en un viaje, esta vez por tierras españolas. Lo llevo conmigo porque hace tiempo que tengo ganas de releer Carlota en Weimar, novela publicada en 1939. En el vuelo de Montevideo a Madrid comienzo la lectura, pero la abandono de inmediato con la firme intención de no retomarla. Tres días después de haber llegado a la hermosa capital, una fría noche de invierno me convida a unas horas de tranquilidad con el tomito de tapas negas en la sala de mi apartamento. No fueron horas, sino unos pocos minutos. Volvía a dejar la lectura. Me doy cuenta que necesito más tiempo y más concentración. Toda lectura bien hecha, y por lo tanto provechosa, requiere un esfuerzo importante. Y en ese sentido no hay que permitirse excepciones.

Goethe desde dentro

Pero para aquellos que no pueden con los vicios grandes existen los vicios menores, aunque lo menor hay que asociarlo ingenuamente aquí a lo cuantitativo. Revisando la pila de libros que me había llevado, escojo mecánicamente uno de José Ortega y Gasset que se titula Tríptico. Mirabeau o el político, Kant-Goethe, y me devoro dos ensayos: Goethe desde dentro y Goethe, el libertador, ambos escritos en 1932 con motivo de los 100 años de la muerte del gran poeta de Alemania.

En esas vibrantes páginas, Ortega plantea el tema de la vida. La vida como tarea, como realización, como externalización, como productividad y como vocación. Le advierte a los biógrafos -ese gremio con inclinación liviana hacia la psicología vacía- sobre la tensión entre el adentro y el afuera, entre el "yo" y su circunstancia. Dicho problema corre para todos aquellos que han interpretado a Goethe, ese clásico que vivió de los clásicos, y cuya obra no se ilumina sino a partir de su propia vida. Y su vida no sólo fue un tizón encendido para sí mismo (por la no correspondencia entre su vocación y su realización), sino también para los cientos de creativos encargados de contemplarla, magnificándola y deformándola. La vida de Goethe es todavía un tizón encendido para nosotros.

Ortega recomienda comprender a Goethe desde adentro, desde su vocación mucho más que desde su intimidad. Desde su destino, ya que con Goethe se dibuja la idea que la vida humana es lucha del hombre con su individual destino. La vida tiene el problema de sí misma: no es, sino que se hace, no es cosa, sino tarea. Y en el caso de Goethe con un rasgo que debe ser explicado: la contradicción.

Mostró un desarrollo prematuro, y antes de los 30 años ya había creado (aunque no terminado) todas sus grandes obras; sin embargo, en el entorno de los 40, se preguntó en Italia, si su quehacer estaba en la poesía, en la pintura o en la ciencia. Encontró -o creyó encontrar- su respuesta en Roma, pero más adelante la vieja duda sería reeditada.

A lo largo de su vida, las vacilaciones predominaron. Huyó de su existencia de escritor, para caer en la triste historia de Weimar. Luego huirá de Weimar, pero regresará. ¿Por qué pasó toda su vida en aquella ciudad con esa piel tan ágil para la huida?, ¿se atornilló en Weimar para escapar de sí mismo?

Hombre al que todo parece haberle salido bien, hay abundante documentación que demuestra que fue la criatura que pasó más días de malhumor. Hombre de movilidad, de riqueza de tonos, de perspicacia para el contorno, siempre anduvo rígido y tieso. Hombre en quien la multiplicidad de dotes desorienta y perturba la vocación: en Weimar hizo de todo, pero nada fue radicalmente y con plenitud.

Goethe pudo instaurar una literatura alemana caracterizada por el ímpetu y la mesura –Sturm und Mass. Reunía ambas potencias, pero una vez más Weimar frustró ese proyecto. La maldita ciudad lo separó del mundo y de sí mismo. Goethe se enquistó allí, y quedó a disponibilidad. Se olvidó que era un náufrago –pues la vida es naufragio- y flotó sobre su vida.

Otra contradicción, motivada por sus percepciones acerca del mundo, surge con claridad: su optimismo spinozista y su imagen botánica de una vida sin angustias y sin desorientación chocan con su propia existencia (en la cual pasó buscándose o evitándose) y con su obra (Werther, Fausto y Meister van por el mundo procurando su destino íntimo, o tal vez huyendo de él).

Por fin, Ortega y Gasset arremete: vivir es la inexorable forzosidad de determinarse y de encajar en un destino exclusivo y aceptado. Una vocación no puede fundarse en la indiferencia y en el simbolismo, y Ortega se molesta cuando recuerda estas palabras del alemán: "siempre he considerado mi actuación y mi labor como meramente simbólicas, y en el fondo me era bastante indiferente verme haciendo pucheros o vasijas". Goethe se sobornó a sí mismo con sus ideas: una, la de la actividad ("tiene que ser"); otra, la del simbolismo (renunciar a entregarse a una figura determinada).

¿Qué validez tienen todos estos juicios de Ortega y Gasset? No le falta agudeza al español para señalar los problemas fundamentales, así como para acertar en todos y cada una de las contradicciones goetheanas. En cambio, tengo la impresión que lo individual (una vida, un personaje, etc.) queda atrapado por arriba y por abajo. Por arriba, porque lo exterior –en este caso, la ciudad de Weimar- es interpretado con ánimo de simplificación y de caricatura: ¿por qué no pensar que una individualidad como la de Goethe hubiera vivido en contradicción en cualquier parte, y que fue mejor su acomodación principesca a una eventual disolución en otro contexto social? Por debajo, porque rechaza con mucha facilidad los contenidos de los impulsos íntimos y porque reafirma la necesidad de una vocación y de un destino con impertinente unilateralidad.

El español cae sin remedio en el voluntarismo y en el vitalismo ciego, y no observa que, aun para hombres de la talla de Goethe, no existe ningún programa vital que no esté condicionado previamente por la influencia de los otros. Pero todavía hay algo más importante: Ortega cree que el arte es algo respetable, pero superficial y frívolo, si se lo compara con la seriedad de la vida. ¿La obra de arte no forma parte de la vida?, ¿no es realización también, tan digna, seria y respetable como cualquier otra manifestación de vida?, más allá de las paradojas, ¿no hubo acaso en Goethe correspondencia entre su producción y su vocación?, su literatura, sus hallazgos y sus investigaciones, ¿fueron en dirección contraria a su inclinación?

Sospecho que un caprichoso brillante como Ortega no tiene derecho a llegar tan lejos con sus afirmaciones. Por suerte, sólo recomienda ver a Goethe desde dentro, y no da un paso más allá. No resuelve, pero plantea, y el amargo sabor de sus preguntas me hace mirar de reojo mi tomo de tapas negras.

Goethe, el burgués

También sospecho que cada tradición está en condiciones de comprenderse sólo a partir de sí misma. Dicho de otra forma, Goethe puede ser aquilatado dentro del ambiente alemán. La exactitud y la verdad sobre su figura han de asentarse sobre un amor íntimo cuya falta de respeto se mitiga por el afecto más vivo para la grandeza del genio. El propio Thomas Mann ha hablado de Goethe desde "su propia sustancia" y desde su "experiencia familiar". Mientras tanto, ¿qué hacemos los que no pertenecemos al tronco de esa tradición?, ¿resignarnos a la incomprensión o reclamar derechos en nombre de la universalidad del artista y del arte? Si lo universal sólo puede apresarse a través de lo particular, si un fragmento de lo humano en este caso puede aspirar al éxito interpretativo por medios exclusivamente alemanes, entonces hay que preocuparse por la infraestructura, por los recursos y por la metodología de esa apropiación.

Pienso en la filología de Walter Benjamin (que tanto impresionara a Hugo von Hofmannsthal) y toda su apoyatura filosófica, las cuales se desprenden de las mismas evidencias manejadas por Ortega y Gasset, aunque recorren un universo goetheano más vasto y profundo. Benjamin sabía que en todo impulso biográfico las obras deben estar decididamente en primer plano. Estas no son derivables como los hechos, vale decir, que de ellas no se puede deducir jamás el carácter del hombre: las obras no pueden dar una perspectiva final y acabada del carácter, pero al mismo tiempo, el carácter permanece inescrutable cuando se prescinde de la obra.

Sabía también que todas las obras auténticas tienen sus hermanos en el ámbito de la filosofía. La obra de arte no compite con la filosofía misma; tan sólo se pone en la más estricta relación con ella por su afinidad con el ideal del problema. La vida y la obra de Goethe asociadas, pues, al ideal de un problema.

El problema de una naturaleza que le tenía miedo a las fuerzas demoníacas y a la muerte. El problema de un temperamento cuya soledad y mutismo fueron productos de una lucha interna por dirimir diversas formas de vida. El problema de un hombre petrificado en el caos de los símbolos, y que al actuar cae bajo el poder de los signos y de los oráculos. El problema generado por su pánico a la responsabilidad, el más espiritual de todos aquellos temores a los que Goethe estaba ligado por su naturaleza, y que fuera causa de su postura conservadora en lo político, en lo social y, más tarde, en lo literario, así como la raíz de la omisión en su vida erótica.

A su vez, Benjamin atisbó otros inconvenientes, como por ejemplo, la debilidad de la burguesía alemana en el plano de su literatura: ésta siguió dependiendo del feudalismo, aunque las simpatías del literato estuvieron del lado de la burguesía. Dentro de este esquema, Goethe no se sentía -como Lessing- el paladín de las clases burguesas, sino más bien un representante o un embajador frente al feudalismo y al principado alemanes. Goethe, ese nihilista político que fue incapaz de articular ninguna opinión fundamental en asuntos de la vida estatal, ese gran exponente de la literatura clásica burguesa, jamás pudo pensar la cultura burguesa de otra forma que no fuera en el marco de un Estado feudal ennoblecido. Después de Voltaire, fue Goethe el literato que supo por primera vez asegurarse la autoridad europea y representar ante los príncipes, el prestigio de la burguesía mediante una existencia igualmente grande en lo espiritual y en lo material.

Goethe y Mann

Goethe como representante de la época burguesa: así se titula un magnífico ensayo de Thomas Mann, aparecido en ese significativo año de 1932. ¿Acaso el meollo del problema Goethe se reduce a las claves sociológicas del orden burgués? Thomas Mann lo ha creído así, y dedicó energía y talento en esa dirección. Incluso, sé muy bien que toda la fuerza de dicha argumentación y toda la brillantez literaria se concentran en esa novela que hace días me prometo releer en mi práctica edición de tapas negras.

¿Cómo vio Thomas Mann a Goethe? En primer lugar, como una individualidad representativa, como un tipo psicológico complejo que está más allá de lo íntimo y de lo grandioso: en pleno declinar de la época burguesa, Goethe sintetiza para Mann el medio milenio burgués que va desde el siglo XV hasta los finales del siglo XIX. Y esa síntesis sólo puede comprenderse, con inmediatez y naturalidad, a través del recurso -típico de la mentalidad sociológica- de los dualismos.

El dualismo se puede caracterizar como una estrategia conceptual -no siempre conciente- en donde un par de opuestos quedan recortados paradigmáticamente sobre la realidad, sin agotar suficientemente las mediaciones entre ésta y la conceptualización. Por ejemplo, según Thomas Mann, Goethe fue un hijo de los siglos XVIII y XIX, pero también lo fue del siglo XVI y de la Reforma. Más aún: fue hermano de Lutero y de Erasmo. Del primero obtuvo el protestantismo y el gran germanismo nutrido de fuerzas populares; del segundo recibió la amalgama de naturaleza y cultura, la aristocracia del espíritu humanista y la simpatía hacia todo lo delicado e impopular. En definitiva, una naturaleza como la de Goethe, abierta a todas las contradicciones, conjuga dos tendencias yuxtapuestas: la germano-burguesa y la del renacimiento.

En otro momento de su ensayo de 1932, y como no podía ser de otra manera, Thomas Mann compara a Goethe con Schiller. El autor del Don Carlos expresó la idea burguesa en un aspecto político y democrático, mientras que el creador del Fausto la presentó en un sentido más espiritual y antipolítico. Dentro del carácter burgués alemán, en donde la cultura confrontó con la democracia, Goethe fue un luchador en lo moral, en lo espiritual y en lo erótico. Pero también fue un decidido partidario de Europa en contraposición al nacionalismo alemán.

En segundo lugar, para Thomas Mann la figura de Goethe encarna una infinidad de rasgos característicamente burgueses. Las formas sociales, el cuidado de la indumentaria, la sensibilidad para lo elegante, así como la pulcritud y la gracia, van de la mano con la cortesía y la sencillez. La bondad y la jovialidad infantiles y paternales conviven con la importancia asignada al buen comer y beber.

Como hombre de negocios y jefe de su casa, Goethe fue vigilante, desconfiado y tenaz. A su vez, heredó "la conducta severa de la vida", la cual degeneró, en la vejez, en pedantería y en extravagancia de coleccionista. La virtud burguesa de la paciencia, de la diligencia y de la constancia para perfeccionar una obra iniciada se complementa con la orden de terminar, como ética de todo trabajo. El culto, la santificación y la economía del tiempo, así como la fe ascética en la obra, son atributos espirituales de una sociología fundada en la mentalidad burguesa religioso-protestante. Por fin, si el atrevimiento es propio del artista, bien puede considerarse como burgués aquello que en él hay de moderado, de estilo alegre, equilibrado y ecuánime.

En tercer término, Thomas Mann establece con Goethe poderosos lazos de afinidad general, que van más allá de lo burgués. Como creadores, ambos fueron temperamentos más bien lentos que impulsivos e improvisadores. Como autores, ambos vivieron a expensas de los recuerdos de juventud, y la esencia de sus producciones está en retomar y perfeccionar concepciones que pertenecieron a los albores de sus vidas. Ambos alabaron la mañana como la parte del día más propia para la actividad creadora, ya que allí somos más prudentes y previsores. Ninguno de los dos fue de palabra solemne, sacerdotal, rimbombante, ceremoniosa: la sobriedad y la sencillez que los caracterizó fueron consideradas por muchos –de ayer y de hoy- como evidencias de perfiles antipoéticos.

Goethe y Mann asumieron la pesada responsabilidad de su misión. Ambos padecieron fatiga, irritabilidad y frecuentes enfermedades. Ambos supieron que el artista debe tener "un origen" y debe "saber de dónde proviene". Por distintos motivos y en diferentes momentos, ambos cayeron en la tensión entre lo cultural y lo político, entre lo alemán y lo europeo, entre lo conservador y lo revolucionario.

Pero la gran contraposición fundadora y productiva Thomas Mann la aprendió en el arte y en la psicología de Goethe: el reino del espíritu se compone de dicha, de armonía, de paz, de seguridad, de bondad y de alegría, mientras que la naturaleza es incertidumbre, contradicción, negación, duda, carencia de juicio decidido, indiferencia, tortura y malignidad.

Y así llegamos al cuarto plano de lo que Mann observó en Goethe: su carácter. La frialdad y la molicie, el humor endiablado y la versatilidad primitiva, fueron notas destacadas de su naturaleza. Más irónico y extraño que afectivo, más negativo que positivo, cultivó un estado de ánimo amargamente humorístico y un sofístico espíritu de contradicción. Se transformó una y otra vez, lo enjuició todo y fue capaz de comprender y de aceptar las opiniones más encontradas.

Goethe fue, en realidad, un hombre modesto y humilde. La invencible cortedad que demostró en su vida en el trato con la gente, la disimuló con una tiesura ceremoniosa, al tiempo que su confusión de igual raíz la disfrazó de apariencia altanera. En opinión de Thomas Mann, cortedad y confusión tienen un origen profundo: a diferencia del enfermizo Schiller, Goethe demostró para todo –menos para su trabajo- una natural falta de convicción y de fe.

La naturaleza no se desliga del espíritu. Por eso en Goethe el desamor fue verdadero amor hacia los hombres. Amor, porvenir y humanidad son la misma cosa. Los sentimientos, la simpatía y la bondad vital, que constituyen el fondo del carácter de Goethe, condicionaron con espontaneidad su concepto de "digno de vivirse". Thomas Mann advierte esto para sí mismo, para la literatura y, en especial, para los alemanes. Goethe es la tradición y el futuro, es lo burgués que conduce a lo postburgués. En él se demuestra cómo la trascendencia espiritual de lo burgués se transforma y se compensa. En él podemos presentir a Nietzsche: la voluntad y la vocación para el máximo desaburguesamiento, para la aventura peligrosa del pensamiento inquiridor, allí está la carta blanca que el pensamiento mismo ha concedido al hombre burgués.

Literatura y constelación

El futuro está en el espíritu. Así interpretó Thomas Mann en 1932 el legado de Goethe. En el profético Los años de viaje se recupera el espíritu burgués, a través del propio espíritu. De la universalidad se pasa a la unilateralidad, del individuo a la comunidad. En el nuevo mundo postburgués sólo habrá un interés utópico sobre la ciencia. Una sociedad organizada y estructurada gestará una humanidad libre de penas; un mundo sobrio, gobernado por espíritus aptos, barrerá esa sensibilidad corrompida y sórdida, propia de los pequeños burgueses. En definitiva, a los hijos preclaros de la burguesía les aguardan posibilidades infinitas de autoliberación y autosuperación.

Entre un pasado agotado y un futuro de barbarie con el nazismo en puerta, Thomas Mann detecta en el viejo Goethe la utopía de una sociedad tecnificada y especializada. Sobre fines del siglo XIX, el sociólogo francés Emilio Durkheim señaló que la opinión se inclina cada vez más a hacer de la división del trabajo una regla imperativa de conducta, a imponerla como un deber. El hombre perfecto y universal, que representa una cultura general, que se interesa por todo sin comprometerse en nada, nos produce hoy en día el efecto de una disciplina floja y relajada. Para luchar contra la naturaleza tenemos necesidad de facultades vigorosas y de energías productivas. Para Durkheim hay que desconfiar de los talentos exclusivamente movibles que rechazan un papel determinado: "sentimos un alejamiento hacia esos hombres cuyo único cuidado es organizar todas sus facultades, pero sin hacer de ellas ningún uso definido y sin sacrificar alguna, como si cada uno de ellos debiera bastarse a sí mismo y fuera un mundo independiente. Nos parece que ese estado de desligamiento y de indeterminación tiene algo de antisocial. El buen hombre de otras veces no es para nosotros más que un diletante, y negamos al diletantismo todo valor moral; vemos más bien la perfección en el hombre competente que busca, no el ser completo, sino el producir, que tiene una tarea delimitada y que se consagra a ella, que está a su servicio, traza su surco".

Goethe calibró esta utopía, pero la entrevió sólo para la dimensión social, jamás a nivel del individuo. Mann fue testigo del tiempo de cambios, y frente a su Alemania que se encaminaba hacia el horror, la dulce visión de una sociedad armónica y dividida le aportó contenido a su posición política. Sin embargo, para él también, como hijo preclaro de la burguesía, lo individual es tarea espiritual. Con un añadido decisivo: el individuo sufre y se distorsiona frente a las imposiciones de lo exterior (la sociedad, la moral, la economía, la burocracia, la naturaleza). Como la propia sociología, toda la literatura de Thomas Mann está edificada sobre el contrapunto individuo-sociedad. Así como el psicoanálisis freudiano demostró ser una modalidad de comprensión sociológica profunda a partir de la intransferible experiencia individual, lo mismo puede sostenerse para la narrativa de Thomas Mann.

¿No será hora de brindarle la atención debida a mi tomito de tapas negras? La lectura de Carlota en Weimar se vuelve ahora inesquivable. Mann recupera a Goethe, no desde el ensayo sino desde la novela histórica. En otras palabras, lo hace no desde los dualismos sino desde la constelación. Diálogo y temporalidad, amplitud y libertad, verdad e imaginación, comprensión y orden: Goethe representa una individualidad excepcional en la cual se opera la gran síntesis de la ironía universal, en la cual lo cristiano y lo anticristiano se confunden, y en la cual se produce la reconciliación ejemplar entre el genio y la sensibilidad del brumoso norte y el espíritu trimétrico del azul eterno.

Goethe es un pedazo de vida de la humanidad. Y en su cabalidad, sólo la literatura es capaz de aproximársele, y sólo la literatura logra reconstruir los pliegues más hondos del sentido en donde flotan los dualismos y en donde conviven lo particular con lo general, la filosofía con la sociología, el individuo con la sociedad, la conciencia con la ingenuidad, el romanticismo con el sentido práctico.

¿Qué recuerdos guardo de la primera lectura de Carlota en Weimar? Por lo pronto recuerdos bastante nítidos como para adentrarse en juicios arriesgados. Sea lo que fuere, no olvido que toda esta apasionante aventura espiritual se desencadena a partir de una "extravagante visita". Amor, instinto, pasión, pecado, tentación, culpa, suicidio: todo se reedita cuando Carlota Kestner –la mujer que inspiró la gran obsesión del Werther- llega a Weimar en setiembre de 1816. Todo comienza con un viaje que está contenido en mi tomito de tapas negras.


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