Serie: La Narratología (I)

La obra de Prince:

El narratario, lo narrante y lo narrado

J. Guillermo Renart

 

Una definición corriente de la narratología es estudio de "lo que todas las narraciones, y sólo ellas, tienen en común […], así como lo que genera las diferencias entre ellas".

La definición es inobjetable, pero se interpreta a veces reductivamente; lo atestigua su contexto apropiado, la obra narratológica de su propio autor, que nos enfrenta a la vastedad y la relevancia vital de la narratología

La definición pertenece al Diccionario de narratología de Prince, el destacado profesor de la Universidad de Pennsylvania (Prince 1987: "Narratology"; todas las traducciones del inglés son de J.G.R.). Pocos han contribuido como Gerald Prince al progreso de la narratología desde que Todorov propuso este término en 1969. Señalaba Todorov en esa ocasión la necesidad de reconocer la autonomía que la disciplina así designada tenía con respecto a la poética literaria. Porque era dentro de la poética literaria como se venía cultivando la narratología desde los tiempos de Platón, pero ese espacio se estaba volviendo demasiado reducido para la narratología, una disciplina cuyo desarrollo empezaba a expandirse notablemente.

¿Merece cultivarse la narratología, tiene relevancia vital? La respuesta ha de ser, sin duda, afirmativa, si convenimos en que el narrar —o, si se prefiere, la narratividad— "es el medio primario de conocer el mundo y, por tanto, de explicárnoslo a nosotros mismos y a los otros", como sostiene Paul Ricoeur (en palabras de Valdés 1994: "Ricoeur"). Y para tomar conciencia de ese medio primario de conocer el mundo, la obra narratológica de Prince es una guía luminosa. Pienso que esta obra se halla hoy, a más de un cuarto de siglo de elaboración, en el punto de madurez que hace pertinente y productivo su examen de conjunto: ¿Qué ha aportado Prince a la narratología, qué nos dice hoy su reflexión?

Para responder (en parte) a esta pregunta, he de concentrarme, ante todo, en dos textos de Prince, quizá sus dos publicaciones fundamentales —el artículo "Introduction a l’étude du narrataire" ("Introducción al estudio del narratario"), de 1973, y el libro Narratology (Narratología), de 1982—, y desde allí me referiré al resto de su obra. Lo mismo haré luego con un artículo de 1993, también titulado "Narratology", especie de compendio condensado de la disciplina y de sus vicisitudes en el mundo académico.

A la reseña de la obra de Prince, he de agregar, cuando lo considero pertinente, mi propia aplicación práctica de las ideas en cuestión a textos literarios; para esta tarea he de usar sucesivamente textos de Mario Benedetti, Cervantes, Bécquer, y Horacio Quiroga —y también otros textos en referencias más breves. He de agregar también, en otras instancias, mi propia reflexión teórica sobre dichas ideas, para lo cual deberé servirme ocasionalmente de la referencia a algunas publicaciones mías, en particular Renart 1987, 1992a, 1992b, y 1994.

Nótese que la obra narratológica de Prince no es breve, pues consta de numerosas contribuciones a la expansión de la disciplina pero lo que verdaderamente la distingue es el valor y la resonancia de sus aportes. Así, ya en 1973, su A Grammar of Stories abrió ancho camino en la investigación estructuralista, generando una vía complementaria de las de Propp, Greimas, y Todorov. A Grammar of Stories puede traducirse aproximadamente como Gramática de los relatos —trátese, destacaríamos hoy, de relatos ficcionales como también de relatos históricos. El objetivo último de tal "gramática" es hacer para la narrativa lo que la gramática hace para la lengua: Una explicación de la estructura y el funcionamiento de todos los relatos que se han hecho y que se puedan hacer, y una organización integral de los mismos.

Pero Prince no detiene su aportación a la gramática narrativa en el libro de 1973; en publicaciones ulteriores va modificando y desarrollando su concepción, y aunque este proceso no se ha detenido, tiene una culminación notoria en el mencionado Narratology de 1982. Dejaré, pues, para tratar de la gramática narrativa en un segundo artículo, continuación del presente, al referirme a ese libro. En un tercer artículo, finalmente, he de ocuparme de la polémica en torno a la narratología, a saber, las objeciones mayores que se le han hecho, y la respuesta de Prince a las mismas.

El narrador y el narratario

Si atendemos a la evolución del pensamiento de Prince a través de los años, reclama nuestra atención primeramente un trabajo publicado con anterioridad. No sólo tiene este trabajo una gran importancia intrínseca; es, además, el texto de Prince que tal vez más se le ha asociado, durante años, en los estudios sobre la narrativa. Se trata de un artículo tan breve cuanto marcador de rumbos: la mencionada "Introduction à l’étude du narrataire".

Este artículo, publicado en la revista Poétique de París en 1973, vino a ser la fuente básica para numerosas investigaciones del "narratario". El artículo marcó rumbos porque estimuló y guió la exploración de esa dimensión antes descuidada del texto narrativo: El narratario, en efecto, es el personaje o personajes a los que el narrador de un texto se dirige al narrar, y aunque ningún narrador puede decir siquiera una palabra sin narratario —sin algún destinatario: sin dirigirse a alguien—, los estudios sobre la narrativa no solían tenerlo en cuenta.

Tal negligencia pudo deberse en parte a que pocos cuentos y novelas hacen presente al narratario en la historia relatada, o aun le dan un nombre, o siquiera un apelativo menos identificador que un nombre (como el "Vuesa Merced" del Lazarillo de Tormes, la preciosa novelita anónima del S. XVI que inaugura la tradición picaresca moderna en el Occidente). Esa borradura del narratario ocurre en textos como "Los asesinos" o "Colinas como elefantes blancos", los clásicos cuentos de nuestro contemporáneo Hemingway, el norteamericano famoso por la difícil economía narrativa de sus relatos. Pero podría argüirse que de alguna manera también ocurre (aunque sin duda parcialmente y en un grado muy distinto que en los textos recién mencionados) en, por ejemplo, algunas novelas clásicas del realismo decimonónico como Crimen y castigo de Dostoiewski.

Si bien, pues, el narratario es siempre —al igual que el narrador— un personaje, el detectarlo como tal exige en muchos casos un esfuerzo deliberado, una actitud de escrutinio. El artículo de Prince estimuló con eficiencia esa actitud de escrutinio del narratario. ¡En buena hora!: La narratología empezó a darse cuenta de que, cuando el narrador habla, procesa su discurso de igual manera que todo hablante consciente: Procura condicionar lo que dice, cuanto dice, como lo dice… por aquel o aquellos para quienes habla.

Pero si no lo hace, si el narrador no es lúcidamente consciente de las consecuencias reales o pretendidas de su hablar, estaremos ante un síntoma de indudable interés. Posiblemente indicará el distanciamiento ideológico del narrador con respecto a sus personajes o a la historia que relata. O tal vez será efecto de una anomalía psíquica: piénsese, por ejemplo, en ciertos narradores-personajes caracterizados por limitaciones manifiestas —así, Benjy, el primero de los tres narradores-personajes que alternan en el relato de The Sound and the Fury (El ruido y la furia), la obra maestra de Faulkner, publicada en 1929.

El trabajo de Prince fue, por tanto, una guía valiosa y fermental para la toma de conciencia de los efectos de la atención al narratario, sobre todo en la interpretación de la obra en general y del narrador en particular.

El narratario y la interpretación del narrador

Con respecto a la interpretación del narrador, piénsese sobre todo en los narradores —tanto narradores-personajes como narradores externos a la historia— que se desviven para responder a las posibles objeciones de sus destinatarios, o para convencerlos de algo sin lugar a dudas. Otra vez el prolífico Balzac nos ofrece un ejemplo proverbial, ahora en su obra tal vez más leída, Papa Goriot, cuyo narrador encarna como pocos esas actitudes. Al mismo tiempo que van así delineando la imagen real o supuesta de sus narratarios, tales narradores van perfilando metonímicamente (desde el efecto manifiesto a la causa implícita) sus deseos de agradar, o de manipular, o de dominar: sus debilidades, necesidades, motivaciones. La atención a los narratarios, pues, produce una luz que ilumina a ambos: narratarios y narradores juntamente.

La manera de (auto)delinearse la imagen del narrador mediante su relación con el narratario, recorre una gama que va desde la sutileza a la evidencia. Es, naturalmente, en el polo de la evidencia donde se encuentran los casos más ejemplares de autodelineamiento. Acabamos de citar un caso obvio, el del narrador de Papa Goriot. Pero quizá sea aun más famoso otro caso, publicado más de ochenta años antes del libro de Balzac. Se trata de la obra cumbre del primer período áureo de la novela inglesa, esas tres o cuatro décadas que empiezan hacia 1740; me refiero al Tom Jones de Fielding, o más bien a su locuaz narrador, todo un personaje inolvidable.

Recordemos también otro caso notable, éste del género cuentístico, "Corazonada" de Mario Benedetti (recogido en el libro Montevideanos en 1959). Aquí el contacto manifiesto del narrador —o narradora, en este caso— con el narratario traiciona ostensiblemente sus intenciones. En efecto, los repetidos esfuerzos de esa narradora-personaje por convencer a sus destinatarios de la espontaneidad de sus acciones (repite y repite que ella obra sólo por "corazonadas"), van volviendo progresivamente manifiesto su flagrante calculismo.

En el otro polo, los casos de autodelineamiento sutil del narrador mediante su relación con el narratario, han de encontrarse principalmente entre los relatos de narrador heterodiegético —i. e., narrador no personaje—, sobre todo si éste trata de ser "objetivo" e invisible. Prince cita dos casos ejemplares, uno de pleno naturalismo de fin del siglo pasado, Germinal de Zola; el otro, de la primera mitad de nuestro siglo, una de las dos o tres mejores novelas sobre la guerra civil española, publicada en medio de esa contienda (en 1937), L’espoir (La esperanza) de Malraux. Pero no faltan casos entre los relatos de narrador homodiegético —i. e., narrador-personaje. Prince señala el de Meursault, el solitario, aislado, alienado, personaje narrador de la novela El extranjero de Camus, publicado en 1942 (coincidiendo, pues, con la de Malraux en aparecer en medio de una devastadora contienda, ahora la segunda guerra mundial).

Narratario, contenido y expresión

Pero el narratario puede tener otras funciones importantes en la obra a más de la caracterización del narrador. Entre ellas se destaca la de constituir un factor clave en la elección del contenido y la plasmación de la expresión de innumerables narraciones. Recuerda Prince un caso paradigmático, ese clásico temprano de la prosa italiana, el Decamerón de Boccaccio, escrito en el siglo XIV. Siete mujeres y tres hombres deciden alejarse de Florencia, asolada por una terrible peste, y residir durante diez días en lugares placenteros. Para entretener su ocio forzado, convienen en que cada uno habrá de contar por turno —asumiendo, pues, sucesivamente, el papel de narrador— una historia que entretenga a sus compañeros —que serán, pues, los narratarios.

Para conseguir tal efecto, la temática de las historias, su extensión, su estilo, y numerosos rasgos más, estarán obviamente determinados, en cada caso, por los intereses de los presentes —es decir, los narratarios. Y bien sabemos cuáles son los resultados, esa abundancia de historias picantes tan sabrosas que llenan el Decamerón… Se trata de un obvio ejemplo, pues, de que el componente narratorial puede alcanzar una función narrativa —es decir, relevante a la narración entera— de decisiva importancia: desde los aspectos centrales hasta los detalles del contenido y la expresión, numerosos elementos de la narración pueden ser determinados por la figura del narratario.

Anotemos, finalmente, las otras funciones del narratario que examina Prince: Servir de mediador entre el narrador y el lector; ilustrar, o destacar, o desmentir, un tema; naturalizar el relato, es decir, contribuir a la verosimilitud de la historia relatada; servir de móvil de la historia misma, motivando o catalizando su avance; en fin, verbalizar las conclusiones (filosóficas, morales) de la historia.

Lo narrante y lo narrado

Los nueve años siguientes de la carrera académica de Prince condujeron al tratado maduro: Narratology: The Form and Functionning of Narrative (Narratología: La forma y el funcionamiento de la narrativa) de 1982. Toda la narrativa queda allí articulada en torno a un claro sistema centrado en dos conceptos de larguísima raigambre semiótica: lo narrante y lo narrado. (Como resulta obvio, se trata de conceptos paralelos a los saussurianos de significante y significado, que, bien se sabe, arrancan a su vez de una tradición milenaria de reflexión sobre la significación). No podremos considerar todos los aspectos que desarrolla Prince; sólo me detendré en los que considero centrales. Pero no dejaré de señalar cómo se integran coherentemente en su sistema algunos conceptos, no examinados por Prince en esta obra, que considero de capital importancia para la narratología actual, en especial el autor implícito y el lector implícito.

Lo narrante engloba sin forzamientos tanto el discurso mismo de la narración (de toda narración: así, novela, cuento, pero también relato histórico), como el origen y el destino de la misma.

En el origen se sitúa el narrador, detrás del narrador el autor real de la narración, y entre ambos el autor implícito o inferido. Este último (introducido por Booth en su fundamental The Rhetoric of fiction / La retórica de la ficción de 1961) puede requerir alguna aclaración. Voy a proponer uno de los conceptos del mismo que se discuten hoy: Consiste en la imagen del autor (o, en ciertos textos, autores) que el lector infiere del conjunto de indicios autoriales que emite el texto —o también que el lector transfiere al texto.

Nótese que tales indicios autoriales del texto pueden pertenecer verdaderamente al autor real o a su cultura (por ej., ciertas ideas sobre la sociedad o sobre el cosmos), o pueden ser puramente imaginarios (por ej., una lucidez o una magnanimidad para juzgar al ser humano que el autor real no practica en su vida cotidiana). Y entre todo ello, como sugerí antes, puede haber no sólo indicios que constituyan propiedades objetivas del texto, sino puede también haber elementos que el lector transfiere al texto desde su propia cultura o desde su propio, relativo, repertorio de datos sobre la cultura en cuestión (por ej., atribuyendo al autor o autores implícitos de la Ilíada ideas o sentimientos sobre la esclavitud que no son propios de la cultura griega de la época de producción de esa epopeya). Todo ello, pues, interviene en la gestación de la imagen del autor o autores implícitos por el lector concreto.

En el destino se sitúa el narratario, detrás de él el lector real de la narración, y entre los dos el lector implícito o inferido. Este último corresponde simétricamente al autor implícito o inferido: es su receptor; por ello propondré un concepto del mismo correspondiente al que he sugerido sobre el autor implícito. Consiste en la imagen del lector al cual se dirige el autor implícito, que el lector real infiere del texto —nuevamente, desde su propia cultura y a partir de su información sobre los factores de producción del texto (incluyendo la cultura en que éste se generó), lo cual, por tanto, lo puede llevar a hacer transferencias al texto de elementos no presentes objetivamente en el mismo.

Lo narrado es la historia relatada, con sus personajes, sucesos, tiempos, lugares, relaciones temporales, espaciales, causales…

un ejemplo: el quijote

Esquematizando lo dicho, tendríamos este sumario diagrámatico: autor real > autor implícito o inferido > narrador > historia < narratario < lector implícito inferido < lector real. El discurso empieza con el autor implícito y termina con el lector implícito. Para ilustración de este sistema, pensemos en cualquier novela, por ejemplo el Quijote.

Empecemos desde el lado de lo narrante. El autor real del Quijote es Cervantes. El autor implícito o inferido es la imagen autorial que el lector se hace a partir principalmente del texto, pero no sin la ayuda de sus conocimientos del autor real y la cultura del mismo, ni sin transferir posiblemente al texto ingredientes de su propia cultura y experiencia de la vida. Quizá la imagen autorial así resultante sea la un ser bueno y bondadoso, que contempla la diversidad del mundo con una sonrisa infinitamente comprensiva; quizá también la de un hombre golpeado por la vida, que adopta una visión perspectivista, de un relativismo algo escéptico, pero siempre tolerante y humanista; quizás…

El narrador es la persona que nos cuenta la historia, ese personaje heterodiegético que emite el discurso que comienza "En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme . . ." Pero son también narradores —cuando el narrador lo decide y por sus propias razones: subordinados, pues, a los efectos de expresión que él procura— los personajes a quienes cede frecuentemente la narración.

El narratario es la persona a quien el narrador apela al contar la historia de Don Quijote y Sancho y tantas otras figuras. Pero no olvidemos que cuando ese narrador básico cede la narración de la historia a los personajes —a veces, a Don Quijote, a veces, al propio Sancho, pero también a tantos otros—, éstos, a su vez, se dirigen a sus propios narratarios, o sea a otros personajes —Sancho, por ejemplo, suele contar sus historias a Don Quijote.

Detrás de todos ellos, no obstante, percibimos por inferencia al mencionado autor implícito (o, potencialmente, más de uno: ello ocurriría si nos pareciera que no todos los signos autoriales fueran compatibles entre sí, y, por tanto, remitieran a personas diferentes). Y también percibimos —inferimos— un lector implícito al que dicho autor apela, capaz de descodificar plenamente todos los signos, todos los mensajes, que el autor implícito le dirige (en el caso de varios autores implícitos, tendríamos otros tantos lectores implícitos).

Qué es una narración

Y es aquí donde reencontramos aquella subdisciplina que nos salía al encuentro al principio de este trabajo: la gramática de los relatos o, más genéricamente, la gramática narrativa. En efecto, una vez que tenemos un texto cualquiera (oral, escrito, visual, etc.) donde se encuentran todos estos factores y componentes, ¿cómo se estructura y cómo funciona ese texto? O, si se prefiere, ¿qué propiedades tiene y qué reglas cumple para poder llamarse "narración", o poder decirse que tiene una estructura y un funcionamiento narrativos? Porque muchos de los factores y componentes que acabamos de señalar se encuentran también en textos no narrativos, como, por ejemplo, en la poesía lírica. Así, el autor real, el autor implícito o inferido, el lector real, el lector implícito o inferido, personajes, el tiempo, el espacio…

Pensemos en cualquier poema, por ejemplo, la popular "rima" de Bécquer "¿Qué es poesía?, dices mientras clavas / en mi pupila tu pupila azul; / ¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas? / Poesía… eres tú." (Bécquer 1963: 44). El autor real de este poema es Bécquer. El autor implícito o inferido es la imagen autorial construida por el lector a partir, principalmente, del texto: quizás un joven romántico atormentado que procura proyectarse en un hombre ficcional que fuera sereno, lúcido y amante. Este ser ficcional, emisor del discurso, es el equivalente del narrador en las obras narrativas. Y la equivalente del narratario, es esa mujer a quien el emisor se dirige.

Ambos —emisor y destinatario— son también personajes de la pequeña historia que se nos cuenta o, más bien, fragmento de historia: lo que de ella pueden informarnos tres o cuatro breves frases, cada vez más breves, de uno solo de los interlocutores, que parecen extraerse de un diálogo entre los dos; más que relatarse, la historia se insinúa. Pero aun este fragmento de historia presupone un tiempo concreto: un tiempo durante el cual el hombre habla y la mujer escucha. Y un espacio donde los dos se han encontrado. El lector implícito, en fin, es la imagen que nos forjamos de quien entendiera apropiadamente los mensajes del autor implícito o inferido codificados en el texto.

Narrativa y lírica, pues, comparten numerosos elementos —y más elementos aun comparten la narrativa y el teatro—; la narratología estudia todos esos elementos en cuanto conciernen a la narrativa. Pero la gramática narrativa se concentra en lo estrictamente narrativo, en la narratividad misma. La completa identificación de la narratividad supondría un análisis detenido de cada una de las (cinco) partes de la gramática narrativa. No podemos pretender que quepa en este trabajo. Podemos, sin embargo, columbrar las ventajas de dicha gramática respondiéndonos a las preguntas siguientes:

¿En qué consiste la gramática narrativa? ¿Cuáles son sus partes o componentes? Los términos —los vocablos técnicos— que emplea, ¿qué relación tienen con los de la lingüística? ¿Qué beneficios nos obtiene la gramática narrativa hacia adentro y hacia afuera de la narración: en el plano disciplinar y en el interdisciplinar? Como anuncié al principio, ese será el tema del próximo artículo: "Prince y la narratología: II. La gramática narrativa".

 

Referencias

n.b.: Para los datos bibliográficos de las obras de teoría, crítica y literatura que cita Prince, remito a las respectivas publicaciones de éste (cuyos datos bibliográficos figuran en esta lista); constan en esta lista otras obras aquí citadas, que uso en mi reflexión adicional aquí incorporada; constan también obras citadas por Prince pero representativas de una reflexión narratológica específica a la que aquí aludo).
Bécquer, G. A. 1963 [1871]. Rimas. Ed. José Pedro Díaz. Madrid: Espasa-Calpe.
Benedetti, Mario. 1959.
Montevideanos. Montevideo: Alfa.
Booth, E. 1961. The Rhetoric of Fiction. Chicago: Chicago University Press.
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