Serie: Convivencias (XXV)

Intelectuales y política en Uruguay

Adolfo Garcé

 

La historia de la relación de los intelectuales con el poder político es tormentosa, conflictiva y apasionada. En 1847, en plena Guerra Grande, los doctores "afrancesados" del gobierno de la Defensa desterraron a Rivera, paradigma de la "barbarie caudillista". En 1875, los caudillos deportaron a la Habana en la Barca Puig a un grupo de connotados "principistas". En 1958, crecientemente ofuscados con el poder político, los universitarios "conquistan" la autonomía. En 1973, los militares intervienen la Universidad Pero el balance de esta borrascosa "distancia crítica" es más fecundo de lo que podría parecer.

Se diría que los uruguayos hemos sido capaces de comprender mejor los méritos de nuestros caudillos que los de nuestros doctores. Para la historiografía piveliana, los caudillos forjaron la patria, mientras los doctores, que en realidad no entendían mucho, suspiraban soñando con Europa. La distribución de méritos en la innegablemente exitosa construcción del Uruguay de principios de siglo se realiza, otra vez, solamente entre blancos y colorados. Los intelectuales ocupan un rol secundario. La monumental figura de J. Batlle y Ordóñez, eclipsa a la de C. Vaz Ferreira o a la de J. E. Rodó.
Tampoco la historiografía revisionista que se dedicó, a partir de los '50, a encontrar "las grietas en el edificio batllista", pudo hacer una buena reconstrucción de los aportes de la intelectualidad a la política. El problema, aquí, era más de fondo y estaba relacionado con el paradigma marxista al uso: la intelectualidad liberal -en tanto mero epifenómeno de la estructura económica- sólo podía aportar insumos para consolidar la hegemonía de la clase dominante. Más recientemente, entre políticos pero también entre académicos, viene circulando una interpretación de los años de la crisis que, curiosamente, responsabiliza más a los intelectuales que a los dirigentes políticos acerca de la crisis nacional. En este texto presento una interpretación diferente del legado político de la intelectualidad uruguaya.
En mi opinión, una de las mejores tradiciones de los intelectuales uruguayos es la de tener una relación problemática con la política. No habrán sido los responsables de todo lo bueno, pero tampoco fueron los culpables de todo lo malo que le ha pasado a este país. Y me pregunto dónde estaríamos hoy si aquellos pretensiosos doctores y sus criticones herederos sólo se hubieran dedicado a "cultivar su jardín", haciendo caso omiso a los dilemas de la "polis".

Una historia pendular

Cíclicamente, como obedeciendo a alguna irresistible lógica pendular, intelectuales y políticos se acercan y se alejan. Siguiendo esa pista es relativamente sencillo efectuar una periodización. Desde 1830 hasta fines de los años '80, la historia de la relación entre conocimiento y poder en el Uruguay muestra tres fases diferenciadas: dos momentos en los que prevalece el enfrentamiento y uno en el que prima la cooperación. Las fases que propongo considerar son las siguientes: i) 1830 - 1875: flagrante divorcio inicial, mutuos sueños de exclusión; ii) 1875 - 1933: acercamiento, cooperación, mínimas disonancias; iii) 1933 - 1989: nuevo y violento divorcio, adornado con una tregua -algo insólita- llamada CIDE. No voy a detenerme en justificar por qué creo que en los '90 estamos entrando en una nueva etapa. Pensándolo bien, podría ser un buen tema para otra nota.

Personalismo vs. legalismo (1830 - 1875)

Como es sabido, las primeras décadas de vida independiente de la República Oriental del Uruguay fueron años de extraordinaria turbulencia. Los recurrentes enfrentamientos entre los dos bandos bélico-políticos que, con el tiempo, se llamarían Partido Nacional y Partido Colorado, son la seña distintiva más característica de aquella época.
Pero aquella sociedad no sólo se dividía entre "oribistas" y "riveristas"; al interior de ambos bandos, atravesando horizontalmente el eje blancos-colorados, es imprescindible tomar en cuenta -como tempranamente advirtiera Pivel Devoto- el clivaje caudillos-doctores. La Constitución de 1830, a tono con las concepciones teóricas predominantes en su tiempo, no preveía la formación de partidos políticos. En realidad, para las doctrinas prevalecientes a fines de S. XVIII y comienzos del S. XIX, la existencia de partidos políticos era considerada contraria al interés general. El partido, para pensadores tan distintos como Bolingbroke, Rousseau o Madison era sinónimo de facción, de particularismo, de egoísmo, de pasiones. Los juristas que redactaron nuestra primera Constitución, ansiosos por sentar las bases de una nación pacíficamente integrada, no tomaron en cuenta que la paz civil no podía construirse negando la principal realidad política, vale decir, el profundísimo arraigo popular de los jefes militares. Cualquier historia de las relaciones entre intelectuales y políticos en el Uruguay debe empezar por registrar este flagrante divorcio inicial entre la Constitución de 1830 y la dinámica política de la época.
"Civilizar la barbarie", según la célebre consigna de Sarmiento significaba, en este contexto, eliminar al caudillo, excluirlo definitivamente de la vida política. A lo largo del período que va desde 1830 hasta el llamado "militarismo", la élite ilustrada ensayó algunas fórmulas más contundentes que la ya referida -y, ciertamente, tan simbólica- exclusión constitucional. En 1847, en plena Guerra Grande, los doctores colorados decretan el destierro del General Rivera, jefe del Ejército de la Defensa. En los hechos, el destierro de Rivera debilitó su prestigio personal, pero no el arraigo del fenómeno caudillista. La "política de fusión" (1851 - 1856) y el "Manifiesto de Lamas" (1855) fueron nuevas expresiones de la protesta de la élite ilustrada frente una dinámica política que persistía en estructurarse en torno a la "barbarie" caudillista, en lugar de asentarse en los "civilizados" y elegantes programas de principios redactados por los "doctores".

Primer balance: el legado de nuestra primera "generación crítica"

En suma, a lo largo de esta primera fase, caudillos y doctores aparecen francamente enfrentados. Los primeros, formalmente excluidos, controlan el poder político real; los segundos, no aceptan de buen grado su rol subordinado y pugnan reiteradamente por erradicar la "nociva" influencia caudillista, y por reemplazar "el gobierno de los hombres" por "el gobierno de la ley". Al respecto ha señalado Ulises Graceras: "la intelligentsia no se integró a los partidos. Los sectores cultos militaron en general de modo esporádico en favor o en contra de los movimientos dirigidos por los caudillos. Pero en general los consideraban un 'mal nacional', un factor de perturbación que impedía el libre juego de los derechos políticos, la paz social, la lucha ideológica".
El conflicto entre caudillos y doctores revelaba, como señalara C. Real de Azúa, el ostensible divorcio entre dos fuentes de legitimidad diferentes y, en el marco de la Constitución de 1830, incompatibles: la necesariamente precaria legitimidad jurídica de las autoridades formales, enfrentada a la fuerza formidable de la legitimidad del liderazgo caudillista, firmemente apoyada en el prestigio personal (el "carisma", de resonancias religiosas) y, sobre todo, en la capacidad retributiva (tierras libres, grados militares, empleos civiles, etc.).
Desde tanta distancia histórica, puede parecer demasiado ingenua la posición de los doctores. La historiografía nacional, empezando por el propio Pivel Devoto, ha sido mucho más generosa con los caudillos que con los doctores. Sin embargo, creo que las élites ilustradas de esta primera fase fueron un factor fundamental para el ulterior desarrollo de nuestro país. Funcionaron como implacable "conciencia crítica" de los excesos y de los riesgos del caudillismo. ¿Era o no necesario afirmar la legalidad institucional y proclamar su primacía frente a los -ciertamente legítimos- intereses y ambiciones personales?; ¿era o no sensato proponer que la política se asentara más en principios y menos en adhesiones emocionales? Este conflicto abierto entre la política real y sus críticos resultó muy fecundo si, levantando la vista, se evalúan sus efectos en el mediano plazo. Nuestros doctores -la primera "generación crítica" que conoció este país- jugaron más y mejor el rol de ideólogos que el de expertos. Subrayaron fervorosamente algunos valores desdibujados en la práctica desordenada de la política caudillista: la legalidad, los derechos individuales, la política de ideas. Agendaron asuntos que se transformarían en verdaderas obsesiones nacionales: la pacificación, la estabilidad política, la educación del pueblo.

De los doctores generalistas a los técnicos especialistas (1875-1933)

Durante el primer lustro de la década del '70 continuaron los enfrentamientos entre caudillos y doctores. Entre 1872 y 1875, los doctores tuvieron su gran oportunidad: conquistaron un lugar destacado en el Parlamento, en el que -según cuenta la leyenda- realizaron verdaderos "torneos de oratoria" centrados en la defensa de los derechos individuales. En 1875, a la salida de nuevos disturbios políticos, los caudillos se tomaron la revancha: un grupo conspicuo de principistas fue desterrado a la Habana en la Barca Puig, mientras que los caudillos reasumían el control del poder.
Contra lo que podría pensarse, en el mismo momento en que los principistas sufrían su peor derrota, comenzaba una larga fase -más de medio siglo- de incorporación efectiva de conocimientos especializados en la política nacional. Es cierto que, como ha alegado Ulises Graceras en el brillante estudio ya referido, durante el período "militarista" buena parte de la élite doctoral se apartó de la vida pública repudiando a los "colaboracionistas". Sin embargo, a partir de 1875 es muy visible la participación de determinados núcleos intelectuales en la reforma de algunas políticas públicas de gran trascendencia. La reforma educativa impulsada por José Pedro Varela -uno de los intelectuales más brillantes de su generación- y la modernización agropecuaria propiciada por la élite dirigente de la Asociación Rural, son los ejemplos más claros de la nueva pauta de relacionamiento entre Saber y Poder. En ambos casos, los gobernantes apelan a los expertos, a los especialistas, a quienes dominan los secretos del sector a reformar. El telón de fondo -desde el punto de vista de las ideas filosóficas- de este proceso fue la autocrítica doctrinaria de los doctores, que desembocó en la crisis del espiritualismo y el auge del positivismo.

Del maximalismo espiritualista al posibilismo spenceriano

Desde la década del '60, poco a poco, había comenzado a cobrar fuerza dentro de la élite ilustrada una nueva concepción acerca de cómo "civilizar la barbarie". Era obvio que el caudillismo había logrado resistir los diversos embates "civilizadores". Por ende, cada vez parecía más claro que la forma de combatirlo debía ser diferente. La más clara expresión de la nueva estrategia aparece en J. P. Varela, que somete a una crítica demoledora a los doctores espiritualistas de las generaciones anteriores. Según él, la guerra civil se debe tanto a la nefasta influencia de los caudillos (y de sus "ignorantes" secuentes) como al, no menos pernicioso "espíritu universitario": "Un doble esfuerzo es necesario realizar, pues, para destruir las causas fundamentales de nuestra crisis política: el uno para destruir la ignorancia de las campañas y de las capas inferiores de la sociedad; el otro para destruir el error que halla su cuna en la Universidad y que arrastra en pos de sí a las clases ilustradas, que intervienen directamente en la cosa pública". Para "civilizar la barbarie" se necesita algo más que buenas intenciones o que leyes ingeniosas; es preciso "estudiar la realidad". Vale la pena destacar que buena parte de los dardos varelianos fueron directamente al centro del problema, como reconoció, con singular estilo, el propio Ramírez. Hablando en nombre de la escuela espiritualista decía autocríticamente: "Nosotros efectivamente hemos abrazado con fe, con entusiasmo, con encarnizamiento, una docena y media de principios absolutos, verdades generosas que conducen nuestra inteligencia...Hemos olvidado, en cambio, el análisis profundo de esos mismos principios que formulábamos con admirable claridad, el estudio de su alcance en las diversas esferas de la vida pública...Los hechos, la experiencia, la observación, la práctica, poco valen a nuestros ojos profundamente sumergidos en el foco luminoso de la verdad suprema. ¿Qué fuerza agregarían esos elementos, contingentes y finitos según la frase de la escuela, a la fuerza universal y eterna del axioma? Que lo desmientan, que lo contraríen, que lo modifiquen siquiera en virtud de circunstancias imprevistas o de causas desconocidas, nos parece absolutamente imposible...Como el enamorado fanático, afirmaríamos la fidelidad de nuestra amada aunque la viésemos en los mismos brazos de un rival!".
La crítica al espiritualismo estaba más que madura. Varela era la punta más visible y acerada del iceberg positivista. La expresión más brillante del notable predicamento que la nueva doctrina -especialmente en su versión spenceriana- había alcanzado dentro de una élite ilustrada que ya estaba preparada para jugar un rol social mucho más concreto.

Del positivismo a la "paz filosófica"

Según Ardao, la influencia del positivismo debe vincularse con "el gran giro de nuestra mentalidad dirigente que...la condujo, del academismo de los principios constitucionales, al realismo económico y social". Parece claro que los principios de la filosofía positivista lubricaron la incorporación de los doctores en los partidos tradicionales: lo nuevo y mejor, de acuerdo a la doctrina evolucionista, debe construirse a partir de lo que ya existe. Por eso mismo, buena parte de los doctores dejaron de inventar nuevos partidos, aunque los principistas más intransigentes fundaron el Partido Constitucional (1880 - 1903). Poco a poco, los integrantes de la activísima generación principista de comienzos de los '70 logró conquistar posiciones de gran influencia dentro de los partidos tradicionales. Un caso muy especial es el de Julio Herrera y Obes, espiritualista pertinaz, que alcanzó la presidencia de la República sólo quince años después de haber sido uno de los desterrados en la Barca Puig.
El giro positivista también coincide con otros fenómenos sociales de suma importancia. Más específicamente, luego de la derrota política del principismo, durante el llamado período militarista, se produce la modernización del campo y se dan los primeros pasos hacia la protección de la industria nacional. Como mostraran Barrán y Nahúm, este programa modernizador fue impulsado por la Asociación Rural, que había sido fundada en 1871. Tomar en cuenta las recomendaciones -y los intereses particulares- de un grupo social contravenía doblemente la doctrina espiritualista y el "espíritu universitario". El giro positivista permitió construir un fecundo puente entre el Estado y la Sociedad, entre los gobernantes y los productores de la riqueza nacional, entre los dirigentes y quienes realmente podían aportar algunas de las claves programáticas y técnicas del desarrollo nacional.
La hegemonía de la escuela positivista duró poco. A principios de los '90, el "partido espiritualista", encabezado por el Presidente Julio Herrera y Obes, recuperaba el control de la Universidad. El revival espiritualista fue aún más breve. A mediados de los '90 -como anunciando la irrupción de Rodó y Vaz Ferreira- la intelectualidad uruguaya estaba preparada para superar los "ismos": "Para el dogmatismo cientista, y en particular para el darwinismo radical, había sonado en Europa la hora de la crisis, lo que repercutió en la tónica de nuestros positivistas; para el espiritualismo de viejo cuño, a la vez, había llegado el retiro definitivo, rendido ante los progresos científicos y el triunfo universal de la idea de evolución. Fatigadas en nuestro país las escuelas de la prolongada y ardiente lucha, empezaron a darse cuartel en una atmósfera de tolerancia, que a fines de siglo, con la aparición de nuevas formas de pensamiento, conduce a la paz filosófica".
Los más grandes filósofos de nuestra generación del 900, Rodó y Vaz Ferreira, con indudable brillo propio, se encargaron de transformar lo que bien pudo haber sido apenas una breve tregua, en una verdadera doctrina "oficial" de hondo arraigo y singular persistencia. La progresiva superación del sectarismo filosófico fue indudablemente funcional a la pacificación política del país.

Segundo balance: argumentos para la paz, insumos para el progreso

Desde 1875 hasta 1933 la relación entre caudillos y doctores cambió profundamente. Así como blancos y colorados aprendieron a compartir áreas de poder, inaugurando la política de coparticipación en la Paz de Abril de 1872, también caudillos y doctores comprendieron que debían interactuar siguiendo alguna pauta más civilizada y productiva que la de los mutuos destierros. La evolución del pensamiento filosófico nacional -el giro positivista y la posterior superación de los "ismos"- fue extraordinariamente funcional a estos efectos. Los intelectuales, sobre todo a partir de las masivas lecciones de tolerancia espiritual de Rodó y Vaz Ferreira, contribuyeron a la pacificación del país y a la institucionalización de la democracia. Pero, desde Varela hasta Serrato, en los ministerios o desde los directorios de las empresas públicas, numerosos expertos aportaron sus conocimientos especializados a la gestión pública, contribuyendo a incrementar la calidad de las políticas gubernativas del "Uruguay batllista".

La conciencia crítica (1933 -1989)

El golpe de 1933 representa un claro punto de inflexión en la evolución que intentamos rastrear. La pauta predominante es el malestar, la protesta, el conflicto, la marginación. Aunque seguramente aún carecemos de la suficiente perspectiva histórica como para poder apreciarlo con la distancia debida, existen numerosos indicios de la finalización de esta fase en los años '90.
Un buen resumen de este proceso aparece en Solari: "Hasta la crisis de 1929, los intelectuales encontraron en los partidos políticos tradicionales, una posibilidad de acceso y de influencia que parece haber sido percibida como bastante satisfactoria. Ya como técnicos independientes, ya como dirigentes políticos sintieron que sus preocupaciones por el país tenían un eco suficiente y se percibieron cumpliendo su misión...En la época los intelectuales son moderadamente inconformistas...El golpe de Estado de 1933 marca la iniciación de un proceso de cambio profundo...Lo sustantivo es que el país volvió a la normalidad institucional por un pacto, o si se quiere por varios pactos, entre los políticos de la dictadura y los de la oposición, pacto o pactos que la mayoría de los intelectuales de izquierda consideraron una traición inadmisible a los principios que, alguna vez, todos los dirigentes de la oposición parecieron aceptar. Fueran los intelectuales o los políticos los equivocados, o unos y otros, el hecho es que comienza aquí el alejamiento entre los intelectuales y el poder político representado por los partidos tradicionales, alejamiento que se irá haciendo cada vez más fuerte hasta terminar en un abierto conflicto...".
El divorcio comenzó, como en el siglo pasado, a partir de la contradicción entre principios y hechos, entre las formalidades legales y las modalidades de acción de los actores políticos: los intelectuales "críticos", como un siglo atrás los doctores, no aceptaron que las instituciones quedaran instrumentalmente subordinadas a los avatares de las pugnas político-partidarias. Una vez que, luego del "golpe bueno" de 1942, lo institucional pasó a segundo plano, los intelectuales críticos continuaron reclamando una política de principios: frente a la política "materialista", entendida como mero reparto de cargos públicos exigieron una nueva política "arielista", sustentada en ideales; frente al manejo diletante y empirista de las políticas públicas, clamaron por una política de expertos, racional, científica. El semanario Marcha se convirtió en la trinchera favorita de quienes querían elevar su voz para criticar éstos u otros aspectos del "Uruguay oficial".

La tregua desarrollista

En este proceso de progresivo alejamiento entre intelectuales y poder político, la labor de la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (1960 - 1966), representa un momento de tregua, una breve pero fermental sutura en la herida abierta por el golpe del '33.
La firma de la Carta de Punta del Este (1961) que creó la Alianza para el Progreso, fue un factor decisivo para hacer posible este encuentro. Como forma de prevenir otras revoluciones como la cubana, el gobierno norteamericano decidió brindar ayuda económica a los gobiernos latinoamericanos que se comprometieran a realizar determinadas reformas estructurales (entre ellas, la reforma agraria) y a mejorar sus políticas sociales. En este marco, el gobierno uruguayo nombró al director del Instituto de Economía de la Facultad de Ciencias Económicas, un muy joven Contador llamado Enrique Iglesias, para ocupar la Secretaría Técnica de la comisión. A partir de 1962 se formaron diversos grupos de trabajo integrados por técnicos nacionales y especialistas extranjeros, contratados a través de la OEA, el BID y la CEPAL. El primer resultado concreto de estas labores fue la presentación del Estudio Económico del Uruguay (1963), primer diagnóstico completo de la situación del país. Dos años después, la CIDE produjo el Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social, que fue aprobado por unanimidad en el Consejo Nacional de Gobierno en febrero de 1966.

El legado político del desarrollismo

También aquí es muy llamativa la gran simetría histórica entre el siglo XIX y el XX. El desarrollismo juega un rol histórico semejante al positivismo. Los desarrollistas realizan a la "generación crítica", simbolizada y vehiculizada por Marcha, el mismo reproche que los positivistas, un siglo antes, le hicieran a los espiritualistas: ausencia de realismo, de sentido práctico y de soluciones concretas. Igual que los positivistas, los desarrollistas lograron construir un puente fecundo entre Saber y Poder. Su casi desconocido legado es, empero, muy visible en diversas dimensiones de la política nacional.
En primer lugar, en el terreno de las ideologías partidarias, a partir de la matriz desarrollista surgieron tres especies del mismo género: i) desarrollismo "de izquierda", obrerista y estatista, visible en muchos de los fundadores del Frente Amplio (por ejemplo, lista 99 y PDC); ii) desarrollismo "de centro", agrarista, identificado con Wilson Ferreira Aldunate; iii) desarrollismo "de derecha", empresista, liberalizador, característico de la lista 15, cuyos principales técnicos jugaron un rol decisivo en su formulación teórica e instrumentación práctica (A. Végh Villegas, R. Zerbino, A. Bensión). En segundo lugar, en el terreno institucional, la constitución de 1966 recoge buena parte de las propuestas de reforma administrativa contenidas en el Plan de la CIDE. En tercer lugar, en el plano de las políticas públicas, muchas de las reformas emprendidas trabajosamente por el Uruguay a partir de los años '60 muestran su impronta: las medidas de promoción de exportaciones, especialmente de las de productos industriales; las políticas sociales, especialmente la Ley de Viviendas de 1968, la Ley de Educación de 1973 y la creación del BPS; en el terreno financiero, la regulación de la actividad privada y la creación del Banco Central; en el terreno tributario, la creación del Improme (1968) y la progresiva simplificación del sistema.

De la tregua desarrollista a la creación del Frente Amplio

Por múltiples razones, la fértil experiencia de la planificación desarrollista fue interpretada por la mayoría de los intelectuales que participaron en el proyecto como un fracaso. Es probable que haya contribuido a esto el excesivo voluntarismo de muchos de sus planteos. Por ejemplo, de acuerdo a los postulados teóricos de la época, el Plan debía ser aplicado in totum, ya que estaba concebido como un conjunto de medidas "armónicas", "necesariamente concurrentes". Obviamente, el sistema político le brindó un tratamiento distinto. Aunque no lo ignoró, rechazó sus pretensiones más tecnocráticas. Los partidos convirtieron el Plan en una cantera de propuestas separadas cuya pertinencia (sustantiva y política) debía ser cuidadosamente examinada caso a caso. Lo cierto es que, como corolario de este balance frustráneo de la tregua desarrollista, el enfrentamiento entre intelectuales y poder político se agravó. El contexto general de conflictividad social y de radicalización política coadyuvó para que la Universidad se enfrentara cada vez más abiertamente a los partidos tradicionales, sobre todo a partir de 1968.
La creación del Frente Amplio (1971) es inseparable de todo este proceso. Mirado de lejos, es una de las consecuencias más trascendentes del golpe del '33. Sin embargo, una adecuada arqueología del frenteamplismo debería ir mucho más atrás y hurgar en el siglo XIX. ¿Cuántas veces habían intentado los doctores tener su propio partido, en el que las ideas y principios reemplazaran las adhesiones emocionales y la búsqueda de cargos? Fue el sueño frustrado de los "fusionistas" de los años '50; la mayor ilusión de los principistas de los '70, plasmada en el Partido Constitucional; la seña distintiva de socialistas, comunistas y demócrata-cristianos que, acentuando su común denominador, se llamaban a sí mismos "partidos de ideas"; el reclamo más enfático de la fracción demócrata-social encabezada por C. Quijano dentro del Partido Nacional. El Frente Amplio condensa, unifica, esa larga y compleja tradición doctoral, crítica, inconformista, anticaudillista, principista.

Tercer balance: argumentos para el conflicto, insumos para el desarrollo

El golpe del '33 inició una prolongada fase de enfrentamiento y de progresivo alejamiento entre intelectuales y partidos tradicionales. Parece fácil encontrar elementos para justificar un balance negativo de la ruptura de la pauta de cooperación anterior: durante tres décadas, entre mediados de los años '50 y mediados de los '80, la performance nacional es muy pobre tanto en el terreno político como en el del desarrollo económico y social. Me parece indiscutible que, en el corto plazo, la creciente marginación de los intelectuales respecto a los partidos tradicionales contribuyó a debilitarlos. Sin embargo, la crisis de la democracia uruguaya no empezó ahí. En todo caso, ahí mismo, en ese mismo instante, se estaban creando las condiciones para una profunda modernización de la política nacional.
Como ya fue dicho, el período que comienza en el '33 puede ser dividido en dos momentos que guardan, además, una gran simetría con los sucesos del siglo XIX. Durante el primer período, simbolizado en Marcha, predomina una denuncia genérica ante la versión "rosada" del "Uruguay oficial". Durante el segundo período, representado por la CIDE, predomina la producción de conocimiento especializado apuntando a brindar soluciones concretas a los problemas nacionales. Así como el positivismo se apoyó en el terreno abonado por la drástica crítica espiritualista, el desarrollismo sólo puede ser comprendido en íntima relación con la siembra de la "conciencia crítica" de Marcha y el tercerismo. Incluso Aldo Solari, que no simpatizaba con la actitud de los terceristas, lo reconocía explícitamente: "Mostrar los males que lo corroen, los vicios de las instituciones y de la organización social y política, la declinación constante de su situación económica y moral es el deber, el duro y desagradable deber del intelectual. Una actitud de este tipo puede ser confundida por el observador superficial con un negativismo total, con la carencia absoluta de voluntad constructiva. Una actitud de crítica constante puede perfectamente ser una de las mejores maneras de construir el mañana. Los 'profetas de la desgracia' pueden terminar siendo los que han reunido, a veces sin saberlo, los elementos necesarios para la construcción".
Si hay que ir hasta Quijano y los de Marcha para comprender el desarrollismo y, si es preciso ir a buscar en la experiencia desarrollista algunas de las principales claves (programáticas e institucionales) de la resurrección nacional, entonces, probablemente, la "distancia crítica" haya sido mucho más funcional de lo que a simple vista podría pensarse. Cuando la intelectualidad abandonó los partidos tradicionales tenía excelentes razones para hacerlo. Ejercía, con ejemplar lucidez, su sentido crítico. Insurgía, con absoluta justicia, contra la subordinación de la legalidad institucional a los ardores de la competencia política. Cuestionaba, con las pruebas a la vista, el manejo intuitivo y excesivamente particularista de las políticas públicas. Reclamaba, con inteligencia y -casi siempre- con responsabilidad, mejorar sustancialmente la calidad de la política nacional.

A guisa de conclusión

A los uruguayos nos cuesta reconstruir tradiciones. Incluso a los partidos políticos, que han sido ejemplares en la construcción y reproducción de las suyas, les cuesta vincular sus actuales convicciones con las de sus ilustres ancestros (las de Lacalle con las de Herrera, las de Jorge Batlle con las de Luis y Pepe).
El vínculo con la tradición es aún más problemático para el intelectual, que busca afanosamente "estar actualizado" (suele privilegiar lo nuevo sobre lo viejo) y destacarse por la agudeza de su sentido crítico (que lo lleva, recurrentemente a la tentación parricida). Me parece muy importante que los uruguayos logremos reconstruir y renovar un conjunto de tradiciones valiosas. Una de ellas es, sin lugar a dudas, la de nuestros partidos políticos. Pero, además, es imperioso que todos comprendamos el fermental legado de los intelectuales inconformistas al desarrollo político, económico y social de este país. Si alguna conclusión puede extraerse de este breve recorrido es que la relación entre intelectuales y política no necesariamente debe ser, siempre y en todos los casos, de amable cooperación. Por el contrario, el argumento que debería surgir claramente de este texto es que la experiencia uruguaya sugiere que vale la pena contar con intelectuales belicosos, capaces de interpelar a la política desde otros códigos, de influir en la agenda pública con personalidad propia y de intervenir inteligentemente en el debate político, no sólo desde la perspectiva del experto que recomienda medios, sino desde el arriesgado pretil del ideólogo que se pronuncia sobre valores y fines últimos.
Comprender el papel de la intelectualidad en la historia de la democracia uruguaya es esencial para el futuro. No falta mucho para que los uruguayos terminen de asumir que viven en un país del que pueden sentirse orgullosos. Si no comprendemos y difundimos el aporte de nuestros ideólogos y expertos a la reconstrucción nacional, cuando nuestros compatriotas busquen una explicación del fin del "declinio", de la superación de la manida "crisis de estructuras", sólo contarán con la versión de nuestros partidos políticos. Es muy sencillo imaginar quiénes serán los héroes y quiénes los villanos en la visión que provenga de los partidos. Criticona, impertinente, inoportuna, y/o neurótica, allí tendrá que estar, como siempre, una versión del proceso relatada desde el ángulo de los insufribles doctores.

Referencias
Graceras, U., Los intelectuales y la política en el Uruguay, Cuadernos del País, Nº3, 1970, p.40
Real de Azúa, C., Legitimidad, apoyo y poder político, FCU, 1969, Montevideo, pp.108-126
Graceras, U., o. cit., p.46
Varela, J. P. y Ramírez, C. M., El destino nacional y la Universidad. Polémica, T.II, Ministerio de Instrucción Pública, Montevideo, 1965, p.171
ídem, p.137-138
Ardao, A., Espiritualismo y positivismo en el Uruguay, FCE, México, 1950, p.232
ídem, p.132
ídem, p.226
Solari, A. (1965), El Tercerismo en el Uruguay, en Real de Azúa, C., Tercera Posición, Nacionalismo Revolucionario y Tercer Mundo, V.3, Cámara de Representantes, Montevideo, 1997, pp.729-731
ídem, subrayados míos

 

Convivencias
Artículos publicados en esta serie:
(I) La democracia como proyecto (Susana Mallo, Nº 126 )
(II) Nuevas fronteras -lo público y lo privado (Gustavo De Armas Nº 127)
(III) Refeudalización de la polis (Gustavo De Armas, Nº 130)
(IV) América Latina: entre estabilidad y democracia (H.C.F. Mansilla,132)
(V) El defensor del Pueblo (Jaime Greif, Nº 133)
(VI) Crimen, violencia, inseguridad (Luis Eduardo Moras, Nº 137)
(VII) ¿"Fin" de la Historia? (Emir Sader ,Nº 139)
(VIII) Democracia y representación (Alfredo D. Vallota? Nº 140/41)
(IX) Discusión, Consenso y Tolerancia Habermas y Rawls (Jaime Rubio Angulo Nº 140/41)
(X) Irrupción ciudadana y Estado tapón (Alain Santandreu - Eduardo Gudynas Nº 142)
(XI) Moral y política (Hebert Gatto, Nº 146)
(XII) Un señor llamado Gramsci (Carlos Coutinho, Nº 148)
(XIII) La reforma constitucional (Heber Gatto, Nº 151)
(XIV) Un poder central (Christian Ferrer, Nº 158)
(XV) Antipolítica y neopopulismo en América Latina (René Antonio Mayorga, Nº 161)
(XVI) La inversión neoliberal. Marx, Weber y la ética cotidiana en tiempos de cólera (Rolando Lazarte, Nº 164/65)
(XVII) Nazismo, bolcheviquismo y ética (Heber Gatto, Nº 166)
(XVIII) Marginalidad. Frente a las ideas de pobreza y exclusión (Denis Merklen, Nº 167)
(XIX) La invención anarquista (Christian Ferrer, Nº 170)
(XX) Violencia en el espacio escolar (Nilia Viscardi, Nº 172)
(XXI) El ciudadano dividido, (Pablo Ney Ferreira, Nº 173)
(XXII) Terapeutas, ciudadanos, criminales y creyentes (Christian Ferrer, Nº 176/77)
(XXIII) Utopía y esperanza (Damián Mozzo, Nº 181)
(XXIV) ¿Fahrenheit 451 para la democracia? (Joseph Vechtas, Nº 182)

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