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El español de todos

Oscar Yáñez

Como sugirió el profesor Héctor Balsas en otro artículo ("El inglés ¿de todos?", relaciones Nº 185), habría que reflexionar sobre su nombre: "idioma español, castellano o hispanoamericano? Esta última denominación resulta por demás interesante, si tenemos en cuenta que es "de este lado del océano" donde se concentra el mayor número de hablantes. Nuestra lengua materna nos enlaza a una inmensa comunidad de hablantes, por eso, porque somos millones, apreciamos el fascinante fenómeno de la diversidad. Algunas gentes nos identifican genéricamente mediante la denominación "latinos", a pesar de nuestras diferencias de origen, de piel y de uso de la lengua española. Deploramos, como es natural, el contenido de un término que, en ocasiones, no nos dignifica. Pero admitimos que su uso genérico obedece a costumbres y hábitos similares, y, en especial, a un idioma común que, en lo interno, es desigual. Gracias a estas particularidades lingüísticas, nos sentimos férreamente integrados a un continente y, al mismo tiempo, a una nación. Esa diversidad es producto de préstamos o calcos de formas de hablar de diferentes hombres y mujeres, que estaban en estas tierras antes de que nosotros llegáramos. Otros arribaron no hace mucho tiempo, a veces con un desconocimiento total del español.

Esta realidad, aquí muy sintetizada, encierra razones poderosas que nos resguardan de la conquista y del dominio lingüístico extranjero, y de quienes "se dejan arrastrar por un modelo foráneo, amparados sobre todo en su pereza mental". También nos amparan de quienes "se oponen al inglés por razones extralingüísticas (léase políticas) o por adherirse a una posición purista en defensa cerrada e irreflexiva de su idioma nacional".

Esto no significa girar, dar la espalda y suponer que esos motivos son imperecederos o que no deben estar en permanente ajuste. Los resortes del ajuste, precisamente, se mueven y se lubrican en los ámbitos educativos, a los que el profesor Balsas y nosotros pertenecemos, desde hace muchos años.

Estamos de acuerdo en que "abandonar la propia lengua es demostración de renunciamiento a una herencia secular y de no importar ni mucho ni poco la identidad que de ella surge...". ¿Cuántos son los hablantes que hacen efectivo ese abandono? Si los hay, ¿qué incidencia tiene su actitud, entre tantos millones de hablantes y escribientes? Acaso, ¿están en condiciones de luchar contra una historia, una literatura y un derecho, producidos en español? Nuestras respuestas: insignificantes; poca; muy difícil.

Además, "abandonar" no es lo mismo que aceptar, al amparo de una necesidad lingüística, las palabras y los giros pertenecientes a otras lenguas, aunque existan los equivalentes en la materna. A modo de ejemplo, proponemos la palabra "printear", no generalizada, de uso restringido al ámbito de la informática, una vez registrada por nuestros oídos. Quizás, el hablante debería haber recurrido al infinitivo "imprimir", más frecuente, y de larga y extensa trayectoria en el español o hispanoamericano. Ahora bien, ¿el significado que evoca el infinitivo español es el mismo que evoca el nuevo vocablo, creado a partir del inglés "print"? Parece que no. Para el hablante, el hecho de imprimir, concebido en una situación en especial, en el continente de un oficio extraordinario, es diferente al hecho de hacer impresiones desde una computadora, en la oficina, en el hogar, en el banco, etc.. Por otra parte, obsérvese el acicalamiento ejecutado sobre la palabra inglesa. Se toma el vocablo y se incorpora un constituyente exclusivo del español: -ear. Es cierto que no siempre se procede así, pero, sin duda, en este y en otros casos, el término acogido tiene la impronta castellana.

Este es uno de los tantos ejemplos en que los hablantes no abandonan su lengua materna. Las circunstancias y la capacidad creativa los llevan a formular nuevas palabras, basadas en las de otros idiomas. Cuando esto sucede y cuando el término se generaliza, deja de ser foráneo y pasa a ser parte del léxico de la propia lengua. Si esto no ocurre, los usuarios desecharán la palabra o el giro. Acaso el mayor riesgo sería su aparición restringida en ciertos medios que no violentan la integridad del idioma, como sucede, en el terreno de agencias de viaje, con "voucher" y, en los "shoppings" (nos negamos a decir "centros de compras"), con "sale", aunque tengan su equivalente en español.

Entonces, la apropiación de un vocablo o una expresión extranjera es una necesidad, nacida de circunstancias laborales, culturales, etc.. Aquí no hay ni desprecio por la lengua materna ni sometimiento a una lengua foránea. Sí es un acto de convivencia entre idiomas.

Los hablantes del español no están dispuestos a "perder su personalidad". Es cierto que sentimos rechazo a un paulatino deslizamiento del español para dar paso al inglés en algún país centroamericano, lo cual ha puesto en alerta a sus lingüístas. Pero existen motivos muy poderosos para este fenómeno: la cercanía a los Estados Unidos y la masiva afluencia turística desde este país. Sobre todo, esto último ha llevado a un notable fortalecimiento del bilingüismo, en situaciones y en profesiones muy específicas. Ahora bien, bilingüismo no significa abandono de la lengua materna. Aquí radica nuestra confianza. El hablante no renuncia a "su" lengua. Las circunstancias económicas, relacionadas particularmente con el turismo, lo obligan a usar un idioma que no es el suyo, tanto en la oralidad como en la escritura. Pero, mientras exista un sistema educativo salvaguardado, que fortalezca la enseñanza de la lengua materna (nuestro hispanoamericano), esta prevalecerá por encima de otra (llámese inglés), que debe enseñarse y aprenderse por su insoslayable valor instrumental y artístico.

La vitalidad del español frente a otras lenguas radica en lo que el mismo profesor Balsas manifiesta. Es una lengua que los hablantes y escribientes tienen para satisfacer sus necesidades inmediatas, "así como para las superiores de vinculación cultural con otras regiones". Además, también lo dice, nuestro idioma vernáculo está rodeado de importantes hechos culturales. No olvidemos que tenemos una historia y un futuro en la producción literaria, que nos fortalecen.

El profesor Julio Ricci decía que el aprendizaje de una lengua es sencillo. La dificultad radica en poder pensar en el idioma aprendido. Dudamos que esos "hombres y mujeres que se hallan más ligados a lo inmediato y directo, que a lo profundo y vernáculo", aludidos por el profesor Héctor Balsas, puedan pensar en otro idioma y, más, destruir nuestra identidad cultural hispanoamericana. Hay una escritura que asegura la permanencia.

Leímos en "El Correo de la Unesco", en 1995: "El hombre de este fin de siglo, cada vez más acosado por las amplias perspectivas de encuentros, de intercambios, de desplazamientos, de experiencias siempre más distantes que le abre, en todas direcciones, la mundialización del planeta, ¿seguirá sintiendo esa necesidad de raíces, esa sed de rostros, de paisajes, de ritmos familiares? Justamente, nos parece que sí; que cuanto más lejos vaya, mayor será su deseo de proximidad; que cuanto más se abra a una comunicación extensiva, con abundante información y poco significado, tendrá que recuperarse en los lugares de las alquimias profundas, de los mañanas de su propia cultura -que solo su lengua escrita, alimentada con la savia vital de todas las obras en las que se enraíza, salvaguarda y perpetúa para él, frente a las amenazas crecientes del anonimato y el olvido-."

No intentamos defender o impulsar el uso de una lengua extranjera, cuyas estructuras más íntimas desconocemos. Promovemos la enseñanza del español, porque lo conocemos mejor y consideramos que su aprendizaje importa mucho más que por el estudio lingüístico. Estamos convencidos de que el idioma nacido en Castilla no está en peligro.

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