Serie: Ser Urbano (X)

Crisis de la modernidad alimentaria

Adriana Alpini

 

Comer: vital e íntimo como pocas actividades. Incorporando los alimentos hacemos que accedan al máximo de la interioridad. Traspasando la barrera oral se introducen en nosotros y se convierten en nuestra sustancia íntima.

A través de la historia el hombre ha prestado más atención al aspecto vital. Existir fue por mucho tiempo subsistir. Para la mayoría de las sociedades tradicionales, la vida estaba -está- marcada por períodos de penurias: para los cazadores-recolectores, la caza suele ser exigua; entre los agricultores, las reservas estacionales no son suficientes. Se trata por todos los medios de reducir lo más posible el margen de incertidumbre.

Para un occidental del siglo XX, la alimentación ya no debería ser un problema. Los riesgos de escasez son recuerdos del pasado. En Europa, la última carestía en Francia data de 1741-42. La gran hambruna irlandesa tuvo lugar en 1846-48. Después, sólo las guerras han traído la penuria y provisionalmente el hambre. Hoy se han olvidado las incertidumbres estacionales, la tecno-industria moderna ha borrado la dependencia de las estaciones: sería "irracional" no acceder a frutillas en invierno o a uvas en primavera. Sólo los más viejos marcados por los enfrentamientos bélicos se niegan a tirar el pan; o almacenan azúcar, harina y aceite en caso de un desajuste político-económico internacional. Los ciudadanos de los países más desarrollados saben que el hambre hace estragos, pero lejos, en la televisión o en el Tercer Mundo.

Mientras los países pobres deben todavía preocuparse por subsistir, deben aún enfrentar la incertidumbre, el Primer Mundo con seguridad y abundancia no ha logrado despreocuparse por la alimentación. Neutralizado el desafío vital, el Occidente bien alimentado se inquieta como nunca por el desafío íntimo. La medicina oficial y paralela, la prensa, los massmedia, la literatura, movimientos de consumidores, las ciencias sociales, etc., todos se embarcan en el tema-problema de la alimentación. ¿Qué comer, cómo comer, cuánto comer?, son las preguntas que atormentan al comensal contemporáneo. La comida cotidiana lejos de ser sencilla se ha vuelto problemática. En este último cuarto de siglo, salud, nutrición, recetas, placer, dietética, régimen, gastronomía, se mezclan y confunden de tal forma que ya nadie "sabe saborear".

Según Fischler, los excesos de la modernidad enfrentan al individuo con un peligro inédito: la abundancia. El comensal moderno no debe administrar ya la escasez, sino la profusión.(1) Realizar selecciones, hacer comparaciones, establecer prioridades, combatir pulsiones, resistir impulsos. Pero todos sus esfuerzos no se dirigen a procurar lo indispensable, sino a rechazar lo superfluo sabiendo discernir.

Paradójicamente, la seguridad alimentaria moderna nos hace sospechar del alimento. El comensal desconfía de los contenidos reales de la comida, porque ya no se producen bajo su mirada sino que en dudosos calderos industriales. Aditivos, colorantes, focos contaminantes resucitan las inquietudes reales e imaginarias sobre los peligros que llevan en sí los alimentos.

La abundancia hace que debamos seleccionar nuestra alimentación, pero esa elección puede oscilar entre elegir mucho o no elegir nada. La obsesión de aquellos que tienen demasiado para comer ha desembocado en enfermedades pletóricas: obesidad, diabetes, enfermedades cardiovasculares, anorexia y bulimia. Unos por poner mucho en sus platos, otros por no poner (casi)nada, o combinar excesos (comer mucho, expulsar mucho). Parecería que las pautas culturales actuales han sumergido la capacidad del hombre para equilibrar su alimentación de la manera más benéfica para su salud. La "sabiduría del cuerpo" ha sido engañada por la "locura de la cultura"(2), mejor dicho, por la crisis de la cultura moderna.

En tanto, las sociedades de superabundancia no saben qué hacer con los excedentes (y excesos) alimentarios, el último tercio de la humanidad no sabe si morirá de hambruna por culpa de factores climáticos, la mala suerte o de un sistema económino-mundial.

Lo comestible y lo incomible.

¿Qué es bueno para comer?. Los seres humanos somos omnívoros. Comemos toda clase de cosas, desde secreciones rancias de glándulas mamarias hasta rocas (dicho en términos más habituales: queso y sal). Pero, de hecho, de los posibles alimentos existentes sólo consumimos una parte muy reducida. No comemos literalmente de todo. ¿Qué hace a una sustancia incomible?. ¿Será una cuestión de toxicidad?, ¿de sabor?. ¿Lo incomible responderá a una definición objetiva?. El sentido común diría: consumimos ciertos alimentos porque se encuentran disponibles, por su costo, por el sabor, porque nos habituamos. Pero entonces, ¿por qué deseamos y apreciamos alimentos no familiares y muy caros?, ¿cómo podemos "habituarnos" a consumir alimentos que inicialmente nos desagradan o nos hacen sufrir?, ¿por qué nos gusta o no tal sabor?.

Más que plantear por qué comemos lo que comemos hay que preguntarse: ¿por qué no consumimos todo lo que nuestro organismo puede absorber?, ¿por qué no cosumimos todo lo biológicamente comestible?. En la definición de lo apto para comer intervienen algo más que la pura fisiología de la digestión. Ese algo más es la cultura alimentaria de los grupos humanos. Es decir: si no consumimos todo lo que es biológicamente comestible, se debe a que todo lo biológicamente comestible no es culturalmente comestible. Es la cultura la que crea el sistema de comunicación que dictamina sobre lo comestible, la saciedad o lo tóxico. Cada sociedad dispone de reglas, generalmente no escritas, atendiendo a diversos razones: nutricionales, emocionales, culturales, etc.

La variedad de recursos que pueden considerarse comestibles por la especie humana es enorme, al igual, que los criterios de los diferentes pueblos para catalogar los recursos como comestibles o rechazables.

En Francia, no se comen ni roedores, ni gatos, ni insectos, pero es corriente que se consuman toda clase de comidas que provocan el disgusto de otras culturas: ranas, caracoles, ostras vivas, tuétano cocido, orejas y rabos de chancho. Los antiguos romanos se asombraban de la diversidad de costumbres alimentarias que coexistían en su imperio y seguían fieles a sus salsas a base de pescado podrido.

La comida no es una mera colección de nutrientes elegidos de acuerdo a una racionalidad estrictamente dietética. Como tampoco sus razones son estrictamente económicas. Comer es también un fenómeno social y cultural. Si comemos no es sólo para alimentarnos, sino que se trata de una actividad desarrollada más allá de su propio fin, que sustituye, resume o señala otras conductas. En este sentido, la alimentación constituye un signo de la actividad, del trabajo, del ocio, de la fiesta, de cada circunstancia social.

En efecto, el acto alimenticio debe ser entendido en su carácter multidimensional: una función biológica vital al mismo tiempo que una función social esencial. El comensal biológico y el comensal social, la fisiología y lo imaginario, se relacionan y se mezclan misteriosamente en el acto de alimentarse.

El comensal eterno

Por detrás de la variedad y diversidad de consumos alimenticios, prácticas y normas culinarias se esconde una unidad de la especie humana: el ser omnívoro. El hombre tiene la facultad de poder subsistir gracias a una multitud de alimentos y de régimenes diferentes. Puede desplazarse y cambiar de ecosistema ante la desaparición de alguna de las especies de las que se alimentaba. El hecho de ser omnívoro, lo provee de autonomía, de libertad, de adaptabilidad. Pero esta libertad tiene su limitación. El comensal depende y está coaccionado por la variedad. Biológicamente, el omnívoro no puede obtener todos los nutrientes de una sola comida, como lo hace el comiente especializado. El ser humano necesita de un mínimo de variedad. De estos dos caracteres contradictorios resultan consecuencias también contradictorias. Dependencia a la variedad y, al mismo tiempo, resistencia ante lo desconocido. Fischler, llama a esta tensión: la paradoja del omnívoro. Esta oscila entre dos polos: la neofobia (prudencia, temor a lo desconocido, resistencia a la innovación), y la neofilia (tendencia a la exploración, necesidad de cambio, de novedad, de variedad).

La doble coacción, entre lo familiar y lo extraño, la monotonía y la alternancia, la seguridad y la variedad hace que el vínculo entre comensal y alimentación sea de ansiedad y angustia. Para solucionar esta paradoja, el hombre a diferencia de otros omnívoros, no sólo cuenta con mecanismos de regulación biológica, no sólo modela sus elecciones en función de la de sus congéneres, sino también de competencias mentales perfeccionadas, que utiliza para poner en su sitio prácticas y representaciones culturales construidas.

El ser humano elige, en buena parte, sus alimentos en función de sistemas culturales alimentarios que podemos llamar cocinas. Cada cultura o cada grupo en el interior de una cultura, posee una cocina específica que implica clasificaciones particulares y un conjunto de reglas. El orden culinario atañe a la preparación y combinación de alimentos, a la cosecha y al consumo. En este sentido amplio, la cocina no es sólo un conjunto de ingredientes y técnicas utilizadas para preparar la comida, sino que involucra: representaciones, creencias, normas y prácticas compartidas por los integrantes de una cultura o subcultura.

Incorporar el alimento, movimiento que hace a la comida entrar en nuestro cuerpo, parecería un acto trivial, sin embargo, es un gesto fundador de identidad. La frase alemana Man ist, was man isst (Somos lo que comemos) no tiene una razón únicamente biológica sino que también simbólica. Es cierto, el alimento absorbido proporciona la energía que necesita nuestro cuerpo, al mismo tiempo, es la sustancia que ayuda a mantener la composición bioquímica del organismo. Pero también "somos lo que comemos" en otro sentido. El alimento absorbido nos modifica desde el interior. Esta creencia se encuentra en los pueblos primitivos, pero no es patrimonio único de ellos. A finales del siglo XIX, Frazer señalaba que los salvajes creían que comiendo la carne de un animal o de un hombre adquirirían las cualidades no sólo físicas, sino también, morales e intelectuales características de ese animal o de ese hombre. Al igual que en ciertas poblaciones arcaicas las mujeres embarazadas evitan ciertas especies por temor de contaminar a su prole. (3) En los orígenes del mundo Occidental, los griegos de la Antigüedad, creían que comiendo carne del imsomne ruiseñor impedirían dormir al que así lo hiciera.

Estas actitudes frente al alimento son registrables también en las actuales sociedades desarrolladas. Antes, las llamabamos "creencias primitivas" de pueblos arcaicos y lejanos. Hoy, matizamos su adjetivo, tal vez por temor a contemplar "lo bárbaro" en casa y las llamamos "creencias populares". Las mujeres embarazadas, en el presente, siguen un determinado régimen, por la convicción de que las costumbres alimenticias de ellas tendrán influencia sobre la salud del futuro bebé. Es común decir a la mujer encinta que "debe comer por dos", y se espera que su marido le satisfaga sus "antojos".

La incorporación de los alimentos y la significación atribuía a este acto es una característica esencial del vínculo entre hombre y cuerpo. Una necesidad de cada cultura de dominar el cuerpo y, a través de él, el espíritu, a la persona completa, a la identidad.

Pero el alimento no tiene sólo un efecto (bueno o malo) sobre el cuerpo y el individuo, sino que también es fundador de una identidad colectiva. La alimentación y la cocina son un elemento fundamental de pertenencia colectiva. El sistema culinario incorpora al individuo al grupo. Qué se come, cómo se come, con quién se come, proporciona la base para una identidad compartida. Y en ese mismo movimiento de identificación se define la alteridad. La especificidad de un nosotros y la diferenciación frente a los otros. Existen muchos ejemplos de cómo definimos a un pueblo por lo que come (o lo que suponemos que come): para los franceses, los italianos son "macarrones" y los ingleses "rosbifs". Para estos últimos, los primeros son "frogs" (ranas). En la India, la estructura social se trasluce a través de los alimentos que cada casta puede o no consumir.

No se trata solo de que el hombre absorba las propiedades de la comida, sino que la comida incorpora al comiente en un sistema culinario. A un orden cultural alimentario corresponde una visión del mundo. El hombre, por así decirlo, come dentro de una determinada cultura, y esta cultura ordena el mundo de una forma que le es propia. Comensal y mundo, individuo y sociedad, microcosmos y macrocosmos. Las clasificaciones, las prácticas y las significaciones que caracterizan a una cocina contribuyen a dar sentido al hombre y al universo. En la incorporación de cada alimento está en juego la vida y salud del comiente. Existe siempre un temor de incorporar sustancias dañinas para nuestro cuerpo, pero fundamentalmente miedo de ser transformados desde nuestro interior. Este riesgo, no obtante, implica una oportunidad: volverse más lo que se desea ser. Si el alimento construye al hombre, el comiente también puede buscar construirse a través de la comida. La necesidad del hombre de identificar a los alimentos y la construcción del comiente por el alimento, tanto en sentido literal como figurado, tienen una consecuencia importante en el mundo actual: si tememos al principio de la incorporación, si ya nada parece ser lo que era, si no sabemos lo que comemos, ¿no resulta igualmente difícil saber lo que somos?. Crisis del sistema alimentario y crisis de identidad invocan a aquella que las abarca: la crisis de la modernidad.

El comensal moderno

De la misma manera que las culturas no son estáticas, cerradas e inmutables, tampoco lo son los comportamientos y tradiciones alimentarias. La historia de la alimentación humana siempre ha oscilado entre conservar y transformar. A lo largo del tiempo, múltiples condicionantes (sociales, económicos, tecnológicos, culturales, ecológicos, etc.) han contribuido a cambiar desde la gama de alimentos hasta el modo de prepararlos y consumirlos.

La mayor parte de las frutas que consumimos en la actualidad (manzanas, uvas, duraznos, etc.) como las aves de corral, han seguido las migraciones humanas desde la Edad Antigua. Pero no es hasta finales de la Edad Media, que este trasvase y comercio de alimentos venido de otras tierras modificará significativamente a la humanidad. Los viajes hacia Oriente promovieron el conocimiento de diferentes costumbres alimentarias. La búsqueda de las fuentes de las que provenían las especias fue el motor de grandes expediciones de exploración y de conquista protagonizadas por Occidente. El comienzo de la época moderna es para Europa un momento de importantes cambios en el campo de la alimentación.

Aunque las cocinas son en muchos aspectos conservadoras, generalmente porque cada cultura transmite a cada generación los alimentos que considera comestibles y las reglas culinarias, ello no impide que se produzcan cambios sorprendentes. Hoy, resulta difícil imaginar la patria del ketchup y de las papas fritas (EEUU) sin tomate y papas (ambos sudamericanos), o la cocina italiana sin pastas o salsa de tomate (procedentes de China el primero, de América el segundo). Las técnicas, modos de preparación, normas de etiqueta en la mesa, también sufren transformaciones. Cuando en el siglo XVI, las reinas Médicis (Catalina primero y más tarde María) llegaron a Francia para casarse, en su séquito, además de bordadoras, astrólogos, orfebres, viajaron cocineros y pasteleros que influyeron tanto a la cocina como a los usos de etiqueta franceses.

Desde finales del siglo XVIII, comienzan a configurarse las pautas en el modo de comer y las reglas de buenos modales de la sociedad civilizada. Uso de la servilleta, comer la sopa con cuchara y no sorberla de la fuente, no tomar las porciones de carne con la mano, etc., son ejemplos del ritual de la "civilización" en la mesa, aún presente en la actualidad.(4)

Revolución industrial y francesa transformaron profundamente a la estructura de la sociedad como a la producción, preparación, distribución y consumo alimentario. Las consecuencias de estas dos revoluciones enfrentaron al hombre moderno con una progresiva urbanización, el auge de las ciencias en diversos campos, industrialización, tecnificación, individualismo, racionalización, etc. Con el siglo XIX los cambios se aceleraron de manera considerable y el campo de la alimentación no es ajeno a ellos.

Industria y ciencia parecen aliarse para solucionar un eterno problema: la conservación de los alimentos. El ahumado, la desecación y la cocción fueron los primeros procedimientos de la humanidad para resolver esta dificultad. Tanto en la antigua Europa como en sociedades con economía simple, la conserva de carnes y vegetales se realizaba mediante secado, encurtido y salmuera. La manteca para consumo doméstico como para la venta se sometía al mismo proceso del salado. El azúcar también sirvió para conservar, por ejemplo, frutas en forma de mermeladas y dulces, o para cubrir jamón y carnes.(5)

Pronto Europa se haría adicta a la sal y al azúcar, no sólo en conservas sino también como parte fundamental de su dieta.

En un contexto de expansión, guerras y comercio ultramarino la necesidad de alimentos no perecederos se convivirtió en una cuestión central. Nicolas Appert soluciona este problema con la invención del envasado. En 1810 publica un libro donde daba instrucciones para envasar guisos, consomés, caldos, bifes, huevos, leche, hortalizas, frutas, etc. Los recipientes utilizados eran de vidrio o de lata de metal.

Además del calor para conservar los alimentos, también se utilizó el frío, es decir, el congelado artificial. Desde la prehistoria, las poblaciones que habitaron zonas frías se valieron del hielo como forma natural de preservar carnes y pescados. Pero es la sociedad industrial quien va a controlar la naturaleza del hielo, fabricándolo a su voluntad. Desde comienzo del siglo pasado, la refrigeración hizo posible el transporte de alimentos por ferrocarril y luego por barco.(6)

Los avances de la sociedad industrial alterararon tanto la dieta como la cocina, debido a que el mundo alimentario no puede -ni debe- ser entendido como algo ajeno a los cambios producidos por la modernidad.

El comensal desorientado del siglo XX.

Después de la Segunda Guerra Mundial la relación del hombre con los alimentos se transforma profundamente. El mundo desarrollado es el primer testigo de las modificaciones en prácticas, mentalidades y costumbres alimentarias.

Desde fines de los sesenta, una civilización urbana y técnica crea una nueva relación entre individuo y colectivo. El individualismo y hedonismo ganan terreno. Pero con ellos también progresan ciertos problemas. Los criterios de realización religiosos, morales y políticos retroceden. Los modelos de felicidad individualista que promueven los media, es decir, búsqueda de satisfacción personal a través del tiempo libre, las vacaciones y el consumo, avanzan. La vida ciudadana también promueve nuevas formas de aislamiento y soledad. En dominios como la educación de los niños, la salud, vínculo con el cuerpo, relaciones de pareja, etc.; se abren importantes cambios. Tradicionalmente, estos campos estaban en buena medida determinados por el colectivo. Hoy, cada vez más son decisiones individuales. Pero esta autonomía creciente es a su vez portadora de anomia. Para saber elegir es necesario de criterios, ya sean morales, económicos, higiénicos, etc.. Aquellas reglas antes aceptadas se encuentran en crisis, lo que hace que ya no exista una manera "natural" de decidir, sino múltiples actitudes posibles. En materia alimenticia la elección se ha vuelto algo particularmente delicado.

La urbanización, en parte, ha transformado la estructura familiar tradicional. Las familias extensas dejan la escena a las nucleares o monoparentales. La incorporación de la mujer al mundo del trabajo hace que ésta aunque no se desligue de sus roles tradicionales, ya no puede dedicar el tiempo de antes a las tareas en la cocina y el hogar. La industria responde a la necesidad de ahorrar tiempo. En un comienzo incorporando a la agricultura, desde mitad de siglo, lo ha hecho con la alimentación. Hasta los productos que aún vienen directamente de la granja tienen algún valor añadido: embalaje, preparación, acondicinamiento, etc. La industria agroalimentaria busca, y en buena proporción sustituye, tanto a la producción artesanal como al ama de casa y profesionales de la cocina. La preparación de la comida o preculinaria se traslada cada vez más de la cocina a la fábrica. Sopas, tortas, puré instantáneos, café soluble, vegetales precocidos, pizza prehecha, menús congelados, etc. todos han ingresado a los hogares (en diferente proporción de acuerdo al país, ingresos, etc.) sustituyendo a sus semejantes caseros. No sólo los horarios de la mujer se han modificado. La relación entre ritmo de trabajo y alimentación también ha sido trastocado. Hoy, los rituales alimenticios domésticos se subordinan a la jornada laboral.

En los años sesenta se produce el ascenso de las grandes superficies, super e hipermercados. Las estrategias de compras se transforman. De las compras día a día se procede a las compras semanales. También la producción y la distribución se ven radicalmente modificadas. El alimento industrial tiende a reducir las diferencias tanto dentro como entre sistemas socioculturales. La Coca-Cola, los copos de maíz, y una enorme cantidad de productos no se dirigen a un mercado de élite sino que tienen por objetivo atraversar regiones y estratos sociales. Industrialización, masificación y estandarización tienden también a homogeneizar el gusto del comensal. La publicidad y los massmedia se dirigen hacia la misma dirección. A la vez que se produce este proceso, avanzan tendencias en sentido contrario. En las mismas góndolas del supermercado es posible encontrar salsa de soja y corn flakes, conservas de piña y zumos de naranja en frascos, té y café de diversos orígenes. Kiwi, kaki, coco, en conservas hace unos años, ahora también se venden frescos. Toda variedad de alimentos exóticos y extraños se ha generalizado y trivializado en pocos años. El agro-business planetario -como lo llama Fischler- desintegra e integra a la vez las particularidades culinarias locales. Los alimentos regionales se envían a cualquier parte del mundo, pero no sus versiones tradicionales, sino sucedáneos homogeneizados. No obstante, en algunos lugares del globo siguen siendo todavía muy fuerte las tradiciones culinarias específicas. Por ejemplo, los comportamientos alimentarios de los yanomamo de la selva de Venezuela, de las castas hindúes, de las tribus del norte de Ghana son muy diferentes tanto entre sí como de las prácticas de los europeos o norteamericanos. A menudo, las industrias nacionales (apoyadas por los gobiernos) para defender sus productos de la competencia internacional se valen de un discurso reivindicador de "lo nacional". Las empresas financian investigaciones para probar que el modo de alimentación propio (o sea, lo que la industria vende) tiene propiedades benéficas para la salud del hombre.

El esnobismo de la literatura llamada gastronómica que se proclama distinguida y exclusiva no hace sino contribuir a la homogeneización, desestabilizando los patrimonios culinarios locales. A su vez, son los jóvenes de las zonas rurales los primeros en abandonar los alimentos tradicionales porque los consideran parte del atraso. Curiosamente, los citadinos de vacaciones por el campo buscan esos alimentos de los cuales los jóvenes se avergüenzan.
Al mismo tiempo que la homogeneización alimentaria avanza, se produce una cierta nostalgia por los modos de comer de ayer. La insipidez o lo indefinido de los alimentos industriales provocan el recuerdo de los aromas, gustos y variedad de la comida casera. Algunas estrategias comerciales se amparan en la tradición, lo artesanal, lo casero para vender sus productos industriales.

¿Qué ocurrirá en el siglo XXI con la alimentación?. ¿Asistiremos a una mundialización alimentaria?. ¿Qué comer y cómo comer?. ¿Quién tiene la palabra?.

El Estado, los médicos (en diversas especialidades), los industriales, los movimientos de defensa del consumidor, los grandes cocineros, la publicidad, los masssmedia, todos reivindican el control absoluto sobre la alimentación pero lo que en realidad hacen es desorientar al comensal. El mundo contemporáneo asiste a una cacofonía alimentaria: los discursos dietéticos, culinarios, gastronómicos se confunden, se mezclan o se enfrentan. Por todas partes se prohibe, se receta, se crean modelos de consumo.

El comiente de fin de siglo en búsqueda de criterios de elección se alimenta de su incertidumbre. Seducido por el alimento industrial, porque significa ahorro de tiempo, liberación de las tareas culinarias cotidianas, bella presentación, etc., el comensal contemporáneo, no obstante, no puede abandonar su carácter de omnívoro que lo hace temer a la incorporación de elementos extraños. ¿Qué contiene realmente el alimento moderno?. Las acusaciones pueden ir desde ser sólo una apariencia, de haber perdido la sustancia nutritiva, hasta considerarlo asesino por estar cargado de venenos solapados.

Si no se puede identificar el alimento con su origen, los contenidos son dudosos, se desconoce su preparación, en fin, si no sabemos lo que comemos, ¿no llegaremos también a temer por el control de nuestro cuerpo y persona?. La fórmula "dime lo que comes y te diré quién eres", no se refiere sólo al carácter biológico y social sino también al subjetivo y simbólico.(7) Si dudamos de lo que comemos también podemos llegar a dudar de lo que somos, de nuestra identidad.

Hoy en día, la dieta occidental disponde de una enorme variedad de alimentos. La administración alimentaria de los países industrializados no se ciñe a la escasez sino a la profusión. Pero saber elegir se ha convertido en saber regularse. La abundancia y la seguridad paradójicamente nos inquietan. Nos hacen apasionados por la cocina y obsesionados por el régimen.

La dieta norteamericana, caso paradigmático, en vez de ser ejemplo del bienestar, pone de manifiesto una mala nutrición. Acompañada por otros cambios de la vida urbana, como el sedentarismo, hace que proliferen enfermedades que ya son epidemias: obesidad, diabetes, problemas coronarios, etc.

La modernidad pretendía desencantar al mundo. En el campo alimenticio no ha hecho más que reencantarlo bajo otra etiqueta. El comensal contemporáneo, ya no se encuentra coaccionado por tabúes y prohibiciones tradicionales sino por una cacofonía alimentaria que lo desorienta. Los placeres de la mesa son vividos como una culpa masiva y han dado lugar a patolología como la bulimia, anorexia, alcoholismo, etc. El placer y la salud se han separado. Lo agradable y lo sano, lo cocina y la dietética, parecen que no pueden ser aliados sino rivales.

El comensal de la abundancia se angustia y obsesiona por cómo regular su alimentación. La vida contemporánea ha desestructurado los sistemas normativos, los controles culturales que regían al sistema alimentario. Los mecanismos de regulación biológicos parecen no poder reaccionar ante tal crisis. Mientras tanto el comensal de la escasez sigue preocupado por el desafío vital, por cómo subsistir. Los excedentes de la modernidad alimentaria y la continua mundialización de alimentos no han solucionado los problemas del hambre. El progreso de la modernidad no nos brinda más bienestar, sino incertidumbre y excesos. Tanta racionalidad y optimización alimentaria han hecho que el comiente se olvidara de "saber saborear". Obsesionado por el primer verbo descuidó al segundo.

¿Cómo hacer para unir el sabor con el saber?. Tal vez sería conveniente sazonar con un poco de "atraso" a nuestra modernidad alimentaria. Prestar más atención a la sabiduría del cuerpo y menos a los discursos alimentarios. Y ante la uniformidad planetaria que hace perder toda referencia cultural a los alimentos, buscar y recuperar en las prácticas y significaciones locales aquello que sirva para reidentificar la alimentación. Lo que no significa caer en los extremos de una reivindicación conservadora de lo local o una trivialización industrial de lo casero.

Referencias.

(1) FISCHLER, C. "El (h)omnívoro. El gusto, la cocina y el cuerpo." Barcelona, Anagrama, 1995.
(2) CONTRERAS, J. "Antropología de la alimentación." Madrid, Eudema, 1993.
(3) FRAZER, J. "La rama dorada.", México, FCE, 1991.
(4) ELIAS, N. "El proceso de la civilización.", Madrid, FCE, 1987.
(5) GOODY, J. "Cocina, cuisine y clase." Barcelona, Gedisa, 1995.
(6) Sobre el proceso histórico de la conservación de alimentos, tanto utilizando el frío como el calor ver: TOUSSAINT-SAMAT, M. "Historia Natural y moral de los alimentos.", Tomo IX, Madrid, Alianza, 1992.
(7) FISCHLER, C. Op. cit.

 

Ser Urbano

Artículos publicados en esta serie:

(I) Los movimientos ciudadanos (Tomás R. Villasante, Nº 103)
(II) Las metrópolis latinoamericana (Germán Wetstein, Nº 104/105)
(III) Asociacionismo urbano (Tomás R. Villasante, Nº 107)
(IV) Una noción urbana. El Territorio (Armando Silva Tellez, Nº 128/129)
(V) La ciudad llama (Daniel Vidart, Nº 138)
(VI) Ciudadanos por ambiente (Eduardo Gudynas, Gabriel Calixto, Nº 139)
(VII) La ciudad es la gente (Edgardo J. Venturini, Nº142)
(VIII) Ciudad y sociedad (Augusto de Freitas, Nº 179)
(IX) El urbanismo como pensamiento de Estado (Jordana Maisian, Nº 183)

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