cuestiones

Higiene y toxicidad o lo que va del siglo XIV al XX

Luis Sabini Fernández

Madre e hija compran helados artesanales. Mientras la expendedora trajina con la crema de un tarro, la hija advierte allí un cabello. La expendedora también lo advierte; al cabello y que la niña lo ha advertido, y se introduce entrambas el embarazo inevitable. La vendedora tranquiliza a la niña, mientras procede a retirar "el cuerpo extraño" con los dedos y dice: "–es sólo un plástico, no es lo que parece, no es un cabello."
La chica asiente con un gesto enorme que carga su rostro de total disentimiento.
Cada vez más las empresas lácteas nos hablan de la higiene que caracteriza sus procesos de elaboración. Nos hablan, por ejemplo, de la excelencia microbiana de leche que alcanzó "una pureza bacteriológica al máximo nivel internacional: menos de cien mil bacterias por mililitro."
El promedio de bacterias por mililitro ronda el millón en Argentina, Japón o Europa del Este. En EE.UU. excede los cien mil. Las empresas campeonas de la higiene nos informan que el óptimo por ellos alcanzado anda por las cien mil y que "gran parte de la poblaciWn mundial consume leche de hasta 50 millones de bacterias por mililitro."
"La leche sale de la vaca con muy pocas bacterias pero si no se mantiene un estricto control en la higiene en todas las etapas intermedias previas al inicio del proceso de elaboraciWn [sic: ¿la leche, no está ya elaborada por la vaca, precisamente?] crecen rápidamente pudiendo llegar a más de 50 millones [por mililitro]."
No se conocen estadísticas diferenciales de enfermedades -cantidad o gravedad de tales- para los que ingieren leche con un millón y los que lo hacen con cien mil bacterias. No parecen existir diferencias estadísticamente relevantes. Ni es de extrañar, puesto que el 99% largo, muy largo, de las bacterias son inocuas o incluso benéficas para la vida. La diferencia entre una leche patógena y otra que no lo es no pasa por la cantidad de bacterias por mililitro sino por las cepas de bacterias que en ella se encuentren. Sin duda su reducido numero ayuda a reducir las patógenas. Aunque tal vez elimine demasiadas benéficas. Aun así, concedamos la legitimidad de la preocupación higiénica.
Pero llama la atención el acento puesto en la higiene. La higiene es el gran aporte médico de los siglos XVIII y XIX, mediante el cual la humanidad logró reducir drásticamente la trágica cantidad de muertes por infecciones, septicemias, pestes y epidemias bacterianas.
La higiene, mejor dicho su falta, fue la causa de las grandes mortandades que sufrió la humanidad cuando la densidad poblacional y el desarrollo tecnológico había formado en Occidente ciudades cada vez más pobladas, apiñadas y grandes: el episodio más terrorífico fue la peste bubónica en Europa en 1348 y 1349 (se estima que la poblaciWn disminuyó entonces de unos 75 millones a unos 50 millones de habitantes).
El s. XX no enfrenta los problemas de higiene sino como remanentes de situaciones pretéritas. En el universo de las enfermedades, las producidas por falta de higiene son crecientemente marginales. Por cierto que se producen estallidos de cólera o diarreas estivales. Pero ante tales brotes es la pobreza, o en todo caso la falta de agua, y no ya la infección, la causa de muerte. Porque los elementos médicos con que se cuenta al día de hoy en cualquier centro de atención deberían superar con creces el peligro que una fiebre tifoidea o un colibacilo puedan provocar.
Las enfermedades del s. XX tienen otro perfil, ya no bacteriano: o bien las vinculadas con la tensión, el estrés, la circulación de la sangre y el corazón, o bien "hacia el fin del siglo" el rebrote transfigurado de un nuevo terror sexual (habiendo casi desaparecido el de siglos anteriores; la sífilis, que era precisamente de origen bacteriano) que se denomina con la sigla SIDA (en castellano, en rigor SADI: síndrome adquirido de deficiencia inmunitaria); o bien las enfermedades degenerativas, las múltiples manifestaciones de lo que denominamos genéricamente cáncer.
Otorguemos a la producción láctea el beneficio de la duda en el rubro de enfermedades coronarias puesto que con lo descremado se ha procurado retacear la correlación positiva y peligrosa entre grasa y trastornos del corazón.
Dejemos de lado al SIDA–SADI que tampoco es bacteriano; del que no se sabe si tiene origen espontáneo o inducido (como parece desprenderse de su peculiar origen).
Y vayamos al verdadero nudo de la medicina contemporánea: la expansión del cáncer. Ya se ha advertido que los japoneses, provistos con la dieta menos láctea, son a la vez los que menos presentan cáncer de colon. Esa sola correlación es escasa para sacar conclusiones apresuradas pero no habría que echarla en saco roto.
Pero el cáncer, más que producto de la dieta parece resultar producto de los aditivos de las dietas. Cada vez hay más médicos conscientes de la correlación trágicamente positiva entre aditivos químicos de los alimentos y cáncer.
Los alimentos que ingerimos a diario tienen cada vez más emulsionantes, aromatizantes, conservantes, acidulantes, espesadores, antiaglomerantes, estabilizadores, antioxidantes, "esencias de", colorantes, saborizadores... Ahora, léase cualquier "información al consumidor" que cubre los envases lácteos y se reconocerán muchos de tales aditivos. En el peor de los casos, el curioso los percibirá en su boca aunque no figuren en la información sobre el contenido.
Como "frutilla de la torta" además de la ristra recién descrita –mostrada o escamoteada al consumidor– también están los plásticos insumidos en nuestra alimentación.
Estos últimos no son siquiera aditivos, expresamente tolerados por las "autoridades" bromatológicas permanentemente presionadas por las empresas con tecnología cada vez más sofisticada.
El aditivo, generalmente tóxico, se define en diversos códigos alimentarios como aquello que no puede constituir el alimento en más de un 1%: ya que no es precisamente alimenticio, que sea poco. El plástico, ni eso. Los materiales plásticos aumentan sus cualidades "plásticas", su comodidad, su flexibilidad, mediante sus propios aditivos, los ftalatos, por ejemplo. Pero con ellos contraen a la vez una cualidad que los hacen ligeramente inconvenientes para la salud: las migraciones, es decir el trasiego del envase al contenido de partículas que no están concebidas como alimentos y que, sin embargo, así ingerimos.
Las migraciones varían de envase plástico a envase plástico y de contenido a contenido. Así como el azúcar es casi inerte en su contacto con el envase, los productos grasos o alcohólicos son, en cambio, sumamente activos, o mejor dicho, receptivos a tales migraciones.
El "ligero inconveniente" de la ingestión de sustancias plásticas es su pesadísima toxicidad. Aunque se incorporen en millónesimas partes, es decir en cantidades ínfimas, sus efectos no se pueden ignorar, precisamente por su carácter tan a menudo cancerígeno.
Las empresas que tanto se preocupan con soluciones a problemas planteado hace 600 años y solucionados hace más de 100, harían mejor en no "enriquecer" el acervo de enfermedades con elementos tóxicos de "nuevo tipo", como los aquí reseñados.
¿Qué significa por ejemplo la exposición (de segundos) de los sachettes de leche al calor para su sellado? ¿Se desplazan polímeros y adónde van a parar? ¿Afuera del envase o adentro? Análogamente, habría que investigar el sellado mediante planchas calientes de envolturas plásticas para quesos (y también y sobre todo para carnes y embutidos). ¿Qué pasa con las moléculas plásticas tan sensibles al calor y tan bruscamente modificadas?
Así podríamos creerles de que la salud de la poblaciWn es algo que les importa y no la fácil ganancia mediante publicidad de impacto.

Volvamos al comienzo del texto


Portada
Portada
© relaciones
Revista al tema del hombre
relacion@chasque.apc.org