Vigilancias

Christian Ferrer

En los viejos tiempos, toda familia que se preciara de su linaje mandaba pintar el retrato de sus miembros; eran grandes óleos que orlaban los salones de la mansión aristocrática o el salón-comedor burgués. Pero en la época democrática cada cual tiene derecho a su retrato personal: fotografía. Ese derecho compele al ciudadano a ser fotografiado con precisión: el carnet es hoy marco.

Los detalles y sutilezas que se pierden con la serialidad democrática los resuelve la huella digital. Si el óleo terminaba en un museo, la fotografía acaba en un archivo: de ser necesario circula de archivo en archivo como el otro de galería en galería.

Ya debería llamar la atención el hecho de que muy pocos quedan conformes con el miniaturista. En efecto, a casi nadie le gusta mostrar la fotografía del documento de identidad: en efecto, quien no sale con caripela de delincuente muestra un lamentable semblante de víctima, de animal de matadero. Quizás sea efecto del fotógrafo policial: gatilla demasiado a menudo. También a ciertas cámaras fotográficas se les llama fusil ametralladora.

Quienes ahora gustan de la inocentada de grabar su imagen en internet solo facilitan las cosas a potenciales vigilancias. Pero quienes se pretenden cow-boys espaciales no la pasan mejor: el satélite-espía en ciertos casos y las nervaduras informáticas en los otros son las largas manos de la ley actual. El sueño de los hackers y demás entusiastas libertarios de las redes que suponen a internet un ámbito imposible de manipular así como el uso partisano de nuevas técnicas mediáticas se estrella necesariamente contra el uso más eficaz e intensivo que un poder superior hace de las mismas. Ya en la Segunda Guerra Mundial los equipos móviles de radiogoniometría cazaban a los operadores de radio en las pantallas. Luego, la Gestapo descendía hasta sus guaridas.

La impresionante y sofisticada panoplia de que disponen las sociedades altamente tecnologizadas ya permite desplazar hacia el museo de la policía a las viejas técnicas utilizadas para disolver las amenazas representadas por hombres o por movimientos políticos alternativos, las cuales siempre han requerido de quintacolumnas. El espía ya actuaba contra los ludditas, al agente provocador lo encontramos entre el gentío apiñado en Haymarket Square, el saboteador _microbio de retaguardia_ medra en todas las guerras, el doble agente se movía dúctilmente en las aguas tensas de la "guerra fría", la estela que han dejado los difamadores y los amañadores de procesos corre desde el episodio de la "Mano Negra" en Cádiz, 1882, hasta los juicios al POUM en 1938.

Luego habría que seguir la evolución de sus arsenales tecnológicos, desde la escucha telefónica al emplazamiento del falso grupo terrorista en las democracias que adolecen de enemigos jurados. En relación a la escucha, la guía telefónica es aún nuestro lazarillo en el cosmos burocrático de la comunicación social. Pero no todas las agendas telefónicas transforman a la vida personal en dependencia de la telefonía. A veces son contraguía, especialmente en el caso de las "agendas políticas" de los militantes. Es lo primero que la policía busca en un allanamiento, pues en ella se ocultan las filiales de una posible" contrasociedad."

Pero hoy es el modem quien media entre el delito informático y la vigilancia audiovisual. En efecto, no pocas veces la pantalla es, para el ser-interconectado, una cámara gesell, detrás de la cual puede acechar un policía o un intruso esperando su oportunidad. Las voces que confiadamente aventan secretos íntimos por las líneas telefónicas son dobladas en cintas secretas y a los jóvenes exaltados que se manifiestan en las calles se les pasa revista en microcines privados: son la música de cámara de las elites policiales. ¨Quién es capaz hoy de memorizar rápidamente los interminables y cuneiformes dígitos de correo electrónico? La agencia de detectives Pinkerton fue la primera en el siglo pasado en usar el teléfono para solicitar y para hacer circular información incriminante. En la Unión Soviética, hacia 1938, los opositores preferían no usar agendas.

Pero la evolución de las técnicas de reconocimiento de identidades lograrán que en poco tiempo más el recurso a las huellas dactilares se transforme en una "rareza artesanal". No debería sorprender que, siguiendo esta línea evolutoria, también se hayan mejorado las técnicas de reconocimiento de las identidades de los muertos (así la lectura del ADN permite tanto rastrear en los tejidos de momias como en el de los cadáveres recientes). Pronto la mesa de disección inventada por Morgani será utilizada solamente en los casos raros o enigmáticos. De modo que hasta los muertos deberán preocuparse por borrar hasta la más nimia marca humana de identidad personal si es que pretenden llevarse sus secretos hasta la tumba: una sangre de tipo raro, una mancha peculiar en la piel, una esquirla incrustada en un órgano, se arriesgan a ser exhibidas en el futuro en el Museo de la Morgue, tal cual ocurre ahora mismo con ciertos tatuajes "estéticos".

Pero ciertos avances de la biotecnología ya está tornando obsoleta la información que proporciona la huella dactilar tanto como las imágenes borrosas de cámaras de vigilancia de baja resolución "fotográfica". Se ha sabido de alguna muerta que fue identificada a partir del número de serie de un implante de silicona y la trama capilar de las nervaduras oculares sirve ahora a modo de yema. En efecto, se experimenta actualmente con "lectores" de cajeros automáticos o de instituciones claves que puedan leer directamente el globo ocular a fin de confirmar la identidad del usuario o del empleado.

Eso es justo: en una sociedad mediática el ojo debe ser escudriñado y perseguido hasta sus últimos escondrijos.


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