Serie: Visualizaciones (XIV)

Jorge Damiani, Ars Metafísica

Angel Kalenberg

Desde siempre y por elección, Damiani estuvo ìfueraî, fuera de los trillos, buscando un camino propio. Cuando el mundo del arte moderno había decretado el repudio del contenutismo, en la pintura de este uruguayo el contenido se mantenía imbricado indisolublemente con la forma; y continuó cultivando con voluntad indeclinable la naturaleza muerta en momentos en que ése era un género agonizante.

Desde sus comienzos incurrió en la figuración ñcuanto más figurativa mejorñ y no la abandonaría más, ni siquiera cuando solía ser considerado ìreaccionarioî el no embanderarse con la abstracción. Todavía, y para peor, privilegió el entonces desdeñado oficio, el viejo oficio de pintor, el de los maestros.

Desde ahora Damiani está ìadentroî. La (¿inesperada?) dinámica de los hechos de estos últimos años pudo más que las palabras de todas las décadas sumadas de este siglo planetario: las vanguardias cedieron el escenario y sus candilejas al llamado posmo(dernismo). Cuando cayeron muros, dicotomías, prejuicios, famas y cronopios, entonces, recién entonces, se pudo advertir que hasta el arte abstracto, el más, era portador de contenidos. Entonces, recién entonces, etiquetas como: figuración, naturaleza muerta, pintar con oficio, fueron reivindicadas y volvieron a ser buenas palabras.

Se impone abordar la obra de Jorge Damiani desde esta nueva perspectiva, pues lo que otrora pudo ser interpretado como ìfuera de épocaî, ahora le confiere a su obra una dimensión que, para la generalidad, había pasado inadvertida.

Fue después de Eugène Delacroix (1798-1863) que comenzó a constatarse la pérdida de oficio, testimonio de otras pérdidas. Por aquellos tiempos habría de consumarse el divorcio entre la sociedad y los artistas, quienes empezarán a expresarse según códigos individuales, muchas veces herméticos, sin anclajes en ningún canon de uso generalizado que permitiera articular el diálogo entre espectadores y creadores. Así el artista quedaba progresivamente aislado.

A manera de reacción, algunos procuraron apoyarse en certezas del pasado. Por ejemplo, en la tradición renacentista. Precisamente, la raíz italiana de Damiani se transparenta en su pintura, gobernada siempre por la forma, pero sin la inhibición puritana de lo estético. Damiani no le teme a la forma; tampoco es su víctima. Sin embargo, nunca incorpora referencias explícitas. (Ni Mantegna, ni Uccello, ni Piero, esos dioses.)

Pero obrando así, también se apoya en la tradición local. La raíz torresgarciana de Damiani se evidencia en el recurso a reglas, las de la ìestructuraî, como puntal de la composición plástica de sus cuadros.

Las fuentes

Jorge Damiani es un realista, de la misma estirpe que el nicaragüense Armando Morales. Es decir, ìrealista de una realidad que solo él conoce, y que lo mismo puede ser del siglo XVI que del siglo XXIî, (Gabriel García Márquez), y que necesita tanto de la vista cuanto de la imaginación.

Es un realista metafísico, atraído por el sentimiento de la melancolía, el que suplanta lo viviente por lo inerte, lo inmovilizado; el que suplanta al hombre por las cosas. Pero un realista metafísico que quedó al margen de las vanguardias de la misma manera que Giorgio de Chirico (1888-1978), René Magritte (1898-1967) o Balthus (1908).

Damiani practica esa concepción claroscurista de la pintura florentina que convoca un mundo solidificado. De Chirico encontró la fórmula para evitar el claroscuro: apelar a la ambigüedad, mostrando maniquíes ensamblados con objetos y un contexto espacial desarticulado. Pudo arribar a esta solución porque fue permeable a la influencia cubista. En cambio Damiani, no. En la iconografía de Damiani, objetos y seres humanos están enclaustrados en sus cien años de soledad, fuera del tiempo lineal, como esperando a Godot, envueltos en un clima tenuemente melancólico. Metafísico, como en la pintura de De Chirico.

En tanto buen clasicista, Damiani se apoya en la escultura, cristalizando sus formas en volúmenes. Reifica, cosifica los seres humanos de tal modo que se tornan compatibles con los sólidos arquitectónicos. Solo una luz absoluta hará vivir estas formas nacidas de la geometría. En contraposición, las figuras de Cresponarios de la media tarde, de Manuel Espínola Gómez, también son muñecos, pero son muñecos vivos: Espínola no geometriza en la medida en que lo hace Damiani, cuya voluntad coincide con las de Juan Gris y Joaquín Torres García yendo de lo geométrico a lo natural.

Cosifica y petrifica. Ya la bíblica mujer de Lot, por mirar hacia atrás, en dirección del pasado, se transformó en estatua de sal. Mientras Magritte convierte sus objetos en piedra, Damiani se aproxima más al universo del norteamericano George Segal (1924), cuyas esculturas atrapan, congelan, detienen en el tiempo, momentos cotidianos de suyo fugitivos, los que quedan yesificados a la manera de las figuras nacidas en los huecos dejados por las lavas de Pompeya. También las figuras y los objetos de Damiani parecerían de yeso y no de piedra; lo que hace admisible la posibilidad de trepanar una cabeza y mostrar su interior en subdivisiones estructuradas. (Digamos al pasar, que una cabeza naturalista trepanada podría resultar intolerable y solo un arte metafórico, como el de Damiani, puede continentarla.)

Las escenas de Balthus muestran figuras congeladas en un espacio de tiempo, entre un antes y un después, detenidas en un gesto, fuera del fluir temporal. Instalar la iconografía en un orbe intemporal, eternizarla, fue una de las hazañas de la pintura renacentista (no olvidar que entre las fuentes de Balthus está Piero della Francesca), y es también una de las culminaciones de la pintura de Damiani. Tanto es así que, mediante el uso del tono (esa herencia veneciana llegada vía Velázquez), Damiani avejenta los objetos, les otorga un aura de antigüedad, sacándolos de su cronología temporal. Más aún, ¿qué significa pintar cubículos, cajones bajo tierra, o cajones volando por los aires, sino arrancarlos de la temporalidad terrenal?

Para dotar de mayor coherencia a su obra, la escala de sus figuras oscila entre enormes primeros planos (el Renacimiento, otra vez) y diminutas versiones de hombres y animales, tributo a un Romanticismo subyacente.

Las naturalezas muertas

La naturaleza muerta, se sabe, es un género desprendido de la pintura figurativa y, por sus peculiaridades, entraña algo así como un primer atisbo de abstracción en el terreno del arte figurativo, un primer y enorme paso creativo. Ello fue posible dado que en este género el artista combina formas y colores a voluntad, con independencia de cualquier afán narrativo (en los hechos se anula todo vínculo narrativo), ya que aquí no se desarrolla un relato ni se recuerda a ningún personaje. El trabajar con objetos simples, desprovistos de prestigio, habilita al artista a ser él mismo, a diferencia del retrato donde el rostro del retratado le impone respeto y el artista deberá refugiarse en el drapeado de las vestiduras para jugar sus condiciones.

Este es un género en el cual Damiani ha reincidido. No solo cuando pintó naturalezas muertas, sino a lo largo de todos sus períodos: cuando pinta animales muertos resumiéndose en la tierra, está mostrando a la naturaleza misma como naturaleza muerta; también ve la figura humana como formando parte de una naturaleza muerta. Y aquí vale proponer un paralelismo con el filme ìEl cocinero, el ladrón, su mujer y su amanteî, de Peter Greenway, cuyos personajes también aparecen como formando parte de una naturaleza muerta, como partes de una gigantesca vanitas.

En sus naturalezas muertas strictu sensu, Damiani implanta los objetos como signos, a los cuales llega partiendo de formas abstractas. Esa es la razón por la cual los objetos adquieren una rotundidad formal (fomentada además por la técnica del recorte) de la que emerge el clima enrarecido que las rodea.

La gran riqueza matérica de este período es una constante de su pintura. Damiani incurre en una suerte de materialismo estático y hasta el propio espatulado de la materia se convierte en objeto. Damiani parecería disfrutar de ella y ella parecería ser un camino a través del cual experimenta la trascendencia, valga la paradoja.

El colombiano Fernando Botero, en la década de los setenta, crea una serie de naturalezas muertas escultóricas (a propósito, las pinturas de Damiani se prestan admirablemente para la transcripción escultórica), algo inusitado si se toma en cuenta que la naturaleza muerta había sido históricamente coto privado de la pintura. Las de Botero comparten un aire de familia con las de Damiani, aún cuando las imágenes de aquél resultan anticlásicas porque no se someten a los cánones clásicos; entre otros, porque alteran las proporciones, apareando una ciruela, una mosca, un piolín o una cereza al lado de un melón. Si bien Damiani también utiliza ese elemento manierista, lo hace con un resultado clásico: de ahí el carácter surrealista que puede atribuírsele. Empero, debe señalarse que el surrealismo de su obra no configura un hecho estético, pues manejar un mundo onírico no lo aleja de su condición de pintor clásico.

El espacio inhibe los objetos en estas naturalezas muertas de Damiani, como también acontece con las de Alberto Giacometti (1901-1966); no obstante, en las de Giacometti las formas no son segregadas del fondo, ya que son casi monocromas. Las naturalezas muertas de ambos tendrían un equivalente sonoro en ìLa ciudad silenciosaî, de Aarón Copland, donde el instrumento solista resuena en una especie de vacío sonoro.

Podría sostenerse que, más allá de la definición convencional del género, toda la producción de Jorge Damiani está conceptualmente vinculada a la naturaleza muerta por su manejo de formas aquietadas en un cierto contexto inanimado: ve a los personajes como objetos y a los objetos como personajes.

Las figuras monumentales

Formalmente estáticas, monumentales, casi escultóricas, sus grandes figuras trasmiten un sentimiento de religiosidad (como el gesto de Bebedor). Son pinturas gobernadas por un dibujo excelso, el del quattrocento italiano, en las que la forma no parte de un modelo sino que es idealizada, sintética, goemetrizada. Como en la tradición de Rafael Barradas, Damiani vacía sus ojos dejando los huecos. Como antes, en sus naturalezas muertas, los colores son pesados, terrosos y su materia es muy importante. En estas figuras ñtodas ellas prototípicasñ concilia su formación clásica con su fruición por la expresividad de la materia pictórica.

Agonía encuentra sus ancestros en las pinturas murales de Cândido Torquato Portinari. A partir de la temática social de coyuntura que trasmitía el artista brasileño, se abren paso las preocupaciones de orden intemporal de Damiani, vinculadas con el ideario de un humanismo de raigambre cristiana, cuyo portavoz fue por entonces Teilhard de Chardin: el hombre enfrentado al misterio de la vida, el artista enfrentado al sufrimiento de los personajes, que es el de la especie y no el de alguno en particular. Es tal la conexión con Portinari (con la pintura mural de éste), que hasta una naturaleza muerta de Damiani resulta monumental; no obstante, esa monumentalidad es de índole puramente visual, no es temática. Esta afinidad tiene motivos: ambos abrevaron en la pintura italiana primitiva: ambos relacionan figuras y objetos con un sentido estructural del espacio codificado por el racionalismo renacentista; en ambos la objetividad de la observación no excluye la fruición poética del distanciamiento; ambos construyeron los volúmenes de manera sólida y estática. (Por lo demás, ambos sintieron la atracción del medio rural.)

Por los años 1958 y 1959, aún cuando solo en ese período, la pintura de Damiani recupera un contacto directo con la realidad: pintará la angustia existencial de seres sufrientes concretos, sobrellevando sus miserias varias, a partir de modelos reales, pero sin caer en lo sentimental.

A principios de los años sesenta crea una serie -breve, pero significativañ de lienzos informalistas, cuyo supremo protagonista es la materia; ellos traen a la memoria cueros estaqueados, nidos de pájaros, reptiles, todos alusivos a lo local. En el mismo sentido, en los cuadros matéricos del español Antoni Tapies, que semejan muros, el espectador puede encontrar a la eterna Catalunya y su arquitectura románica. Al igual que Tapies, se diría que Damiani está convencido de que también por medio del material se puede traducir una cultura.

Cuerpos y cajones

Uno de los elementos que recorre toda la obra de Damiani son los cajones, los que pueden ser mueble, casa, enterradero. Sueltos o articulados en conjuntos; encima o bajo tierra, el cajón siempre. Acaso como recuadro, como marco, para dar realce, destaque, al punto de atención que vehiculiza el mensaje del artista.

Un cuerpo humano con cajones; una cajonera conteniendo un cuerpo humano; un armario puede ser un cuerpo y un cuerpo puede ser un armario: es lo que pareciera sostener al artista. Ambos continentan o contienen; en tanto contenedores, cuerpos y armarios pueden alojar cosas.

En los alvéolos gráficos de sus pinturas constructivas Torres García ya instalaba signos también gráficos, abstraídos. Damiani, por su parte, instala signos plásticos que siguen siendo objetos, así como sus cajones siguen siendo cajones y no fantasmas de cajones.

A Damiani le atrae la pintura del pasado, más que nada por razones estéticas. Seguramente lo intriga un mundo pensado y hecho para durar y un arte compuesto para durar: productos de una fe indesmayable en el futuro. Entonces el hombre era una especie de templo; también era una construcción. Las cajas de Damiani suponen una manera de construir que se rige por leyes, que tiene orden, equilibrio, razón. Las figuras encajonadas son la pintura de seres humanos integrados a esos cajones (cuyos ángulos, cuyos huecos, tienen la fuerza de lo duradero).

El armario deriva del arcón, o sea, de un cajón al que con posterioridad le incorporaron patas. Hasta entonces, los muebles en los cuadros de Damiani lucían apoyados sobre la tierra; estaban anclados pero seguían siendo muebles, móviles. A partir de entonces, los cajones habrán de transformarse en cubículos subterráneos, inmóviles. Algunos años después levitarán, levantarán vuelo y se metamorfosearán, quedarán fijados en algún lugar del espacio, ajenos a las leyes de la gravedad.

Hacia 1974 comenzó a pintar una serie de lienzos compuestos sobre la base de estructuras ortogonales, las que definen una gran variedad de cubículos, perspectivamente incongruentes (incongruencias que contribuyen a dotar de un aliento onírico a estas pinturas). Los cubículos están habitados, entre otros, por objetos de origen y destino tectónico: huesos, calaveras trepanadas, fragmentos humanos ñun pie, un ojo, una nariz, una manoñ o ruinas. Vale decir, objetos pertenecientes a la herencia clásica (por ahí es que advertimos un punto de coincidencia con el Taller Torres García y, notoriamente, con Gonzalo Fonseca).

Los Compartimentados, así se llama esta serie, suelen estar cobijados bajo la piel de la tierra. Yendo a su encuentro Damiani excavó, revolvió, revisó, los estratos profundos: pareció postular que en esta región del globo el quehacer del artista es similar al del arqueólogo y al del psicoanalista: debe develar todo aquello que aún permanece soterrado.

Aquí Damiani revela la influencia de los Estampones montevideanos de Barradas, con sus espacios totalmente inventados, compuestos con un horizonte alto (a diferencia de Figari que lo implantaba bien bajo) y presentando una visión esencializada de la Ciudad Vieja.

El conjunto de los cubículos es una suma. En tanto el artista emplea el sistema renacentista de construir analíticamente, individualizando cada una de las formas (a diferencia del Barroco, que postula la organicidad entre todas ellas), cada cubículo tiene una perspectiva propia y divergente de las otras, y es la materia y la luz lo que los unifica.

Lo escondido

Damiani hace habitar la tierra dentro de cubículos, por debajo de la tierra. Y de esta guisa saca y deja afuera, expone, aquello que está adentro, adentro de un cajón o de una casa. Los cubículos subterráneos podrían presentar lo que quizá está escondido arriba, adentro, tapiado, amurallado; el interior de las casas. Sincrónicamente el artista nos mostrará interior y exterior, lo que está y lo que falta. Un recurso similar fue utilizado por algunos artistas del pre-renacimiento: mediante la apertura del muro frontal de una habitación, le concedían al espectador la posibilidad de ver, a un mismo tiempo, una escena abierta (lo que acontecía en el paisaje) y el interior de una casa contigua, como en El nacimiento de San Nicolás, La vocación de San Nicolás y San Nicolás y las tres vírgenes, de Fra Angelico, o en la Historia de la hostia profanada, de Paolo Uccello.

Estas pinturas eran derivadas de los cubículos independientes en que estaba fragmentado el espacio de representación de los autos sacramentales, ese prototeatro; (espacio que habría de transformarse en el escenario teatral único renacentista). En cada uno de aquellos cubículos la acción se desarrollaba con independencia de los restantes, obligando al espectador a disponer por sí mismo del tiempo que dedicaría a cada uno de ellos. Algo similar experimenta el espectador de los Compartimentados de Damiani, enfrentando a sus cubículos.

Los maestros del pasado, en sus predelas, desplegaban las historias en un friso, en la horizontal; Damiani habrá de incorporarle una nueva dimensión: la vertical. Para Damiani, pues, habrá cubículos terrenos, cubículos subterráneos y cubículos aéreos. Esta dimensión aérea, que propone la vida moderna con sus viajes interespaciales, difícilmente podían facilitarla ni la Edad Media ni el Renacimiento.

Este habitar la tierra bajo tierra también remite al cristianismo primitivo, en una referencia más o menos clara a las catacumbas, que constituyeran un espacio funerario y un espacio artístico, llamativamente distinguido por una nota de alegría. A la misma tradición se afilia la iglesia de Atlántida, proyectada por el ingeniero Eladio Dieste, cuya organización espacial vuelve a estructurarse ascéticamente como las del período paleocristiano, en una actitud simbólica que procura volver a una religiosidad más raigal, más pura. Cuando Damiani opta por operar en el mundo subterráneo tal vez lo hace impulsado por la necesidad de salir a la búsqueda de un sentido cósmico, más hondo que el asumido por la iglesia institucionalizada, pues está trabajando en un territorio que la comunidad de los hombres lo sabe vinculado a la tierra, ese destino final.

Los habitantes

Sobre todo fragmentos. (El legendario Alfred H. Barr jr. anotó que el uso de fragmentos podría considerarse una de las características del modernismo, y esto es indiscutible, a tal punto que el collage, una de las manifestaciones plásticas más identificadas con el siglo XX, está compuesto a base de fragmentos; del mismo modo el cine, otra de las artes representativas del siglo, no es sino montaje de fragmentos que, además pueden ser actuales o pasados, jugando con el tiempo.)

Así como Damiani fragmenta el espacio en cubículos y cajones, también fragmenta la figura en miembros desunidos. Los fragmentos a los cuales apela no son los residuos de un estallido; un ojo no será la parte de una cara, sino un objeto-ojo, al que el artista destaca por su valor propio, dignificándolo; en tanto objeto puede ser incorporado en un cubículo, en la espalda de una figura, o apoyado sobre una mesa.

En su pintura comparecen con mayor frecuencia las zonas más erógenas de la mujer, las que representan mediante la llama de la lámpara, las caracolas, los senos, el sexo; fragmentos todos tratados con inventiva plástica. Este acudir a fragmentos desmembrados, marca otro punto de contacto con Gonzalo Fonseca: en la obra de ambos expresa la resistencia al abandono de la figura humana, sin caer en el retrato (de Rafael a Francis Bacon) ni en la alegría (de Giotto a Nicolás Poussin), sino elaborando un camino personal, por la vía de los fragmentos. ¿Nostalgia de la unidad perdida del hombre?

El fragmento (a veces un órgano, un objeto parcial), tiene un valor simbólico: una mano a la altura del pecho y en lugar de éste significa algo; cada objeto suscita una referencia a lo que está pasando allí, sea contiguo o no. Cosas que no tienen relación entre sí, por el solo hecho de formar parte de un conjunto adquieren un vínculo.

Y también frutos: la pera, la manzana (esa obsesión de Cézanne), y árboles, y palomas, y llaves. Otros elementos pertenecen al paisaje americano; el mate, la guitarra. Torres García enseñó a abrevar en el inconciente americano para integrarlo en el arte contemporáneo, como medio para religarlo con los orígenes. Así, cuando Damiani incluye puntas de flecha, rebenques, morteros o boleadoras, está asumiendo y develando iconos de los orígenes uruguayos.

Todos pintados en el lenguaje figurativo, tributario de una rigurosa voluntad geometrizadora, lenguaje de una tal precisión que la línea del dibujo dejará de ser línea y pasará a ser frontera entre dos planos de color; tanto que podríamos caratular este aporte de Damiani como figuración hard edge.

Una mirada a lo solitario y eterno

Con muy escasas excepciones, la pintura de Damiani está ìbajo el signo de Saturnoî: sus figuras, sus paisajes, son melancólicos, solitarios e intemporales. En sus pinturas, el paisaje, las cosas, cuentan más que el ser humano. En definitiva, la mirada contemplativa del saturnino reduce la realidad a un conjunto de cosas, cuya ìinaccesibilidad nos deja inconsolablesî. Pero Damiani no es un artista escéptico como suelen serlo los saturninos.

Por consiguiente, no practica una pintura de índole psicológica. En Figura con estancia, la mujer carece de gesto y, sin embargo, tiene una estancia en la cabeza; no tiene gesto pero sí mucho contenido.

Las suyas son pinturas dramáticas, en lo plástico y en lo temático: porque una pintura hecha con criterio bidimensional alberga ejemplos de arquitectura tridimensional; y porque presenta un mundo tapiado, donde las cosas tienen una vida oculta.

Damiani las des-encubre: las abre y las muestra. Pero a quien quiera mirar, a quien quiera saber, le hace pagar un precio: mirarse en el espejo. En La muerte es el espectador quien se mira en el espejo, pero ¿qué es un espejo sino un ojo, un ojo para otro ojo? Así pues, ¿quién está mirando a quién?

Del mismo modo, ¿para qué abre ventanas en los cuerpos? ¿Para ver lo que hay escondido adentro de los cuerpos? Se puede mirar a través de la ventana a quienese están adentro, ¿o son ellos quienes nos miran? Una mujer está de espaldas al espectador en Figura de espaldas, pero la cara, de frente, nos mira desde su espalda. La cabeza, emergiendo de una tabla, como en una naturaleza muerta, acompañada de un pan, un reloj y una manzana cortada, puede evocar la flor azteca. En Figura con ojos, el artista sustituye los pechos de la mujer por dos ojos con pupila que nos encaran. ¿O serán los nuestros mirando los pechos?

Magos: Un armario ventana deja ver adentro. Lo mismo, siempre. la partición: el hombre y la mujer; la doble naturaleza; el adentro y el afuera. La fruta partida deja ver el conocimiento que se ofrece a la mirada. ¿O el sexo?

Las manzanas: la caja dentro de la caja establece una relación con el otro: la fruta ¿prohibida? con el sexo.

Enfrentada a la pintura de Damiani, la mirada del espectador tropieza con un espacio vacío, sin atmósfera y cuya luminosidad proviene de un foco indiscernible que la torna inquietante. Quizá este espacio ambivalente poblado por fragmentos pudiera inducirnos a pensar que se trata de una obra surrealista. Pero no, porque la inclusión de objetos no está destinada al hallazgo desafiante, ni a un afán por descubrir asociaciones de objetos que desconciertan. La pluralidad de objetos o fragmentos de Damiani respira una cierta congruencia, consecuencia de la homogeneidad del material; allí todo concierta. Antes que surrealista, Damiani es un realista metafísico y en tanto tal, intenta trascender la realidad hacia una realidad que está más allá y que, si desasosiega, es por lo que tiene de incomunicada y acaso de incomunicable.

Su realismo metafísico trae aparejada una nostalgia del clasicismo. Damiani, pues, es un pintor clásico, afiliado a un momento de disolución del clasicismo que también fue delatado en las pinturas de Magritte y De Chirico. Este habría de inventar una figura humana producto de la adición de objetos y maniquíes, según hemos visto, Damiani convertirá la figura humana en maniquí. Cuando Picasso pinta la figura del guerrero en su Guernica, lo enfría, convirtiéndolo en una escultura: tiene todavía un aura heroica; entonces la rompe. Tal fragmentación denuncia su resistencia al neoclasicismo. Todas estas figuras, las de De Chirico, Picasso y Damiani, son escultóricas y no humanas. Del mismo modo, las esculturas de Arturo Martini (con cuyas imágenes las de Damiani resultan afines) aspiran a ser pictóricas. Y ello les confiere una cualidad propia del manierismo.

El manierismo tuvo connotaciones religiosas anteriores al Renacimiento, enraizadas en el medioevo, vinculadas a la muerte, que se dirían presentes en la pintura de Damiani.

La idea del Renacimiento fue de renovación, de reconstrucción del clasicismo. Luego, el Manierismo habrá de socavar las bases de ese clasicismo renacido, cuestionándolo. Más tarde, será reimplantado por el Neoclacisismo. De esos tres momentos, Damiani tomará lo escultórico del primer Renacimiento; también, los gérmenes anticlásicos de su disolución: la fragmentación, la coexistencia de escalas diversas y perspectivas contradictorias, inherentes al repertorio manierista. En cambio, rechazó el neoclasicismo.



Visualizaciones

Artículos publicados en esta serie:

(I) ¿Universalidad del arte? (Gerardo Mosquera, Nº116/117)

(II) Continuidad y video clip (Jorge J. Saurí, Nº120)

(III) Una antropología del color (Mario Cosens, Nº 123)

(IV) Una teoría del espectáculo (L. Calamaro, R. Mandressi, Nº 124)

(V) El arte, de la estética a la historia (Gianni Vattimo, Nº 125)

(VI) La Estética desde una ontología de lo humano (María Noel Lapoujade, Nº 127)

(VII) Por una definición de lo espectacular. Etnoescenología: una nueva disciplina (Lucía Calamaro- Rafael Mandressi, Nº 138)

(VIII) Vanguardias del siglo XX, Del Cubismo al Surrealismo (María Noel Lapoujade, Nº 142)

(IX) De Kant a Magritte Vanguardias del siglo XX (María Noel Lapoujade, Nº 144)

(X) Montevideo… ¿barroco? (Jordana Maisián, Nº 145)

(XI) Estética del umbral (Eleonora M. Traficante, Nº 148)

(XII) En qué sentido hay sentidos aún, Nº 149)

(XIII) El arte, ¿forma de conocimiento? (María Elena Ramos, Nº 151)


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