Serie: Pensamiento (V)

Lo natural y lo artificial

Roald Hoffmann

En Millesgarden, en la isla de Lidingö, cerca de Estocolmo, se encuentra espléndidamente expuesta la obra del gran escultor sueco Carl Milles. En una reciente visita al lugar, pude apreciar el grupo escultórico La Fuente de Aganipe bajo una nueva perspectiva. En esencia, su tema es clásico; sin embargo, la representación de Milles es idiosincrática.

En Millesgarden, en la isla de Lidingö, cerca de Estocolmo, se encuentra espléndidamente expuesta la obra del gran escultor sueco Carl Milles. En una reciente visita al lugar, pude apreciar el grupo escultórico La Fuente de Aganipe bajo una nueva perspectiva. En esencia, su tema es clásico; sin embargo, la representación de Milles es idiosincrática.

Se cuenta que el manantial de Aganipe, en las laderas del Monte Helicón, en Grecia, servía como fuente de inspiración para artistas y poetas. Milles representa a Aganipe bajo la forma de una figura femenina, reclinada, pero en movimiento, en el borde de la pileta y reflejándose en ella. Desde la fuente emergen varios delfines, con el cuerpo arqueado en pleno salto. Tres de los delfines llevan hombres en su lomo, los que simbolizan la música, la pintura y la escultura. El agua surge de la nariz de los delfines.

Lo que se divide, lo que se une

Las fuentes nos hablan del agua, de su movimiento, de cómo se divide y vuelve a unirse mientras fluye. También nos hablan del artificio, de lo real y lo imaginario; de lo natural y lo artificial. Esta última dicotomía es la que deseo analizar en este ensayo. Primero, mostrando cómo el artista y el científico, con buenas razones, pueden omitir esta distinción y luego demostrando que ésta, después de todo, tiene alguna justificación.

Una de las figuras que emerge de la fuente representa la escultura. Se trata de un hombre equilibrado en el lomo de un delfín. Es de tamaño natural, de mayores dimensiones que el estilizado y reducido delfín, sin que esta desproporción tenga importancia alguna. El hombre está danzando y en él la fuerza de gravedad apenas se percibe. El tema recurrente del arte de Milles era vencer la gravedad. ¡Y precisamente en una escultura de bronce! El agua, que brota en finos chorros de la nariz del delfín, tiene un ángulo tal, que cae hacia atrás debido a la fuerza de gravedad natural, rociando al joven.

Este se estira hacia atrás y sobre su mano extendida descansa un caballo (éste no sería el verbo más apropiado para la escultura de Milles, sería más exacto ìse equilibraî). El caballo es pequeño, del tamaño del antebrazo del hombre, pero es real y está galopando en el aire. Sobre la cabeza del caballo, como último desafío a la gravedad, otro hombre pequeño se equilibra, como volando, cayendo, volando.

¿Qué es natural y qué artificial en esta obra que es fuente y escultura a la vez? Como todas las fuentes, es evidentemente sintética, artificial y no natural. Alguien concibió un ingenioso artificio que combina el arte y la ingeniería hidráulica para jugar, con propósitos estéticos, con el agua, uno de los elementos esenciales de la vida y de la Tierra. Las fuentes son esculturas con una característica peculiar: en ellas se utiliza el agua como un elemento escultórico; lo esencial de su atractivo radica en el contraste que existe entre el bronce o la piedra sólidos y el agua, móvil y aparentemente libre. ¿Qué podrían tener en común estos elementos? Sin embargo, esta dinámica escultura los integra.

Lo artificial está en que el agua no ìdeseaî subir, como tampoco pasar por canales predeterminados y, mucho menos, a través de la nariz del delfín. Nos las arreglamos, a través de elaborados mecanismos, para encauzar el agua, para elevarla de manera que parezca fluir naturalmente y para que, al buscar su equilibrio, en algunos segmentos incluso parezca subir en línea recta. Surtidores, medidores, válvulas… ¡Oh, Dios!, ¡todos esos ocultos mecanismos de lo artificial! ¿Qué podría ser más sintético que una fuente?

Las figuras de la fuente están moldeadas en bronce, sus componentes mecánicos están hechos de otros metales. El bronce en sí es artificial. ¿O no lo es? El bronce es una aleación de cobre y estaño, quizás con un poco de plomo y de zinc, una aleación de considerable importancia en la historia de la humanidad (como para que una Era lleve su nombre). Esta aleación es más resistente y más fácil de fundir que los elementos que la componen, los que, a su vez, son extraídos de sus minerales y refinados, por la mano del hombre y por la máquina, en un proceso metalúrgico admirable. Los minerales de cobre y de estaño (la covellina, la cuprita, la casiterita y otros) son, por cierto, naturales. Si embargo, no siempre se han hallado en la Tierra en la forma en que los conocemos. Surgieron bajo la acción, por un lado, de la geoquímica, que opera en forma más débil y durante un período de tiempo mayor al que requiere la metalurgia humana. Por otro lado, con mayor fuerza y en un período de tiempo menor, por acción de las transformaciones nucleares ocurridas en los primeros segundos de vida del universo.

De este modo, en la fuente de Milles un hombre natural usa los minerales naturales, la fundición artificial y la tecnología de la aleación en un acto escultural evidentemente artificial, con el objeto de manipular al más natural de los elementos, el agua, y de construir imágenes del hombre, del caballo y del delfín, todos ellos seres naturales. Todo esto lo percibe mi ojo biológico como una fuente que me produce placer y que puedo comparar con las fuentes romanas que jamás he visto, excepto a través de imágenes artificiales impresas en papel, natural aunque elaborado. Concebir cualquier separación de lo natural y de lo artificial puede llevar a confusión, no solamente al examinar la fuente de Milles, sino también al realizar un análisis meticuloso, ya sea estético o científico, de cualquier objeto de nuestra experiencia.

Probablemente a los científicos, especialmente a los químicos, les guste este razonamiento. A menudo sienten que la sociedad los ataca porque producen materiales ìartificialesî o, a veces, francamente peligrosos. Un examen somero de los medios de comunicación muestra el uso permanente de términos descriptivo-negativos cuando se menciona la palabra química. Adjetivos como explosivo, tóxico o contaminante, que se encuentran tan estrechamente asociados con sustantivos relativos a la química, se han convertido, ellos mismos, en sustantivos de uso corriente. Así como las expresiones natural, cultivado orgánicamente, no adulterado, etc., tienen una connotación positiva, lo sintético parece, en el mejor de los casos, algo condicionalmente bueno. Sin perjuicio de ello, lo sintético es profusamente fabricado y consumido en cuanto nos resguarda, nos sana, nos facilita la vida, la hace más interesante y más llena de colorido. Los químicos reciben señales contradictorias y desconcertantes de la sociedad: ésta recompensa a la química en cuanto se reconoce materialmente dependiente de ella pero esto va aparejado con una actitud agresiva de los medios de comunicación y de algunos intelectuales.

Más distingos

Se debería hacer la distinción entre las expresiones creado por el hombre (o la mujer), sintético y artificial. Las palabras del lenguaje corriente deben entenderse según los distintos significados que el uso les ha conferido.

Desde la expresión creado por el hombre hasta la expresión artificial hay una variedad de connotaciones tanto positivas como negativas; sin embargo, usaré estos términos como sinónimos porque creo que así son empleados entre la gente y cuando se habla de productos químicos.

De este modo, los científicos acogerán con beneplácito lo que me parece innegable: que en cualquier actividad humana, ya sea ésta el arte, la ciencia, los negocios o la crianza de niños, no tiene mucho sentido separar lo natural de lo artificial. Están inextricablemente entrelazados y cualquier intento de separarlos se estrella con ambigüedades intrínsecas a ello.

El químico insistirá, al igual que yo, en que todas las sustancias como el agua, el bronce, la pátina de ese bronce, las manos de Milles o mis ojos tienen cierta estructura microscópica. Están compuestos por moléculas. Los átomos constituyentes, así como su disposición en el espacio, le confieren a estas sustancias macroscópicas sus numerosas propiedades físicas, químicas y biológicas. Una diferencia tan sutil como el hecho de que una molécula sea la imagen especular de otra, determinará que, en vez de ser una golosina, sea un veneno. La mayor parte de la belleza de la bioquímica moderna reside en descifrar los mecanismos de acción directa de los procesos naturales y biológicos: cómo exactamente se enlaza el O2 a la hemoglobina en nuestros glóbulos rojos de la sangre y por qué el CO se enlaza mejor. No es producto de la casualidad el hecho de que el nailon reemplace a la seda en las medias que usan las mujeres; hay semejanzas considerables en el nivel molecular, en la composición y en la estructura de los dos polímeros (la amida, los grupos carbonilos, las estructuras de láminas plegadas, el número de enlaces de hidrógeno). La conquista intelectual más señalada de la química de esta época es la comprensión que nos ha dado de la estructura de las moléculas, desde la del agua pura hasta la de la aleación de bronce o la de la rodopsina de los conos de mi ojo.

No obstante, para que los científicos no se sientan demasiado a sus anchas, procederé a defender la distinción entre lo ìnaturalî y lo ìartificialî. Hay buenas razones para la persistencia de esta distinción en la historia. Las inquietudes intelectuales concretas no desaparecen de la mente de los científicos o del resto de la gente, por mucho raciocinio que se emplee en refutarlas.

En química, la dicotomía natural-artificial tiene una historia interesante. Las primitivas distinciones entre sustancias orgánicas e inorgánicas fueron abandonadas al demostrarse (por parte de Wöhler en 1828, en lo que respecta a la urea) que es posible sintetizar, a partir de elementos completamente inorgánicos e inanimados, sustancias que aparecen naturalmente en el ámbito de lo orgánico. Obsérvese aquí la sutil diferencia en el énfasis: orgánico versus inorgánico, no natural versus artificial. Fue, sin embargo, la manipulación artificial de moléculas las que nos mostró que no hay diferencia sustancial entre moléculas orgánicas y moléculas inorgánicas.

Los químicos podrían reflexionar sobre el hecho de que, a pesar de la aparente irrelevancia de las distinciones orgánico-inorgánico o natural-artificial, aun en su propio lenguaje y ámbito profesional, la dicotomía tiene vigencia. Por ejemplo, en los círculos de la química molecular la gente habla de síntesis de productos naturales, es decir, la síntesis de moléculas que se encuentran en la naturaleza, para distinguirla de la síntesis de las moléculas que nunca antes habían existido en la Tierra. Pero, significativamente, ningún químico usaría la expresión productos artificiales, excepto en broma. El sentido del humor que esconde sutilmente la frase productos artificiales delata, como a menudo lo hace el humor, los sentimientos encontrados que los químicos tienen habitualmente respecto de este tema.

La conducta personal de los científicos también es reveladora. La historia que viene a continuación proviene de mis experiencias recientes. No hace mucho fui invitado a almorzar por el gerente de una importante empresa química. Iba preparado para conversar de trivialidades, lugares comunes y de un poco de buena ciencia. Sin embargo, mi anfitrión procedió a endilgarme una exaltada perorata en contra de unos jóvenes (el equivalente norteamericano de ìlos Verdesî de Europa) que le habían hecho pasar un mal rato en una conferencia de prensa esa mañana. Nos encontrábamos en un lujoso restaurante recientemente inaugurado, que se enorgullecía de haber traído la Nouvelle Cuisine a ese rincón de los Estados Unidos. Las sillas eran de madera liviana, delicadamente enjuncadas y las servilletas eran de una delicada tela.

Estos jóvenes se apoderaron del debate después que él hubo presentado un plan para construir una nueva planta agroquímica de plaguicidas y herbicidas. Le preguntaron si se tomarían adecuadas precauciones sobre la posibilidad de que las sustancias químicas que fabricarían pudieran producir mutaciones y cuestionaron el manejo que la firma hacía de sus residuos. Parecía que cuestionaban la necesidad de plaguicidas para controlar el gusano del trigo; pensaban que los métodos naturales para el control de plagas eran suficientes. El empresario, un distinguido químico y, desde luego, un excelente hombre de negocios, se irritaba con la desconcertante anarquía de esta gente y aludía también a móviles políticos subyacentes. Los excelentes vinos, primero un Chardonnay del estado de Nueva York, y luego un Saint Emilion, lo calmaron. Después del vino blanco se permitió bromear acerca del entonces reciente escándalo provocado por una adulteración de vino austríaco. Más adelante, se dio el gusto de relatar a su asequible invitado el hallazgo que hiciera de una rara cesta indígena en una tienda de antigüedades (ambos compartimos un interés por el arte amerindio). Después de almuerzo, dimos un paseo por los jardines de la casa, donde se podía admirar los colores púrpura y negro de los tulipanes en flor.

Preferimos lo natural

No se necesita un gerente de empresa ni un restaurante moderno y de lujo para esta historia. Imagino que aun los más acérrimos defensores de la imposibilidad de distinguir lo natural de lo artificial, al regresar a sus hogares encuentran ventanales panorámicos y no grandes ampliaciones fotográficas de paisajes exóticos que los reemplazan. En sus casas crecen plantas verdaderas y no hay artefactos de plástico, ni telas sintéticas. Me queda claro que, a pesar de que el científico y el técnico se quejan de la gente ìirracionalî que no es capaz de ver la imposibilidad de separar lo natural y lo sintético, son testigos de la gravitación que tiene dicha separación a diario en la propia psiquis de cada cual.

¿Por qué preferimos lo natural, sin importar quiénes somos y qué hacemos? Veo en ello el resultado de una combinación de motivos emocionales y psicológicos, entre los que puedo enumerar seis: la idealización romántica, el afán de distinción, la huida de la enajenación, el rechazo de la imitación, la saturación y la necesidad espiritual.

La idealización romántica: en el segundo acto de la ópera de Tchaikovsky La Dama de Pique se encuentra intercalado el cuadro pastoral La pastora fiel, lo que no sucede en la historia original de Pushkin. En él, Dafne y Cloe cantan, en un maravilloso dueto mozartiano, a los deleites del contacto con la naturaleza. La añoranza de lo bucólico es tan antigua como la de las fuentes, ya que su encanto se origina en el deseo imposible de lo que no puede ser o ya no es más o, a veces, en lo que uno desea alejar de sí mismo.

La ironía de estas elaboraciones irreales, artificiales y fascinantes, supuestamente acerca de lo natural, reside en que las pastorales eran agradables para todos, excepto para aquellos que hacían del pastoreo su vida. A pesar de que las cortes ya se han ido, las tradiciones románticas persisten. Un ansia de la naturaleza, del auténtico bosque, del olor del heno, de la sensación del viento en las aspas del molino todavía domina nuestros deseos. No importa que el establo oliera mal o que las estaciones de trenes fueran edificios sucios y ruidosos. En mi mente, el establo huele maravillosamente.

El afán de status: el verdadero éxito de lo sintético se debe a una combinación de bajo costo, mayor durabilidad, mayor flexibilidad y, aún, a propiedades inexistentes en los materiales naturales. Este es el siglo del polímero, época en que las grandes moléculas sintéticas han desplazado, uno tras otro, a los materiales naturales: el nailon en lugar del algodón en las redes de pesca; la fibra de vidrio en vez de madera en los cascos de embarcaciones. Cada sustitución o nueva aplicación (por ejemplo, el polietileno usado como envoltura para los alimentos) es invariablemente un proceso democratizante, ya que pone al alcance de un mayor número de personas una gama más amplia de materiales de un modo más económico.

El suministro de agua potable y la eliminación de desperdicios, así como una mayor gama de colores, mejores viviendas y la disminución de la mortalidad infantil están hoy al alcance de un grupo de gente más numeroso que el que cien años atrás podía disfrutar de artículos de lujo y de elementos esenciales. Los químicos e ingenieros pueden estar realmente orgullosos de haber logrado todo esto, aunque aún nos quede un largo camino por recorrer.

No obstante, los seres humanos son (afortunadamente) extraños. Cuando poseen algo, quieren más; o simplemente, desean algo mejor que lo que tiene su prójimo. Cuando lo sintético se transforma en algo barato y al alcance de todos, se produce un curioso cambio en el gusto: los árbitros de la elegancia decretan que lo ìnaturalî es más distinguido. Si se nos dice que una camisa de algodón es más elegante que una de material sintético que ìno se arrugaî, con seguridad terminaremos por considerarla así. Del mismo modo, un piso de madera se considera más fino que uno de linóleo y mientras más escasa sea la madera, más apreciado es el piso. Quizás he sido muy negativo en esto último. Tal vez lo que deseamos no es tanto sentirnos superiores a otros, sino que en cierto modo (¡no demasiado!) sentirnos diferentes. Debido a su infinita variabilidad, lo natural nos proporciona la oportunidad de ser levemente diferentes.

La huida de la enajenación: nos encontramos separados de nuestros medios y del efecto de nuestras acciones. Lo comprobamos en el trabajo rutinario en una cadena de producción, en la venta de lencería, incluso en la investigación científica. Trabajamos con una parte de algo, pero no con el todo. Para ser eficientes hacemos de nuestra labor algo repetitivo y, de este modo, incluso podemos llegar a perder interés en el todo. Montañas de papeles nos aíslan de los seres humanos que son afectados por nuestras acciones. Nos rodea una proliferación de máquinas, cuyo funcionamiento no comprendemos. Dudo que haya alguien entre mis colegas que pudiera hacer lo que pudo hacer, en la Corte del Rey Arturo, el Yanki de Connecticut de Mark Twain; esto es, reconstruir nuestra tecnología a partir de todas esas ecuaciones diferenciales parciales que conocemos. Presionamos botones y los ascensores vienen (o no vienen). Peor aún, presionamos botones y se lanzan misiles, y solamente las víctimas ven la sangre.

Lo sintético, lo artificial y lo no natural es casi siempre producido masivamente en una fábrica, lo que explica su bajo costo. Para producir algo en serie, ello debe ser cortado, moldeado o prensado en forma repetida. Los productos así fabricados resultan idénticos. En principio, el diseño podría ser bueno; en la práctica se sacrifica el diseño en aras de la economía. El típico objeto producido en forma masiva muestra muy poco de la historia de su fabricación, tanto en el diseño como en su realización. Por ejemplo, los antibióticos de tetraciclina se aíslan de un cultivo de organismos vivos, siendo después químicamente modificados y purificados y, por último, envasados, por medios y elementos extremadamente ingeniosos. Sin embargo, la apariencia uniforme de un frasco de tetraciclina de cincuenta cápsulas oculta por completo ese ingenio, así como el esfuerzo realizado por los seres humanos que se valieron de esos mecanismos que tan laboriosamente idearon.

El rechazo de la imitación: lo falso posee una connotación negativa en todas las cosas de importancia para los seres humanos. Decir mentiras, aparentar ser lo que no se es, no es bueno. Gran parte del mundo de las sustancias químicas sintéticas no solamente es artificial, en el sentido de haber sido hecho por el hombre, sino también a menudo simula ser lo que no es. En cierto modo, ésta es una consecuencia natural de reemplazar algo conocido por otra cosa no muy diferente pero más firme, más resistente al calor, o algo semejante. Así, los platos de plástico suelen llevar el diseño de la porcelana y las cubiertas plásticas de los muebles con frecuencia imitan las vetas de la madera. Las servilletas simulan bordados de hilo y encaje. Existe el antiguo oficio del jaspeado. Una vez me contó un joven aprendiz de este respetado arte que, para practicarlo, no basta con estudiar el mármol, sino además se debe pensar, mientras uno pinta, en las fuerzas geológicas que actuaron sobre él.

Bien, algo de eso es bueno; pero mucha imitación, se traduce en aversión. ¡Cómo se añora lo auténtico, lo real!

La saturación: puede haber demasiado de una cosa. Demasiado y punto. El primero cenicero de plástico, o las alhajas de titanio, o (en la URSS) el retrato de Lenin, parecen interesantes, pero cuando un cierto volumen del mismo artículo invade nuestro medio visual, rápidamente comienza a aburrirnos. El carácter repetitivo de la producción (clave de su éxito económico) es frecuentemente la única cracterística, en cuanto a estilo, que nos trasmite un objeto en serie.

Algunas veces la simple sobreabundancia de objetos artificiales en nuestro entorno, más que la repetición de un mismo artículo, nos desagrada. Por ejemplo, la habitación de un típico motel norteamericano nos brinda poco respiro de lo artificial.

La variedad de plásticos y fibras para amoblar una habitación de este tipo es sorprendente e incluso interesante desde el punto de vista intelectual: como modelo para un curso de polímeros, o bien, para imaginar los problemas que tal habitación puede plantear a futuros arqueólogos. Sin embargo, difícilmente uno se siente atraído por ese ambiente.

La necesidad espiritual: ¿qué mueve a los científicos (y de hecho a todos nosotros, ya que ellos no son diferentes de los demás) a buscar lo natural? No basta una simple explicación psicológica o sociológica. Creo que nuestra alma tiene una inclinación innata por lo azarosa, lo especial, lo enriquecedora que es la vida. Imagino un abeto tratando de crecer, aparentemente sin humus, en la grieta de la ladera de un risco de granito en Millesgarden. Suecia; pienso cómo el árbol, o su descendiente, podrá partir finalmente la roca. Las plantas que intentan sobrevivir en mi oficina me recuerdan este árbol. Hasta la veta de la madera de mi escritorio, aunque me habla de muerte, también me transporta a ese abeto. Imagino a un niño satisfecho después de ser amamantado y su sonrisa me abre un sendero neutral hacia el recuerdo de mis hijos sonriendo, cuando eran pequeños; hacia una hilera de patitos formados en pos de su madre; hacia ese árbol. Como sostiene A.R. Ammons: ìla naturaleza que en mí canta, es tu naturaleza que cantaî.

Me parece que estas seis categorías superpuestas y entrelazadas son algunas de las muchas razones para sostener la supremacía de lo natural. Algunas proceden de la debilidad de los seres humanos, y otras, de su fortaleza. Lo que aún parece incomodar a algunos tecnólogos y científicos es que la separación de lo sintético, artificial o no-natural de lo natural, y su implícita connotación negativa surge en algunos de sus semejantes sobre la base de temores que, para el tecnólogo de caricatura que he descrito, son irracionales.

Diálogo ciencia y arte

A través de miles de años hemos llegado a aceptar los peligros que encierra la naturaleza. Tenemos menos temor y eso se debe a la ciencia, ya que ésta nos ha servido para comprender un poco mejor la naturaleza, desde el comportamiento de los lobos hasta las inundaciones primaverales. Por supuesto, la naturaleza nos sorprende de vez en cuando, a su manera azarosa y vivaz, con una erupción volcánica o con el sida. A este repertorio de amenazas hemos sumado algunas otras creadas por el hombre, como la de Chernobyl, la de la talidomida, la de Bhopal, la de los lagos ecológicamente destruidos por la lluvia ácida. Estos peligros, de suyo reales, son además magnificados por nuestra imaginación, que exagera esa realidad, al igual que lo hacen los libros que hemos leído sobre bosques peligrosos o los cuentos de fantasmas. Debido a que estos desastres provocados por el hombre han ocurrido bajo el control de gente que se suponía inteligente y con experiencia, la autoridad de los expertos en general se ve menoscabada. Y el peligro pasa a ser considerado insidioso, ya que se encuentra fuera del control de la gente de la calle. No es de extrañar que se aguarde con temor la próxima infusión de lo sintético o lo creado por el hombre, ni que la palabra ìartificialî tenga tales connotaciones negativas.

Yo diría que el temor irracional que algunos científicos ven tr as la oposición a lo sintético o artificial debería considerarse, más bien, como una respuesta racional, o por lo menos, aceptarse como una reacción comprensible, de naturaleza racional y emocional, de los seres humanos. El temor se manifiesta en una separación de lo natural y lo artificial, y una anatematización de lo no natural como perverso. Se traduce en actitudes ambivalentes hacia los que producen lo artificial, y también hacia la extensión irrestricta del conocimiento.

Pienso que la respuesta a ese temor debería abarcar al menos: i) la razón, ii) la capacitación (ceder control a la gente); y iii) la compasión. A través de la educación se genera comprensión y capacitación; obviamente los científicos deben entregar más información a la gente sobre su actividad. La ciencia es observación y sentido común lógico; se puede enseñar. Aunque algunos científicos piensan que es más difícil, y que se requiere mayor inteligencia e inspiración creativa para adquirir nuevos conocimientos que para enseñarlos, quizás lo verdadero sea justamente todo lo contrario.

No se les hace ningún favor a los científicos con el supuesto de que ellos y solo ellos hablan en nombre de la razón. En primer lugar, eso es ciertamente falso: la amplia variedad de modos de comportamiento personal, asociados con el éxito en la adquisición de conocimiento que es posible observar entre los científicos, habla en su contra. Lo mismo hacen ciertas creencias políticas e ideológicas de algunos buenos científicos. En segundo lugar, la pretensión de basarse exclusivamente en la razón es deshumanizante y empobrecedora. Las fuerzas creativas que subyacen lo nuevo y lo profundo en la ciencia o en el arte son gatilladas por otros rasgos de nuestra psiquis. Las emociones y lo irracional importan tanto como la fría razón.

La capacitación requiere asegurar acceso al conocimiento y un sistema democrático de gobierno. El mejor de los actuales sistemas de gobierno es solo una aproximación a la democracia ideal. Sin embargo, ningún conocimiento, sin importar cuán hábil o ampliamente sea difundido, aplacará el temor a lo sintético, a menos que la gente sienta que tiene algo que decir, desde el punto de vista político, sobre el empleo de los materiales que la alarman.

Supongo que la capacitación tiene un papel protagónico en la evaluación del riesgo personal. Nos sentimos más seguros al conducir un automóvil que al viajar en un avión, a pesar de que las estadísticas sobre accidentes avalen lo contrario. ¿Por qué? Debido a que somos nosotros los que conducimos el vehículo, en cambio es otro el que pilotea el avión. La mayor parte del miedo a la generación de energía nuclear y a otros riesgos tecnológicos, reales o irreales, no se origina tanto por la ignorancia de los procesos como por la sensación de que no tenemos el control de ellos en las manos.

Es fácil sentir compasión por los niños y por los desvalidos, pero no tanto por el adulto que teme un desastre hipotético. Los científicos, enfrentados al miedo a la tecnología, casi nunca reaccionan con compasión. Por el contrario, tienden a concentrarse en los aspectos que uno podría considerar pertinentes en el laboratorio: por ejemplo, en sí el procedimiento analítico que demuestra la presencia de un contaminante, a un cierto nivel, es confiable o no. El científico que reacciona en esta forma solo logra mostrarse a la defensiva. Existe un espacio para el discurso racional sobre los procedimientos analíticos, pero solo después de que uno se gana, por medio de la simpatía, la confianza de la persona preocupada. La compasión y la empatía deben ser la primera respuesta.

Los científicos deben dejar de alegar que las respuestas negativas se basan en el ìtemor irracionalî, ya que esto solamente provoca ira. Me parece que pueden lograr mucho más a través de un diálogo en el que participen tanto la ciencia como el arte. Es obvio que la distinción entre lo natural y lo artificial es puesta en jaque por tanto arte grandioso. Lo deja en claro la discusión sobre la fuente de Aganipe, al igual como lo haría un análisis de la cerámica japonesa o de La Dama de Pique, de Tchaikovsky. La compasión, la empatía y la comprensión también se harán realidad si los científicos meditan acerca de cómo explicar por qué un grupo de ellos se inclinan por lo natural, mientras otro grupo sostiene que lo natural y lo artificial están relacionados de modo inextricable.

(Agradezco la colaboración de Emily Grosholz.)

Fuente: Revista Universitaria


Pensamiento

Artículos publicados en esta serie:

Artículos publicados en esta serie:

(I) Supratemporalidad de las Humanidades (María Noel Lapoujade, Nº 148)

(II) La idea de problema (Mario Silva García, Nº 149)

(III) Filosofía, camino y experiencia (Mario A. Silva García, Nº 150)

(IV) ¿Crisis de la racionalidad científica? (Ezra Heymann, Nº 151)

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