Serie: Economotropos (XI)

La lenta definición del
patrón monetario

Raúl Jacob

Cuando finalmente los españoles se decidieron a ocupar esta parte del Virreinato del Río de la Plata, su sistema monetario hacía ya dos siglos que se había consolidado en el resto de las posesiones americanas.

La economía indígena, por lo que sabemos, dado su primitivismo, si alguna forma de cambio practicó en el territorio delimitado por el río Uruguay, el Atlántico y la laguna Merín, el mismo se basó en el trueque y, probablemente, aquellos núcleos que accedieron a un nivel superior, concedieron valor a ciertos objetos de uso cotidiano, o a elementos provistos por la naturaleza, como piedras, caracoles, semillas y plumas que a su vez podían ser utilizados en sus rituales.

Hernando Arias de Saavedra, al introducir las primeras cabezas de ganado dotó al espacio casi vacío de un nuevo valor. A partir de ese momento los cuadrúpedos y el cuero que proporcionaba su indiscriminada matanza ingresaron al comercio de los hombres y, en consecuencia, pasaron a ser bienes cuantificables, aptos para el intercambio.

 

Con el poblado, la moneda

Si después del vacuno y el caballo arribó el hombre, cuando éste finalmente se afincó, trajo la moneda. Mientras la economía fue extractiva su ausencia pudo ser obviada por cueros y animales. En cambio, la creación de poblados fue paralela a la instauración de un patrón monetario. Y el mismo sufrió las vicisitudes que acompañaron a la colonización del territorio. De acuerdo a los tratados internacionales rigió la moneda española. Pero cuando los portugueses avanzaron rumbo a las orillas del Plata, y fundaron la Colonia del Sacramento, impusieron la suya. Y su influencia fue tal, que décadas después de creada la República Oriental del Uruguay, y existiendo dinero sellado con las armas del país, cuando en 1856 una sociedad de comerciantes de Colonia emitió billetes, lo hizo en valores escritos en patacones y reis, a pesar de la poca duración en años del dominio lusitano primero, luso-brasileño después.

La escasez y, en ocasiones, mala calidad de la moneda, y las dificultades en las comunicaciones, impidieron su total imposición. El consenso público fijó como patrón la vara de lienzo de algodón, la fanega de maíz, el ganado, los cueros, etc., y más tarde, las emisiones particulares de bonos, pagarés manuscritos y otros papeles suscritos por mercaderes reconocidos, que sustituyeron a las acuñaciones del Rey. Durante el coloniaje español no hubo ni monedas de cobre ni billetes de banco. Su sistema fue con unidades onza para el oro y real para la plata. El bimetalismo se consolidó en la Banda Oriental después de un siglo continuado de aplicación, y durante la lucha por la independencia, por lo menos hasta 1817.

La dominación luso-brasileña, entre 1817 y 1828, conmovió el sistema económico. Junto con los ejércitos llegaron las monedas del invasor. La unidad monetaria luso-brasileña era el reis, la pataca de 320 reis, y el patacón de 960 reis, en piezas en oro, plata y cobre y en billetes bancarios. Este monetario, que introdujo el cobre y el billete, alteró contabilidades y cotizaciones.

Durante su breve período, el gobierno artiguista había tenido que hacer frente a una situación compleja, caracterizada por la circulación de tres monedas: la española, la creada por las Provincias Unidas del Río de la Plata y, en la frontera este, la portuguesa. El libre cambio que se intentó practicar, en que se compraba y pagaba con lo que se tenía, tendió a facilitar la evasión hacia el extranjero del numerario y, en consecuencia, su escasez. Para sortear este inconveniente se inició una política prohibicionista, que pretendió regular la salida de los metales preciosos, tanto en monedas y barras como en chafalonías. Con la invasión portuguesa –y la difusión de la moneda– Artigas dispuso la adjudicación de nuevos valores a los pesos de plata y a las onzas de oro, en oposición del circulante portugués.

Después de 1817 nació un sistema ecléctico que mantuvo características del español y del luso-brasileño: del primero la clásica división del real de ocho, peso, o duro; del último la división del real en 120 varas o reis y el uso del cobre.

A la novedad del papel moneda emitido por el Banco Nacional de Río de Janeiro, se le sumaron, poco después, las emisiones pronto declaradas inconvertibles, del Banco de Buenos Aires (1822), transformado cuatro años después en Banco Nacional.

La invasión de billetes provocó su rechazo. Decía el Administrador de la sucursal del Banco Nacional de Buenos Aires que “los soldados del ejército en sus penurias, envolvían sus cigarrillos en billetes de Banco a falta de otro papel. Los soldados, que estaban acostumbrados a recibir sus sueldos en metálico, destruían los billetes y los arrojaban al fuego”. Cuenta la tradición que después de la batalla de Ituzaingó, al abonarse en billetes a los soldados orientales, éstos se rebelaron y exigieron el pago en metálico, lo que obligó a la caja del ejército a realizar el desembolso en cobre. Estas anécdotas sirvieron para que casi un siglo después en “El Libro del Centenario del Uruguay” (1925), un narrador, en tono exultante, subrayase “la irresistible tendencia hacia el metalismo demostrada por el país desde su origen y comprobada invariablemente a través de todas las vicisitudes”.

 

Se acuña moneda

Cuando la Convención Preliminar de Paz puso fin a las hostilidades en 1828, en el territorio coexistían distintos monetarios, cuya vigencia permite delinear un peculiar regionalismo: en Montevideo predominaba la moneda metálica de Brasil; en Canelones –sede del Gobierno Provisorio– el cobre antiguo de Buenos Aires; en Paysandú, Mercedes y Las Vacas, el cobre del Banco Nacional de Buenos Aires, fundado en 1826; en la campaña –dominada por el ejército de liberación– el papel moneda del Banco Nacional de Buenos Aires y diversas monedas metálicas. Al año siguiente, en marzo de 1829, el gobierno provisorio decretó la prohibición de introducir moneda de cobre extranjera.

Después de jurada la Constitución, y creada ya la República Oriental del Uruguay, en 1831 se decidió retirar el cobre circulante y se sancionó una ley por la que se emitía para la circulación, para los cambios menores de un real, la moneda que se rescatase conocida por “décimo de la Provincia de Buenos Aires” por la mitad de su valor escrito. Este cobre extranjero, devaluado, es “el primero que puede conceptuarse legalmente como moneda nacional uruguaya”.

Uruguay nació sin un monetario uniforme, ni patrón en metal fino, con gran arraigo en las transacciones mercantiles. Debió importar para uso de su comercio y administración el numerario de otros países, para ofrecer fluidez a la circulación monetaria. La primera moneda uruguaya con símbolos nacionales, los cobres de 1840, trataron de definir un sistema monetario; con sujeción a las libras de dieciséis onzas y al real dividido en cien partes o centésimos. Pero se acuñaron en tan escaso caudal que no lograron imponer un sistema monetario nacional.

La Casa de la Moneda que se instaló en Montevideo, acuñó en 1843 piezas de plata por el valor de un peso fuerte. En 1854 se autorizó el régimen bi-metalista y la circulación de las monedas de plata y oro de Brasil, los Estados hispanoamericanos, Francia y España.

El interior era una especie de Babel monetaria, como lo relata un testimonio referido a los orígenes de Tacuarembó, a fines de la década del treinta: “En aquel tiempo (...) circulaban monedas extranjeras a granel. La peseta española, la pataca, la boliviana y todo el numerario brasileño se recibían en las transacciones como moneda oficial o de curso legal. Las onzas españolas eran abundantes, pero de relativo valor según su peso, lo que obligaba al uso de balancitas especiales para determinar su valor real. Corrían monedas de cobre de cuatro y de dos centésimos. Había una moneda de cobre de cuatro y de dos centésimos. Había una moneda nacional, el cobre, equivalente a cinco milésimos. Cuatro cobres formaban un vintén”.

Un paso trascendente en la modernización del sistema, se produjo en los años 1857 y 1858, cuando se autorizó el funcionamiento de los dos primeros bancos, el Mauá y el Comercial, los que podían emitir billetes convertibles a oro por el triple y el duplo del fondo de caja. La cantidad de medios de circulación aumentaba con la emisión de billetes –tres onzas de papel por cada onza de oro en el caso del Mauá, y dos el Comercial– y por los depósitos bancarios que permitían incrementar los medios de pago.

En otros puntos del país existían en ese entonces algunas “Sociedades de Cambio” que emitían billetes, pero de acuerdo al monto de sus capitales. Estos papeles, de alcance regional, facilitaron las transacciones comerciales. El intercambio de mercancías, particularmente en la subregión litoraleña, que utilizaba como vía de comunicación el río Uruguay, requería una gran movilización de metálico.

Existe una descripción elocuente, de cómo se comerció entre Mercedes y Buenos Aires durante la Guerra Grande, cuando no se usaba el papel moneda: “(...) cualquier pago que se hacía representaba un bulto grande, por lo que se usaban para transportarlos pequeñas bolsas de lona que llamaban talegas. Como el movimiento de la casa (“Solís y Giménez”, de Mercedes) era de importancia, siempre había dinero abundante, que se guardaba en armarios o baúles a falta de caja de hierro. No había ladrones como ahora, razón la la cual nunca se temía el asalto. Sin embargo, para mandar el dinero a Buenos Aires tenían que ocultarlo, por cuanto los buques estaban expuestos a sorpresas (...). (...) las onzas de oro las ponían en barricas de sebo, etc., y que en la rada de Buenos Aires las abrían y sacaban el contenido para llevarlo a su destino.

Terminada la conflagración, el país se encaminó decididamente a la creación de su sistema monetario. Las disposiciones de 1854, 1857 y 1858, ya citadas, iniciaron un proceso que concluyó con la ley de sistema metálico decimal y con la de junio de 1862, que la adaptó a las monedas. Quedaba de esa forma delineado un doble patrón metálico, en oro y en plata, y sus unidades respectivas, que seguían el sistema métrico establecido: cada peso se dividió en cien centésimos, cada diez centésimos hicieron un real. Si fijaron valores al soberano inglés de oro y al dólar oro, entre otras. No obstante, se siguió utilizando monetario extranjero –junto al nacional– hasta que por decreto, en 1877 y 1893, se desmonetizaron las de plata foránea. Las de oro recién serían acuñadas a partir de 1930, en pleno siglo XX.

A pesar de ello, y de que recién se logró imponer un único papel moneda para todo el país en 1907, sin la reforma del patrón monetario que concluyó en 1862 difícilmente se hubiese podido producir la modernización en otros campos. La definición de la normativa que regulaba la moneda nacional, y su equivalencia en plata y oro con las de otros países, era imprescindible para insertar al país en el comercio mundial, en particular, con las grandes potencias europeas de la segunda mitad del siglo XIX.

 

Una fugaz experiencia bancaria

La ley orgánica del Banco Nacional de Buenos Aires (1826) autorizó a su directorio a fundar sucursales en las “provincias”, con la denominación de Cajas Subalternas.

Apenas el Banco comenzó a operar, el Gobierno instó a su Directorio a establecer una Caja Subalterna en la Provincia Oriental. Existía en esa urgencia un interés político. El 25 de agosto de 1825 la Sala de Representantes del Gobierno Provisorio, instalado en la Florida a instancias de los insurrectos que luchaban por expulsar a los invasores luso-brasileños (ya brasileños, para entonces), aprobó la Ley de Unión, que declaraba a la Provincia Oriental del Río de la Plata unida a las demás de ese nombre. Un mes después, el 24 de octubre de 1825, el Congreso Constituyente aprobó la Ley de Reincorporación, reconociendo a la Provincia Oriental reincorporada a la República de las Provincias Unidas del Río de la Plata, accediendo a la solicitud de los Representantes de la Florida. Como respuesta, Brasil declaró la guerra el 10 de diciembre de ese año. Poco después, en enero de 1826, el llamado Ejército Republicano, organizado con tropas provinciales, especialmente de Buenos Aires, cruzó el río Uruguay, dispuesto a comenzar sus operaciones en la otrora Banda Oriental. El objetivo era el mismo en el que estaban empeñados los hombres que bajo el mando de Lavalleja habían invadido el 19 de abril de 1825: liberar a la Provincia. La finalidad de la sucursal bancaria era financiar las operaciones del ejército. Pero también afirmar la soberanía de Buenos Aires en el territorio reincorporado.

A principios de 1826 el Directorio del Banco designó a don Fernando Calderón de Bustamante para establecer la dependencia, en el lugar que permitiesen las circunstancias, dada la situación bélica que se vivía. En mayo Bustamante llegó a Paysandú. El 13 de ese mes se expidió el primer giro contra la Casa Central. Luego, la sucursal estuvo en San José, y por fin en Canelones. Fue liquidada en 1829, después que el año anterior, la Convención Preliminar de Paz suscrita por el representante de Buenos Aires y del gobierno de Brasil, y con la mediación británica, optó por crear un nuevo Estado.

La acción de la Caja, de acuerdo con las instrucciones del Directorio, debía tender en primer lugar a acreditar los billetes del Banco Nacional, facilitar su circulación y su recepción por las Oficinas del Estado. La Caja Subalterna de la Provincia Oriental llegó a movilizar grandes cantidades de numerario. En un informe del año 1828, firmado por el Administrador, Lorenzo Justiniano Pérez, se informó que gran cantidad de papel moneda se había utilizado en la compra de tierras y ganado. El papel pronto se depreció, y fue admitido en pago en la proporción de 3,5 por 1. Las monedas de cobre circularon profusamente en el litoral: Paysandú, Mercedes, Las Vacas.

Como hemos reseñado anteriormente, las emisiones de Buenos Aires influyeron en forma directa en el trastrocamiento del viejo sistema monetario hispánico, y del nuevo que intentaron imponer los luso-brasileños.

Esta breve experiencia bancaria también arroja luz en la vieja polémica sobre los orígenes de nuestra nacionalidad.

 

Las Sociedades de Cambios

Nacido el nuevo Estado, al que hubo que dotar de signo monetario, la escasez de circulante se hizo notar, en parte por la propia indefinición de sus fronteras, y por la gravitación de las acuñaciones extranjeras, que siguieron incidiendo al igual que los circuitos mercantiles que marcaron –por las propias comunicaciones– distintas subregiones. Cada una de ellas, reconoció en el territorio articulado por los ríos Uruguay, de la Plata, el Atlántico y la frontera con el Imperio del Brasil, distintas áreas de influencia: la de Buenos Aires en el litoral, la de Brasil en la frontera, la de Montevideo, y una tierra de nadie y de todos, que se constituyó en el centro. Esta delimitación fue, a su vez, imprecisa en el interior del territorio uruguayo. Quizás el ejemplo más significativo lo constituya el de la yerba mate, ya que con el tiempo, se impuso la proveniente de Brasil exportada por el puerto de Paranaguá.

Al igual que en otros países, los servicios financieros fueron desarrollados por las casas de comerciantes-prestamistas, fundamentalmente aquellas que comerciaban con el exterior, y que tenían redes de contactos y corresponsales. De ellas surgirían los primeros bancos.

Montevideo, pero también distintos puntos del interior del país, conocieron las “Sociedades de Cambios”. Los comerciantes que las fundaron carecían de autorización legal para emitir billetes, pero lo hicieron por el monto del capital de cada una de ellas, al que generalmente descontaron el costo del diseño y la impresión. Suplieron así la escasez de los valores de la circulación menor.

Es así que a mediados del siglo XIX existieron este tipo de instituciones en Montevideo, en los puertos del litoral, en Salto (1855) y en Paysandú, y en el área fronteriza, Tacuarembó y Cerro Largo. En las localidades de Carmelo y Nueva Palmira, situadas a orillas del río Uruguay, se instalaron otras, que emitieron billetes en 1856.

En 1859 nació una en Colonia, que se denominó “Caja Departamental de Cambios”, y por la indicación escrita de sus billetes posiblemente funcionaron sucursales o agencias en los pueblos de Carmelo, Nueva Palmira y Rosario. Sus billetes usaron como equivalencia de valor al reis.

En 1860 surgió la de Mercedes. La sociedad se llamó “Sociedad de Crédito de Mercedes”, su capital, de cien mil pesos, fue suscrito por los principales comerciantes y hacendados de la zona. Hacía préstamos, recibía depósitos, giros, etc., y emitía billetes. La casa de comercio de “Silveira y Costa”, sirvió de gerencia. La sociedad prosperó hasta que fue necesaria su liquidación, con motivo de la creación del Banco Mauá, que abrió una sucursal. En el ínterin, las de Montevideo (1857) y Salto (1858) se transformaron por ley en bancos.

Estas asociaciones fueron un jalón importante en la constitución de un sistema bancario nacional. Las emisiones se basaron exclusivamente en la confianza del público en el buen nombre de sus integrantes. Hasta su formación, los comerciantes habían empleado cartones, latas, etc., que no tenían valor cambiario en otro lugar que en el mismo comercio emisor, y que se utilizaban exclusivamente en sus transacciones. Con su creación, la moneda bancaria tuvo un alcance regional, llamado a incidir en el desarrollo de las economías urbanas. Por otra parte, la mayoría de ellas, atendieron las necesidades crediticias de la zona, por lo que fueron un paso adelante en la necesaria especialización financiera. Del comerciante-prestamista se había evolucionado a la conjunción de capitales para cumplir una función determinada.

Al establecerse bancos de emisión con sucursales en el interior, el Estado administrado desde Montevideo, entendió que habían desaparecido las causas originarias de las emisiones de los particulares, ya que la facultad de emitir billetes, acuñar monedas y fundar bancos particulares no estaban comprendidas en los límites de la libertad de industria consagrada constitucionalmente. En consecuencia, el Poder Ejecutivo, por decreto de 29 de agosto de 1860, prohibió que continuaran funcionando los pequeños bancos privados del interior y la emisión de cualquier billete que no procediera de los establecimientos legalmente autorizados. En el plazo de cuatro meses debían ser autorizadas las emisiones realizadas, pagándose al portador y a la vista en moneda corriente. La disposición tendía a centralizar la actividad emisora en aquellos institutos autorizados a cumplir función de bancos por el Estado, los que podían poner en circulación mayores valores que los existentes en caja. No deben haber sido ajenas a este afán regulador las actividades del Banco Mauá, que abrió sucursales en algunas ciudades del litoral. Pero, Àqué pasaría en Colonia, Tacuarembó y Cerro Largo, hasta donde no llegaron los bancos?

En lo inmediato, los bancos se establecieron en Montevideo y en el litoral. Si debían estimular el ahorro, la formación de capital y la difusión de la moneda, corresponde concluir que hasta el decreto de 1860 el país –mediante la difusión de las “Sociedades de Cambios” que sin duda, de mantenerse, en el futuro se hubiesen transformado en bancos, tuvo mejores posibilidades de alcanzar un desarrollo equilibrado, por medio de la distribución del crédito en las distintas subregiones existentes, que por otra parte, se integraban a circuitos mercantiles sobrevivientes de la colonia.

 

Los bancos

Poco tiempo después de concedidas las dos primeras autorizaciones para el funcionamiento de los bancos Mauá y Comercial en Montevideo (1857), la ley de 17 de julio de 1858 autorizó a un núcleo de comerciantes y propietarios de Salto a establecer una sociedad anónima de Banco de Cambio, emisión, descuentos y depósitos. Su capital sería de cincuenta mil pesos, dividido en doscientos cincuenta acciones de doscientos pesos cada una. Las condiciones eran las mismas que las que marcaban las leyes sancionadas hasta la fecha para la instalación de instituciones de ese carácter. El Banco de Salto inició sus actividades el 1 de octubre de 1858, y dos años después, en 1860, fue autorizado para aumentar su capital hasta la suma de medio millón de pesos.

El embrión del “Banco de la Villa de Salto” fue la “Sociedad de Cambios” instalada en 1855, por lo que ya que su evolución fue similar a la de la sociedad establecida en Montevideo, cabe concluir que la tendencia de la economía uruguaya en ese entonces era –a nivel financiero– la marcada por las siguientes etapas: 1) de los comerciantes-prestamistas a las Sociedades de Cambio; 2) de las Sociedades de Cambios a bancos (lo que permitía emitir por una suma mayor al capital en caja, aumentando la circulación, y en consecuencia las posibilidades de conceder créditos).

Unos años después surgiría otro banco en Paysandú. No es casual que haya sido el litoral el que apadrinó estos nacimientos. El río Uruguay le proporcionó la posibilidad de comerciar con Montevideo y Buenos Aires, y también con el interior de la Cuenca del Plata. Los saladeros lo comunicaron con el exterior. Los bloqueos de Buenos Aires y Montevideo durante la Guerra Grande, que finalizó para Uruguay en 1851, le permitieron disfrutar de cierta relativa autonomía.

El comercio de importación y su redistribución en su área de influencia (la mesopotamia argentina y el sur de Brasil) y el de exportación de los productos del complejo agrario-industrial creado en torno a la explotación del vacuno, fue un estímulo para el espíritu empresarial, y su corolario natural, la acumulación de capitales. De ahí que en las siguientes décadas, desde la refinación de ganado a la instalación de industrias elaboradoras de carnes por sistemas innovadores, la creación de compañías de navegación, líneas férreas a la frontera, hasta vitícolas, y diversas sociedades por acciones encontraran en esa zona su origen; como si el desarrollo del país se fragmentase reconociendo por lo menos dos ejes: el atlántico con centro en Montevideo, y el del litoral, con centro en Salto y ramificaciones en Paysandú, Mercedes, Colonia y a los que luego se les sumó Villa Independencia, a fines de los cincuenta.

La banca no podía estar ajena a esta realidad, signada por la facilidad de las comunicaciones, y modelada en un primero momento por la navegación, el único medio –hasta la llegada del ferrocarril– capaz de movilizar grandes cantidades de mercancías.

 

La banca extranjera busca el “interior”

El primer banco autorizado a funcionar en Uruguay fue una institución extranjera, el “Banco Mauá y Cía.”, fundado por el riograndense Irineu Evangelista de Souza, barón y luego vizconde de Mauá. Este banco representó el predominio financiero de Rio de Janeiro, ciudad en la que clausuró sus actividades en 1875.

La sede de Montevideo había nacido de las dificultades del Estado, que lo consideró un banco “privilegiado”. La idea de abrirla fue discutida en Rio de Janeiro con el ministro uruguayo, el doctor Andrés Lamas (fundador de la primera Casa de la Moneda en Montevideo, en 1844, en pleno sitio a la ciudad). Mauá no se limitó a implantar su banco. Participó de innumerables empresas comerciales e industriales, siguiendo la trayectoria inaugurada en su país, Brasil. Reestructuró la Compañía de Gas de Montevideo, proyectó y realizó un dique a carena, creó la “Compañía Pastoril Agrícola e Industrial”, contando con estancias y saladeros, etc.

Un par de años después que recibió la autorización del Estado para funcionar en el país, (1857) el Banco Mauá instaló en 1859 dos sucursales, una en Paysandú (que se constituyó de hecho en el “primer” banco sanducero), y otra en Salto. Después vendría la de Mercedes, población en cuyas cercanías Mauá adquirió tierras y construyó un castillo destinado a vivienda. No muy distante, estaba la estancia y saladero “Román”, en el departamento de Paysandú, también de su propiedad.

Las primeras sucursales en el interior de un banco extranjero, y de un banco radicado en Montevideo, fueron obra de un hombre que se vinculó a Uruguay en 1850, ofreciendo ayuda en dinero al gobierno de la Defensa.

Firmada la paz al año siguiente, el gobierno de Brasil gravitó decididamente en la vida política y económica del país. El “Banco Mauá y Cía.” abrió un departamento para consolidar y liquidar la deuda del Estado con Brasil. Desde 1851 y hasta el fin de la Guerra de la Triple Alianza (1865-70) Uruguay quedó ligado por tratados de alianza, de subsidios, de comercio y navegación, de límites, al Imperio de Brasil. Mauá se transformó “en el banquero de la República Oriental del Uruguay, recién salida de la Guerra Grande”.

Finalizado este conflicto regional, que a partir de 1839 fue involucrando a Argentina, Uruguay, Brasil, Francia y Gran Bretaña, es que surgieron en la década del cincuenta las Sociedades de Cambios y los primeros bancos en Montevideo y el interior.

Resulta difícil separar a este hombre, en relación directa con los gobiernos de la época, y que influyó en tantos planos, de la legislación bancaria que comenzó a ordenar la actividad financiera en el país.

 

De 1860 a 1890

Considerando que las políticas no solo reflejan realidades, también las crean, es que asumimos que la prohibición de las Sociedades de Cambios en el año 1860 clausuró una época e inauguró una nueva etapa en el interior del país, o si se prefiere, en la parte del territorio que quedaba más allá de las aún enhiestas murallas de Montevideo. Por supuesto que la normativa solo tenía aplicación en aquellas notorias y ya existentes. El Estado en ese entonces tenía un control muy limitado del país que encarnaba, por lo que, si las circunstancias así lo requerían las emisiones informales de los comerciantes de las comunidades aisladas surgirían nuevamente, aunque, quizás, impresas sin prolijidad alguna, bajo forma de papeles sellados o firmados por el fiador. Es que no por combatir la informalidad ésta desaparece si hay causas para su existencia. El mercado quedaría de ahora en más dividido entre los bancos y sus escasas sucursales radicadas en algunos centros urbanos y las casas comerciales en todas sus variantes, desde las surtidas de productos importados –aunque quizás la denominación más correcta, dado el régimen de “fronteras abiertas” o desguarnecidas, sea de productos “introducidos”– y las pulperías dispersas en el medio rural.

El segundo mojón importante, mirando desde la campaña a Montevideo (y no en sentido opuesto) fue la crisis de 1890, que clausuró la breve y fecunda experiencia del fallido Banco Nacional del doctor Emilio Reus y sus socios financieros. El Banco había creado la primera red bancaria nacional con sucursales en todas las capitales de los departamentos (provincias) en que se dividía administrativamente Uruguay.

Aunque, bueno es señalarlo, el nombre que se adoptó para el país que nació en 1828, y al que Brasil en 1851 terminó por definir sus límites, era una denominación geográfica, que reconocía aquello que quedaba al oriente del río Uruguay. Los sectores mercantiles de la capital y los administradores del Estado, muchas veces actuaron como si efectivamente se tratara de la República de Montevideo, como se la pensó llamar en algún momento.

En 1865 se enriqueció la normativa con una ley que intentó sustituir las disposiciones casuísticas por otra general. La ley –aprobada durante el gobierno de Flores– autorizaba al establecimiento de bancos de depósito, emisión y descuento.

Los billetes que emitiesen serían al portador y a la vista, pagaderos en oro sellado en doblones, o en monedas de metal, de acuerdo a las equivalencias reconocidas por la ley monetaria de junio de 1862. La inconversión de los billetes era causal de suspensión y liquidación de la institución o las instituciones responsables.

Los bancos eran autorizados a funcionar por el término de veinte años, renovables por igual período. Sus contabilidades debían ser uniformes y en idioma español, y serían fiscalizadas por Comisarios, pagados por los propios bancos, de común acuerdo. Ningún banco podía establecerse sin haber presentado sus estatutos y reglamentos a la aprobación del Gobierno. El domicilio de las instituciones sería la ciudad o villa donde se hallaren situados, quedando sujetos a la legislación de la República.

El Gobierno, en sus contratos con los bancos, sería considerado como los particulares y, en consecuencia, quedaría sujeto a las leyes generales sobre la materia.

Esta ley fue la primera que contempló en un sentido general a la actividad bancaria, fijó un límite para las emisiones (hasta el triple del capital), reconoció la vigencia del oro como basamento del sistema monetario, dispuso que fuese el Estado el único encargado de autorizar y fiscalizar en el territorio nacional el funcionamiento de esta actividad económica y marcó los billetes a los que quedaba sometido como usuario de los servicios bancarios, regulando en un todo a los establecimientos que habían comenzado a operar a partir de 1857.

 

La vigencia del patrón oro

En 1890, en un informe de la Legación del Imperio Alemán al Canciller Bismarck, se constataba el orgullo “uruguayo” de ser el único país de la América del Sur con dinero amonedado. Eran los bancos (en realidad algunos), los comerciantes, y particularmente la “población rural”, los que se resistían a los billetes inconvertibles o de curso forzoso, a prescindir de la posibilidad de ir a la ventanilla de un banco y cambiar papeles por su equivalente en monedas de oro.

Esta aversión, por lo visto, nació cuando aún éramos “orientales” y Rio de Janeiro y Buenos Aires inundaron la campaña de billetes que luego se depreciaron. El fetichismo del oro en realidad tendía a conservar el pasado, era parte del legado colonial.

Mauá, que apadrinó varias solicitudes de inconversión para salvar su banco, reconoció en 1861, en carta al Ministro de Hacienda, Tomás Villalba, que el Uruguay tenía la “fortuna” de poseer un medio circulante metálico, ya que el papel moneda había acarreado dificultades incalculables a los países que habían tenido el “desacierto” de introducirlo en su organización económica.

De ahí que se dio una situación dual. Los billetes bancarios si bien tenían validez en todo e territorio, quedaban restringidos en su uso a Montevideo y las zonas de influencia más cercanas de las ciudades que contaban con instituciones emisoras o sucursales bancarias. La moneda de oro, con sus ventajas y desventajas, fue el medio de pago en el campo y en gran parte del interior urbano.

Cuando Montevideo fue base de operaciones de la armada de Brasil, durante la Guerra de la Triple Alianza o Guerra de Paraguay (1865-1870), el ejército imperial pagó sus abastecimientos con billetes de su país, con un descuento del 2% que el Banco Mauá recibía con una quita del 10%. Pero los comerciantes metropolitanos obligaron al Banco a reembarcarlos rumbo a Brasil, impidiendo su circulación.

En 1886, el banquero británico E.R. Pearce Edgcumbe, reflexionó sobre la “sabiduría” de la “Banda Oriental” (sic), que mantenía su circulante en oro, mientras sus dos vecinos, Argentina y Brasil, tenían un papel de curso forzoso, sujeto a fluctuaciones frente al oro.

Si en la lucha que se avecinaba entre Buenos Aires y Montevideo por imponerse en el comercio de tránsito y en la captación del comercio regional, –que fue cada vez más intensa a partir de la inauguración del puerto artificial de Buenos Aires, en 1889-1897–, la sujeción al oro pudo ser una desventaja, compensable con otras facilidades, para el tráfico de exportación de la producción del hinterland platense en cambio no careció de estímulo.

La vigencia del orismo heredado del siglo en que se aplicó el monetario español, encontró una buena razón para sobrevivir una vez que Gran Bretaña logró que buena parte del mundo se rigiese en el siglo XIX por su patrón libra esterlina-oro. De tal suerte que aquellos países que aspiraban a insertarse en la estructura asentada en la cosmovisión binaria de “países-fábricas” y “países productores de materias primas”, y a recibir los beneficios de los empréstitos británicos, se vieron obligados a comprar y pagar sus deudas en oro.

De alguna manera, la ley de 1865, que dispuso que los bancos debían hacer frente a sus emisiones con oro, abolió el patrón bi-metalista adoptado en 1862. La plata, se había comprobado, se depreciaba al aumentar su producción mundial.

En junio de 1876, por decreto-ley, se estableció que las monedas de plata cumplirían una función “auxiliar”. Otras medidas de ese año, entre ellas una referida al “peso oro”, terminaron por reafirmar la vigencia del patrón-oro. Hacía ya unos años que el último empréstito de Brasil había sido refinanciado en Londres como primer empréstito británico (1864), pautando este hecho financiero el principio de la decadencia de la tutela de Brasil, y su sustitución, hasta bien entrado el siglo XX, por la gravitación de Gran Bretaña.

Por más que existió una moneda nacional, lo que rigió en las transacciones en realidad fueron las monedas dominantes en el comercio internacional, ya que la emisión dependió del oro, y su provisión del comercio exterior.

El puerto de Montevideo fue la principal vía de ingreso y egreso del metálico, tanto que los contemporáneos hablaban de “importación” y “exportación” del mismo.

Como lo constató Villalba en un informe de 1865, “nosotros no tenemos exportación de oro, en cantidad, sino para Buenos Aires, y durante las faenas para los saladeros del litoral y aún de Corrientes”. Para abonar el ganado a los productores rurales, los saladeros debían utilizar el oro, que arribaba por vía fluvial. Las empresas de navegación eran transportadoras de caudales, cobrando alguna de ellas por el flete 1/4 por ciento por el oro y 1/2 por la plata.

 

Los nuevos bancos

En junio de 1862 se autorizó a un núcleo de comerciantes de Paysandú a establecer, con un capital de trescientos mil pesos, una sociedad y banco similar a la que funcionaba en Salto. En julio de ese año se promulgó la ley que autorizó el establecimiento, también en Paysandú, de un banco de depósitos, emisión, descuentos y cambios, organizado como sociedad anónima, con un capital de cien mil pesos. En todos los casos, se les facultó para desarrollar sus actividades durante diez años, y también en todos los casos, debieron competir con sucursales del “Banco Mauá y Cía.”.

El “Banco Comercial de Paysandú” extendió sus operaciones hasta abrir una agencia en Mercedes, lo que le aseguró un mayor radio de difusión a sus billetes, emitidos primero en Montevideo, y los últimos en Nueva York.

La legislación aprobada en 1865 estimuló la creación de instituciones bancarias, tanto en la capital (Montevideano, Navia, Italiano, etc.) como en el interior. El Banco Comercial de Minas nació con cincuenta mil pesos de capital.

El Banco Italiano, respaldado por su gran capital (dos millones de pesos) y, apostando a contar con el apoyo de la colonia italiana, se ramificó aceleradamente, abriendo sucursales en Salto, Paysandú, Mercedes, Durazno, Tacuarembó, Cerro Largo y San José. Por lo que sabemos, la de Paysandú, (y quizás la de Mercedes), terminó amalgamándose con el Comercial de Paysandú, en la que parece ser una de las primeras fusiones de bancos en el país.

La crisis de 1868 tronchó la vida de casi todos estos establecimientos. Con ella comenzó la agonía del “Mauá y Cía.”, que los favores oficiales extendieron hasta la gran crisis de 1875. Por entonces esta institución había logrado transformarse en una verdadera potencia regional, abandonando la cautela sugerida por sus socios británicos. Tenía sucursales en Porto Alegre, Pelotas, Santos, Campinas, Belem, Buenos Aires, Rosario, Montevideo, Salto, Paysandú y Mercedes.

Años después de su caída, en 1894, Juan Lindolfo Cuestas recordó la influencia benéfica que ejerció la sucursal de Paysandú en la transformación de los hábitos y tradiciones del comercio del medio, estimulando el “desentierro” de las onzas de oro que pasaron del ocultismo a las cuentas corrientes abiertas por sus propietarios.

 

Después se pasó nuevamente a fojas cero

Los bancos que operaron en el interior tuvieron dificultades para sobrevivir. Cuando en 1886 el banquero Pearce Edgcumbe visitó Salto, reflexionó sobre la costumbre local de guardar grandes sumas de dinero en los domicilios particulares y sobre la ausencia de robos: “En ese gran pueblo de Salto, extraño es decirlo, no hay ningún banco. Una vez hubo un banco local aquí que, según dijeron quebró después de prestar la mayor parte de sus depósitos a los amigos de los directores y cerró sus puertas con tanto honor como las circunstancias podían admitirlo. No habiendo banco ni cambios cuando estuve allí me fue imposible cambiar un cheque del Banco de Inglaterra. El dueño del hotel se lo alcanzó a sus amigos que lo olieron por turno, como si pudieran probar su valor de esa manera. Evidentemente nunca habían visto algo semejante antes, y me lo devolvieron con muchas disculpas”.

Cerrados los bancos, prohibidas las Sociedades de Cambios, la vida continuó. Los billetes cedieron paso a las monedas y los establecimientos financieros a los comerciantes y prestamistas particulares.

El país se dividió en Montevideo y la campaña, y la realidad de esta última se uniformó.

 

Las mil y una formas de sobrevivir sin bancos

Quizás esporádicamente, las iniciativas por concretar la apertura de bancos no hayan estado ausentes de la escena, y aunque alguna pudo prosperar fugazmente –lo que no es de descartar–, lo cierto es que las consecuencias de las grandes crisis económicas mundiales de las décadas del sesenta y del setenta llegaron hasta los bancos del interior.

Es fácil imaginar las consecuencias de este retroceso: desconfianza a las instituciones, aversión al papel moneda, atesoramiento del oro, dificultades crediticias, usura al por mayor.

Basta recordar que el interés del dinero en Montevideo, a mediados del siglo XIX, oscilaba en el dieciocho por ciento anual, y que en uno de los tantos proyectos que tiempo después consideró el Parlamento, éste debió aceptar el nueve por ciento, aunque defendió como “necesidad social” la tasa máxima del seis por ciento.

Los bancos, con sus trámites, requisitos y solicitudes de garantías no habían logrado, ni en Montevideo ni en ningún otro punto del país, abatir al sector informal en la intermediación financiera. Su presencia había servido para presentar una nueva alternativa. En aquel país –que guerras civiles mediante– pujaba por dejar atrás la edad del cuero y del ganado cimarrón, y pasar por el cancel de la puerta de la modernidad con el ovino y el vacuno mestizados, con el alambre y el ferrocarril; en esa sociedad en que los negocios se hacían de palabra y la constancia de los fiados eran rayas en una pared; el protagonismo seguía estando en manos del sector mercantil.

Fueron los comerciantes de la ciudad y de la campaña, a los que se les sumaron hacendados pudientes y profesionales venidos a más, los que volvieron a tener en sus manos el manejo de las finanzas en el interior del país, el que, necesario es recordarlo, nunca habían perdido, ya que fueron los principales impulsores de la fundación de las fenecidas instituciones locales.

Se fue configurando, con el paso de los años, un verdadero circuito, que sirvió las necesidades crediticias de aquellos que no podían acceder a los bancos que funcionaban en Montevideo.

El comerciante de la ciudad, que también oficiaba de prestamista, distribuía su mercadería tierra adentro, a las pulperías del medio rural, éstas a su vez recibían en pago productos del país, que remitían, siguiendo el camino inverso.

Las pulperías, lejano antecedente del almacén de “ramos generales”, se habían extendido como “mancha de aceite” durante el período de ocupación luso-brasileño, y se transformaron después de la Guerra Grande.

Se erigieron en lo alto de un vado de río, en las lomas, de piedra y ladrillo, con rejas protectoras, y se constituyeron en centros de sociabilidad, punto de encuentro de campesinos y gauchos, posada para los forasteros, posta de diligencia, centro de abastecimiento para los hacendados, lugar de esparcimiento para todos, refugio de contrabandos y contrabandistas las más cercanas a la frontera.

“El pulpero sería también según las circunstancias prestamista y fiel guardador de fondos; acopiador de nuestra industria madre; negociante de los frutos de la tierra; hombre de buen consejo; confidente; agente de marcas y señales y de correos; co-organizador de remates ferias; padrino”.

El aislamiento alejó la competencia, y esta situación permitió amasar fortunas, que se transformaron en grandes, cuando el pulpero atinó a levantar la vista más allá de su mostrador y sus parroquianos y se hizo –por compra o en pago de alguna deuda– de un pedazo de campo, al que agregó otro, y otro, y pobló de animales que adquirió o cambió por mercadería. El dinero, el metálico, podía ser el gran ausente en este periplo que condujo a algunos el casco de una estancia convirtiéndolos de respetables pulperos en respetables hacendados.

Al fundarse en la década del noventa el Banco de la República, uno de sus impulsores, Federico Vidiella, trazó una descripción más que elocuente: “Era nuestra campaña, algo así como esas villas perdidas en el interior de las selvas paraguayas: no hay crédito, cualquier préstamo que se haga es al quince y al veinte por ciento: los únicos dispensadores del crédito eran los pulperos, que eran los que se habían convertido en factores de ese elemento esencial del progreso de los pueblos”.

En villas, pueblos y ciudades, el panorama era algo similar. Lo que cambiaba eran los nombres, ya que allí residían aquellos que abastecían a los pulperos, y la oferta, que se multiplicaba con la existencia de más de un comerciante de peso, y algunos universitarios.

Aún en Montevideo, el “sector informal” fue importante. También a él se refirió Vidiella: “(...) en nuestro Montevideo, los dispensadores de crédito, los que hacían atroz competencia a los bancos particulares, –que entonces como ahora, y más entonces que ahora, eran impotentes para subvenir a todas las necesidades públicas, eran esas cuevas de la Pasiva (...)”.

Esas cuevas eran complementadas por otras guaridas, bufetes de profesionales y escritorios de todo tipo de comerciantes, que hicieron que el negocio de la “hipoteca” leudara sus capitales y engrosara sus florones catastrales.

Un ejemplo de evolución en un medio en urbanización merced a una industria, lo proporcionaba el hoy Fray Bentos. Si las historias deben tener un comienzo el de ésta fue el instante en que don José Hargain, radicado del otro lado del río, en la localidad argentina de Gualeguaychú, donde tenía comercio, cruzó el río en el barco de un saladero, para conseguir leña.

Decidió instalarse en la otra ribera, y a partir de 1857, atendió su casa de comercio y de hospedaje uruguaya, intervino en el cabotaje con Gualeguaychú y Mercedes, colaboró en tareas de policía y de correo, y fue prestamista. Dos años después, en 1859, se encontró entre los primeros pobladores de la novel Villa Independencia, cuya fundación había impulsado.

El paraje era apto para el establecimiento de saladero y la zona circundante para la cría de ganado. Eso lo percibió un hamburgués, Georg Giebert, quien visitó el lugar en 1861. Dos años después regresó para experimentar en un saladero del lugar la fabricación de extracto de carne, de acuerdo al procedimiento descubierto por el químico alemán Justus von Liebig. En 1865 se constituyó en Londres, con ciento cincuenta mil libras esterlinas de capital la “Liebig's Extract of Meat Company Limited”, empresa destinada a industrializar el extracto de carne, que logró imponer en Europa. La sigla “Lemco” se popularizó en los almacenes de los ejércitos europeos, y el extracto de carne, y luego el corned beef, participaron de batallas y sirvieron también para socorrer las necesidades de la población civil.

La “Liebig's” terminó por constituirse en un complejo industrial con estancias y muelle de su propiedad, al que anexó un área urbanizada para uso de sus asalariados.

Podía pensarse que era el sitio ideal para situar un banco, o una sucursal de un establecimiento financiero extranjero: un complejo agrario-industrial exportador, que debía recibir grandes sumas de dinero para abonar a proveedores y funcionarios y obreros, contiguo a una población cuyos habitantes se servían del río para comerciar.

Sin embargo no fue así. El oro necesario vino por el mismo río en que se iba su producción y la compañía terminó por organizar una caja de ahorros, en la que los obreros podían depositar y retirar sus economías, con un rédito del cinco por ciento anual. La empresa vendía solares a sus asalariados para que construyesen sus viviendas, y éstos compraron hasta chacras con sus haberes. La armonía social quedaba beneficiada del disciplinamiento de la mano de obra, es decir, de la empresa “Liebig's”.

Hasta las primeras décadas del siglo XX el vapor de la carrera transportaba pequeños cajones de madera conteniendo libras esterlinas de oro, que se trasbordaban de noche a lanchas que los depositaban en la orilla del puerto. Y allí estaban a la mañana siguiente, porque, como lo recordó un vecino nacido en 1903: “Y quién se las iba a llevar si en el pueblo nos conocíamos todos?”

Las sucursales de los bancos extranjeros, siguiendo la costumbre, se instalarían en Mercedes, Paysandú y Salto.

Este es un fragmento del libro “Más allá de Montevideo: los caminos del dinero” de Raúl Jacob que acaba de aparecer (Montevideo, 1996, Ed. Arpozdor).

Economotropos

Artículos publicados en esta serie:

  • (I) Integración, producción y trabajo (Jorge Notaro, Nro. 113)
  • (II) La trampa de la economía informal (Herbert de Souza, Nro. 115)
  • (III) La integración subregional ajusta el recorrido (Jorge Notaro, Nro. 118)
  • (IV) Interdependencia y desarrollo (David Ibarra, Nro. 119
  • (V) Economía Global (David Ibarra, Nro. 123)
  • (VI) ¿Hacia donde vamos? (David Ibarra, Nro. 124)
  • (VII) Dólares y valores (Jorge Notaro, Nro. 127)
  • (VIII) Adam Smith. El inventor de la mano invisible (Juan Manuel Rodríguez, Nro. 133)
  • (IX) Desempleados: números y sensaciones (Jorge Notaro, Nro. 139)
  • (X) El año después (Jorge Notaro, Nro 144)


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