cuentario

Gente sin importancia

Eduardo Alvariza

¿Alguien sabe lo que significa vivir en un edificio? Siempre se ha dicho que los edificios ahorran espacio, que la superpoblación de las ciudades llevó necesariamente a cierta disposición arquitectónica, y que finalmente uno al lado del otro uno arriba del otro uno pegado al otro fue la forma más aguda e inteligente de solucionar el problema. Pensaron que con las paredes de por medio se aseguraba a la gente intimidad, tranquilidad o no se qué cosa placentera y reconfortante. En una palabra: pensaron que la convivencia sería como si cada uno viviese separado y únicamente a través de un "Buenos días" o un "Buenas noches" estaría presente el otro, el querido vecino, el feliz copropietario. Yo también lo pensaba, pero cambié de idea. Y ese cambio me llevó a cometer varios asesinatos que lejos de sentir inadecuados o vandálicos, los considero sanos, responsables y justos. Fue la única manera de mantenerme incólume a las estupideces de los demás. Veamos.

Mi apartamento es el 905. Al principio nada me indicaba el número. Estaba en el noveno piso, con buena vista para los dos lados, las canillas funcionaban, la calefacción también. Nada raro. Poco a poco me fui dando cuenta de mi curiosa ubicación. Si miramos de frente la gran mole comunitaria donde vivo, observamos que tiene 17 pisos de alto y 49 ventanas de ancho. El noveno piso es justo la mitad horizontal, y mi habitación descubrí que era la ventana n° 25, exactamente en el eje vertical central. ¡Estaba precisamente en la mitad! De inmediato, como lo pensaría cualquier imbécil, me sentí protegido, y cada vez que llegaba a casa miraba el centro exacto del edificio y veía mis cortinas, la estantería y la lámpara. Yo, la media aritmética de todos los copropietarios, el centro de los cimientos, el punto imaginario que piensa cualquier arquitecto en sus planos. Cada vez que recogía mis llaves, pensaba: el 905 es el más centrado de todos, el único que podrá resistir los terremotos, el que recibe más viento, lluvia y granizo, el apartamento que más parejo se desgastará, tal vez el único que finalmente quede luego de una catástrofe. Era el centro del universo.

Lentamente comencé a percibir las desventajas de ser el 905. Primero fue el piano de al lado, luego el perro de abajo, más adelante las zapatillas del viejo de arriba. Rápidamente la cosa se puso más y más espesa: sentía las gárgaras del tipo del 508, o sea cuatro pisos debajo mío, los grititos histéricos de las niñas del 1603, siete pisos arriba mío, los gases espantosos de la familia del 101 cuando comían vegetales, el loco que se cepillaba maniáticamente las cáscaras de los pies, noche a noche, en el apartamento 1709, todos los televisores, todas las voces, todas las evacuaciones digestivas, todas las disputas y las insensateces, los diales de cientos de radios, los cubiertos de cientos de mesas, todo, absolutamente todo, pasaba por el maravilloso 905.

Al primero que decidí liquidar fue al resfriado crónico del 901. Con facilidad lo convencí de subir a la azotea para que respirara aire puro, única forma de descongestionar sus acuosas e inmundas vías respiratorias. Me acuerdo como si fuera hoy: nos paramos cerca de la baranda, de frente al viento temible que venía del puertito del Buceo, y respiramos acompasadamente: snif… ahhh, snif… ahhh. -Acérquese más al borde y cierre los ojos -le dije. El, enfundado en sus pantuflas gastadas y como quien hace caso al médico de los médicos, su última salvación, se paró en el filo del precipicio: ¡tac!, un leve empujoncito, ni un gritito de queja, y un puntito que se llevó el viento, cual muñeca desinflada que zigzaguea en los aires. Sintiéndome el rey de la montaña otra vez, cerré los ojos y respiré profundamente un inconfundible olor a pescado, presente instantáneo de un viento benigno y curativo. Nadie supo nada del resfriado. Nadie encontró ninguna seña en ningún suelo de la zona, ningún cuerpo atomatado en ningún jardín. Ni siquiera dejó algún moco sanguinoliento de esos que solía dejar en los pasillos o contra las puertas del ascensor. Gente de Malvín o Punta Gorda: ese cadáver que seguramente voló hasta allá y que encontrarían en cualquier momento, es mío.

Luego fue la pecosa, esbelta y tonta, del 1515. No era propietaria, pero a mí eso no me interesa, ni como vecino molesto por su gusto musical, no como amante agradecido pro los fugaces momentos que pasamos, ni como asesino que eligió una bellísima manera de darle su merecido. Pero vayamos por partes. No había día que no hablara del té de jazmín: "¿Ha probado el té de jazmín?" -decía en el ascensor, a cualquiera; "¿Le gusta el té de jazmín?" -repetía por los corredores, a quien pasara. Todas sus mañanas, tardes y noches, aburridas, lentas, sin nada que hacer, apestaban a jazmín. Aquel mediodía en que nos encontramos por primera vez fue particular, todos teníamos lentes negros, veníamos de ver el eclipse, y yo le gané de mano: "La invito a tomar un té de jazmín y a comentar el eclipse", dije a través de una visión oscura y destemplada, ideal para matar a cualquier persona cercana afectivamente. Me gusta engañar a la gente, sí, es verdad. Pero también es cierto que el té era de jazmín, y estaba muy bueno. No la envenené, como podrían pensar muchos. Solamente agregué una buena cantidad de laxante en su taza, de modo que a los pocos minutos se excusó y fue al baño. La gente delicada que defeca, usualmente emplea el bidet. No fue casual que yo haya trabajado todo el día para conseguir que mi bidet tuviera una presión tremenda, imponente, maligna. Sentí paso a paso cómo se terminaba toda esta gran tontería del jazmín, de su aburrimiento y de mis pocas ganas de verla viva. Primero escuché la puerta cerrarse, luego la tabla golpear contra el water, con el apuro habitual de quien siente el líquido bajar endemoniadamente por sus tripas. Siguió la gran percusión de los gases, y después hubo un silencio… el jazmín, el laxante, su almuerzo, todo, había abandonado su cuerpo. A continuación escuché, con gran regocijo, cómo giraba la posición de la llave del bidet. Todo estaba jugado en cuanto abriera la canilla. Un repentino ¡¡SHHHHHHHHH!! y un golpe seco contra el techo fuera el final de la melodía (la tengo grabada en un TDK de metal). Cuando entré al baño a cerrar la canilla vi su cuerpo flaco en la cima del brutal chorro, apretado entre el techo y la fuerza del agua. El agua cesó, y el cuerpo se desplomó, mojado, limpito y muerto.

¿Quién siguió? A ver a ver a ver… mmm, sí el nenito del 614. Un día que su madre tenía que salir, me ofrecí a cuidarlo. Fue todo muy rápido: -¿Querés jugar a los caballitos? -pregunté. -Sí, sí -respondió el bobito. -Subite a mis hombros -le sugerí tiernamente. He de ser sensato y brindar el siguiente dato, de lo contrario se me podría llamar intuitivo o espontáneo, y nada más lejos de lo que quería hacer. Las puertas de mi apartamento tienen 2 metros de altura; yo con el niño en hombros, 2 metros 15 cm. Todo fue calculado. ¡Iújuuuu! ¡Arre, arre, caballo! ¡Más rápido, más rápido! ¡Arre, arre! ¡Tacatán, tacatán, tacatán PAFFF! Y la pobre cabecita incrustada contra el marco de la puerta, rojita, achatada, feísima. Tuve que bajarla como quien destornilla una vieja lámpara cuya rosca pegoteada por los años no quiere salir. No me acusen de bruto: un cadáver es algo que no siente, es materia inerte. Debemos acostumbrarnos a ello. Bajo el piso de parqué de mi living, tengo cientos de ellos.

Mañana habrá una reunión de copropietarios, por la brusca caída de los ingresos: más de 200 apartamentos no pagan los gastos comunes porque sencillamente ha desaparecido la gente que vivía en ellos. El administrador quiere saber qué pasa, y nos está citando personalmente, puerta por puerta. En este momento golpea la mía: le tengo una agradable sorpresa.


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