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Naciones y nacionalismo

Salvador Cardús, Joan Estruch

La historia de las ciencias sociales nos proporciona múltiples ejemplos del uso de términos que se presentan bajo la apariencia, neutra y objetiva, de instrumentos analíticos, pero que en realidad son utilizados, deliberadamente o no, como armas ideológicamente destinadas a la descalificación del adversario y, por ende, al enmascaramiento de las propias posiciones.

En el momento actual, los discursos de los nacionalismos son, muy a menudo, paradigmáticos de esa utilización poco rigurosa, poco matizada y, en definitiva, zafia de un concepto que por culpa del uso ideológico que de él se hace, acaba perdiendo precisamente su categoría de concepto analíticamente útil para la comprensión de la realidad que se pretende que designe.

Los análisis del nacionalismo realizados desde las ciencias sociales, en efecto, han ido por lo general estrechamente ligados a circunstancias políticas que convertían el factor nacional en el protagonista de grandes acontecimientos históricos: a lo largo del siglo XX, el final de dos guerras mundiales, los procesos de colonización del tercer mundo y, más recientemente, con el hundimiento del imperio soviético, la reaparición de tensiones territoriales en las áreas de su antiguo dominio.

De modo similar, existen conceptos, como el de autodeterminación, que tampoco pueden considerarse desde una perspectiva estrictamente jurídica, sino en el marco de los contextos políticos que le dan significación práctica: la fundación, como Estados modernos, de Alemania y de Italia en el siglo pasado, la desintegración del imperio austro-húngaro al final de la Primera Guerra Mundial, o bien los procesos de independencia de las antiguas colonias tras la Segunda Guerra Mundial.

Pero a pesar de que, tanto los análisis como los conceptos, dependen de las circunstancias políticas en las que se engendran y se utilizan, son muchos los autores de estudios sobre el fenómeno del nacionalismo y sobre los procesos de autodeterminación que, paradójicamente, mantienen el presupuesto de una hipotética neutralidad ideológica y política, el tiempo que las teorías que elaboran los convierten, propiamente, en unos críticos a ultranza del nacionalismo.

Nacionalismo y prejuicio

Ya a un primer nivel, la terminología habitualmente empleada para referirse a los fenómenos nacionalistas permite detectar ese sesgo antinacionalista. Si una de las imágenes que más fortuna han hecho ha sido la que asociaba a los movimientos nacionalistas con el movimiento lento, pero imparable, de las mareas(1), muy a menudo, para hablar de la nación, se han utilizado términos como tribu, y se han comparado los sentimientos nacionales con los fenómenos religiosos, en lo que supuestamente tienen de eminentemente irracional; sin tener en cuenta en absoluto, desde luego, que, como recordaba Max Weber, algo nunca es "irracional" en sí mismo, sino tan solo desde un punto de vista "racional" determinado.(2)

La ignorancia del "punto de vista determinado" desde el que se habla, es lo que permite aparentar, en muchos análisis de los nacionalismos, que los autores son simplemente capaces de prescindir de sus propios prejuicios políticos o, incluso, pretender que están totalmente exentos de ellos. Así, y por citar solo algunos ejemplos de estudios relativamente recientes y muy explícitos en este sentido, podríamos recordar la obra histórica de Eric Hobsbawn, Naciones y nacionalismo desde 1780, en cuya introducción, tras afirmar que "ningún historiador serio de las naciones y el nacionalismo puede ser un nacionalista político comprometido", continúa con la siguiente profesión de fe no nacionalista: "Por suerte, al disponerme a escribir el presente libro, no he necesitado olvidar mis convicciones no históricas".(3)

En la misma línea, pero desde la sociología, en la introducción a su obra de síntesis National Identity -muy a menudo es en las introducciones donde se explicitan más claramente las intenciones de los autores-, Anthony Smith no se resiste a señalar que el interés de su trabajo se orienta hacia la contribución a una futura desaparición del nacionalismo: "el último capítulo contempla las posibilidades de un nuevo mundo "posnacional", un mundo sin nacionalismo y quizás sin naciones", aunque reconoce que "el proceso será probablemente largo y complicado".(4)

Más recientemente, John Keane, en "Naciones, nacionalismo y ciudadanos en Europa" tampoco tenía reparo alguno en considerar que la doctrina de la autodeterminación era de consecuencia antidemocráticas, que había que optar a favor de una Europa "posnacional", y que era necesario evitar el peligro del nacionalismo, al que a renglón seguido ponía de vuelta y media al afirmar, por ejemplo, que "el nacionalismo es un sistema cerrado", es "fanático", "xenófobo", etc. La argumentación de esas páginas centrales del artículo de Keane se podría sintetizar en la fórmula del escritor Mario Vargas Llosa, cuando afirma que "el nacionalismo es una ideología que levanta fronteras, excluye al otro y menosprecia lo ajeno", porque en definitiva "se es nacionalista contra los demás".(5)

¿Hay que pensar, a la vista de estos ejemplos y de tantos otros que se podrían aducir, que estos análisis se hacen efectivamente dejando a un lado los prejuicios políticos de sus autores? ¿Hay que creer que solo es prejuicio la disposición inicial de quien es favorable a la defensa de los derechos nacionales de determinados pueblos, mientras que no es un prejuicio la de quien, desde la comodidad de pertenecer a una nación formalmente reconocida por el resto de los Estados, considera peligrosas para el futuro de la democracia las reclamaciones de los primeros?

"Se es nacionalista contra los demás", escribía Vargas Llosa.(6). El nacionalismo, también dice el ex secretario nacional del Partido Socialista francés, Gilles Martinet, en un reciente libro, Le réveil des nationalismes français, constituye "una ofensa a la razón", precisamente porque "se alimenta del odio, del desprecio o aún del miedo a los demás". En cambio, frente al nacionalismo existe -prosigue el mismo autor, en una confesión deliciosa y conmovedora- el patriotismo, que como se suele decir es "l'amour des siens".(7) Y es que todo radica, al fin y al cabo, en saber quién tiene derecho a calificarse como "patriota" y quién está condenado a ser un desgraciado "nacionalista".

La crítica epistemológica

Las limitaciones a la objetividad de las teorías pretendidamente anacionalistas, posnacionalistas o abiertamente antinacionalistas, de gran parte de la producción dominante en las ciencias sociales sobre el fenómeno del nacionalismo, se podrían discutir situándonos estrictamente en un plano epistemológico.

Por una parte, no descubriríamos nada nuevo si recordáramos el papel fundamental de los marcos nacionales-estatales en el establecimiento de las condiciones de la producción científica. Así, hablar de sociología francesa, alemana o norteamericana, no es una simplificación abusiva, sino una alusión a unos referentes territoriales y políticos que han condicionado, decididamente, los enfoques y las perspectivas de aquella producción científica. En el mismo sentido, resulta de una gran dificultad imaginar que estos marcos políticos de referencia no pesen, precisamente, en el análisis de los hechos nacionales. Por experiencia directa podemos dar fe, por ejemplo, de la dificultad de conseguir fondos para hacer estudios académicamente ambiciosos, de ámbito universitario, sobre el nacionalismo, desde Cataluña y, en general, los Países Catalanes, justo en la medida en que no entra en las prioridades de la política científica dictada por el gobierno español.

Un ejemplo de dichas dificultades, es el hecho de que una obra de análisis del nacionalismo tan innovadora y original, en el marco internacional de los estudios sobre este tema, como es Crítica de la nació pura, del antropólogo Joan F. Mira, solo se haya podido publicar en catalán, y no haya hallado los canales de difusión adecuados, que habría alcanzado si hubiera hecho referencia a cualquier otro objeto de estudio.(8)

Por otra parte, es conocido que el marco de las diversas tradiciones teóricas científicas es inseparable de las circunstancias políticas e históricas en las que se han desarrollado circunstancias que tienen nuevamente, guste o no, delimitaciones de carácter nacional. Y, además, las referencias culturales, lingüísticas, conceptuales, etc., inevitablemente remiten a unos contenidos no necesariamente explícitos que, en la medida en que se niega a reconocerlos, actúan como agentes creadores de confusión, o bien forman parte del discurso pretendidamente analítico, cargados de una ingenuidad extraordinaria.

En este segundo sentido, es memorable el texto clásico de J. Stuart Mill, "Of nationality, as connected with representative government" en Considerations of Representative Government, en el que, poco después de afirmar el principio general de que "es en general una condición necesaria del gobierno libre que los límites del Estado coincidan fundamentalmente con los de las nacionalidades", vencido por su prejuicio, hace la siguiente consideración: "Nadie puede suponer que no sea más beneficioso para un bretón o un vasco de la Navarra francesa, ser llevado hacia la corriente de ideas y sentimientos de un pueblo altamente civilizado y cultivado -ser un miembro de la nacionalidad francesa, admitido en igualdad de condiciones a todos los privilegios de la ciudadanía francesa, compartiendo las ventajas de la protección francesa, y la dignidad y el prestigio del poder francés- más que obstinarse en sus propias raíces, en las reliquias medio salvajes de tiempos pasados, dando vueltas en la propia órbita mental sin participar o interesarse en el movimiento general del mundo. La misma observación se puede hacer en relación a un galés o un escocés de los Highlands, como miembros de la nación británica".(9)

Se podría afirmar, pues, que la mayor debilidad de determinados análisis sobre el nacionalismo es que, estando escritos desde una supuesta neutralidad, en el fondo sus autores se muestran profundamente antinacionalistas en relación con las naciones emergentes e, inconfesadamente, profundamente nacionalistas en relación con las que ya han adquirido su reconocimiento político. Así, el nacionalismo militante de algunos científicos sociales lleva implícita una visión cosificada de las construcciones nacionales, y se convierte en la mejor base para la elaboración de un discurso político legitimador de los Estados-nación vigentes, cuyo nacionalismo nunca se pone en tela de juicio.

Nacionalismo y conflicto social

Resulta todavía más interesante, sin embargo, proponer un debate que vaya más allá del terreno estrictamente epistemológico, y que se sitúe en la discusión de los supuestos de los que parte el análisis del nacionalismo.

En primer lugar, es obligado decir que resulta gratuita la crítica que presenta al nacionalismo como fuerza disgregadora. No parece que, desde las ciencias sociales, se pueda establecer cuál es el "grado" de disgregación históricamente, y hasta el presente, recomendable para legitimar la diversidad de los procesos políticos de acceso a la calidad de Estado independiente. No solo porque también algunos agrupamientos forzados, especialmente en los territorios antiguamente colonizados por los europeos, han dado lugar a zonas de permanente inestabilidad política, sino porque, a la vista de la diversidad de casos históricos reales, es imposible establecer una medida estándar de unidad política.

Huelga decir que resultaría todavía más grotesca la pretensión de imponerla con mecanismos antidemocráticos. Y si no existen medidas "recomendables" de Estado, ni sistemas democráticos para imponer fronteras arbitrarias, ¿cómo se podría calificar un nacionalismo emergente en el interior de un Estado más extenso, por principio, de "disgregrador". En cualquier caso, lo único que quedaría disgregado es la unidad del Estado al que pertenecía aquella nación, una integridad territorial que no se correspondería con ningún tipo de homogeneidad nacional, pero nada más. Por otra parte, desde las ciencias sociales no parece que se pueda sostener que la integridad territorial de un Estado debe ser más "sagrada" que el derecho a la autodeterminación de las naciones.

En segundo lugar, en un mundo dominado por la progresión geométrica de las interrelaciones económicas, políticas, culturales y sociales, parece que el escándalo de una disgregación nacional es más farisaico que basado en las probabilidades y las posibilidades objetivas de que estas relaciones puedan cortarse, especialmente si nos referimos al espacio europeo. Es decir, ¿por qué habría que suponer que la autodeterminación de una nación debe comportar, necesariamente, un cierto incremento del aislamiento político? ¿Se ha estudiado de manera objetiva si, en general, se produce dicha ruptura con el exterior, exceptuando, lógicamente, los aislamientos que se suelen provocar provisionalmente desde la propia comunidad internacional, mientras no llega el momento del reconocimiento formal del proceso de autodeterminación? ¿O más bien sería fácil demostrar que esta "disgregación" tiene como consecuencia, en cuanto se produce el reconocimiento internacional, un aumento inmediato de los intercambios en todos los campos?

En tercer lugar, quizás una de las dificultades más importantes del análisis del nacionalismo, y más allá de las motivaciones políticas de las investigaciones realizadas desde una animadversión nada disimulada hacia esos procesos, sea encontrar un modelo único de análisis. En realidad, en las reivindicaciones nacionales participan circunstancias históricas tan particulares, que todo permite pensar que los modelos generales, las tipologías abstractas, son completamente inútiles. El nacionalismo es difícil de estudiar, si no es desde un conocimiento -y un reconocimiento- de la especificidad histórica de aquel territorio. En unos casos será la lengua, en otros la etnia; una veces habrá ido precedido de una larga cronología de luchas, otras de un crecimiento económico acelerado: a menudo, habrá ayudado la conciencia de un territorio bien delimitado geográficamente, pero de vez en cuando también un pueblo disperso, sin territorio, buscará un asentamiento definitivo; aquí encontraremos un líder que habrá vehiculado una concepción esencialista de la nación, allá se descubrirá una intelectualidad apoyando una concepción voluntarista del hecho nacional; en otro caso, se partirá de una población de cultura homogénea, y aquella situación, en cambio, se dará en un territorio sometido a intensos movimientos inmigratorios y convertido en un inagotable crisol de culturas, etc.

¿Es posible, pues, establecer un concepto de nación útil y único, desde el punto de vista analítico, para estudiar el fenómeno globalmente? Sinceramente, no. Cualquier esfuerzo en ese sentido es una pretensión reduccionista inaceptable. Precisamente, en la medida en que el nacionalismo reivindicatorio fundamenta su razón de ser en la defensa del derecho a la diversidad, cualquier instrumento analítico homogeneizador de los fenómenos nacionales desemboca en la incapacidad teórica para comprender sus claves políticas, culturales y sociales.

Lo implícito de las teorías sobre el nacionalismo

La crítica global que se hace, exclusivamente, a los nacionalismos portadores de voluntades políticas de autodeterminación -y que no recuerda que también lo son los nacionalismos dominantes de los Estados establecidos-, parece partir implícitamente, en primer lugar, del principio ideológico de que la historia "ya ha hecho justicia".

Efectivamente, el principio según el cual no conviene disgregar más las unidades políticas existentes, es de carácter conservador y sitúa como bien superior la estabilidad de las estructuras políticas resultantes de procesos históricos anteriores, casi siempre fortuitos. Desde este punto de vista, lo importante es la estabilidad y, paradójicamente, ésta se mantiene aunque se sepa que habrá que pagar el precio de un largo y permanente conflicto nacional: es decir, se defiende una imagen de estabilidad, dirigida hacia el exterior del Estado, al margen de que exista una inestabilidad política en el interior, a causa de aquellas reivindicaciones nacionales.

En segundo lugar, estas posiciones pretendidamente anacionales, en realidad obvian el hecho objetivo -y abundante- de los casos en que los Estados constituidos no respetan los derechos de los grupos nacionales que no forman parte de la nación con pretensiones hegemónicas. Es más: la historia pone de manifiesto que, en numerosos casos, son los Estados y sus políticas de represión, e incluso de genocidio cultural, los que provocan la reacción de aquellos grupos que ven peligrar su identidad colectiva.

De manera que son esos Estados, indirectamente, los que impulsan e incluso exacerban la aparición de aquellas conciencias nacionales de alcance político, allí donde no lo tenían. La voluntad de expresión política de ciertas identidades culturales, en muchos casos, se ha nutrido de esta agresión permanente de los Estados, en sus pretensiones de unificación nacional. En cambio, ¿qué alternativa proponen quienes sitúan la no disgregación como principio fundamental para esas identidades nacionales amenazadas, sabiendo que, en la medida en que se trata de un asunto "interno" del Estado, será imposible cualquier injerencia exterior? En general, ninguna.

En tercer lugar, y en relación con las causas de las intransigencias de los Estados que pretenden reunificar realidades nacionales diversas dentro de un mismo territorio, acaso sea necesario citar lo que, por evidente, suele pasar desapercibido. Se trata de la existencia de un nacionalismo de Estado, que solo la "naturalidad" con la que se manifiesta y con la que se le reconoce, puede explicar que no forme parte de las preocupaciones académicas de la mayoría de estudiosos del nacionalismo.

Tampoco podemos incurrir en el error, una vez más, de la generalización, de manera que ni todos los Estados son igualmente nacionalistas, ni su nacionalismo se expresa del mismo modo, ni tiene las mismas cualidades. Pero es evidente que, ciertas manifestaciones del orgullo nacional norteamericano, podrían llegar a parecer exageradas incluso para determinados movimientos nacionalistas radicales europeos, mientras que, por ejemplo, un Estado confederal como el suizo -por una serie de razones excepcionales, no obstante- no parece requerir el fomento de la adhesión de sus ciudadanos a una estructura política como homogeneidad cultural y lingüística (aunque a lo mejor sí que existe una cierta base homogénea, basada en intereses colectivos). Por consiguiente, tampoco en los nacionalismos de Estado existe un modelo único.

Pero lo cierto es que, en cualquier caso, hay nacionalismos de Estado en competición, históricamente, con cualquier otra expresión nacional que pueda debilitar su legitimidad política.

Queda, asimismo, una cuestión que manifiestamente es difícil que sea comprendida por las inteligencias cómodamente instaladas en su propia realidad nacional, garantizada por la fuerza del propio Estado; y es que no todos los nacionalismos reivindicativos pueden ser reducidos, analíticamente, a "minorías nacionales". La expresión "minoría nacional" sirve para reconocer grupos de origen nacional distinto al del territorio que ocupan, y que en aquel territorio son manifiestamente minoritarios, al margen del tiempo que haya transcurrido desde su llegada.

Ahora bien, en otros casos, determinadas "minorías" nacionales son la "mayoría" nacional en su propio territorio, y únicamente se convierten en minorías en el marco territorial de un Estado que en modo alguno reivindican como propio. En estos casos, es impertinente, en todos los sentidos de la palabra, proponer políticas de protección de "minorías" a aquellos que no lo son. Volvemos a encontrarnos en el caso de que el uso del término "minoría" no viene justificado por ningún criterio académico o científico, sino simplemente por la aceptación acrítica de los límites territoriales del Estado, que son los que pueden convertir una mayoría real en minoría hipotética. Una vez más, puede observarse cómo la existencia de un aparente neutralismo, o incluso de un loable esfuerzo de comprensión hacia los derechos nacionales de la supuesta minoría, puede encubrir los intereses de integridad territorial del Estado establecido.

La Europa "posnacional", o la ausencia de modelos alternativos

Finalmente, es necesario decir unas palabras sobre los procesos de integración política, y especialmente del caso europeo. Casi todo el mundo coincide en que, hoy por hoy, éste es un proceso de alcance político muy limitado, a causa del llamado déficit democrático. Un déficit que, al mismo tiempo, pudiera muy bien ser una condición necesaria durante un cierto período, para que el proceso no quedara paralizado por las muchas incomprensiones, principalmente procedentes de los nacionalismos de los Estados.

Algunos de los Estados de la actual Unión Europea han podido mantener la adhesión al Tratado de Maastricht precisamente en la medida en que no han tenido que someter la decisión a referéndum democrático. Y por otra parte, se mantiene un parlamento europeo como estructura meramente formal, pero prácticamente sin capacidad legislativa real, cuando ésta es una condición sine qua non para la democracia formal.

¿Qué le falta al proceso de Unión Europea? Pues, aparte de las dificultades lógicas que suponen las reticencias de los propios Estados, para mantener posiciones de fuerza, lo que más falta le hace al proceso de unión es legitimidad. Es decir, que en estos momentos no sería cierta la afirmación que pretendiera atribuir el proceso a la expresión de una sólida "voluntad popular" europea, ni que sostuviera que las decisiones que se toman emanan de una "soberanía popular" europea. La falta de legitimidad, de la que se tiene la suficiente conciencia como para lanzar, desde hace ya tiempo, permanentes campañas europeístas con el objetivo de contrarrestar dicha debilidad y de fomentar, en parte, su aparición, plantea la posibilidad y la necesidad de que aparezca un verdadero nacionalismo europeo.

Claro está que, en el marco de las susceptibilidades conceptuales antinacionalistas, la formulación puede hacer saltar de su silla a más de un intelectual y a más de dos científicos sociales. Y así, se prefiere hablar, también por comodidad intelectual, de las bases de una Europa posnacional. Sin embargo, todos los esfuerzos teóricos de redefinición de una Europa que quiera superar la estrechez de los marcos estatales-nacionales actuales, políticamente no pueden contemplarse de otro modo que como una empresa de construcción nacional europea; incluso al margen de que, llevando a confusión, se quiera llamar al modelo "posnacional", o de que se sustituya el "nacionalismo" por el "patriotismo" europeo, o simplemente por una "vocación europeísta", como suele decirse.

Ciertamente es imaginable -y existen casos empíricamente observables- la existencia de identidades colectivas que pueden definirse a distintos niveles de pertenencia. Pertenencias locales-regionales, nacionales (si existe voluntad de autodeterminación), estatales o supraestatales. Pero cada una de ellas necesita elaborar su propio discurso legitimador, y su estabilidad depende de la capacidad de no tener que definirse en contra de ninguno de los demás niveles, ni superior, ni inferior. Porque no es cierto, en absoluto, que el nacionalismo necesite elaborar la imagen de un extranjero adversario para poderse mantener, aunque históricamente algunos, o en determinados períodos, lo hayan hecho (¡como también lo hacen, periódicamente, los Estados constituidos!).

Por consiguiente, si no queremos dejarnos atrapar en los prejuicios terminológicos, justo cuando en este fin de siglo hemos asistido a muchos y muy diversos procesos de emancipación nacional, que con tanta rapidez se han sucedido en Europa, hay que denunciar cualquier intento cosificador del hecho nacional y cualquier análisis reduccionista, y tienen que ser revisados precisamente a la luz de dichos cambios. Porque estos procesos han sido, como decíamos, suficientemente diversos como para no volver a intentar encontrar teorías generales, curiosamente todas de tonalidades catastróficas.

Ahora ya nadie cita a Eslovenia como ejemplo de nacionalismo disgregador y conflictivo, ni en Eslovaquia se han confirmado las hipótesis más dramáticas, por citar dos procesos pacíficos e inequívocamente democráticos. Pero no habían faltado las previsiones más negativas, incluso procedentes de un analista del prestigio de Ralf Dahrendorf, cuando escribía: "Ellos (entre otros, se refiere explícitamente a los eslovenos) son los primeros que tendrán que pagar el precio por el regreso a la minoría de edad a la que han contribuido".(10) Y a su lado, lógicamente, hay que citar toda la barbarie del nacionalismo expansionista serbio, ante el cual, por cierto, Europa no ha sabido actuar con inteligencia, acaso también paralizada -intereses políticos, económicos y militares aparte- por unos esquemas de análisis mental que han introducido temores allí donde se necesitaba coraje.

En cualquier caso, los problemas de conflictos nacionales no se resolverán en una quimérica disolución de las identidades nacionales particulares, ni en el supuesto irreal de unas identidades compartidas, sino todo lo contrario: en su reconocimiento, y otorgándoles un papel sólido en la consolidación de otras identidades de nivel superior, que efectivamente podrían requerir determinadas renuncias, en la medida en que contribuyan a asegurar la supervivencia de las de nivel inferior. La democracia es inimaginable sin la noción de pueblo soberano, y hay que ir estableciendo una gradación de soberanías y unas conciencias múltiples y complejas de pueblo, cuya interrelación produzca un efecto positivo: que entre ellas, se "sumen", más que "restarse".

Definitivamente, no es en lo que se da a entender como Europa posnacional donde se puede esperar un futuro estable: obsérvese que, por definición, ya es una Europa concebida en negativo, contra alguna cosa anterior, las naciones. Necesitamos, por el contrario, una Europa definida en positivo, como lo es ahora la Europa de los pueblos y las naciones.

Referencias

1. Karl W. Deutsch, Tides among Nations. Nueva York, Free Press Collier McMillan, 1979.
2. Max Weber, L'ètica portestant i l'esperit del capitalisme. Barcelona, Edicions 62, 1984, p. 75.
3. Eric J. Hobsbawn, Naciones y nacionalismo desde 1780. Barcelona, Editorial Crítica, 1991, pp. 21-22. Primera edición original. Nations and Nationalism since 1780. Cambridge University Press, 1990.
4. Anthony D. Smith, National Identity. Penguin Books, 1991, p. IX.
5. John Keane, Naciones, nacionalismo y ciudadanos en Europa, Revista Internacional de Ciencias Sociales n° 140. Junio 1994, pp. 203-220.
6. Mario Vargas Llosa. El País, Madrid, 2.1.1994.
7. Gilles Martinet. Le réveil des nationalismes français, París, Seuil, 1994.
8. Joan F. Mira, Crítica de la nació pura. Valencia, Eliseu Climent, Editor, 1985.
9. John Stuart Mill, Considerations on Representative Government. Londres, Longmans, Green & Co., 1898 (1ª edición, 1961), pp. 122 y siguientes.
10. Ralph Dahrendorf, ¿Una Europa de las regiones? La doble maldad y el peligro de anteponer las tribus a las comunidades heterogéneas, El País, Madrid, 10 de octubre de 1991.
Fuente: Revista Internacional de Ciencias Sociales

Comentario

John Keane

Un viejo chiste anglocanadiense reza así: "¿Sabías que si Canadá hubiera tenido suerte podría haber tenido la cultura francesa, la legislación y el orden público británicos y la tecnología estadounidense?" La respuesta no se hace esperar: "Lo que sucedió es que el país terminó teniendo la cultura estadounidense, la ley y el orden público franceses y la tecnología británica". En este chiste hay algo del afecto intelectual por las naciones y de la repugnancia por la xenofobia nacionalista de que di prueba en un aporte sobre el auge y la decadencia de la doctrina de la moderna Europa sobre la autodeterminación (John Keane, "Naciones, nacionalismo y ciudadanos en Europa". Rev. Int. de Cs. Sociales, n° 140).

A mi juicio, esa doctrina del siglo XVIII ha tenido importantes repercusiones geopolíticas en Europa, confirmadas una vez más por las revoluciones de 1989-1991, el hundimiento de la Unión Soviética y la guerra en la antigua Yugoslavia. Con todo, mi ensayo ponía de relieve varias tendencias empíricas importantes (por ejemplo, la integración política supranacional y la internacionalización de la sociedad civil) que en la actualidad son contrarias al principio de la autodeterminación nacional y favorables a una "Europa posnacional". Además, en el ensayo se planteaban dudas sobre la coherencia teórica y el potencial antidemocrático de la doctrina de autodeterminación nacional. Estudiaba con detenimiento el principio de que cada nación tiene derecho a constituir un Estado territorialmente definido. Sostenía que la lucha por la autodeterminación nacional había sido sensible desde el principio al dogma del nacionalismo, cuyo auge y efectos antidemocráticos se ven sustentados paradójicamente por el hecho de que el ciudadano goza de ciertas libertades democráticas básicas como el derecho a organizarse públicamente para expresar diferentes opiniones. Como los procedimientos democráticos, al generar incertidumbre sobre quién gobierna o debería gobernar, facilitan además la conversión de la identidad nacional en nacionalismo, mi conclusión era que la mejor forma de servir la democracia era abandonar la doctrina de la autodeterminación nacional y tratar el sentimiento compartido de identidad nacional como una forma de vida legítima pero limitada.

La severa impugnación que Cardús y Estruch hacen de mi planteamiento se basa en una versión de la antigua doctrina de la autodeterminación nacional que me parece intelectualmente cuestionable y políticamente sospechosa. En efecto, extrapolando su propia experiencia de vejámenes en Cataluña y Europa sudoccidental, reiteran para sustentar su opinión la vieja máxima de Mazzini: "Cada nación un Estado y sólo un Estado para toda la nación". De este modo Cardús y Estruch anulan la distinción ideal entre dos conceptos distintos: nación y nacionalismo. Una nación es una comunidad imaginaria unida por un dialecto o idioma común, un profundo sentido de afecto por un determinado ecosistema, códigos culturales comunes y una memoria histórica compartida. En principio, la identidad nacional en este sentido no es ni xenofóbica ni belicosa. La identidad nacional puede compartirse con otros: los idiomas extranjeros pueden aprenderse o traducirse; pueden adquirirse gustos culturales; se puede compartir la tierra; se puede reconocer la belleza de un ecosistema, y se pueden apreciar los recuerdos históricos.

Un fracaso

El nacionalismo, por el contrario, es un programa político que tiene siempre efectos excluyentes. Supone, como lo hacen Cardús y Estruch, que grupos definidos como "naciones" pueden y deben constituir Estados territoriales como los que han aparecido desde los tiempos de la Revolución francesa y la independencia de Estados Unidos. En la práctica el programa nacionalista se propone instaurar un control soberano del Estado sobre un territorio claramente demarcado. Como es raro que una nación pueda vivir físicamente aislada de las demás, el mundo no está integrado por naciones autosuficientes -el nacionalismo implica el separatismo y la xenofobia. Los nacionalistas no están simplemente en contra de los "extranjeros", sino que además son partidarios de crear "su" propio Estado en el que "su" nación detente el monopolio del poder o goce al menos de una situación oficial privilegiada. No es sorprendente que muchas veces tenga como consecuencia la discriminación cultural y el hostigamiento físico y, en casos extremos, las expulsiones masivas y el genocidio.

Eric Hobsbawn, señala que el nacionalismo, considerado como un proyecto político con doscientos años de vida, ha sido un fracaso, sobre todo teniendo en cuenta que apenas una docena de los más de 170 Estados del mundo cumplen hoy el principio de Mazzini de que cada nación debe constituir su propio Estado. (E.J. Hobsbawn, "Ethnicity and nationalism in Europe today, Anthropology Today, vol. 8, núm. 1.) Las dudas sobre la viabilidad y legitimidad del programa nacionalista se ven fortalecidas por los argumentos expuestos en mi ensayo, pero ignorados por Cardús y Estruch: el nacionalismo es una forma de vida sedienta de poder y potencialmente dominadora que reivindica con visos falsamente universales la superioridad de una determinada nación vinculada a un territorio frente a otras naciones y que trata de sofocar la pluralidad de formas de vida no nacionales (por ejemplo, en relación con la profesión, el sexo o la edad) dentro de toda sociedad civil y de todo Estado. Existen, desde luego, variantes "suaves" y "duras" del nacionalismo, pero en todos los casos sus adalides se caracterizan por una obsesión con "la nación" y por su determinación de simplificar a ultranza el mundo dividiéndolo en amigos y enemigos.

Esta voluntad de suprimir la complejidad aparece en algunas de las tesis de Cardús y Estruch. Pese a sus advertencias contra las "teorías generales", destacan, por ejemplo, cómo las tesis de las ciencias sociales modernas están marcadas indeleblemente por las respectivas naciones-Estados en las que se practica esta disciplina ("hablar de una sociología francesa, alemana o norteamericana no es una simplificación excesiva", afirman). En consecuencia, los temas no nacionales y las influencias y tendencias mundiales y regionales de las ciencias sociales contemporáneas, se devalúan como si la única característica o la más interesante de un especialista en ciencias sociales fuera el hecho de ser galés, alemán, esloveno o ruso. Partiendo de esta sociología espuriamente reductora del saber, describen a todos los críticos del nacionalismo como ideólogos inconcientes de naciones privilegiadas que lograron constituir un Estado que los protegiera contra naciones "insignificantes" menos afortunadas ("five-foot-five nations", en términos de Lloyd George).

Cardús y Estruch se muestran comprensiblemente preocupados por las intimidaciones de que son objeto las naciones que no constituyen un Estado, pero no tiene razón al alegar que los críticos del nacionalismo son automáticamente hostiles a los derechos y las libertades de las naciones. Cierto es que algunos críticos del nacionalismo, entre otros Eric Hobsbawm en su obra Nations and Nationalism since 1780 (1990), amalgaman descuidadamente algunas de las diferencias que existen entre identidad nacional y nacionalismo, lo que sin duda los lleva a la indiferencia ante la cuestión de los derechos y libertades de las naciones o incluso a una oposición abierta.

Incluso, puede suscitar (como en el caso de Hobsbawm) cierta nostalgia por los imperios modernos desintegrados que mantenían juntas a las naciones sin dejarlas expresarse. Sin embargo, esta actitud ante el derecho de una nación a vivir dignamente no es la consecuencia necesaria de separar con fines analíticos la identidad nacional del nacionalismo ni de destacar su relación contingente y, en términos históricos, su carácter potencialmente efímero. El Informe Badinter (citado en mi ensayo) sobre el destino de la antigua Yugoslavia y el documento publicado recientemente por la alianza CDU/CSU del Parlamento alemán, Überlegungen zur europäischen Politik (1994), son dos ejemplos de los esfuerzos contemporáneos por rechazar la antigua doctrina de la autodeterminación nacional, sin por ello prestar oídos sordos al injusto trato de que son objeto muchas naciones de Europa.

Mi ensayo se proponía teorizar estas ideas "desterritorializando" y "despolitizando" la identidad nacional. Trataba de retomar y profundizar algunos aspectos de la visión del siglo XVIII, sostenida por pensadores como Herder y Burke, en el sentido de que la identidad nacional se comprenderá mejor como una identidad que pertenece ante todo a la sociedad civil y no al Estado. Sostenía que la identidad nacional es un derecho civil de los ciudadanos y que al sofocarlo o tratar de suprimirlo mediante prejuicios, maniobras subrepticias, decisiones jurídicas, dinero o armas se comete un acto ilegítimo, precisamente porque es incompatible con el proyecto democrático moderno de construir sociedades y Estados pluralistas en los que el poder no "pertenece" a nadie, y está sometido a continuas controversias públicas.

Esta visión democrática de una Europa emancipada de la doctrina de la autodeterminación nacional nada tiene que ver con la "corrección política" ni con opiniones "supuestamente neutras" ni con un vulgar "horror" conservador a la desintegración nacional. Es más bien un llamamiento a poner fin al sistema anárquico de Estados nación soberanos, que en este siglo ha desgarrado dos veces Europa, hundiéndola en la guerra total.

Por estar basada en el principio de la autodeterminación nacional, la visión de la "reconstrucción nacional europea" de Cardús y Estruch corresponde de hecho al antiguo sistema, que en modo alguno ha desaparecido. Mientras escribo estas páginas, las granadas serbias caen cada seis segundos en la ciudad bosnia de Bihac, que se encuentra asediada: sus alrededores están sometidos a un fuego graneado de ametralladoras que aterroriza a sus diez mil refugiados musulmanes; y los cascos azules de las Naciones Unidas advierten que prácticamente están agotadas las existencias de alimentos, agua, gas y electricidad. Otra "zona segura" de la Europa civilizada está a punto de caer bajo la fuerza de armas nacionalistas.


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