autogestión vecinal

La Leyenda de Soledad Cruz - Gonzalo Abella (*)

Capítulo X

El Paraguay fue derrotado. El pueblo paraguayo había aprendido a fundir campanas y cañones con tecnología jesuita, había comido del fruto prohibido, se había atrevido a ser diferente. Ahora el mundo moderno lo castigaba.

Pero quedaba mucha gente terca en el martirizado suelo guaraní. Gente con el mismo obstinado amor a la libertad que tuvieran Zumbí, Tupac Katari y Tupac Amaru. Gente sencilla y extraordinaria. Gente hermana del charrúa que, atravesado por la espada, muere mordiendo la carne de su asesino, y no hay forma alguna de separar sus dientes que no sea deshaciendo su cráneo a pedazos.

La resistencia en el suelo patrio contra una fuerza mucho más poderosa nunca puede medirse en unidades de racionalidad, porque así evaluada da valores de menos cero. Es amor loco a la tierra nativa, amor obcecado que se transforma en odio sagrado al opresor. A eso se refiere Artigas cuando dice: "los orientales habían jurado en el fondo de sus corazones un odio eterno, un odio irreconciliable, a todo tipo de tiranía".

O bien cuando escribe: "los tiranos, no por su patria sino por serlo, son el objeto de nuestro odio". O aún cuando afirma "destrozar tiranos o ser infelices para siempre". Y más aún cuando concluye: "todo tirano tiembla y enmudece ante el paso majestuoso de los hombres libres".

Los orientales creíamos, en la época de la Liga Federal, que esas frases eran de una extraordinaria originalidad; y no es así. Eran frases de siempre y de todos, en la eterna lucha por la vida en su esplendorosa diversidad y por las opciones libertarias de diversidad no menos esplendorosa.

Cincuenta años después, un cubano cuyo corazón sangraba por la opresión española sobre su tierra, tuvo la grandeza de celebrar la revolución liberal de España con estos versos:

aprecio a quien de un revés

echa por tierra a un tirano

lo aprecio si es un cubano

lo aprecio si aragonés

Y dos mil años antes, en su lejana tierra, Espartaco cantó coplas muy parecidas. Nadie me lo dijo, si se acepta que "decir" es sólo patrimonio de los vivos; pero lo sé.

Mueran los tiranos, decían en Fuenteovejuna. Coplas y decires que estuvieron en los labios y el corazón de toda la gente que amó a la gente desde el comienzo de los tiempos.

Las hubiera podido decir Soledad Cruz.

Siempre pensé que a gente como Soledad es mejor tenerla de amiga que de enemiga, porque era brava cuando se enojaba. Pero lo mejor que te puede pasar en la vida, y aún después, es poder llamarla hermana.

Para ello no basta querer a la gente. Hay que odiar a los tiranos.

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La lluvia había cesado. Soledad miraba con angustia los ojos de los niños y leía en ellos su hambre. Era el peor momento de la guerra de resistencia. Era el peor momento porque habían actuado con enorme eficiencia; porque sólo ellos resistían en toda esa región selvática.

Ahora, muerto el Mariscal López y saqueado el Paraguay entero, sólo el puñado de héroes de Ledesma combatía y hacía estragos entre las tropas ocupantes. El sufrido coraje paraguayo se demostraba una vez más en aquellos pynandí escondidos en la selva, en aquellas mujeres indias que introducían sus senos resecos en la boca de sus pequeños hijos con hambre.

La lógica de la guerra regía la lógica de la vida. Los bebés aprendían a callarse cuando los soldados invasores andaban cerca. Las familias se había acostumbrado a aquella vida errante y guerrera. Andrajos descoloridos eran las ropas de todos, y andrajos eran las banderas tricolores de las tres franjas horizontales o de la roja franja diagonal. La gente de Cambacuá y los campesinos paraguayos eran ahora difícilmente distinguibles entre sí, excepto por el tipo de cabello, o por un examen cercano de los rasgos; pero como la vida continuaba, los romances interétnicos tendían a borrar hasta esa diferencia genética.

Pero si la vida continuaba, el cultivo de la memoria diferenciada también. Las muchachas negras entregaban por un momento sus bebés recién nacidos a Soledad para que los bañara de Luna; y las muchachas paraguayas tenían su propia abuela-rezadora, la Felipa Aquino, para sus consultas fundamentales.

En los casos graves de enfermedad, mordedura de víbora o herida de guerra (estos últimos eran los menos frecuentes) los poderes chamánicos se sumaban, todos oraban juntos a los espíritus del monte y del río. Entonces la antigua rezadora guaraní consultaba sobre pohá ñaná con Ña Soledad. Ésta por su parte se ponía a veces un crucifijo al cuello, el mismo que le había regalado hacía muchos años el Padre Azevedo, consejero de Andresito. Así sentía que sus poderes crecían; pero al hacer honor a su apellido y colgar la Cruz en su pecho, (al contrario de años anteriores, cuando luciera el collar de dientes de jaguareté), sentía por un momento que el espíritu de Lucio parecía más lejano.

Un mes atrás, la avanzada del Ejército ocupante había detectado el refugio principal del grupo de la resistencia. Había sido una casualidad, motivada por la urgencia de los soldados de la avanzadilla invasora de buscar refugio ante un diluvio. Temerosos de caer en una trampa tendida por el grupo de Ledesma, los soldados se replegaron a una zona selvática donde nunca habían detectado actividad de resistencia. Ahí mismo, precisamente ahí, tropezaron con los depósitos de alimentos secos y de pólvora que había acondicionado Ledesma con tanto cuidado.

Ahora Soledad comprendía que estaban totalmente a la intemperie. Quizás veía más claro que los demás. Ella no se nutría tanto del odio que alimentaba a Ledesma, que alimentaba a otros hombres y aún a algunas mujeres; ella cultivaba el odio con cuidado, impidiendo que la cegara; y posiblemente por eso percibía mejor que los demás el deterioro de salud de los niños y los ancianos.

La "Helípa Quíno" apenas se arrastraba, pero seguía compartiendo en secreto su ración con los niños más hambrientos, que la seguían codiciosos. Soledad encaró finalmente al comandante:

-No podemos seguir así, Cheledesmita.

-Ya sé, Soledad. Pero si nos abrimos paso por el río corremos el peligro de caer en una trampa.

-Sólo por el río romperemos el cerco.

-Nos deben estar esperando. La guerra es así. El Padre Monterroso, cuando nos hablaba de Napoleón, decía que el secreto de su éxito militar consistía en suponer siempre que el general enemigo era al menos tan inteligente como él. Entonces, antes de cada batalla, se preguntaba: "Si yo fuera él, ¿qué haría?" Bueno, si yo fuera oficial de Mitre, como hace un mes que nos detectaron, esperaría pacientemente emboscado en el río. Sabe que no tenemos otra salida.

-No tenemos. Estamos en luna menguante, mañana lo intentaremos. Hoy voy a rezar.

-Andá, mujer bruja. Pero no creas que tus rezos y conjuras son más importantes que los fusiles. Eso era antes, cuando los espíritus de la tierra eran poderosos. Hoy nos van abandonando.

-No es así, cambá tonto, vyro tujá. Los espíritus están más sordos porque hacemos demasiado ruido. Me voy con la Helípa Quino. Vamos a rezar juntas al monte.

Las dos ancianas se alejaron hacia un pequeño claro. Una delgada uña de luna asomaba entre las nubes. Felipa Aquino llevaba la mbaraká emplumada del ritual y la caña hueca que golpearía rítmicamente contra el piso en horas de canto monótono. ¿De dónde sacaba tanta energía? La sombras de antepasados de labio perforado y tembetá se le fueron acercando en luciérnagas y escarabajos.

Soledad elevó sus brazos y se concentró. Después pasó su mano por sus senos fláccidos, desnudos debajo de los harapos. Se palpó las costras de las viejas heridas, los costurones de la explosión de aquella batalla de otro tiempo y otro mundo, cuando Lucio la salvó con sus encantamientos de una muerte segura.

Y entonces su viejo cuerpo se puso a danzar y su voz gastada a evocar:

-Viejos hermanos charrúas, Zapicán y Abayubá, Tabobá y Magalona, Anagualpo y Yandinoca; viejos hermanos charrúas muertos en nuestra primera batalla contra Juan de Garay, contra Osuna y Juan Manialbo: vuestros espíritus ahuyentaron al invasor hasta la vuelta de Hernandarias. ¡Hermanos que vencieron a Hernandarias veintinueve años después y doscientos años antes de que comenzara nuestra gesta con Artigas! Hermano afro Indalecio, que con tu trompeta anunciabas tu venta de yuyos y después anunciaste el Grito de Asencio; hermana China María, ¡llamo a tus huesos dormidos en Paysandú! Espíritus de las lejanas montañas que ilumina Viracojcha, allá donde la tierra se llama PachaMama; energía del Alto Perú que entró con el semen de Gabriel en las entrañas africanas de la madre de Lucio, para que Lucio fuera lo que es, el Espíritu de la Fiera, vengador de los oprimidos, padre desde mis entrañas de la profecía que se cumplió...

Disculpen que inquiete su sueño, hermanos y hermanas, desde este rincón lejano de la Patria Grande. Mañana romperemos el cerco, mañana pasaremos por el río. Lo kuñá ha mitâ'í, lo tujá ha lo enfermo, lo herido grave ha lo herido que convalece, todos deberán pasar. Hermano Ansina, a vos que ahora estás en espíritu con el espíritu de Sinforosa y con el espíritu de mi abuela, en Bozal te digo: lo neglo y lo blanco, lo indio y lo mulato, lo mozambique y lo bantú, tolo tenemo que salí, todo quelemo no molí, mocambo selemo dende aquí, te digo dunga la carabalí, fuelte é la tango kilombé, valiente somo candomblé, simple cantamo dede aquí. ¡Lo Neglo tiene que viví!... Panteón del cielo de la gauchería, al que cantó Victoria la payadora: ¡por el puñal en la tumba, por el sagrado sudario que aún cuelga del viraró, por la Virgen Santa que nos socorre, por Santa Bárbara y San Jorge, santos milagrosos...! Pyporé Ñandú Guasú, las cuatro estrellitas que mira el ánima humilde de mi finadita hija Inaê-María de Zumbí; estrellitas que mira el ánima bendita de mi Inaê y en ellas, sin ojos ve, ¡en ellas sin ojos ve! la africana madre patria; espíritus invisibles del aire americano, entidades compañeras... ¡Cierren filas con Ogún!

-Amén -dijo la Felipa, sacudiendo el mbaraká emplumado. Y las dos ancianas comenzaron a danzar enfrentadas.

Cuando amanecía volvieron al campamento. Estaban de guardia por ese lado dos CambaCuá, y eran nada menos que Lorenzo Ponchito y Cándido Silva. Soledad sintió aquello como un buen augurio.

-Abuelitas -dijo Cándido; -¿quién puede vencernos si están ustedes de nuestro lado? Cuando creí morir en Cerro Corá, pensé en nuestro santito negro pero también pensé en ustedes. Acérquense, el mate está calentito. Es la última yerba, más yuyos que yerba, pero mañana le sacaremos a lo jaguákuéra toda la yerba que no manche su sangre. ¿O no es así?

<------ La Leyenda de Soledad Cruz

    de Gonzalo Abella (*)

CAP. X I

(*) Maestro e investigador de las raíces multiculturales de nuestra región, ha sido docente en seis países latinoamericanos. Ha escrito numerosos trabajos sobre temas educativos, sociales, históricos y novelas.
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