Serie: Filósofos de Hoy (II)

MacIntyre y la crítica comunitarista de la modernidad

Augusto Hortal Alonso

La Ética está de moda en los países del ámbito de la cultura occidental. Dice Niklas Luhmann que la ética se ha ido poniendo de moda al final de cada uno de los últimos siglos. Así sucedió con Kant, a finales del siglo XVIII, con Nietzsche, Sidgwick o Max Scheler a finales del XIX (éste último más concretamente a principios del XX). En el último tercio de este siglo que se acaba hemos asistido y estamos asistiendo a un paulatino resurgir de los temas éticos.

Recordemos que hasta mediados de siglo no era así. En el ámbito de la filosofía de habla inglesa, el análisis del lenguaje marcado por el positivismo lógico desechó los problemas morales y el mismo lenguaje moral como lenguaje sin sentido. Recordemos a este respecto la Conferencia sobre Etica de Wittgenstein (1930), que, interesándose muy vivamente por esta dimensión de la existencia, la situaba en la esfera de lo inefable. la ética no tuvo por entoncies mejor suerte en los terrenos de la filosofía continental, francesa o alemana, donde imperaban a mediados de siglo es existencialismo y el neomarxismo. El existencialismo, por un lado, reducía la cuestión ética a una única preocupación, a un único valor que eclipsaba todos los demás: la autencicidad. El neomarxismo, por su parte, denunciaba como ideología toda ética que no fuese la propia y que consistía en producir, o contribuir a producir, el cambio revolucionario de las estructuras a partir del cual iba a ser posible vivir en un sociedad justa y libre.

El pensamiento moral ocupó, hasta finales de los años 60, un lugar marginal en el contexto más amplio de la filosofía. La epistemología, la teoría de la ciencia, la filosofía del lenguaje y la filosofía de la historia eran las preocupaciones centrales del pensamiento en esos años. Tan sólo algunas voces se destacaban en el conjunto, como Stevenson con el emotivismo en los años 40 o Hare con el prescriptivismo en los años 50, pero el tono siempre era menor.

MacIntyre en el contexto de la ética del último tercio del siglo XX

Ese panorama empezó a cambiar radicalmente en los años 70. En 1971 aparece un libro largamente esperado: la Teoría de la justicia de John Rawls. En 1976 se publica la Teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas. De esa década son también las publicaciones de H.O. Apel sobre ética discursiva. Los intentos de la década de los 70 estarán dominados por la preocupación de fundamentar la Ética en una perspectiva universalista y por lo mismo, deontológica. La década siguiente va a estar marcada por una matriz diferente.

La teoría de la justicia de Rawls fue el libro más comentado y discutido de los años 70. El universalismo deontológico o liberalismo (en el sentido que se le da al término en los Estados Unidos) sigue siendo una filosofía moral dominante de los años 90. A esta corriente cabe adscribir otros escritos posteriores del mismo Rawls y las contribuciones que van en la línea de Habermas y Apel.

En 1981, aparece Tras la virtud de Alasdair MacIntyre que va a ser, sin ningún género de dudas, el libro de Ética más comentado y discutido internacionalmente en los años 80. Con él se inaugura el debate ético más fecundo de los últimos años: el debate entre el comunitarismo y el universalismo liberal, que todavía dura, aunque ya vivimos en una cierta prolongación manierista de ese debate.

Tras la Virtud no es la primera obra de MacIntyre. Su Historia de la Ética (1963), más precisamente A short history of Ethics, fue el libro que dio a conocer a este profesor de filosofía social y filosofía moral que por entonces enseñaba en la Universidad de Essex en el Reino Unido. La obra fue traducida a muchas lenguas; aún sigue reeditándose y leyéndose. La brevedad y concisión con las que va directamente al grano caracterizan las presentaciones históricas de MacIntyre; eso ha contribuido sin duda al éxito de este libro. En él está en germen el pensamiento que eclosiona y se pone de largo años más tarde con Tras la virtud. MacIntyre no es por lo tanto, en 1981, un desconocido del público académico ni un advenedizo del oficio de filosofar. Nacido en los años 20 en Escocia, escocés de nacimiento y de vocación, realiza sus estudios de filosofía analítica y ciencias sociales en las universidades inglesas de Essex y de Oxford, donde más adelante será profesor de filosofía social.

A lo largo de su trayectoria docente e investigadora pasa por varias universidades inglesas y estadounidenses; cultiva géneros y temas provocativamente dispares. Su primera publicación, por ejemplo, es un ejercicio de filosofía analítica aplicado al concepto de inconsciente freudiano. Es editor, tres años después, de sendas compilaciones de ensayos sobre dos autores tan dispares como Hegel y Hume. Le preocupan también los temas religiosos desde enfoques tan diversos como la filosofía de la religión de corte analítico (comparte con A. Flew la tarea de compilador) o el significado religioso del fenómeno del ateísmo, tema que comparte con P. Ricœur. Se ocupa de marxismo y dedica un escrito a H. Marcusse, otro al fenómeno de la secularización, y otro más a la teoría sociológica e interpretación de la época.

Crítica de la cultura emotivista y de la modernidad que la promueve

En este apartado presentaremos algunos rasgos más sobresalientes de la crítica que hace MacIntyre en Tras la virtud al panorama moral actual (Ed. Crítica, Barcelona, 1987. En adelante TLV). Tendremos en cuenta otros escritos suyos de esos años en los que se prolongan y concretan las tesis, temas y propuestas de TLV.

TLV es un argumento minuciosamente construido del que es imposible dar cuenta pormenorizada en estas líneas. "Argumento" tiene aquí la doble acepción de argumentación filosófica y narración dramática. Esta obra no se presenta como una mera discusión de las distintas teoría morales en un espacio supra o parahistórica, supra o parasocial. TLV es una excitante mezcla de teoría y narración. En la narración intervienen, se entrelazan y entrecruzan distintos actores y trasfondos sociales y culturales. Se nos narra una historia intelectual y moral: la decadencia de la moralidad en la edad moderna y las posibilidades que quedan para un posible resurgir de ella. Pero, por otra parte, "argumento" también es "alegato racional", en continuidad con las típicas discusiones de la filosofía analítica. El afán de argumentar, no siempre de manera exhaustiva, está detrás de cada una de las principales, arriesgadas y provocativas afirmaciones de MacIntyre en TLV.

TLV no es, por tanto, un mero "estudio de teoría moral" (subtítulo de la edición inglesa, omitido en la versión española). Es sobre todo una interpretación del momento moral en que vivimos. Esta puede ser una de las claves del éxito y repercusión del libro. Frente a la vaciedad formalista de una filosofía moral que quería reducirse al estudio del lenguaje moral (o mejor dicho, al estudio lógico de sus predicados elementales), y frente a la segunda convocatoria a un pacto social llevado a cabo bajo el velo de ignorancia y la neutralización de las diferencias sociales, históricas y culturales, MacIntyre nos presenta una ética inmersa en la historia real, nos habla narrativamente de historias reales de la moralidad e inmoralidad reinantes en nuestra cultura. Eso siempre tiene más aliciente.

TLV narra el nacimiento, crecimiento, decadencia y desaparición de la tradición de las virtudes. El libro se inaugura con una hipótesis catastrofista del presente ético: vivimos una situación cultural en la que la moralidad, y la misma teoría ética, no son más que simulacros de lo que fueron, elementos residuales yuxtapuestos y desordenados del esquema conceptual que aportaba la tradición de las virtudes. Desaparecida la virtud, tras ella, sólo quedan simulacros de moralidad, fragmentos de un esquema conceptual sin los contextos que le daban significado (TLV, p. 15).

La manifestación palmaria de este hecho la tenemos, según MacIntyre, en las actuales discusiones interminables acerca del juicio moral sobre la guerra, el aborto o la justicia. En esas discusiones cada postura ofrece argumentos lógicamente coherentes a partir de premisas o postulados inconmensurables entre sí. Partir de unas premisas o de otras ya no es una cuestión que se pueda resolver racionalmente conforme a criterios objetivos y, por lo mismo, vinculante para todos. Por eso la moralidad, en último término, es cuestión de preferencias subjetivas, arbitrarias. No hay criterios objetivos desde los que enjuiciar esa preferencias, pues son más básicas que cualquier argumentación. Eso es lo que hace que las discusiones morales sean interminables. En ellas no se discute realmente; tan sólo se escenifican elementos residuales, fragmentos de un esquema conceptual pasado, pero sin los contextos en los que esos conceptos tenían significados y sin el marco de referencia compartido en el que era posible dirimir las discusiones. La única convicción moral unánimemente compartida en nuestra cultura es que no hay convicciones últimas objetivamente fundadas en criterios racionales que vayan más allá de las preferencias subjetivas de cada uno.

La moralidad en su núcleo más irrenunciable pretende ofrecer criterios y pautas para enjuiciar y orientar nuestras opciones y modos de actuar. Hoy la moralidad se presenta como cuestión de preferencias subjetivas. El emotivismo, al querer darnos la clave de lo que es el lenguaje moral en cualquier contexto (expresión de preferencias subjetivas y retórica persuasiva para hacer que nuestros interlocutores las compartan), nos ha dado la clave de cómo funciona de hecho, cómo y para qué es usado de hecho, el lenguaje moral en nuestra situación cultural. Quien dice que algo es bueno, está queriendo inculcar por vías no racionales, manipulativas, las propias preferencias subjetivas a otros. Emotivista es, muy a su pesar y en último término, el prescriptivismo, por cuanto llegado a un determinado nivel de razonamiento, la argumentación racional cede el sitio a la preferencia subjetiva ya que no puede dar más razones. Emotivista es también el existencialismo sartriano y la fenomenología, así como la sociología weberiana. Nietzsche sería el máximo exponente de esta postura; su atractivo consiste precisamente en que se atreve a formular descaradamente lo que otros hacen subrepticiamente: la moral es cuestión de poder, querer e imponerse.

Si esto es verdad, la historia de la moralidad que MacIntyre nos narra no es una crónica valorativamente neutra. "La forma del relato, la división en etapas presuponen criterios de realización o fracaso, de orden y desorden" (TLV, 15). Habría una primera etapa -si nos atenemos a lo que dice MacIntyre acerca de la parábola inicial sobre la destrucción de la ciencia- en la que el lenguaje y la práctica de la moralidad estaban en orden; una segunda etapa en que ocurrió la catástrofe, y una tercera en que fue restaurado el lenguaje y la práctica, aunque bajo un forma dañada y desordenada (TLV, 15).

El emotivismo intentaba ser una teoría del significado del lenguaje moral en cualquier sociedad posible. En realidad es una certera descripción del uso del lenguaje moral en nuestra cultura. Su contenido social -toda filosofía moral encierra un contenido social- consiste en ver la sociedad como un entramado de relaciones en las que están borradas las diferencias entre relaciones sociales manipulativas (buscar por medio de influencias retóricas, psicológicas, etc. que el otro comparta mi propia opinión) y las no manipulativas (buscar mediante el lenguaje racional que el otro cambie sus convicciones, llegando a pensarlas como propias por convicción racional autónoma, con independencia de nosotros). Al borrar las diferencias entre un modo y otro de relacionarse, el diálogo sobre cuestiones morales salva la apariencia de una relación social no manipulativa, pero en realidad es una forma de lenguaje publicitario, manipulativo. Eso sólo es posible porque se mantienen las apariencias de un diálogo racional, bajo las que se oculta una relación manipulativa. En esto consiste la afirmación de que sólo poseemos simulacros de moralidad.

A cada cultura corresponde una forma de entender al sujeto. Para la descripción del yo emotivista se apoya MacIntyre en la filosofía de J-P Sartre (el Sartre de El ser y la nada) y en la sociología de E. Goffmann (La presentación del yo en la vida cotidiana. 1ª edición de 1957). El rasgo constitutivo de ese yo emotivista consiste en estar por encima de toda vinculación: se es sujeto en razón de la capacidad de decidir sobre todo sin estar vinculado por nada. No hay identidad sustancial que vaya más allá de las técnicas del manejo de las impresiones que causamos a los demás. El yo sartriano de El ser y la nada no es sino la formulación filosófica de esa misma incapacidad para identificarse con nada.

Cada cultura se caracteriza por los personajes en los que se encarna y que le sirven de aglutinante preferencial. Un personaje es un rol social al que se ve como encarnación de valoraciones relevantes en esa cultura; por eso sirve de punto de referencia para las valoraciones que estructuran el universo valorativo de cada cultura. El gentleman inglés o el hidalgo español serían ejemplos de personajes que visualizan sus respectivas culturas; como lo serían de la suya el militar o el funcionario prusiano o el mismo "Professor" de la Alemania de finales del siglo XIX.

En la España rural de los años 20 y 30 un maestro de escuela era un personaje que encarnaba en ese medio los valores de la enseñanza y de la cultura. Hoy difícilmente puede decirse que un profesor de enseñanza primaria (o para el caso de secundaria o de la universidad) es un personaje; cuando alguien nos dice de otro que ocupa ese puesto, apenas sabemos nada sobre sus compromisos valorativos y morales; son meros roles ocupacionales, más o menos cualificados, que cumplen mejor o peor las tareas o funciones que se les han encomendado; nada sabemos acerca de los valores que encarnan, salvo respetables excepciones anacrónicas.

Los personajes que, según MacIntyre, definen nuestra cultura son el manager (gerente o ejecutivo), el terapeuta y el vividor (por traducir de alguna manera expresiva the rich aesthete). El rasgo común a todos ellos es la falta de compromisos valorativos. Es justamente la distanciación de cualquier vinculación última el rasgo común que caracteriza a los personajes de nuestra cultura.

El manager es un experto en gestión, organización y toma de decisiones. Su obligación es tener éxito y ofrecer resultados. Es un "experto en medios"; los fines y con ellos los criterios de valoración del desempeño de sus funciones le vienen dados por quienes lo nombran y lo contratan. MacIntyre añade que, dada la impredictibilidad de las ciencias sociales, su experiencia es ficticia, un simulacro: el mejor manager es el mejor actor, el que mejor consigue convencier a otros de que su profecía social se va a cumplir.

El terapeuta sería el técnico de la curación psicológica, a quien –en cuanto terapeuta– no le incumben las valoraciones últimas acerca de los fines de la vida humana o de la cosmovisión de sus clientes. Algo semejante le ocurre al vividor, a quien nada le importan las valoraciones, salvo el goce que saca de las distintas acciones que acomete.

Estos tres personajes son, según MacIntyre, la encarnación viviente de la cultura emotivista. Tras la fachada de relaciones profesionales, pretendidamente racionales y objetivas, se esconde un tipo de relación social manipulativa que no es más que expresión de la voluntad subjetiva de cada uno de los que viven el personaje. En eso, el vividor, si no tiene otras pretensiones, es más sincero.

En opinión de MacIntyre, Nietzsche sería el máximo exponente de esta postura; su atractivo consiste precisamente en que se atreve a formular descaradamente lo que otros hacen subrepticiamente: la moral es cuestión de poder, querer e imponerse. El diagnóstico de Nietszche le parece aplicable a MacIntyre no sólo al emotivismo, sino también a las distintas formulaciones alternativas que ha ido ofreciendo la modernidad en cuestiones de moral. La deconstrucción nietzscheana tiene, sin embargo, pretensiones más amplias: quiere ser un ajuste de cuentas no sólo con la modernidad, sino con toda filosofía moral desde la época griega.

Para MacIntyre, el diagnóstico de Nietzsche no afectaría la tradición de las virtudes, cuyo más claro exponente es Aristóteles. La primera mitad de TLV (la parte crítica) termina con un dilema que sirve de título a un capítulo: "¿Nietzsche o Aristóteles?". Para MacIntyre no hay término medio en este dilema personalizado entre estos dos pensadores. Una vez que uno se sitúa ante ese dilema y toma partido, pueden incorporarse matices, pero antes hay que saber de qué lado está uno situándose y pensando la moralidad.

El dilema personalizado en Nietzsche o Aristóteles podría entenderse como un dilema entre la posmodernidad inspirada por Nietszche y el intento de continuar la premodernidad que retoma a Aristóteles. Algo de eso hay, pero no conviene etiquetar precipitadamente el intento. Nietszche, crítico de la modernidad, es para MacIntyre el que lleva ésta a sus últimas consecuencias, poniendo de manifiesto la inviabilidad de una moralidad objetiva. Precisamente en eso radica su atractivo y la simpatía de la que goza entre sus lectores, por encarnar la concesión paladina, de la arbitrariedad sin máscaras ni simulacros. La posmodernidad, al menos aquella que se inspira en Nietszche, no sería, en opinión de MacIntyre, más que la consecuencia última a la que conduce la inviabilidad del proyecto moderno de una subjetividad desarraigada y descontextualizada. En ese sentido, la posmodernidad no es una alternativa a la modernidad, sino su expresión última, que ya no se deja engañar por los cantos de sirena.

¿Hay alternativa a la modernidad? Para averiguar si la hay, MacIntyre vuelve al comienzo de la modernidad y somete a revisión la ruptura de ésta con el aristotelismo. Sin embargo, sus referencias a la moralidad aristotélica premoderna no pretenden ser una invitación a restaurar el pasado, sino a entroncar con él como forma de abrir una alternativa de futuro al fracasado proyecto moral moderno. Aristóteles significa para MacIntyre la posibilidad de volver a pensar teleológicamente una vida social compartida, con criterios de moralidad compartidos enraizados en una cultura moral. Frente a la crítica nietzscheana se pregunta MacIntyre si un planteamiento de inspiración aristotélica quedaría afectado por ella; piensa que no. En ese caso, Nietzsche no tiene la última palabra; hay alternativa a la modernidad.

La modernidad no ha pasado en balde ni siquiera para MacIntyre: deja huella en las correcciones que hace el aristotelismo y en las mismas pretensiones de universalidad y objetividad de la razón práctica. Pero la sociedad que pudiera hacer posible la moral no existe; eso es muy grave. El libro de MacIntyre se cierra con una nueva alternativa: el pesimismo del último Trotsky (o el de Horkheimer, Benjamín o Adorno) o esperar un nuevo san Benito, alquien que enfrente a la barbarie imperante construye enclaves de cultura y moralidad en los que poder cultivar las prácticas, virtudes y tradiciones de las que se pueda alimentar un día un nuevo renacimiento. Es algo pre y posmoderno a la vez; o quizás paramoderno.

Propuesta comunitarista de una ética de las virtudes

Tras haber expuesto la crítica que hace MacIntyre de la cultura emotivista y de la modernidad que la promueve, pasaremos a describir las líneas generales de la propuesta comunitarista que hace el filósofo escocés en su búsqueda de un ética de las virtudes, en una época postvirtuosa.

A principios de este siglo, en 1913, Max Scheler publicó un famoso artículo intentando rehabilitar la virtud; no tuvo otro éxito que dejar formulado un título programático para que otros intentaran lo mismo. Parece que el debate ético de los años 80 ha traído consigo, por fin, una cierta rehabilitación del tema de la virtud como concepto clave de la ética.

El título inglés es a la vez sintomático y programático. Tras la virtud (After virtue) significa por una parte que vivimos en una época postvirtuosa. MacIntyre explica lo que esto significa, las consecuencias que esto trae consigo, así como las causas que han provocado esta situación. Por otra parte -y esto sería el significado programático- en esta época postvirtuosa, si queremos reconstruir la moralidad con sus criterios objetivos, no podemos menos que ponernos a buscar las huellas que puedan conducirnos hacia la virtud; hemos de caminar tras sus huellas, en su busca.

¿Qué son las virtudes? MacIntyre las entiende ante todo como cualidades necesaria para lograr los bienes internos a una práctica (TLV, 237). Una práctica es una forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa que está establecida socialmente en orden a conseguir bienes específicos. Actividad es cualquier cosa que los hombres hacen en función de un fin. Hay que distinguir dos tipos de actividades, aquellas con las que se consiguen bienes externos, y aquellas que, además de bienes externos, se encaminan a alcanzar bienes internos; éstas últimas son las prácticas.

Los bienes externos son aquellos que pueden conseguirse de muchas maneras: haciendo una actividad u otra, haciendo bien o incluso mal una actividad; haciendo trampas, por ejemplo; no están ligados a una única actividad, por eso se llaman externos o extrínsecos. Tales bienes son el dinero, el poder, el prestigio, el estatus.

Pongamos un pequeño ejemplo del ámbito universitario. Investigar, es decir ampliar los conocimientos metodológicamente garantizados en un área del conocimiento, es una práctica, o al menos es parte integrante de lo que MacIntyre llama práctica. Investigar sólo se consigue investigando. Quien investiga bien, normalmente será apreciado como buen investigador. El prestigio acompaña al buen investigador; tal vez, además, ese mismo prestigio contribuya a que se le concedan fondos para llevar a cabo nuevas investigaciones. Sin embargo, el prestigio y el dinero (bienes externos) pueden conseguirse haciendo pseudoinvestigaciones, en las que se llenan páginas y páginas, que no suponen aumento de conocimiento, pero que sí pueden dar la apariencia de un curriculum académico muy apreciable. Esto puede contribuir a que en un concurso de méritos se consigan puestos con preferencia a otros que sí han hecho contribuciones específicas al aumento de los conocimientos en determinada área. Suele suceder con frecuencia que los bienes externos que en principio son necesarios para llevar a cabo las prácticas o son consecuencia lógica de una práctica bien hecha, terminan siendo corruptores de esas mismas prácticas.

Los bienes internos a determinada práctica sólo se obtienen realizando bien esa práctica: no hay caminos alternativos para obtenerlos. Ampliar los conocimientos se consigue investigando, cuidar bien la salud, practicando bien la medicina, etc. Dichos bienes son internos o intrínsecos justamente por eso, porque sólo se pueden lograr realizando bien la práctica en cuestión, y porque sólo pueden descubrirse y reconocerse participando activamente en dicha práctica. Esos bienes no son sólo bienes para el que los realiza; son bienes para toda la comunidad que participa de uno u otro modo en la susodicha práctica. El pseudoinvestigador de nuestro ejemplo, podrá tener un currícumum muy ampli y gozar de un gran presigio como investigador, pero no tendrá nunca la satisfacción de haber ampliado los conocimientos metodológicamente garantizados, que es lo que logra el que realiza bien la práctica de investigar. Esoso bienes no son sólo bienes para el que los realiza; son bienes para toda la comunidad que participa de uno u otro modo en la susodicha práctica

Las virtudes, nos dice MacIntyre, sólo pueden ser definidas en relación a las prácticas y a sus bienes internos. Son, como hemos dicho, cualidades necesarias para lograr los bienes inherentes a una práctica determinada. La virtud, en su primera determinación como cualidad para realizar bien una actividad, es un concepto que está presente ya en los escritos homéricos y, después, en la Grecia clásica. Aristóteles elabora su filosofía moral teniendo este concepto como eje central. Más adelante será retomado por el pensamiento medieval, especialmente en la obra de Santo Tomás de Aquino.

Más allá de esta primera caracterización, para que una cualidad necesaria para lograr los bienes internos a determinadas prácticas sea virtud, no basta con lo anterior, tiene además que contribuir al bien de la vida humana en su conjunto, y también integrarse en los patrones generales de lo que se considera bueno dentro de la tradición social vigente. La virtud tiene pues una segunda determinación, además de la dicha, que es esencial para distinguirla de otras habilidades para realizar bien actividades cuestionables desde el punto de vista moral. No toda capacidad de realizar bien una actividad puede ser considerada virtud; tiene que tratarse además de cualidades referidas al bien humano en su conjunto; y de ese bien sólo puede tenerse un concepto válido dentro de una tradición social vigente.

Junto a estos conceptos de prácticas, bienes internos y virtudes, hay un tercer elemento clave en la propuesta de una ética comunitarista de las virtudes: es el concepto de tradición, central en la filosofía moral de MacIntyre. Las prácticas son tradicionales no porque repitan el pasado, sino porque lo continúan: ponen a disposición la experiencia acumulada en la obtención cooperativa de los bienes internos a la práctica (cuidar la salud, cultivar el campo, criar a los hijos, llevar una casa, etc.) a la vez que están continuamente renovándose y adaptándose a las nuevas modalidades, los nuevos retos que van surgiendo en el presente; desde ahí se abren al futuro. Las prácticas, y las virtudes necesarias para llevarlas a cabo bien, están ancladas en la historia

Abramos un poco más esta perspectiva, salgamos del libro Tras la virtud. Unos años después, en 1988, aparece un nuevo libro de MacIntyre que es, por así decirlo, el que viene a dar el trasfondo filosófico, la epistemología que subyace al planteamiento anterior. El problema con el que se debate MacIntyre es el tema de si existe un baremo único universal de valoración ética y de racionalidad. El título vuelve a ser provocativo: Whose justice? Which rationality? ¿La justicia de quién? ¿La justicia de qué tradición? Las teorías de la justicia y de la racionalidad práctica son, para MacIntyre, aspectos de las diferentes tradiciones. Adherirse a ellas significa vivir con mayor o menor intensidad la forma de vida en que están encarnadas. Cada tradición tiene un modo especifico de relación social, sus propios cánones de interpretación y de explicación. Hay muchas justicias, o por mejor decir muchas tradiciones de justicia. Lo mismo ocurre con las racionalidades. No hay ninguna racionalidad que dirima todas las cuestiones desde un punto de mira superior, sino diferentes tradiciones de racionalidad.

Los debates éticos se plantean y pueden resolver, en un primer nivel, desde una tradición. Es engañosa la promesa liberal ilustrada de que todos los puntos de vista son conmensurables y se dejan juzgar a la luz y conforme a los criterios de una única racionalidad práctica por cualquier sujeto dotado de (dicha) racionalidad, sin más requisitos ni condiciones. Sólo desde el arraigo en una tradición hay criterios de racionalidad. Pero ninguna tradición se cierra sobre si misma. Por eso es posible que unas tradiciones aprendan de otras, que exista el contraste y el cuestionamiento entre diferentes tradiciones. Los problemas vitales y las cuestiones se plantean en el marco de una tradición, pero es posible, más aún, es inevitable, que esa tradición se confronte con otras tradiciones con las que tiene contacto o de las que tiene noticia. En esa confrontación es posible dilucidar qué tradición resuelve mejor ciertos problemas y retos que se plantean, quién puede enseñar a otros y puede juzgarlos y quién necesita aprender de otros.

MacIntyre se apunta a la tradición intelectual aristotélica agustiniana o, por mejor decir, a la armonización de estos dos tradiciones que lleva a cabo santo Tomás de Aquino. En este segundo libro hay una mayor cercanía a santo Tomás que en TLV. Eso no significa que asuma todas las posiciones de santo Tomás o del tomismo, sino sólo su forma de aproximarse a los problemas. Eso tampoco significa que no se confronte con las otras tradiciones. En Justicia y racionalidad (esa es la traducción del título en versión española) trata detenidamente de las tradiciones griegas, de la ilustración escocesa (de la que MacIntyre es un gran conocedor) y de la tradición liberal. Deja sin tratar el planteamiento de Kant, el Judaísmo, el Islam y las tradiciones asiáticas.

Terminemos este apartado haciendo una breve alusión a otro de los libros posteriores de éste: tres versiones rivales de la investigación ética. en él MacIntyre lleva a cabo una de esas piezas de contextualización del debate ético que produce admiración, tanto por el conocimiento certero del contexto y la elaboración de las diferentes alternativas que están en juego en el debate, como por el carácter decididamente provocador de las contraposiciones que establece y las posturas que toma. Las tres versiones que confronta son, en primer lugar, la del artículo "Etica" de la novena edición de la Enciclopedia Británica publicada a finales del siglo XIX como exponente del punto de vista ilustrado a las alturas de ese tiempo; la "Genealogía de la moral", alusión a otro de los libros posteriores a este "Tres versiones rivales de Nietzsche" que se publica también por esos años y la encíclica Aeterni Patris, del Papa León XII sobre la renovación del tomismo.

MacIntyre no sólo presenta cada una de las tradiciones morales que explicitan dichas obras, sino que intenta juzgar a cada una de las otras. Su provocadora conclusión es que la tradición moral aristotélica es el mejor ejemplo que poseemos de tradición, cuyos seguidores están en condiciones de tener cierta confianza en sus recursos epistemológicos y morales.

Balance y conclusiones

Intentaremos destacar aquí algunos logros y aciertos importantes de los planteamientos expuestos, así como algunas consideraciones globales que nos hagan comprender mejor estos planteamientos.

i. En primer lugar considero un acierto que para MacIntyre la Ética y Sociología no son radicalmente separables. Podríamos formular su postura en los siguientes términos: "Dime que ética haces y te diré que sociedad presupones", "dime que sociología haces y te diré que ética presupones". Ética y sociología son en el fondo inseparables. Las ciencias sociales vuelven con MacIntyre a ser lo que fueron: ciencias morales. Con las matizaciones pertinentes, esto es un indudable acierto.

ii. También es una acierto una de las intuiciones básicas de TLV: la historia de la moral y la filosofía moral no son separables. "Las filosofías morales son -escribe MacIntyre en el epílogo a la segunda edición de TLV- articulaciones explícitas de la pretensión de la racionalidad de las morales concretas..., por esto la historia de la moral y la historia de la filosofía moral son una y la misma (TLV 328). " La moral que no es moral de una sociedad en particular, no se encuentra en parte alguna" (Ibid, 325) Es importante tener en cuenta esta postura para situar correctamente los debates con otros planteamientos éticos que no comparte esta afirmación. MacIntyre no se limita a discutir las filosofías morales en sí mismas, sino en lo que son el contexto cultural en el que nacen y que ellas explicitan.

Iii. Me parece también certera la crítica de la cultura emotivista y de los personajes que la encarnan, el desenmascaramiento del hecho de que nuestras discusiones éticas sean interminables por partir de preferencias arbitrarias en favor de premisas inconmensurables entre sí. Para MacIntyre no se trata más que de un aspecto de esa confusión entre relaciones sociales manipulativas y no manipulativas, rasgo que caracteriza centralmente nuestra sociedad y nuestra comunicación intelectual. Las discusiones éticas, lamentablemente, revisten la forma de "no tienes razón porque no piensas como yo pienso"; en el fondo lo único que hay detrás es el esquema del emotivismo.

Iv. También hay en MacIntyre una crítica de las pretensiones científicas de las ciencias sociales (muy en especial de la economía), de su afán de separar radicalmente hechos de valores, de su capacidad predictiva y de algunas actitudes que pretenden legitimarse con ellas. Llega a decir MacIntyre que a falta de expertez avalada por la ciencia, el mejor manager es el mejor actor.

v. El punto más problemático y discutible es la crítica radical que hace MacIntyre de las pretensiones éticas y racionales de la modernidad. En una revista no especializada de corta difusión le preguntaban a MacIntyre: "¿Ud. no encuentra nada bueno en la modernidad? ¿no hay nada que rescatar y mantener de ella?" La respuesta de MacIntyre se formulaba en estos términos: "el día que la modernidad se conciba a sí misma como una tradición entre otras posibles, ese día podremos empezar a hablar sobre lo que de ellas es posible y deseable mantener". Ni el utilitarismo ni el deontologismo le parecen aceptables; ambos presuponen y refuerzan la cultura emotivista y el yo descontextualizado; son para él dos formas de simulacro ético; tanto las preferencias por el bienestar generalizado como el diálogo entre sujetos éticos que pactan sus reglas como sujetos racionales. El universalismo descontextualizado está, para MacIntyre, en la raíz de la descomposición moral de la modernidad. Socialismo y liberalismo son también meros bandazos en unos planteamientos éticos que recurren alternativamente unas veces a que cada cual se atenga a sus preferencias arbitrarias con la esperanza de que haya una mano invisible que las conduzca al bienestar de todos o regulación centralizada no menos arbitraria, por carecer uno y otro de criterios compartidos de los bienes y virtudes enraizados en las prácticas. La protesta es una forma de obtener lo que arbitrariamente se reclama; los derechos humanos tienen un carácter postulatorio. El universalismo descontextualizado está, para MacIntyre, en la raíz de la descomposición moral de la modernidad.

vi. ¿Es MacIntyre conservador?, es frecuente escuchar y leer, a veces, como afrimación que pretende zanjar la discusión, descalificaciones de MacIntyre como conservador. Por ser un crítico rotundo e intransigente de la modernidad, dicen sus detractores, MacIntyre no es aceptable, no está a la altura de los tiempos. Contribuye a corroborar esta descalificación, el hecho de que algunos conservadores (¿se puede hablar así en filosofía moral?) han hecho bandera de MacIntyre y de su defensa de la moral aristotélica a las virtudes. Piensan estos conservadores como si MacIntyre extendiera un cheque en blanco para volver a la filosofía perenne de la interpretación tomista del aristotelismo. Olvidan que el neoaristotelismo de MacIntyre a la vez que comparte con los conservadores la crítica de la modernidad, la recuperación de las virtudes, de las tradiciones y la teleología aristotélica, lo hace en un sentido eminentemente historicista y culturalista, alejado tanto de todo fixismo esencialista y de toda fundamentación metafísica de la ética en la "naturaleza humana".

En cualquier caso decir que MacIntyre es conservador y premoderno sólo es posible desde la presuposición de que la modernidad está plenamente vigente, por lo que todo el que se opone a ella es un nostálgico de una era que quedó definitivamente superada. La etiquetación y la descalificación de MacIntyre como conservador constituye una petitio principii. Con ello no se hace más que recaer una vez más en el vicio denunciado por MacIntyre en los debates éticos actuales: la postura del otro no es aceptable porque no comparte las premisas de la propia postura, en favor de la cual sólo aducimos nuestras propias preferencias subjetivas y arbitrarias.

MacIntyre, ciertamente entronca de forma positiva con lo premoderno; no acepta hacer tabla rasa con lo que antecede a la modernidad; no acepta los sueños de intemporalidad desarraigada de todo contexto; pero no se hace ilusiones: hoy por hoy no se dan las condiciones para reconstruir las prácticas y tradiciones. Tras la virtud termina planteando un nuevo dilema entre el pesimismo del último Trotski (no hay futuro con sentido para la historia; no hay futuro para las virtudes, no hay futuro para la ética) y la esperanza en un nuevo san Benito, que en un época de decadencia construya enclaves en los que sí sea posible vivir las prácticas y las virtudes en espera de que vengan tiempos mejores. Si esto segundo llegase a ocurrir nunca sería una mera repetición del pasado; los retos de humanización de la vida han ido cambiando en estos siglos y son hoy muy distintos, como distintos son los modos en que se van configurando los bienes internos a las prácticas: las casas se construyen hoy de distinta manera, la salud se cuida hoy con distintos conocimientos y distintos medios, la educación de los hijos es también diferente. Los mismos bienes internos a las prácticas y los fines que se persiguen con ellas pueden haberse transformado muy sustancialmente en muchas prácticas.

De lo que no cabe duda es que MacIntyre no ha sido igualmente aceptado por radicales, conservadores y liberales, como hubiese sido su deseo. Los liberales básicamente lo han rechazado y descalificado. Los conservadores lo enarbolan como bandera. Los radicales están divididos. Las provocaciones, radicalismos y descoloques de MacIntyre tampoco favorecen que tenga muchos adeptos.

vii. Digamos una última palabra sobre el trasfondo religioso del pensamiento de MacIntyre. No se pretende con ello recaer en tribalismos simplificadores; tan sólo parece que sin aludir a ese trasfondo quedan sin iluminar algunos aspectos de su teoría ética. MacIntyre nació y creció en la iglesia presbiteriana escocesa. Los temas religiosos han sido reiteradamente objeto de su interés y de sus reflexiones, como queda reflejado en sus escritos. En los últimos años se ha convertido al catolicismo. La trayectoria biográfica de MacIntyre merece todo respeto; no sólo ignoramos las últimas claves de sus convicciones personales, sino que deberíamos mantenernos alejados de un cierto ejercicio de obscenidad y falta de pudor, pretendiendo invadir la esfera última de sus convicciones personales. No hay porque celebrar su conversión como un triunfo del pensamiento católico, ni considerar que dicha conversión constituye un consecuencia necesaria de su filosofía moral.

Quisiera destacar que también en el trasfondo religioso del pensamiento de MacIntyre se encuentran rasgos contradictorios y chocantes. Su descripción de la cultura emotivista como radicalmente corrupta e insalvable desde el punto de vista moral, la misma radical inconmensurabilidad de las posturas éticas en los debates éticos actuales, tienen innegables afinidades con el pesimismo agustiniano de Lutero acerca de la corrupción de la naturaleza y de la razón humanas. Aquí no es la naturaleza, sino la cultura la que es absolutamente incapaz de lograr el acceso a la salvación. Taylor ha rastreado las huellas del agustinismo larvado en las diferentes etapas de la moral de occidente : jansenismo, Rousseau y también la filosofía moral escocesa. Hay huellas de ese pesimismo en el pensamiento de MacIntyre. En cambio el arraigo de la moral en la historia, en la sociedad, en la cultura, en las prácticas, no en la interioridad suprasocial y suprahistórica, no en el esquema trascendental kantiano, es un rasgo típico de la cultura católica, como lo es la reinvindicación de las tradiciones y la pretensión de acceder desde ellas a una universalidad mediada por todas las particularidades positivas.

 

Filósofos de Hoy

Artículos publicados en esta serie:

(I) John Rawls y la "Teoría de la Justicia" (Pablo da Silveira, Nº 172)

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